5

Miller regresó seis días después de haber partido de Butcher’s Crossing.

Andrews estaba en su habitación. Oyó voces procedentes de la calle y sonido de fuertes pisadas; de la lejanía, amortiguado por ese rumor, le llegaron chasquidos de látigo y los gritos guturales de un cochero. Andrews se levantó y se asomó a la ventana; inclinado sobre el antepecho, miró hacia el acceso al pueblo por el lado oriental.

Una enorme nube de polvo flotaba en el aire, se movía hacia delante y se disipaba poco a poco; entre el polvo surgió una larga fila de bueyes. Los dos primeros iban con la cabeza apuntando al suelo y avanzaban ligeramente el uno hacia el otro, de manera que sus largas astas curvilíneas chocaban de vez en cuando entre sí, y eso hacía que sacudieran la cabeza, resoplaran y se separaran un poco. Solo cuando la yunta estuvo muy cerca del pueblo —el tiro de delante a la altura de la barbería de Joe Long—, los lugareños en las aceras y Will Andrews desde su cuarto pudieron ver el carromato.

Era largo y poco profundo, y por la parte del centro se curvaba hacia abajo, lo que por momentos hacía pensar en una barca de quilla plana montada sobre unas ruedas inmensas; los costados del carro conservaban trechos de pintura azul cielo, y en los radios de las arañadas e imponentes ruedas, cerca del centro, se apreciaban vestigios de pintura roja. En un pescante ajustado a la parte delantera iba sentado, muy erguido y tieso, un hombre robusto con camisa a cuadros; en la mano derecha empuñaba un látigo que hacía restallar sobre las cabezas de la yunta delantera. Con la mano izquierda tiraba de un freno vertical de mano, de modo que los bueyes, que avanzaban bajo la amenaza del látigo, quedaban frenados por el enorme peso del carro sobre sus ruedas medio trabadas. Junto al carro, a lomos de un caballo negro, iba Miller, encorvado y tirando de otro caballo, un alazán, sin ensillar y sin jinete.

La procesión dejó atrás el hotel y la taberna de Jackson. Andrews vio cómo pasaba ante la cuadra, luego la herrería y al final salía del pueblo, hasta que solo divisó una nube de polvo en movimiento, impenetrable y luminosa al último sol de la tarde. Esperó hasta que el polvo se hubo detenido y la nube evaporado en la hondonada del arroyo, volvió a la cama y se tumbó con las palmas unidas debajo de la nuca, mirando al techo.

Estaba todavía contemplando el techo y los dibujos que la luz hacía en él, cuando una hora después llamaron a la puerta. Charley Hoge entró sin esperar respuesta y se detuvo una vez dentro; marcada su silueta por la luz procedente del pasillo, su cuerpo tenía una forma vaga y etérea.

—¿Qué hace ahí tumbado a oscuras? —le preguntó.

—Esperar a que subiera a buscarme —dijo Andrews. Puso las piernas en el suelo y se sentó en el borde de la cama.

—Voy a encender la lámpara —dijo Charley Hoge. Avanzó en la oscuridad—. ¿Dónde está?

—Junto a la ventana, encima de la mesa.

Raspó un fósforo en la pared contigua a la ventana; prendió y dio una luz amarilla. Con la mano que lo sostenía, levantó el ahumado tubo de la lámpara, lo dejó sobre la mesita, acercó el fósforo a la mecha y colocó de nuevo el tubo. La habitación se iluminó a medida que la mecha prendía de manera más constante, y los dibujos de la luz del exterior en el techo se extinguieron. Charley Hoge tiró al suelo el fósforo consumido.

—Ya sabe que Miller ha vuelto.

Andrews asintió con la cabeza.

—He visto pasar el carro. ¿Quién era el otro?

—Fred Schneider —respondió Charley Hoge—. Será nuestro desollador. Miller ya había trabajado antes con él.

Andrews volvió a asentir.

—Supongo que Miller ha conseguido todo lo que necesitaba.

—Sí, está todo a punto —dijo Charley Hoge—. Miller y Schneider esperan en la taberna. Miller quiere que vaya usted para acabar de organizar las cosas.

—Está bien. Cogeré la chaqueta.

