Al amanecer del día 25 de agosto, los cuatro hombres se reunieron detrás de la cuadra, donde los esperaba el carro cargado con provisiones para seis semanas. Un soñoliento mozo de cuadra, rascándose el pelo apelmazado y maldiciendo mecánicamente por lo bajo, enyuntó los bueyes al carromato; los animales resoplaban y se movían inquietos a la pálida luz arrojada por un farol en el suelo. Una vez finalizada su tarea, el mozo se alejó gruñendo de los cuatro hombres; se dirigió con paso cansino hacia el establo, con el farol balanceándose de cualquier manera a su costado, y se dejó caer sobre una pila de mantas mugrientas que había fuera, a la intemperie. Tras tumbarse de lado, levantó el cristal de la lámpara y apagó la llama de un soplo. A oscuras, tres de los hombres montaron en sus caballos; el cuarto se subió al carro. Durante un momento ninguno de ellos habló ni se movió. En medio del silencio les llegó con claridad la pausada y sonora respiración del mozo de cuadra, así como el suave chasquido del cuero contra la madera de los yugos en los que los bueyes se agitaban.
Desde el carro, Charley Hoge carraspeó y dijo:
—¿Listos?
Miller soltó un largo suspiro y, con voz queda y amortiguada, respondió:
—Listos.
El silencio quedó bruscamente interrumpido por el súbito crujido del cuero trenzado cuando Charley Hoge soltó un latigazo por encima de los bueyes al tiempo que, con voz estridente y explosiva, gritaba: «¡Arre!».
Los bueyes se tensaron contra el peso del carro, arañando y pisoteando la tierra con un ruido sordo, hasta que las ruedas gimieron en sus ejes de nogal. Se produjo un momentáneo barullo sonoro: madera tensada contra su grano; cuero crudo y cuero curtido chasqueando al unísono y produciendo un chirrido penetrante; y tintineo de metal contra metal; luego el sonido derivó en un murmullo a medida que las ruedas giraban y el carro empezaba a moverse con lentitud detrás de la yunta de bueyes.
Los tres hombres a caballo precedieron al carro para enfilar la amplia calle de tierra de Butcher’s Crossing. Miller iba en cabeza, como repantigado en su montura; detrás de él, dibujando un triángulo de ancha base, Schneider y Andrews. Nadie decía una palabra todavía. Miller miraba al frente, hacia la noche que poco a poco empezaba a clarear; Schneider mantenía la cabeza gacha como si estuviera dormido sobre su silla; y Andrews lanzaba miradas a un lado y otro del pueblecito que se disponía a abandonar. En la semioscuridad matutina, Butcher’s Crossing tenía un aire espectral e indefinido; las fachadas de los edificios eran formas grises que surgían de la tierra como colosales rocas erosionadas, mientras que las casetas parecían cascotes amontonados de cualquier manera en torno a hoyos. Dejaron atrás la taberna de Jackson y pronto estuvieron fuera del pueblo. En la región que se extendía ante ellos, la oscuridad parecía más densa; el sonido de los cascos de los caballos sonó rítmico y monótono en los oídos de los hombres, y el fino olor sofocante del polvo empezó a rondar sus narices, sin que pudiera disiparlo la obligada lentitud de su avance.
Al salir del pueblo, el grupo dejó atrás a mano izquierda la pequeña cabaña de McDonald y el vallado de los pozos de salmuera; Miller volvió la cabeza, gruñó algo inaudible para sí mismo y se sonrió. Un poco más allá del conjunto de olmos, donde el camino empezaba a ascender por las riberas del arroyo, los tres hombres a caballo se detuvieron y el carro que iba detrás frenó con un crujido. Se volvieron para mirar hacia atrás, ensanchando los ojos contra la tiniebla, y mientras contemplaban la difusa forma de Butcher’s Crossing, vieron surgir una tenue luz amarilla como si flotara, incorpórea, en la oscuridad; en alguna parte un caballo relinchó y resopló. De común acuerdo, se volvieron de nuevo sobre sus monturas e iniciaron el descenso por el camino que atravesaba el río.
Allí donde lo cruzaron, el cauce era somero; el agua, que serpenteaba entre rocas planas colocadas en el barro a modo de lecho para vadear, producía una suerte de murmullo intensificado por la oscuridad; la tenue luz de la luna creciente se reflejaba de manera irregular en el fluir del agua, y era visible en el arroyo un titilar constante que lo hacía parecer más ancho y hondo. El agua cubría apenas los cascos de los caballos y peinaba los aros de las ruedas del carro en su girar.
