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La gran llanura parecía balancearse debajo de ellos mientras avanzaban rumbo al oeste. La suculenta hierba, de la que sus animales se cebaban incluso en pleno y arduo recorrido, cambiaba de color a lo largo del día; a primera hora, los rayos rosados del sol matinal le daban un aspecto casi gris; más tarde, a la luz amarilla de media mañana, era de un verde intenso; a mediodía adquiría una pátina azulada; a primera hora de la tarde, bajo el fuerte sol, vistas desde lejos las briznas perdían su carácter individual y un tinte amarillo se abría paso entre el verde, de tal forma que cuando soplaba un poco de brisa, la hierba parecía recorrida por un caprichoso colorido intermitente. Al anochecer, tomaba un tono morado, como si absorbiera la luz que quedaba en el cielo y no quisiera devolverla.

Tras el primer día de viaje, la región dejó de ser tan llana y se mostró ligeramente ondulada ante sus ojos, de modo que los viajeros iban de una suave quebrada a un suave promontorio como si fueran pequeñas esquirlas que el viento arrojara sobre la superficie de un inmenso mar helado.

En la superficie de ese mar, entre el lento pero constante oleaje, Will Andrews tenía cada vez más la sensación de que no avanzaban. Las primeras jornadas del viaje habían sido muy duras debido al tormento que suponía cada paso adelante que daba su caballo, una tortura para sus nervios y su mente. Pero el dolor se fue mitigando con el paso de los días, sustituido por una suerte de entumecimiento general; no notaba las nalgas, y sus piernas podrían haber sido de madera, tan tiesas e insensibles las tenía, pegadas a los flancos del caballo. Fue así, entumecido, como perdió la conciencia de estar avanzando. Su montura lo transportaba hacia el valle de la ola para remontar después hasta la cresta, aunque a él le parecía que era la tierra, no el animal, la que se movía debajo de él cual enorme cinta de andar, y que su movimiento no revelaba sino otra parte de sí misma.

Día tras día el entumecimiento se apoderaba de su cuerpo hasta que el cuerpo y el entumecimiento parecían fundirse en uno. Se sentía como la tierra que pisaba, algo carente de identidad o de forma; a veces alguno de los compañeros de viaje lo miraban como si lo traspasaran, como si no existiera; y entonces tenía que sacudir la cabeza y mover un brazo o una pierna para asegurarse de que todavía era visible.

El entumecimiento se hizo extensible a su percepción de quienes cabalgaban con él por la vacía llanura. En ocasiones los miraba y el cansancio le impedía reconocerlos, veía simplemente la forma sin más de unos hombres. Entonces solo los distinguía por la posición que cada cual ocupaba. Como en el inicio del viaje, Miller iba en cabeza, Andrews y Schneider formando la base de un triángulo detrás de él. Con frecuencia, al aproximarse el grupo a un altozano saliendo de una de tantas hondonadas, la silueta de Miller, desaparecida en el horizonte, parecía fundirse con la tierra, acomodarse al color y al contorno del terreno sobre el que cabalgaba. Transcurrido el primer día de viaje, Miller apenas abrió la boca, como si no fuera consciente de que viajaba acompañado. Olfateaba la tierra como un animal, volvía la cabeza a uno u otro lado según captaba sonidos y olores que a los demás les pasaban inadvertidos; en algún momento levantaba la cabeza hacia el cielo y permanecía inmóvil largo rato, como esperando una señal. Y la señal no llegaba.

Al lado de Andrews, pero a una distancia de unos treinta pies, cabalgaba Schneider. Iba hundido en la silla, el amplio sombrero calado hasta las cejas y el pelo tieso y erizado saliéndole por detrás como un puñado de paja reseca. A veces tenía los ojos cerrados y se bamboleaba sobre la silla, dormitando; en otras ocasiones, despierto, clavaba los ojos con mirada hosca en un punto entre las orejas de su caballo. De vez en cuando daba un mordisco a un andullo negro de tabaco que guardaba en el bolsillo de la pechera, y escupía desdeñosamente al suelo como si le hubiera ofendido. Raras veces miraba a los demás, y no pronunciaba una palabra a no ser que fuera necesario.