—¿La chaqueta? —dijo Charley Hoge—. Muchacho, si tiene frío ahora, no sé qué hará cuando estemos en las montañas.

Andrews sonrió antes de responder.

—No es que tenga frío. Es la costumbre de ponérmela.

—Con el tiempo se van perdiendo muchas costumbres —dijo Charley Hoge—. Venga, vamos.

Salieron de la habitación y bajaron las escaleras. Charley Hoge iba unos pasos por delante de Andrews, que se vio obligado a apretar el paso para no rezagarse; Hoge caminaba a largas zancadas nerviosas que hacían elevarse compulsivamente sus estrechos y encorvados hombros.

Miller y Schneider esperaban junto a la larga barra de la taberna de Jackson, con sendos vasos de cerveza delante; la camisa a cuadros de Schneider presentaba un ligero manto de polvo en la zona de los hombros, y las puntas de pelo lacio y erizado que asomaban bajo un sombrero de ala recta estaban blancas del polvo adherido durante el camino. Los dos hombres se volvieron al acercarse Charley Hoge y Will Andrews.

Los finos labios lisos de Miller se curvaron un poco en una escueta sonrisa. Una franja bien definida de barba negra sombreaba la gruesa mitad inferior de su cara.

—Will —dijo en voz queda, tuteándolo por primera vez—, ¿pensaste que no volvería?

Andrews sonrió.

—No. Sabía que vendrías —respondió Andrews, tuteándolo también.

—Te presento a Fred Schneider; es nuestro desollador.

Andrews tendió la mano y Schneider se la estrechó; fue un apretón flojo e indiferente, un solo movimiento rápido de arriba abajo. «Qué hay», dijo. Tenía una cara redonda, y aunque iba sin afeitar y lucía un rastrojo de color castaño claro, su cara en conjunto daba la sensación de ser lampiña y carente de rasgos destacables. Sus ojos azules, grandes, tenían párpados gruesos y mirada soñolienta. Era un hombre de mediana estatura y complexión robusta; daba la impresión de que estaba siempre en guardia, alerta, ojo avizor. Un pequeño revólver asomaba de la pistolera negra de cuero que llevaba ajustada a su cintura.

Miller apuró la cerveza del vaso.

—Vamos a la sala grande donde podamos sentarnos —dijo, limpiándose con el dedo un poco de espuma que tenía en los labios.

Los demás asintieron. Schneider se hizo a un lado y esperó a que franquearan la puerta lateral; luego entró él también y la cerró con cuidado. El grupo de cuatro, con Miller en cabeza, se dirigió hacia el fondo de la estancia. Eligieron una mesa cercana a la escalera, Schneider de espaldas a esta y Andrews de cara a él; Charley Hoge se sentó a la izquierda de Andrews, con Miller a su derecha.

—De regreso —dijo Miller—, fui a hacerle una visita a McDonald. Él nos comprará las pieles. Así nos ahorraremos tener que transportarlas hasta Ellsworth.

—¿Cuánto está dispuesto a pagar? —preguntó Schneider.

—Cuatro dólares la pieza, si son pieles de primera calidad —respondió Miller—. Dice que tiene un comprador en el Este, pero han de ser de primera.

Schneider meneó la cabeza.

—¿Y cuánto por pieles de verano? Hasta dentro de tres meses no habrá manera de conseguir material bueno.

Miller se dirigió a Andrews.

—Aún no he quedado en nada con Schneider, y tampoco le he dicho adónde vamos. Pensé que lo correcto era esperar a que estuviésemos todos.

—Muy bien —dijo Andrews.

—Vamos a beber algo mientras charlamos —propuso Miller—. Charley, mira a ver si encuentras a alguien que nos traiga cerveza y un poco de whisky.

Charley Hoge retiró la silla arrastrando las patas por el suelo y se alejó enseguida hacia la puerta.

—¿Fue todo bien en Ellsworth? —le preguntó Andrews.

—Sí. Hice una buena compra con el carro. Algunos bueyes no están domados todavía y hay un par que necesitan herraduras, pero la yunta de cabeza es buena, y el resto solo necesitará unos días para aprender.

—¿Te alcanzó el dinero?

