Después de que Miller partiera hacia Ellsworth, Andrews pasó durante unos días buena parte del tiempo en su habitación, tumbado sobre el fino colchón del camastro, contemplando las paredes desnudas, el tosco suelo de tablas, el techo bajo. Pensó en su casa paterna, en Clarendon Street, cerca de Beacon y del río Charles. Aunque hacía menos de un mes que se había ido de Boston con su parte del legado de un tío carnal, sentía que la casa donde nació y en la que había pasado su juventud, quedaba muy lejana en el tiempo; le costaba evocar la imagen de los altos olmos que la rodeaban, e incluso la casa propiamente dicha. Recordaba con más claridad el amplio salón en penumbra y el sofá tapizado de terciopelo granate en el que solía tumbarse las tardes de estío, el roce del grueso pelo en sus pestañas, y en el que contemplaba los intrincados dibujos florales que lucía el armazón de nogal hasta que la vista se le volvía borrosa. Como si ello fuera importante, se esforzó por recordar: al lado del sofá había una lámpara grande con un pie redondo de color blanco lechoso rodeado de un cordón de rosas pintadas, y un poco más allá, en la pared, una serie de acuarelas enmarcadas que había pintado una tía suya durante un largo viaje por Europa, y que había caído en el olvido. Pero la imagen era demasiado irreal, no conseguía retenerla, y se volatilizó como la niebla; Andrews regresó a la realidad en un cuartucho de hotel de un edificio construido de cualquier manera en Butcher’s Crossing.
Desde aquella habitación podía ver casi todo el pueblo; tras descubrir que el marco de la ventana velada se podía quitar, pasó muchas horas sentado allí, con los brazos cruzados sobre la parte inferior del hueco de la ventana, la barbilla apoyada en un antebrazo, contemplando Butcher’s Crossing. Su mirada iba del pueblo en sí, que parecía presa de un perezoso y errático ritmo, como el latir de una primitiva existencia, a los alrededores. Al levantar la vista más allá del pueblo, sus ojos se dirigían hacia el oeste, la zona del río. A la luz clara de primera hora de la mañana, el horizonte era una línea definida sobre la que reinaba un cielo azul y despejado; mirando el horizonte, tan nítido y con aquel ambiente único, Andrews pensaba en cuando de niño, en la pedregosa costa de la bahía de Massachusetts, había contemplado el Atlántico hasta que su mente se ofuscaba y aturdía ante la gris inmensidad del paisaje. Ahora, al cabo de los años, observaba una inmensidad diferente y un horizonte distinto, pero aún conservaba en el recuerdo algo de aquel asombro experimentado de niño. Pensaba en las historias que había oído entonces sobre aquellos primeros exploradores que se aventuraron en el mar. Recordó haber oído hablar de la superstición según la cual llegarían al final del océano y caerían a un espacio y una oscuridad sin fin. Sabía que esas leyendas no los habían detenido, pero aun así se preguntaba cuántas veces, en su solitario navegar, habrían tenido el presentimiento de que caerían al vacío, y cuántas veces habrían soñado con ese momento. Al observar el horizonte, vio que la línea temblaba por efecto del calor a medida que avanzaba el día; a media tarde, al levantarse viento, la línea perdía nitidez y se fundía con el cielo, y hacia el oeste había una región imprecisa cuyos límites y extensión quedaban sin definir. Luego, cuando la noche se abría paso desde la claridad hundida como una tea en la bruma de poniente, el pueblecito donde se encontraba parecía contraerse a medida que la oscuridad se expandía; y por momentos, cuando su vista perdía el punto de referencia, tenía la impresión de estar cayendo, como debió de ocurrirles a los navegantes en sus pesadillas oceánicas. Pero entonces una luz parpadeaba abajo en la calle, o alguien prendía un fósforo, o se abría una puerta y la luz de dentro hacía brillar una bota que pasaba; y Andrews se descubría a sí mismo sentado frente a un hueco de ventana en su habitación de hotel, con los músculos doloridos por la inactividad y la tensión. Entonces se metía en la cama y dormía sumido en una oscuridad que le era más familiar, una oscuridad más segura.
Interrumpía muy de vez en cuando su espera junto a la ventana para bajar a la calle. Allí, los pocos edificios del pueblo obstaculizaban su visión de los alrededores; la región ya no se extendía ilimitada en todas direcciones, aunque en algún momento llegó a tener la sensación de encontrarse a gran distancia por encima del pueblo, incluso de sí mismo, contemplando un grupito de edificios en miniatura alrededor de los cuales pululaban figuras diminutas; y desde ese pequeño centro la región abarcaba hasta el infinito, emborronada y convertida en algo amorfo por el punto desde el cual se extendía.