Detrás de los hombres a caballo, Charley Hoge iba encaramado al pescante del carro. Cubierto del polvo liviano que levantaban caballos y bueyes y que no podía evitar, Charley Hoge mantenía la cabeza erguida, mirando por encima de los bueyes y de los hombres que lo precedían. Unas veces les gritaba con voz fina, burlona, jovial; otras tarareaba desafinando para sí, marcando el compás con el muñón de la mano derecha; y otras veces su monótona voz se arrancaba con un tremuloso himno cuya discordancia provocaba que los otros tres volvieran la cabeza para mirarle, descubriendo a un ajeno Charley Hoge con el rostro contorsionado, la boca abierta y unos ojos entrecerrados que no veían a quienes iban más adelante. Por la noche, una vez alimentados los hombres y maneados los bueyes, Charley Hoge abría su baqueteada y mugrienta Biblia y leía en voz baja, moviendo los labios, a la menguante luz de la fogata.

Cuatro días después de partir de Butcher’s Crossing, Andrews vio señales de bisontes por segunda vez.

Fue Miller quien le advirtió de su presencia. El grupo acababa de dejar atrás una de las interminables hondonadas de las que se componía la llanura de Kansas, y Miller, en lo alto ya de la pequeña cuesta, detuvo a su caballo y le hizo señas. Andrews le alcanzó.

—Mira allá abajo —dijo Miller, levantando el brazo.

Andrews siguió la dirección que le indicaba. Al principio no vio más que la ondulante pradera, pero luego, a lo lejos, divisó un trecho blanco que relucía al sol de media mañana. Desde aquella distancia no pudo apreciar forma alguna, en realidad apenas se distinguía entre la hierba verde azulada que lo rodeaba.

—¿Qué es? —preguntó, volviéndose hacia Miller.

—Vamos a acercarnos un poco —dijo Miller, con una sonrisa.

Pusieron sus caballos a un trote corto; Schneider los siguió más despacio, mientras Charley Hoge hacía virar un poco a sus bueyes para ir en la misma dirección, pero mucho más atrás.

A medida que se aproximaban al punto que Miller había señalado antes, Andrews empezó a ver que era algo más que un trecho de blanco; fuera lo que fuese estaba desperdigado y ocupaba una superficie relativamente grande, como si una mano enorme, inhumana, lo hubiera soltado allí de cualquier manera. A poca distancia de allí Miller se detuvo con brusquedad y desmontó, enrollando las riendas en el pomo de su silla de forma que el pescuezo del caballo quedó arqueado hacia abajo. Andrews hizo otro tanto y se acercó a Miller, que estaba inmóvil por completo, contemplando la zona desperdigada.

—¿Qué es? —le preguntó Andrews de nuevo.

—Son huesos —dijo Miller, y le sonrió de nuevo—. Huesos de bisonte.

Se acercaron a pie. Entre la corta vegetación de la pradera, los huesos desprendían un brillo blanquecino, medio sumergidos en la hierba verde azulada que había crecido a su alrededor. Andrews caminó entre los huesos con cuidado de no tocarlos, mirándolos con gran curiosidad.

—No eran muchos —dijo Miller—. Unos cuarenta, como máximo. Y los cazaron hace relativamente poco. Mira esto.

Andrews se le acercó; Miller se había parado junto a un esqueleto casi intacto. De la curvilínea espina dorsal, que mostraba unas muescas grisáceas en su parte superior, partían los arcos de la caja torácica. En la parte central las costillas eran muy anchas y gruesas, mientras que más cerca de los flancos su longitud y su anchura disminuían de manera brusca; cerca del flanco, las costillas eran apenas unos nudos blancos sujetos a la columna vertebral por tendones y cartílagos como cordeles secos. Al final de la columna, dos amplios rebordes de hueso se encontraban directamente apoyados en la hierba; y formando una estela detrás de dichos rebordes, planos sobre la hierba, estaban los dos grandes huesos de perfil muy afilado de las patas traseras. Andrews rodeó el esqueleto, que había quedado vertical sobre lo que fuera el abdomen del animal, mirándolo todo, pero no tocó nada.