Miller asintió con gesto de indiferencia.

—Incluso me sobró un poquito. Te he conseguido un buen caballo; hice todo el camino de vuelta montado en él. Ya solo nos falta comprar aquí un poco de whisky para Charley, unas buenas tiras de panceta y… ¿Tienes ropa de faena?

—Puedo comprar algo mañana —dijo Andrews.

—Te haré una lista de lo que necesitas.

Schneider los miraba con gesto soñoliento.

—¿Y adónde vamos? —preguntó.

Charley Hoge volvió en ese momento; detrás de él, portando una bandeja con una jarra grande, botella y vasos, culebreaba Francine entre las mesas. Charley Hoge tomó asiento y Francine puso la botella de whisky y la jarra de cerveza en mitad de la mesa y un vaso delante de cada uno de los cuatro hombres. Sonrió a Andrews antes de preguntarle a Miller:

—¿Me has traído de Ellsworth lo que te pedí?

—Claro —dijo Miller—. Luego te lo doy. Siéntate un rato pero a otra mesa, Francine. Estamos hablando de negocios.

Francine asintió y se alejó hacia una mesa donde había un hombre y una chica. Andrews la observó hasta que se sentó con ellos, y al volver la cabeza vio que Schneider continuaba mirándola. El desollador pestañeó una sola vez, despacio, y luego miró a Andrews. Este apartó la vista.

Todos salvo Charley Hoge llenaron sus vasos de cerveza; él alcanzó la botella de whisky, quitó el tapón y dejó que el líquido de color dorado pálido llenara su vaso casi hasta el borde.

—¿Adónde vamos? —volvió a preguntar Schneider.

Miller se llevó el vaso a los labios y bebió a tragos largos y parejos. Luego dejó el vaso sobre la mesa y lo hizo girar con sus gruesos dedos.

—A la región de las montañas —respondió.

—La región de las montañas —repitió Schneider. Devolvió su vaso a la mesa como si el sabor de la cerveza le resultara de repente desagradable—. Quieres decir al Territorio de Colorado.

—Exacto —repuso Miller—. Ya conoces aquello.

—Lo conozco. —Schneider asintió varias veces con la cabeza sin decir una palabra—. Bien, supongo que no he perdido demasiado el tiempo. Puedo dormir aquí esta noche y regresar a Ellsworth mañana a primera hora.

Miller guardó silencio. Cogió el vaso, se terminó la cerveza y soltó un largo suspiro.

—¿Se puede saber para qué demonios quieres atravesar toda la región? —le preguntó Schneider—. A media jornada de aquí puedes encontrar bisontes de sobra.

—Pieles de verano. Sin consistencia, finas como el papel.

Schneider resopló.

—¿Y qué más te da? —dijo—. Se puede sacar un buen dinero por ellas.

—Fred, hemos trabajado juntos otras veces —dijo Miller—. Nunca te propondría algo que no valiera la pena. He localizado una manada de las grandes; soy el único que sabe que existe. Podemos volver con un millar de pieles, quizá más. Ya oíste a McDonald: cuatro dólares la pieza de primera calidad. Eso son cuatro mil dólares; a ti te tocarían seiscientos, puede que más. Nada que ver con lo que sacarías en esta comarca.

—Suponiendo que haya bisontes donde tú dices que los hay —dijo Schneider—. ¿Cuándo viste esa manada?

—Hace bastante —reconoció Miller—, pero eso no me preocupa.

—A mí sí —dijo Schneider—. Me consta que no has estado en las montañas en los últimos ocho o nueve años; tal vez más.

—Charley viene conmigo —dijo Miller—. Y aquí el señor Andrews también; él incluso ha puesto el dinero.

—Charley haría todo lo que tú le dijeras. Y al señor Andrews no lo conozco todavía.

—No quiero discutir contigo, Fred. —Miller se sirvió más cerveza—. Pero parece que me vas a decepcionar.

—Encontrarás otro desollador que tenga menos sentido común que yo.

—Tú eres el mejor de todos, Fred —dijo Miller—. Y para este viaje necesitaba al mejor.