Momentos después de haber cruzado el arroyo, Miller se detuvo de nuevo. Los otros pudieron entrever cómo se erguía sobre la silla de montar y se inclinaba hacia la menguante oscuridad del oeste. Como si le pesara mucho, levantó el brazo izquierdo y señaló en aquella dirección.
—Iremos campo traviesa —dijo— y llegaremos a la senda de Smoky Hill hacia el mediodía.
Las primeras franjas de luz rosada empezaban a aparecer por el este. El grupo se desvió del camino; pocos minutos después este ya no era visible. Will Andrews se irguió sobre los estribos y miró hacia atrás sobre la llana extensión; no pudo determinar el sitio en que se habían desviado, y tampoco vio ningún punto de referencia en el camino que pudiera guiarlos en su trayecto hacia el oeste. Las ruedas del carro giraban limpiamente en la espesa hierba verde amarillenta, dejando una estela de líneas paralelas que pronto eran engullidas en la lejanía.
El sol salió a sus espaldas y, como impulsados por el creciente calor, avanzaron más deprisa. El aire era diáfano y no había nubes en el cielo; el sol los hacía sudar en sus recias prendas de vestir.
Pasaron junto a una choza con techumbre de tepe. Estaba en mitad de la llanura, y detrás de la vivienda se extendía una pequeña parcela de terreno que alguien había desbrozado tiempo atrás, pero donde ahora reinaba la hierba que cubría toda la región. Una rueda de carro yacía rota junto a la entrada, y a su lado se pudría un grueso arado de madera. A través de la amplia puerta, al lado de la cual colgaba un pedazo de lona gastada por la intemperie, pudieron ver una mesa volcada y el suelo cubierto de polvo y escombros. Miller se volvió en la silla y le dijo a Andrews:
—Se rindió. —En su voz había cierto dejo de satisfacción—. Muchos lo han intentado, pero pocos lo consiguen. Cuando la cosa se pone fea, se largan.
Andrews asintió pero no dijo una palabra. Al pasar de largo, se volvió hacia la choza y se la quedó mirando hasta que el carro que venía detrás le tapó la visión.
Hacia el mediodía los caballos relucían de sudor, y cuando sacudían la cabeza contra el bocado, salía volando espuma blanca. Andrews sentía el calor como una vibración en todo el cuerpo, la cabeza le latía dolorosamente al ritmo de su pulso; empezaba a molestarle el roce de los faldones de la silla con la cara interna de los muslos, y tenía las nalgas entumecidas del contacto con el duro cuero del asiento. Nunca había cabalgado más de unas horas seguidas, y no quería ni pensar en el dolor que sentiría al final de la jornada.
Cayó en la cuenta de que Schneider estaba hablando:
—Deberíamos estar a punto de llegar al río, pero todavía no veo señales.
Sus palabras no se dirigían a nadie en concreto, pero Miller se volvió para responder lacónicamente:
—No está lejos. Los animales aguantarán bien.
En cuanto Miller acabó de decirlo, Charley Hoge, situado en una posición más elevada sobre el pescante del carro que los otros en sus respectivas monturas, gritó con voz aguda:
—¡Mirad! Desde aquí se ven los árboles.
Andrews achicó los ojos, deslumbrado por el sol del mediodía. Momentos después divisó a lo lejos una fina línea oscura que atravesaba el campo amarillo.
—Eso está a diez minutos escasos —dijo Miller, con una escueta sonrisa, dirigiéndose a Schneider—. ¿Crees que aguantarás?
Schneider se encogió de hombros.
—Yo no tengo ninguna prisa. Solo me preguntaba si íbamos a encontrarlo tan rápido como creías.
Miller dio un ligero manotazo a la grupa de su caballo y este avanzó a paso más vivo. Detrás de él Andrews oyó el chasquido del látigo de Charley Hoge y cómo azuzaba a los bueyes. Se volvió. Los bueyes avivaron el paso como si alguien los hubiera despertado. Se levantó una ligera brisa que barrió la hierba en una suave caricia. Los caballos amusgaron las orejas, y Andrews notó que el suyo se tensaba antes de reanudar la marcha con ímpetu renovado.
Miller tiró de las riendas y le gritó a Andrews:
—Sujétalo fuerte. Están oliendo el agua. Si no tienes cuidado, echará a correr sin ti.
Andrews tiró con fuerza de las riendas para refrenar su montura, y la cabeza del caballo se vino hacia atrás, los ojos negros muy abiertos y la espesa crin al viento. Andrews adivinó que Charley Hoge había echado el freno al oír el leve crujir del cuero seguido de un coro de mugidos lastimeros, como si los bueyes sufrieran por verse obligados a parar.