—Fíjate en esto —dijo otra vez Miller. Señaló el cráneo, que yacía pegado a la abertura ovalada de la caja torácica. Era un cráneo estrecho y plano, se veía extrañamente menudo al lado de la enorme osamenta, que en su punto más ancho le llegaba a Andrews un poco más arriba de la cintura. Dos astas cortas nacían del cráneo, cuya chata parte superior mostraba un mechón de pelo seco.

—Este cadáver no tiene más de dos años —dijo Miller—. Todavía apesta un poco.

Andrews percibió una tenue pestilencia de carne seca en putrefacción. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo una palabra.

—Este era de los gordos —dijo Miller—. Calculo que pesaba casi dos mil libras. Tan grandes no se ven muy a menudo.

Andrews trató de imaginarse al bisonte a la vista de los despojos que yacían en la hierba; recordó los grabados que había visto en algunos libros, pero la imagen no acababa de casar con la osamenta que tenía delante, y no fue capaz de imaginarse al animal.

Miller dio un puntapié a una de las costillas del bisonte; el hueso se desprendió de la columna y cayó flojo a la hierba. Miller miró a Andrews y abarcó la región con un amplio gesto del brazo.

—Hace tiempo, en la época de las grandes cacerías, mirabas a tu alrededor en cualquier dirección y veías una milla de huesos amontonados. Hace cinco o seis años habríamos visto huesos a lo largo de todo el camino desde Pawnee Fork hasta Smoky Hill. Ya ves en qué ha quedado la caza, aquí en Kansas. —Dio otro puntapié, ahora desdeñoso, a otra costilla—. Estos huesos no van a durar mucho aquí. Algún ranchero los encontrará y los cargará en su carreta para utilizarlos como fertilizante. Claro que tampoco hay tantos huesos como para tomarse esa molestia.

—¿Fertilizante? —preguntó Andrews, extrañado.

—El bisonte es un animal muy curioso —respondió Miller—; de él se puede aprovechar todo. —Caminó hasta el final del esqueleto y se agachó para coger el ancho hueso de una pata trasera; lo blandió en el aire como si fuera un palo—. Con estos huesos los indios hacían agujas de coser y también tomahawks tan cortantes que podían partirlo a uno por la mitad. Hacían arcos pegando pedazos de hueso con trozos de asta, y de hueso hacían también sus puntas de flecha. He visto collares confeccionados con fragmentos de hueso, tan bonitos que parecían comprados en Saint Louis. Juguetes para los críos, peines para las muchachas; todo elaborado con un hueso de estos. Y fertilizante. —Meneó la cabeza, blandió otra vez el hueso y lo tiró lejos; el hueso describió una curva ascendente, captó la luz del sol y descendió para aterrizar en la blanda hierba, donde botó una vez y quedó quieto.

Un caballo resopló a sus espaldas; Schneider se había acercado a ellos.

—Será mejor que sigamos —dijo—. Habrá ocasión de ver huesos a montones; bueno, si es que en esas montañas encontramos la clase de manada que se supone que ha de haber.

—Descuida —dijo Miller—. Esto de aquí es solo una minucia.

El carro se acercó; la cascajosa voz de Charley Hoge clamó en el tórrido aire del mediodía; le oyeron cantar que Dios era su máxima salvación, que él no temía a ningún enemigo, a la oscuridad ni a la tentación; que con Dios a su diestra, él plantaba cara a lo que fuese. Los otros tres escucharon un momento las exhortaciones de aquella voz torturada en mitad del páramo; luego situaron a sus caballos delante del carro y reanudaron el lento periplo a campo traviesa.