—Maldita sea —dijo Schneider, alcanzando la jarra de cerveza, que estaba casi vacía. La sostuvo en alto y llamó a Francine. La chica se levantó de la mesa donde estaba, fue a por la jarra y salió sin decir palabra. Schneider cogió la botella de whisky que Charley Hoge tenía delante y escanció unos cuantos dedos en su vaso de cerveza. Lo apuró de dos tragos, con el gesto torcido por el ardor—. Lo veo demasiado arriesgado —dijo—. Estaríamos fuera dos meses, quizá tres, y quizá volveríamos con una mano delante y otra detrás. Ha pasado mucho tiempo desde que viste esa manada; en ocho o nueve años una región puede cambiar mucho.

—No estaremos fuera más de un mes y medio, dos a lo sumo —dijo Miller—. He comprado bueyes jóvenes; calculo que a la ida harán unas treinta millas diarias, y a la vuelta, unas veinte.

—No, como máximo quince a la ida y diez a la vuelta, y eso forzándolos mucho.

—Los días son más largos en esta época del año —dijo Miller—. El terreno es casi llano hasta llegar al sitio que te digo, y hay agua a lo largo de toda la ruta.

—Maldita sea —dijo Schneider. Miller guardó silencio—. De acuerdo —añadió Schneider—, iré. Pero nada de repartir. No me la quiero jugar. Cobraré sesenta dólares al mes, ni uno menos, empezando desde el día que salgamos de aquí y terminando el día que lleguemos.

—Son quince dólares más de lo habitual —dijo Miller.

—Tú has dicho que yo era el mejor; y me ofrecías una parte. Además, esa región a la que pretendes ir es peligrosa.

Miller miró a Andrews; el muchacho asintió.

—Trato hecho —dijo Miller.

—¿Dónde se ha metido la chica con la cerveza? —preguntó Schneider.

Charley Hoge alcanzó la botella de whisky que Schneider tenía delante y volvió a llenarse el vaso. Bebió a delicados sorbos, saboreándolo, mientras con sus ojillos grises miraba alternativamente a Miller y al desollador.

—Sabía que aceptarías —dijo de pronto, sonriendo a Schneider con picardía—. Lo he sabido desde el primer momento.

Schneider asintió con la cabeza.

—Miller siempre se sale con la suya.

Se quedaron callados. Francine llegó desde el otro extremo de la sala y puso la jarra otra vez llena encima de la mesa. Sonrió un poco al grupo antes de dirigirse a Miller:

—¿Ya has terminado de hablar de negocios?

—Casi —dijo Miller—. Te he dejado el paquete en la sala de delante, debajo de la barra. Anda, ve corriendo a mirar si es lo que querías. Vuelve un poquito más tarde y te tomas un trago con nosotros, ¿eh?

—Bueno —dijo Francine, e hizo ademán de marcharse. En ese momento Schneider adelantó una mano y la posó en el brazo de la chica. Andrews se puso rígido.

Sprechen sie Deutsch? —le preguntó Schneider. Sonreía con malicia.

—Sí —respondió ella.

Ach —respondió él—. Ich so glaube. Du arbeitest jetzt, nicht wahr?

Nein —dijo Francine.

Ja —dijo Schneider, sin dejar de sonreír—. Du arbeitest mit mir, nicht wahr?

—Muy bien —dijo Miller—. Tenemos cosas de que hablar. Vete ya, Francine.

Francine se liberó de la mano del desollador y cruzó la sala a toda prisa.

—¿Qué le has dicho? —quiso saber Andrews. Su voz sonó tensa.

—Oh, nada, solo le he preguntado si le interesaba hacer un trabajito —dijo Schneider—. Desde que estuve en Saint Louis no había visto una puta tan guapa.

Andrews se lo quedó mirando un momento; sentía un hormigueo de furia en los labios, y bajo la mesa sus manos estaban fuertemente apretadas.

—¿Cuándo se supone que partiremos? —dijo, dirigiéndose a Miller.

—Dentro de tres o cuatro días —respondió Miller, mirando de manera alternativa a Andrews y a Schneider con leve regocijo—. Hay que hacer unos retoques en el carro, y habrá que herrar a un par de bueyes, como te he dicho. Nada que pueda retrasarnos.

Schneider se sirvió un vaso de cerveza.