Sin embargo, normalmente Andrews deambulaba por la calle entre gente que parecía entrar y salir de Butcher’s Crossing como impulsada por una errática pero continua marea. Caminaba hacia este o el otro lado de la calle, se metía en uno de los comercios, salía, se paraba un momento y reanudaba enseguida la marcha, al ritmo de los demás viandantes. Aunque nada perseguía al mezclarse con ellos, tenía raras y curiosas impresiones que le parecían importantes, tal vez porque no las buscaba. En un primer momento, no era consciente de ellas, pero al anochecer, tumbado a oscuras en su camastro, le venían a la mente con la fuerza de lo novedoso.
Pensó en hombres circulando en silencio por las calles en medio de un estruendo que les era ajeno y hacía su silencio más definido, en lugar de dispersarlo. Algunos portaban armas remetidas de cualquier manera en el cinto, si bien la mayoría de ellos iban desarmados. En aquella imagen, los rostros tenían una notable similitud; eran morenos y curtidos, y los ojos, más claros que la tez, parecían mirar siempre un poco más arriba y más allá de lo que en apariencia contemplaban. Tuvo asimismo la impresión de que se movían de forma natural y sin esfuerzo, siguiendo una pauta tan diversa y compleja que su mente era incapaz de concretarla, una pauta cuyos entresijos secretos la voluntad no era capaz de forzar ni abrir.
En ausencia de Miller, habló únicamente con tres personas: Francine, Charlie Hoge y McDonald.
Un día vio a Francine en la calle; era el mediodía y había pocos transeúntes; ella salía de la taberna de Jackson camino de la tienda de confección, y se encontraron en la puerta del comercio, situado justo enfrente del hotel. Se saludaron y Francine le preguntó si se había acostumbrado ya a la región. Mientras respondía, él reparó en las pequeñas perlas de sudor que destacaban sobre el carnoso labio superior de Francine, reflejando como cristales diminutos la luz del sol. Después de intercambiar algunas frases, se hizo un incómodo silencio; Francine permanecía quieta, bien plantada, sonriéndole, pestañeando despacio. Por fin él murmuró una disculpa y se alejó por la calle con paso decidido, como si tuviera algo que hacer.
La vio otra vez una mañana; ella bajaba del piso superior de la taberna por la larga escalera exterior. Llevaba un sencillo vestido gris con el cuello sin abrochar y pisaba los peldaños con sumo cuidado; era una escalera empinada y sin protección, de modo que procuraba colocar el pie justo en el centro de las gruesas tablas. Andrews la observó desde la acera; Francine no llevaba sombrero, y al salir de la sombra del edificio, la luz del día se reflejó en sus sueltos cabellos ambarinos y aportó calidez a su pálido rostro. Aunque no le había visto al bajar, cuando llegó a la acera ella le miró sin sorpresa.
—Buenos días —dijo Andrews.
Francine hizo un gesto con la cabeza y le sonrió; se quedó frente a él con una mano todavía en el barandal de madera sin desbastar; guardó silencio.
—Se ha levantado muy temprano esta mañana —dijo él—. Casi no hay nadie por la calle.
—Cuando me levanto temprano, a veces voy a dar un paseo.
—¿Sola?
Ella asintió.
—Sola. Es agradable pasear a solas por la mañana; hace fresquito. Pronto llegará el invierno y hará demasiado frío, los cazadores habrán vuelto al pueblo y no podré estar sola ni un minuto. Por eso, en verano y en otoño, salgo a pasear por la mañana siempre que puedo.
—Hoy hace un día precioso —comentó Andrews.
—Sí —dijo Francine—. El aire es fresco.
—Bueno. —Andrews, indeciso, hizo ademán de seguir su camino—. Será mejor que me vaya y así podrá pasear sola.
Francine sonrió y le puso una mano en el brazo.
—No tiene por qué irse. Acompáñeme un rato. Así charlaremos.
Se le colgó del brazo y echaron a andar, de una punta a otra de la calle, despacio; sus voces sonaban nítidas en la quietud matutina pese a que hablaban en voz baja. Andrews caminaba rígido; procuraba no mirar mucho a Francine y era consciente hasta del último músculo que le permitía moverse a la par de ella. Aunque después recordaría con frecuencia aquel paseo, no pudo retener nada de lo que dijeron.