Cuando llegaron a Smoky Hill, los animales estaban más callados, pero aun así impacientes. A Andrews le dolían las manos de hacer fuerza con las riendas. Se apeó del caballo; en cuanto puso los pies en el suelo, el animal salió disparado abriendo camino en el monte bajo que flanqueaba el río.
Andrews notaba las piernas débiles. Dio unos cuantos pasos y se sentó tembloroso a la sombra de un encinillo. Las ramas bajas le arañaron la espalda, pero no tuvo ánimos ni para cambiar de sitio. Observó cómo Charley Hoge frenaba el carro y procedía a desenganchar del pesado balancín a los dos bueyes de cabeza. Tirando fuerte del yugo con una mano, el cuerpo sesgado entre las dos bestias, Charley Hoge se dejó arrastrar hacia el río. Momentos después regresaba para conducir a otra pareja hasta la orilla, mientras los demás bueyes prorrumpían en mecánicos mugidos graves. Miller descabalgó al lado de Andrews; Schneider se sentó frente a ellos, con la espalda recostada en otro roble, y miró con indiferencia a su alrededor.
—Charley tiene que llevarlos de dos en dos, enyuntados —comentó Miller—. Si bajaran todos a la vez, podrían pisotearse los unos a los otros. Los bueyes tienen tan poco sentido común como los bisontes.
Cuando Charley Hoge hubo desenganchado los últimos bueyes, los caballos ya volvían del río. Cada hombre liberó a su montura y la dejó pacer. Charlie fue al carro a por frutos secos y galletas y los hombres comieron.
—Mejor será que nos lo tomemos con calma —dijo Miller—. Los animales tendrán que pastar; podemos descansar un par de horas.
Pequeñas moscas negras revoloteaban en torno a sus húmedos rostros, y los hombres las apartaban a manotazos; el lento borboteo del río, oculto tras los densos matorrales, llegaba a sus oídos. Schneider se tumbó de espaldas, se puso un sucio pañuelo rojo sobre la cara y remetió las manos bajo las axilas; al poco rato dormía, y el pañuelo rojo empezó a subir y bajar con suavidad al compás de su respiración. Charlie Hoge caminó hacia la herbosa ribera para echar una ojeada a los animales que pacían.
—¿Cuánto trecho hemos cubierto esta mañana? —le preguntó Andrews a Miller, que estaba sentado a su lado con la espalda recta.
—Unas ocho millas, calculo —respondió Miller—. Avanzaremos más deprisa cuando los bueyes se acostumbren a tirar. No van acompasados como deberían. —Se hizo un silencio. Miller prosiguió—: Dentro de una milla, poco más o menos, llegaremos a la senda de Smoky Hill. Va paralela al río casi hasta el Territorio de Colorado. Es una ruta fácil; deberíamos estar allí en menos de una semana.
—¿Y una vez en Colorado? —preguntó Andrews.
Miller sonrió ligeramente y meneó la cabeza.
—Allí no hay sendas. Viajaremos por el campo.
Andrews asintió sin más. La flojera que sentía en todo el cuerpo había derivado en postración. Estiró las extremidades y se tumbó boca abajo con la barbilla apoyada en las manos. La hierba corta —verde al pie de los árboles y húmeda por las filtraciones del río— le hizo cosquillas en la nariz; aspiró el olor a humedad de la tierra y el dulce y penetrante frescor de la hierba. No llegó a dormirse, pero se le cerraron los ojos y su respiración se relajó y se hizo más profunda. Pensó en la corta distancia que habían recorrido y tensó los músculos que empezaban a dolerle. Era apenas el inicio del viaje; lo que había visto por la mañana —el vacío de la planicie, aquel mar amarillo de inmaculada hierba— era tan solo la premonición de lo salvaje. Una nueva extrañeza le esperaba cuando abandonaran la senda y entraran en el Territorio de Colorado. Con los ojos semicerrados recreó las imágenes que había visto en libros y revistas, allá en Boston, pero las finas líneas de los grabados fluctuaron sobre la hierba de verdad que tenía ante él, cobraron colorido y al final se desvanecieron. No pudo rescatar las extrañas sensaciones que había tenido tiempo atrás, al ver por primera vez una representación de la región que ahora buscaba. El silencio entre los tres hombres que aguardaban junto al río solo se rompió cuando Charley Hoge empezó a llevar los bueyes de regreso al carro para enyuntarlos y así reanudar el viaje hasta la noche.