—Dices que hay agua a lo largo de todo el recorrido. ¿Qué ruta tomaremos?

Miller sonrió.

—Por eso no te preocupes. Lo tengo todo previsto. Llevo mucho tiempo organizándolo mentalmente.

—Está bien. ¿Trabajaré solo?

—El señor Andrews te ayudará.

—¿Ha hecho esto alguna otra vez? —La pregunta iba dirigida a Miller, pero habló mirando a Andrews. Volvía a sonreír.

—No —respondió Andrews, lacónico. Notó que se le encendía la cara.

—Yo preferiría trabajar con alguien a quien conociera mejor —dijo Schneider—. No es por nada.

—Estoy seguro de que el señor Andrews te será de gran ayuda, Fred —dijo Miller. Su tono de voz fue casi dulce, aunque no miró al desollador.

—Está bien —dijo Schneider—, tú eres el jefe. Pero no traigo cuchillos de repuesto.

—Eso ya lo tenía previsto —dijo Miller—. Solo necesitamos conseguirle a Will unas prendas de faena; podemos hacerlo mañana.

—Has pensado en todo, ¿eh? —comentó Schneider en un tono neutral; sus ojos volvían a mirar soñolientos.

Miller asintió con un gesto de la cabeza.

Andrews apuró el vaso ya tibio y dijo:

—Entonces, creo que no tenemos nada más que hablar por hoy.

—Nada urgente —dijo Miller.

—Bueno, pues volveré al hotel. Quiero escribir unas cartas.

—De acuerdo, Will —dijo Miller—. Pero mañana tendríamos que conseguirte esa ropa de faena. ¿Qué tal si nos vemos a las doce en la tienda?

Andrews asintió con la cabeza. Dio las buenas noches a Charley Hoge y dejó un billete encima de la mesa.

—Permitidme que os invite a otro trago —dijo. Fue hacia la puerta, pasó a la zona de bar llena de humo y salió rápidamente a la calle.

La ira que había sentido en su interior, escuchando a Schneider hablar con Francine, se apagó poco a poco. Desde el río llegaba una ligera brisa con hedor a estiércol y el olor acre de metal impuro calentado, procedente de la herrería situada al otro lado de la calle. Un fulgor rojo se filtraba a través de la luz amarilla de un farol colgado junto a la entrada; entre el martilleo de metal contra metal al rojo se oía el suave resoplido del fuelle. Andrews aspiró el fresco aire nocturno y se dispuso a bajar del entarimado para cruzar la calle hacia el hotel.

Pero se detuvo en seco, un pie en el polvo de la calle y el otro sobre el canto de un tablón. Le había parecido que alguien susurraba su nombre detrás de él, en la oscuridad. Se volvió, indeciso, y pudo oír con más claridad la voz que le llamaba:

—¡Señor Andrews! Aquí.

Parecía proceder de una esquina del largo edificio de la taberna. Andrews se guió por el leve resplandor irregular que salía de la puerta entreabierta y los ventanucos altos de la taberna de Jackson.

Era Francine. Aunque no esperaba que fuese ella, la miró sin sorpresa. Estaba en el primer escalón de la larga y empinada escalera adosada al edificio. La cara se le veía pálida e indefinida en la oscuridad, mientras que su cuerpo era una sombra oscura dentro de la propia tiniebla. Francine alargó una mano y la posó en el hombro de él; desde el escalón, era un poco más alta que Andrews.

—He pensado que sería usted —dijo, mirándolo desde arriba—. Estaba esperando a que saliera.

—Me… me he cansado de hablar con ellos —dijo Andrews, no sin dificultad—. Necesitaba respirar aire fresco.

Ella sonrió echándose un poco hacia atrás, la mano todavía posada en el hombro de Andrews; su cara quedó en sombras, y él vislumbró sus ojos y sus dientes gracias al reflejo de la escasa luz en su sonrisa.

—Suba conmigo —dijo Francine en voz baja—. Suba un ratito.

Él tragó saliva e intentó hablar.

—Es que…

—Vamos —insistió ella—. Si no pasa nada.