Las señales de bisontes eran cada vez más frecuentes; en varias ocasiones vieron caminos abiertos por el paso de manadas grandes que bajaban a beber al río, y una vez llegaron a una enorme hondonada con forma de plato, de unos seis pies de hondura en la parte más profunda y más de cuarenta de ancho. En el borde de ese hoyo crecía la hierba, pero no así en el hoyo propiamente dicho, donde la tierra había quedado reducida a un polvo fino. Miller le explicó a Andrews que se trataba de un revolcadero; los bisontes acudían allí para restregarse en el polvo, único remedio contra los mosquitos y piojos que los infestaban; sin embargo, hacía mucho tiempo que no iba ningún bisonte; Miller le hizo ver que no había esquirlas y que la hierba que bordeaba el hoyo estaba verde y sin hollar.

Una vez vieron el cadáver de un bisonte hembra. Yacía tieso sobre un costado en la espesa hierba verde; tenía el vientre distendido y despedía un repugnante hedor a carne putrefacta. Al aproximarse los hombres, dos buitres que tironeaban la carne alzaron lenta y torpemente el vuelo para sobrevolar la carroña. Miller y Andrews se acercaron a caballo y desmontaron. La forma inmóvil y contrahecha tenía un deslustrado pelaje pardo oscuro, casi negro en algunos puntos; Andrews se aproximó unos pasos, pero la pestilencia lo detuvo. Sintió náuseas y retrocedió para situarse del lado en que el viento alejara de él el hedor.

Miller le miró con una sonrisita.

—Huele fuerte, ¿eh? —Sin dejar de sonreír, pasó junto a Andrews y se acuclilló al lado del bisonte muerto para examinarlo con detenimiento—. El que le pegó un tiro echó a perder una bala; es casi seguro que esta hembra murió desangrada. Probablemente la manada la abandonó. —Dio un puntapié a una pata tiesa; se oyó un ruido sordo, seguido de otro como si alguien rasgara un pedazo de tela rígida—. No lleva aquí más de una semana; qué raro que todavía quede carne.

Miller dio media vuelta y regresó a por su caballo, que se había apartado a causa de la fetidez. Cuando Miller se le acercó, el animal amusgó las orejas y retrocedió un poco, pero él lo tranquilizó hablándole bajito y el caballo se quedó quieto, pese a que los músculos de las patas delanteras le temblaban, tensos. Miller y Andrews montaron en sus caballos y adelantaron al carro y a Schneider, que no había prestado la menor atención al detenerse los otros dos. La ropa de Miller se había impregnado del hedor del cadáver, e incluso después de tomar la delantera y alejarse un poco, la brisa llevó el olor hasta Andrews, obligándolo a taparse la nariz y la boca con una mano, como si algo sucio las hubiera tocado.

En otra ocasión vieron a una pequeña manada, y de nuevo fue Miller quien se lo señaló a Andrews. Eran poco más que unos puntos negros en el verde claro de la pradera; Andrews no pudo detectar ni figuras ni movimiento, pese a que forzó la vista en la fuerte claridad de la tarde y se irguió cuanto pudo en su silla.

—Es pequeña —dijo Miller—. Los cazadores de esta zona han terminado reduciéndolos a pequeñas manadas.

Cabalgaban de tres en fondo —Andrews, Miller y Schneider—, y Schneider dijo, en un tono neutral, sin dirigirse a nadie en concreto:

—Uno a veces debe contentarse con una manada pequeña. Si ahora van así, así es como uno tiene que tomarlo.

—Todavía me acuerdo de cuando nunca encontrabas una manada de menos de mil cabezas, y eso que mil tampoco era mucho —dijo Miller con la vista fija en los bisontes. Describió un semicírculo con el brazo extendido—. Yo he mirado desde sitios como este y no se veía más que negro: cincuenta, setenta y cinco, cien mil bisontes moviéndose por la hierba. Tan apretujados que era posible caminar sobre sus lomos, un día entero, y no tocar el suelo ni un momento. Ya veis, ahora solo hay grupitos rezagados. Y hombres hechos y derechos que los cazan. —Escupió al suelo.