A Charley Hoge lo veía más a menudo. Normalmente sus conversaciones eran tan breves como mecánicas. Pero un día, sin venir a cuento, por alguna extraña asociación, mencionó que su padre era pastor seglar de la Iglesia unitaria; a Charley Hoge se le agrandaron los ojos, abrió la boca con incredulidad, y su voz registró una nota de novedoso respeto. Le comentó a Andrews que había visto la luz en Kansas City gracias a un predicador itinerante, y que ese hombre le había regalado una Biblia. Le mostró el libro; era una edición barata, el ejemplar estaba en muy mal estado y le faltaban algunas páginas. Las esquinas de muchas de ellas presentaban una mancha marronácea; Charley le explicó que era de sangre de bisonte, que había manchado el libro hacía unos años, por lo que se preguntaba si no habría incurrido en sacrilegio, aunque fuera de manera accidental. Andrews le aseguró que no. A partir de ahí Charley Hoge se mostró ansioso por hablar; a veces hacía incluso el esfuerzo de ir a buscarlo para abordar con él algún aspecto de la Biblia, o la interpretación de un determinado pasaje. Para su sorpresa, Andrews no tardó en percatarse de que su conocimiento de las Escrituras no era tan grande como para hablar de ello siquiera en los términos de Charley Hoge; y que, de hecho, nunca había leído la Biblia con cierto rigor. Su padre le había fomentado la lectura de Emerson, pero nunca había insistido en que leyera la Biblia. Un tanto a regañadientes, se lo explicó a Charley Hoge, cuyos ojos se cargaron de recelo, y a partir de entonces se dirigió a Andrews menos en un tono de igualdad que de evangelización.
Escuchando las apasionadas exhortaciones de Charley Hoge, Andrews dejaba vagar la mente y se acordaba de cuando, apenas unos meses antes, tenía que asistir de manera obligatoria cada mañana a las ocho a la King’s Chapel del Harvard College, para escuchar unas palabras muy parecidas a las que ahora oía de boca de Charley Hoge. Le divertía comparar la tosca cantina, que olía a queroseno, alcohol y sudor, con la austera y tenebrosa nave de la King’s Chapel, donde cientos de jóvenes sobriamente vestidos se congregaban cada mañana para escuchar la palabra de Dios.
Mientras escuchaba a Charley Hoge y pensando en la King’s Chapel, de repente se dio cuenta de que eran ironías como esa lo que le había hecho abandonar el Harvard College, y Boston, para ir a parar a este extraño mundo en el que se sentía a gusto sin motivo aparente. A veces, tras escuchar el murmullo de voces en la capilla y en las aulas, había huido de los confines de Cambridge para dirigirse a los campos y al monte del sudoeste de la ciudad. Allí, en soledad y sobre el suelo desnudo, sentía la caricia del aire limpio y la sensación de elevarse hacia el espacio infinito; la mezquindad y las restricciones experimentadas minutos antes se disipaban en aquel entorno salvaje. Le vino a la cabeza una frase que había oído al señor Emerson: «Me convierto en un globo ocular transparente». En medio de los campos y el monte, él no era nada; lo veía todo; se sentía recorrido por la corriente de una fuerza sin nombre. Y de un modo que no había experimentado en la King’s Chapel, en las habitaciones del college ni en las calles de Cambridge, se sentía parte integrante de Dios, libre y no contaminada. Entre los árboles y al fondo del ondulado paisaje, había atisbado el lejano horizonte de poniente; y allí, durante una fracción de segundo, contempló algo tan bello como su propia y desconocida naturaleza.
Ahora, Andrews vagaba a menudo por la llana pradera que rodeaba Butcher’s Crossing, como si buscara una capilla más de su agrado que la King’s Chapel o la taberna de Jackson. En una de aquellas escapadas, cinco días después de que Miller partiera de Butcher’s Crossing y uno antes de su regreso, siguió por segunda vez el estrecho camino lleno de surcos en dirección al río y, sin pensarlo, se desvió por el sendero que llevaba a la cabaña de McDonald.
Franqueó la puerta sin llamar. McDonald estaba sentado ante su caótico escritorio; no se movió cuando Andrews entró.
—Bueno —dijo McDonald, y carraspeó con furia—, veo que vuelve, muchacho.
—Así es, señor —dijo Andrews—. Le prometí que si…
McDonald le cortó con un gesto impaciente.
—No me cuente nada. Ya estoy al corriente… Acerque una silla.
Andrews cogió una que había en un rincón y la colocó enfrente de la mesa de McDonald.
—¿Está al corriente?