Ejerció una ligera presión en el hombro de Andrews, que oyó el frufrú de su vestido escaleras arriba. La siguió, agarrándose al basto barandal que quedaba a mano izquierda, forzando la vista para distinguir la etérea figura que le precedía y que tiraba de él con lazos invisibles.

Se detuvieron al llegar al pequeño rellano cuadrado. Ella permaneció en la sombra profunda del portal, tanteando el picaporte; por un momento, Andrews volvió la mirada hacia el pueblo y lo que pudo ver de Butcher’s Crossing fue una sombra muy oscura e irregular, como un manchón, sobre la trémula luz de la llanura. En el oeste brillaba el delgado borde de una luna nueva. La puerta crujió un poco, Francine susurró algo y él la siguió hacia la oscuridad del interior.

A lo lejos ardía una luz tenue; iluminaba poco y cerca, pero Andrews distinguió que estaban en una especie de pasillo estrecho. De abajo llegaban sonidos amortiguados: voces de hombre, botas sobre madera. Comprendió que estaban justo encima de la sala grande contigua a la taberna, de donde él acababa de salir hacía un momento. Adelantó las manos, buscando orientarse, y tocó la tela lisa y rígida del vestido de Francine.

—Deme —susurró ella. Le buscó la mano y se la cogió; la tenía fresca y húmeda—. Es por aquí.

Andrews la siguió a ciegas, arrastrando los pies, que se le enganchaban en las irregularidades del suelo de tablas. Ella se detuvo y él acertó a distinguir una puerta. Francine la abrió.

—Este es mi cuarto —dijo, y entró. Andrews lo hizo también, y la luz del interior lo obligó a pestañear varias veces.

Cerró la puerta y apoyó en ella la espalda, mirando cómo Francine se acercaba a una mesa sobre la cual ardía débilmente una lámpara; el pie era de color blanco lechoso y estaba decorado con rosas de vivos colores. Ella subió la intensidad para que hubiera más luz en la habitación, y de esta forma Andrews pudo apreciar lo reducida que era, el bonito cabezal de hierro de la cama, el pequeño sofá curvo con flores talladas en el armazón y varios cojines tapizados de terciopelo rojo oscuro. Las paredes, recién empapeladas, lucían grabados de escenas campestres. En algunos puntos, el floreado papel de las paredes estaba despegado y dejaba ver la madera desnuda. Aunque no sabía qué esperaba encontrar, Andrews se sintió perplejo y un tanto incómodo ante la familiaridad de la habitación. No se movió del sitio.

De espaldas a la luz, Francine sonreía; una vez más, él se fijó en el cabrilleo de sus ojos y su dentadura. Ella le indicó el sofá y Andrews asintió con la cabeza y se sentó; luego bajó la vista y se miró los pies; en el suelo había una alfombra fina, muy raída y manchada. Francine cruzó la habitación desde la mesa contigua a la cama y se sentó junto a él en el sofá; lo hizo un poco de lado, a fin de quedar cara a cara; tenía la espalda recta, y a la luz de la lámpara, con las manos juntas sobre el regazo, se la veía casi remilgada.

—Es… es bonito, este sitio —dijo Andrews, cortado.

Ella asintió complacida.

—Tengo la única alfombra de todo el pueblo —dijo—. Me la hice enviar desde Saint Louis. Pronto mandaré poner una ventana con cristal. Entra mucho polvo, y es difícil mantener esto limpio.

Andrews asintió sonriente. Tamborileó con los dedos en las rodillas y luego dijo:

—¿Hace mucho que… que estás aquí, en Butcher’s Crossing? —le preguntó, tuteándola.

—Dos años —dijo ella, indiferente—. Antes vivía en Saint Louis, pero allí había demasiada competencia. No me gustaba. —Por su modo de mirar a Andrews, parecía que el tema le traía sin cuidado—. Este pueblo sí me gusta. En verano puedo descansar, y no hay tanta gente.

Andrews le habló sin saber apenas lo que decía; pues mientras hablaba, su corazón voló hacia ella en un arrebato de compasión. La vio como a una pobre víctima ignorante de sus circunstancias, traicionada por cierta afectación de su conducta, arrojada desde un mundo mecánico hasta aquel yermo de la existencia rodeado de territorio salvaje. Pensó en Schneider, que le había cogido el brazo a la muchacha y le había hablado con grosería; e imaginó vagamente las humillaciones que habría sufrido para seguir adelante. Sintió crecer dentro de sí un asco hacia el mundo, notó incluso su sabor en la garganta. De manera impulsiva, estiró el brazo y le cogió una mano a Francine.