—Si lo único que hay son rezagados —dijo Schneider, de nuevo hablando para nadie en particular—, pues a cazar rezagados. No me hago ilusiones de encontrar mucho más.

—Ahí adonde vamos —dijo Miller—, los verás como en los viejos tiempos.

—Quizá sí —dijo Schneider—, pero yo no me hago muchas ilusiones.

La voz de Charley Hoge les llegó como un graznido desde el carro que llevaban detrás.

—Una manadita. En los viejos tiempos no se veía nada tan pequeño. El Señor nos da, el Señor nos quita.

Los otros tres se habían vuelto al oír la voz de Charley Hoge; le escucharon hasta que terminó y luego se volvieron otra vez; pero ya no pudieron distinguir la diminuta mancha negra en medio de la extensa pradera. Miller siguió adelante, en cabeza, Schneider y Andrews un poco más atrás; ninguno de ellos habló de nuevo de lo que habían visto.

Esas interrupciones eran poco frecuentes. En dos ocasiones se cruzaron con pequeñas partidas que llevaban su misma dirección. Una de ellas la formaba un hombre, su esposa y tres niños. Sucios de polvo, la cara chupada y la expresión hosca por el cansancio, la mujer y los niños iban acurrucados en un pequeño carro tirado por cuatro mulos y no dijeron nada; el hombre, ansioso por hablar y atragantándose casi de tantas ganas como tenía, les dijo que venían de Ohio, que habían perdido allí su granja y que se dirigía a California, donde un hermano suyo tenía un pequeño negocio; habían iniciado el viaje con una pequeña caravana, pero uno de sus mulos cojeaba y ahora el grupo principal le llevaba ya dos semanas de ventaja, y no tenía esperanzas de alcanzarlos. Miller examinó el mulo que renqueaba y aconsejó al hombre desviarse hacia Fort Wallace, donde podría dejar descansar al tiro y esperar a que pasase otra caravana. El hombre estaba indeciso y Miller, cortante, le dijo que el mulo no llegaría mucho más allá de Fort Wallace y que seguir camino él solo era una estupidez. El hombre negó con la cabeza, tozudo. Miller no insistió; tras hacer una seña a Andrews y Schneider, el grupo dio un pequeño rodeo y siguió su camino dejando atrás al hombre, la mujer y los niños. Al anochecer divisaron el polvo que levantaba el carromato, muy lejos a sus espaldas. Miller meneó la cabeza.

—No lo conseguirán. Ese mulo no aguantará ni dos días. —Escupió al suelo—. Deberían haberse desviado por donde les he dicho.

El otro grupo con el que se cruzaron lo formaban cinco hombres a caballo; eran callados y suspicaces, e informaron de mala gana a Miller de que se dirigían a una excavación minera en Colorado, donde tenían intereses y que pensaban explotar. Rechazaron la invitación de Charley Hoge a compartir la cena y aguardaron agrupados a que Miller y los suyos pasaran. Aquella noche, después de que Miller, Andrews, Schneider y Hoge se hubieron acostado, les llegó el sonido amortiguado de unos cascos de caballo dando un pequeño rodeo y pasando de largo.

En un punto en que la senda bordeaba el río, vieron ante ellos un risco en cuya pared habían sido excavadas unas toscas casetas. Frente a ellas, en la dura tierra apisonada, jugaban varios niños morenos, desnudos; detrás de ellos, junto a la entrada de las cuevas, había media docena de indios; las mujeres, arrebujadas en mantas a pesar del calor, apenas se distinguían; los hombres eran todos viejos y arrugados. Al pasar el grupo, los niños dejaron de jugar y los miraron con oscuros ojos líquidos; Miller saludó con el brazo, pero ninguno de los indios hizo el menor ademán en respuesta.

—Indios de río —dijo Miller con desdén—. Viven de pescar siluros y cazar liebres. No vale la pena ni dispararles.