La senda que recorrían era una estrecha franja de tierra alisada y pelada por el paso de ruedas de carro y cascos de animales. De vez en cuando las roderas estaban tan marcadas que obligaban al carro a meterse en la hierba de los flancos, donde a menudo el terreno era más llano que el de la senda. Andrews le preguntó a Miller por qué seguían la senda, y Miller le respondió que la hierba podía dañar los cascos y los espolones de los bueyes después de un día sufriendo arañazos y cortes; para los caballos, que levantaban más los cascos incluso a paso de andadura, el riesgo era menor.
En una ocasión se toparon con una amplia franja de tierra pelada que atravesaba la senda; estaba muy compacta, pese a que, curiosamente, presentaba hendiduras a intervalos regulares en su superficie. La franja se extendía desde la parte del río hasta casi donde alcanzaba la vista, para fundirse de manera paulatina con la hierba de la pradera; por el lado opuesto, bajaba hacia el río y se ensanchaba a medida que se aproximaba a la orilla, que en aquel punto estaba desprovista de árboles o arbustos.
—Bisontes —dijo Miller—. Vienen aquí a beber. Hacen todo este camino —señaló hacia la llanura— en línea recta y cerca del río se van desplegando. Sin motivo aparente. He visto hasta un millar de bisontes en fila india por surcos como este, esperando el momento de beber.
Ese día no vieron más señales a lo largo de la senda, aunque Miller observó que estaban entrando en tierra de bisontes. El sol blanqueaba el cielo por el oeste y parecía arrojarles el calor a la cara. Los caballos iban con la cabeza gacha y se trompicaban en el terreno llano, sus finas capas relucientes de sudor; los bueyes se afanaban delante del carro, respirando trabajosamente. Andrews se tiró del sombrero hacia los ojos para darse sombra, la cabeza inclinada de forma que ya solo veía la negra crin de su caballo, la perilla marrón oscuro de la silla y la tierra ocre moviéndose a sacudidas bajo sus pies. Estaba empapado en sudor y tenía los muslos y las nalgas en carne viva, a causa del continuo roce contra la silla de montar. Modificó la postura hasta que el cambio dejó de proporcionarle alivio, y luego ató las riendas al portón trasero del carro y se subió al pescante, al lado de Charley Hoge. Pero la dura madera del asiento de muelles le resultó más dolorosa que la silla de montar, además de que el polvo que levantaban los bueyes le hacía toser y le escocía en los ojos; tenía que estar muy tieso y rígido sobre la estrecha tabla para contrarrestar el lento vaivén del carruaje. Al poco rato, le dijo a Charley Hoge, que aún no le había dirigido la palabra, que se apeaba del carro y volvió a montar, reanudando su cambios de postura sobre la silla. Durante el resto de la tarde experimentó un dolor próximo al entumecimiento pero sin llegar en ningún momento a tal extremo.
Cuando el sol empezó a ponerse al otro lado de la extensa curva del horizonte, enrojeciendo el cielo y la tierra, los animales levantaron la cabeza y avivaron el paso. Miller, que había cabalgado en cabeza durante todo el día, se volvió para gritarle a Charley Hoge:
—¡Azúzalos! Lo soportarán, ahora que empieza a hacer fresco. Tenemos que hacer cinco millas más antes de acampar.
Por primera vez desde temprano por la mañana, el restallar del látigo se impuso sobre los crujidos del carro y las pisadas de la yunta de bueyes. Los hombres espolearon a sus monturas y, de vez en cuando, los caballos adoptaban un lento y descoyuntado trote.
En cuanto el sol se puso, la noche sobrevino con rapidez; el grupo siguió adelante. Salió la luna tímidamente a sus espaldas; Andrews tuvo la sensación de que avanzaban sin moverse de sitio, de que los agitaban de mala manera sobre una borrosa llanura que se movía bajo los cascos de los caballos mientras ellos creían ir hacia delante. Cerró la mano en torno al cuerno del borrén delantero y se elevó presionando los estribos con los pies temblorosos.
Unas dos horas después, Miller, una forma difusa que parecía integrada en el animal que montaba, se detuvo y gritó hacia atrás con una voz que sonó clara y precisa en la oscuridad:
—Lleva el carro a esos sauces, Charley. Acamparemos aquí.
Andrews se acercó a Miller con precaución, sujetando fuerte a su caballo por las riendas. Oscuro contra la oscuridad menos densa, el matorral de la ribera se extendía ante él. Intentó retirar un pie del estribo para desmontar, pero tenía la pierna tan tiesa e insensible que fue incapaz de hacerlo. Al final alargó el brazo, cogió el estribo por la correa y tiró hasta notar que colgaba suelto. Luego desplazó el peso del cuerpo hacia un lado y casi cayó del caballo; pudo mantener el equilibrio en el suelo agarrándose con fuerza a la silla de montar.