—Para ti debe de ser una vida horrible —dijo.

—¿Horrible? —Ella frunció el entrecejo, pensativa—. No, la verdad. Lo prefiero a Saint Louis. No hay tantas chicas y los hombres son mejores.

—¿No tienes familia, nadie a quien acudir?

Francine se rió.

—¿Y qué iba a hacer yo con una familia? —Le apretó la mano, se la levantó y le puso la palma boca arriba—. Qué suave —dijo. Acarició la palma con el dedo pulgar, describiendo pequeños círculos, despacio y rítmicamente—. Es lo único que no me gusta de los hombres de este pueblo, que todos tienen las manos muy ásperas.

Andrews temblaba. Con la mano libre se aferró con fuerza al reposabrazos del sofá.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, tuteándolo con voz suave—, ¿William?

—No. Will —respondió Andrews.

—Te llamaré William. Te queda mejor. —Le sonrió—. Y me parece que eres muy joven…

Él retiró la mano, huyendo de la suave caricia de sus dedos.

—Tengo veintitrés años —dijo.

Ella se le arrimó un poco; el frufrú del vestido desplazándose sobre el sofá sonó como si alguien estuviera rasgando una tela suave. El hombro de ella se apoyó ligeramente en el de él y Francine respiró despacio, con regularidad.

—No te enfades —dijo—. Me alegro de que seas joven. Quiero que seas joven. Aquí todos son medio viejos y brutos. Quiero que tú seas delicado, mientras puedas… ¿Cuándo te marchas con Miller y los otros?

—Dentro de tres o cuatro días —dijo Andrews—. Pero estaremos de vuelta antes de un mes. Y entonces…

Francine meneó la cabeza, aunque no dejó de sonreír.

—Sí, claro, pero ya no serás el mismo. No serás tan joven como ahora; te convertirás en uno de ellos.

Andrews la miró desconcertado, y en medio de su confusión exclamó:

—¡Me convertiré en mí mismo y en nadie más!

Francine continuó como si él no la hubiera interrumpido.

—El viento y el sol te endurecerán la cara; tus manos ya no serán suaves…

Andrews abrió la boca para decir algo. Le incomodaban las palabras de Francine, pero no manifestó su enfado; y mientras la miraba, el enfado desapareció. En la expresión de ella había una sencillez, una seriedad, una dulce pero no profunda tristeza que lo desarmó, dotando de ternura a la compasión que había experimentado momentos antes. En aquel instante le pareció increíble que ella fuera una prostituta. Extendió la mano que había retirado y la posó sobre la de ella.

—Eres… —dijo, pero dudó y volvió a empezar—. Eres… —No pudo terminar la frase; no sabía qué decirle.

—Pero todavía estarás aquí un tiempo —dijo ella—; durante tres o cuatro días seguirás siendo joven y suave.

—Sí —dijo Andrews.

—¿Te quedarás aquí esos días? —le preguntó Francine con dulzura, pasándole las yemas de los dedos por el dorso de la mano—. ¿Me harás el amor?

Él no respondió; estaba pendiente del roce de sus dedos, concentrado en aquella sensación.

—No estoy hablando de trabajo —se apresuró a decir Francine—, sino de amor; porque te necesito.

Él negó aturdido con la cabeza, no a modo de rechazo sino de pura desesperación.

—Francine, yo…

—Lo sé —dijo ella flojito, sonriendo de nuevo—. Nunca has estado con una mujer, ¿verdad? —Él guardó silencio—. ¿Es eso?

Andrews recordó varios intentos frustrados con una prima suya, más joven que él, una chica menuda e irascible; se acordó de sus propias prisas, de su engorro, y del tedio final; y recordó la cara de su padre y sus vagas palabras cuando los padres de la chica se marcharon después de visitarlos.

—Sí —respondió.