Pero, a medida que avanzaban, esa clase de interrupciones se le antojaban a Andrews cada vez más irreales. La realidad del trayecto consistía en la rutina de acostarse por la noche, levantarse de buena mañana, beber café solo en tazones metálicos que quemaban, enrollar el petate y colocarlo sobre la grupa del cada vez más fatigado caballo, el monótono y adormecedor periplo por la pradera siempre igual, abrevar los caballos y los bueyes a mediodía, comer galletas duras y frutos secos, reanudar el viaje, levantar a tientas el campamento en plena oscuridad, atacar como bestias hambrientas el platillo de insípidas alubias con panceta, otra vez café y a acostarse. Se había convertido en un ritual, cada vez con menos sentido a fuerza de repetirlo, pero un ritual que proporcionaba a su vida la única pauta que ahora podía tener. Sentía como si estuviera avanzando trabajosamente, pulgada a pulgada, por la inmensa pradera; pero al mismo tiempo le parecía que no pasaba el tiempo, que avanzaba como una nube invisible que flotara a su alrededor, pegada a él.

El transcurrir del tiempo era patente en los rostros de los tres hombres que viajaban con él y en los cambios que percibía dentro de sí. Notaba cómo la intemperie le endurecía la piel de la cara; cómo el rastrojo de su barba se volvía suave a medida que el cutis se tornaba áspero, y el dorso de las manos se le enrojeció primero, para ir oscureciéndose paulatinamente después. Sentía el cuerpo cada vez más flaco y endurecido; a veces le daba por pensar que estaba mudando de cuerpo, no a otro nuevo sino a un cuerpo de verdad que hubiera estado agazapado bajo ilusorias capas superpuestas de piel suave, blanca y blanda.

El cambio que percibía en los otros era menos significativo para él, y menos radical. La gruesa pero armoniosa barba de Miller fue haciéndose más espesa y empezó a rizarse en las puntas; pero el cambio era más perceptible en su manera de ir sentado en la silla, en su zancada cuando estaba en tierra y en la expresión de sus ojos cuando oteaban la pradera abierta. La actitud rígida y un tanto formal que Andrews le había visto en Butcher’s Crossing estaba dando paso a cierta familiaridad, cierta naturalidad, un sentirse a gusto en el nuevo entorno. En su silla de montar, Miller parecía una extensión natural del caballo que montaba; caminaba como si el mero desplazamiento fuera una caricia que le hacía al terreno; y su forma de contemplar la pradera le parecía a Andrews tan abierta, libre e ilimitada como el paisaje que contemplaba.

El rostro de Schneider parecía querer remeterse y esconderse en su barba de lento crecimiento, cuyas cerdas como briznas de paja iban ganando poco a poco su piel cada vez más morena. Día tras día Schneider se volvía más introvertido; hablaba cada vez menos con los otros, y cabalgaba casi como si intentara disociarse del resto: miraba siempre en la dirección contraria, y por la noche cenaba en silencio, siempre de costado con respecto a la fogata; se acostaba y se dormía antes que los demás.

De todos ellos, el que menos cambios mostraba era Charley Hoge. Tenía un poco más de barba gris, la piel se le enrojeció pero sin llegar a ponerse morena; miraba a su alrededor con gesto pícaro e imparcial, y de repente se arrancaba a decirles algo a los demás sin venir a cuento y sin esperar respuesta. Cuando el sendero era llano, sacaba su maltrecha Biblia y se ponía a hojearla, entrecerrando sus débiles ojos grises para que no le entrara el polvo. A intervalos regulares, durante el día, sacaba de debajo del pescante una botella de whisky tapada descuidadamente con un corcho; arrancaba el tapón con los dientes amarillentos, lo dejaba caer sobre su regazo y echaba largos y ruidosos tragos. Después, con su voz fina, aguda y tremulosa, entonaba un himno cuyas notas viajaban a través del polvo hasta posarse en los oídos de los tres que cabalgaban delante de él.

El sexto día de viaje, llegaron al final de la senda de Smoky Hill.