—Ha sido un día duro, ¿eh? —La voz sonó grave pero próxima a su oído. Se volvió y vio la cara ancha y pálida de Miller como flotando en la oscuridad.
Andrews tragó saliva y se limitó a asentir con la cabeza, desconfiando de su propia voz.
—Cuesta un poco acostumbrarse —dijo Miller—. Un par de días más a caballo, y estarás bien. —Desató el petate de Andrews, arrollado detrás de la montura, y le propinó al caballo un fuerte manotazo en la grupa—. Nos acostaremos al otro lado de los sauces, en ese pequeño barranco. ¿Crees que podrás apañarte?
Andrews asintió con la cabeza y cogió el petate.
—Gracias —dijo—. Estoy bien.
Caminó tambaleándose en la dirección que Miller había señalado, aunque no pudo ver nada más allá de los sauces. Unos volúmenes difusos se movían a su alrededor, y comprendió que Charley Hoge había desenyuntado los bueyes y que se dirigían pesadamente hacia el río. Oyó el sonido de una pala hincándose en la tierra y arañando roca y vislumbró el reflejo de la luna en la hoja de la herramienta. Al acercarse un poco más, vio que Charley Hoge cavaba un hoyo. Con la mano buena sujetaba el mango de la pala, mientras con un pie hundía la hoja en el suelo; luego, doblándose por la cintura, Charley Hoge apoyó el mango en el pliegue del otro brazo, levantó la pala y tiró la tierra junto al hoyo que cavaba. Andrews dejó caer el petate y se sentó encima, los brazos tiesos entre las piernas y los dedos flojos y medio doblados tocando el suelo.
Al cabo de un rato, Charley Hoge dejó de cavar y se alejó hacia la oscuridad, regresando poco después con unas cuantas ramas de pequeño y mediano tamaño. Las tiró al hoyo y prendió un fósforo, que llameó titubeante en medio de la noche, y luego introdujo el fósforo entre las ramas pequeñas. Poco después la lumbre ardía con viveza y sus llamas trepaban entre la oscuridad. Fue entonces cuando Andrews reparó en Schneider delante de él, al otro lado del fuego. Schneider le dedicó una breve sonrisa burlona, su cara palpitante a la luz de la lumbre, y luego se tumbó boca arriba en su petate y se echó el sombrero sobre la cara.
Durante una hora o dos, extenuado, Andrews apenas fue consciente de lo que sucedía a su alrededor. Charley Hoge apareció y desapareció de su campo visual mientras avivaba el fuego; Miller extendió su petate cerca de Andrews y se tumbó encima, de cara a la lumbre; Andrews se quedó dormido. El aroma del café lo hizo volver en sí; miró a su alrededor, confuso de repente, y por un momento no acertó a ver más que el pequeño montón de rescoldos delante de él, notando un calor intenso en los brazos y la cara. Luego advirtió las voluminosas siluetas de Schneider y Miller de pie al lado del hoyo; se levantó dolorido del petate y se unió a ellos. En silencio, los hombres bebieron café y comieron las humeantes alubias y la panceta que Charley Hoge había preparado. Andrews lo hizo con voraz apetito, a grandes bocados, pese a que no era consciente de tener hambre. Los hombres rebañaron la cacerola y mojaron pedazos de galleta seca en el líquido de sus platos de hojalata. No dejaron en la cafetera más que los posos, y luego cada cual se sentó en su petate para terminarse el café a pequeños sorbos, mientras Charley Hoge llevaba los utensilios al río.
Sin quitarse las botas, Andrews se arrebujó en el petate y se tumbó en el suelo. Zumbaban mosquitos en torno a su cara, pero no se molestó en apartarlos. Justo antes de dormirse, oyó a lo lejos sonido de cascos de caballo y el tenue chasquido de ruedas de carro girando deprisa; el sonido lejano de un hombre que gritaba palabras imposibles de distinguir se impuso a los otros ruidos. Andrews se incorporó sobre un codo.
De la oscuridad, le llegó la voz de Miller, muy cerca.
—Cazadores de búfalos. Probablemente una de las partidas de McDonald. —En su voz había cierto desdén—. Corren mucho; así que no pueden llevar muchas pieles.
Los sonidos se desvanecieron en la distancia. Durante un rato, Andrews siguió apoyado sobre un codo, escrutando con la mirada la dirección de donde habían llegado las voces. Luego, el brazo se le cansó y se tumbó de nuevo; se durmió casi de inmediato.