—No pasa nada —dijo Francine—. Yo te enseñaré. Ven. —Se puso en pie y le tendió las manos. Él las tomó y se levantó del sofá. Francine se acercó a él, casi tocándolo; William notó el roce de su suave abdomen, y sus músculos se contrajeron. Se apartó ligeramente.

—Tranquilo —dijo Francine, y él sintió en el oído su cálido aliento—. No pienses en nada. —Se rió bajito—. ¿Estás bien?

—Sí —dijo él, tembloroso.

Francine se apartó un poco y le miró a la cara; a él le pareció que sus labios se habían vuelto más carnosos, sus ojos más oscuros.

—Me gustaste la primera vez que te vi —dijo ella, pegándose a Andrews—. Sin necesidad de que me tocaras ni de que me dijeras nada. —Se apartó sin dejar de mirarle; luego se llevó las manos a la nuca y empezó a desabrocharse el vestido. Él la miraba aturdido, con los brazos incómodamente rectos a los costados. De repente ella meneó todo el cuerpo y el vestido cayó en un montoncito gris a sus pies. Estaba desnuda y su piel brilló a la luz de la lámpara. Levantó los pies con delicadeza para dejar el vestido a un lado y su carne tembló; sus grandes pechos se bambolearon al dirigirse hacia él.

—Bueno —dijo, y acercó la boca a la de Andrews. Él la besó, con los labios secos, saboreando su humedad; Francine susurró algo mientras se besaban, y con las manos empezó a rebuscar en su camisa; el muchacho notó que se metían por dentro y empezaban a acariciar la tensa musculatura de su torso—. Bueno —repitió ella; fue un sonido magullado que pareció resonar dentro de la cabeza de él.

Andrews se apartó un poco para mirar aquel cuerpo blando y grueso que se le adhería como el terciopelo, pegado a él como por magnetismo; su rostro transmitía serenidad, casi como si estuviera dormida; y lo que pensó fue que era bella. Pero de pronto le vinieron a la mente las palabras de Schneider en la taberna —diciendo que no veía una puta tan guapa desde que había dejado Saint Louis— y el gesto de ella cambió, aunque él no supo concretar en qué. Le asaltó el pensamiento de que no era el primero que contemplaba aquella cara tal como la veía en ese momento; de que otros habían besado aquellos húmedos labios, oído la voz que ahora le susurraba, sentido en la cara el mismo cálido aliento. Aquellos hombres le habían pagado y se habían marchado enseguida para dejar paso a otros, muchos más. Tuvo una visión irracional de centenares de ellos haciendo cola, entrando y saliendo de una habitación. Dio media vuelta y se apartó de ella, de repente muerto por dentro.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Francine, amodorrada—. Vuelve.

—¡No! —exclamó él con voz ronca, y al ir hacia la puerta tropezó con el borde de la alfombra—. ¡Dios mío!… No. Yo…, perdona. —Levantó la vista. Francine estaba de pie en mitad de la habitación, los brazos extendidos como si quisiera describirle una forma, un volumen, y en sus ojos una mirada de perplejidad—. No puedo —le dijo él, como si estuviera explicando algo—. No puedo.

La miró una vez más; ella no se movió de sitio y la expresión de perplejidad permaneció en su rostro. Andrews abrió la puerta y dejó que el tirador volara violentamente de su mano; salió corriendo al oscuro pasillo, lo recorrió a trompicones hasta el final, abrió la puerta que daba al rellano y se quedó un momento allí, jadeante, tragando aire a ávidas bocanadas. Cuando sus piernas recuperaron un poco de fuerza, empezó a bajar las escaleras con una mano en el barandal.

Una vez en el tosco entarimado de la acera, miró a un lado y a otro de la calle. En la oscuridad, no pudo ver gran cosa del pueblo. Miró hacia el hotel, en la acera opuesta, y vio una luz tenue que salía del portal. Cruzó la polvorienta calle en dirección a la luz. No pensó en Francine ni en lo que había ocurrido en la habitación de encima de la taberna. Pensaba en los tres o cuatro días que tendría que esperar hasta que Miller y los demás lo tuvieran todo a punto. Pensó en qué hacer durante esos días y se preguntó cómo podría comprimirlos en un solo lapso y deshacerse de él como quien tira un papel.