—Pues claro, demonios —dijo McDonald riendo—. Todo el pueblo lo sabe. Le dio usted seiscientos dólares a Miller y se van de cacería, según parece a Colorado.
—Hasta sabe adónde iremos —dijo Andrews.
McDonald se rió otra vez.
—No pensará que es usted el primero al que Miller trata de meter en ese negocio, ¿verdad? Lleva cuatro años intentándolo, o quizá más; en cualquier caso, desde que lo conozco. Pensaba que a estas alturas ya habría desistido.
Andrews se quedó un rato callado.
—No tiene importancia —dijo al fin.
—Va a salir trasquilado, muchacho. Miller vio esos bisontes, si es que realmente llegó a verlos, hará diez u once años. Se ha cazado mucho desde entonces, las manadas se han dispersado; ya no van todos por donde solían ir. Puede que encuentren algunas cabezas desperdigadas, pero nada más; no recuperará su dinero, muchacho.
Andrews se encogió de hombros.
—Es una posibilidad. Ya lo veremos.
—Aún podría echarse atrás —dijo McDonald—. Mire —se inclinó sobre la mesa y señaló a Andrews con un dedo tieso—: usted se echa atrás. Miller se subirá por las paredes, pero nada más; puede recuperar cuatrocientos o quinientos dólares a cambio del material por el que ha pagado. Qué diablos, yo mismo se lo compro. Y si realmente quiere salir de cacería, muy bien, déjemelo a mí; podrá ir con una de las partidas que organizo yo. Estará fuera tres o cuatro días a lo sumo, y le saldrá mucho más a cuenta que hacer todo ese largo viaje con Miller.
Andrews negó con la cabeza.
—He dado mi palabra. Pero es usted muy amable, señor McDonald, se lo agradezco mucho.
—Bien —dijo McDonald tras un momento—. En realidad no creía que fuera a echarse atrás. Es usted muy testarudo. Lo supe en cuanto le vi la primera vez. En fin, el dinero es suyo. Yo ahí no me meto.
Se quedaron un rato callados.
—Bueno —dijo Andrews después—, quería verle antes de marcharme. Miller llega mañana o pasado, y no sé cuándo nos pondremos en marcha. —Se levantó de la silla y fue a dejarla al rincón.
—Una cosa —dijo McDonald, sin mirarle—. Esa región a la que van es muy salvaje. Haga lo que le diga Miller. Puede que sea un hijo de perra, pero conoce bien la región; usted escuche lo que le diga él, y no se le ocurra pensar que ya lo sabe todo.
—Sí, señor —dijo Andrews. Avanzó hasta que sus muslos chocaron con la mesa de McDonald y se quedó ligeramente inclinado sobre la cabeza despeinada del hombre—. Espero que no me tome por un desagradecido. Sé que es usted una buena persona y que solo desea lo mejor para mí. Le aseguro que estoy en deuda con usted.
McDonald había entreabierto lentamente la boca y ahora la tenía abierta del todo, mientras observaba a Andrews con sus redondos ojos; el muchacho giró sobre sus talones y salió de la pequeña cabaña.
Una vez al sol, se detuvo y se preguntó si deseaba volver al pueblo enseguida. Incapaz de decidirse, dejó que sus pies siguieran las roderas de carro en dirección al camino; al llegar allí dudó un momento, girando primero a un lado y luego al otro, como la aguja de una brújula, que tarda en posarse hasta descubrir el punto. Andrews creía —de hecho, lo creía desde hacía tiempo— que en la naturaleza existía un sutil magnetismo, que, si inconscientemente se dejaba llevar, lo guiaría por el buen camino; un magnetismo que no era indiferente a su manera de andar. Pero tenía la impresión de que en los pocos días que llevaba en Butcher’s Crossing la naturaleza se le había presentado con tanta pureza que su poder de coacción había sido lo bastante fuerte para traspasar su voluntad, sus hábitos y sus ideas. Giró hacia el oeste, de espaldas a Butcher’s Crossing y a los pueblos y ciudades que había más allá; dejó atrás el bosquecillo de álamos en dirección al río que no había visto, pero al que, mentalmente, atribuía proporciones de amplia frontera entre él y lo salvaje y la libertad que perseguía.
Los montículos de la ribera se elevaban con brusquedad, aunque el camino ascendía de manera mucho más suave y gradual. Andrews se apartó del camino y se internó en el prado, donde la hierba azotó sus tobillos y pugnó por colarse en las perneras del pantalón y pegarse a su piel. En lo alto del montículo se detuvo y contempló el cauce; era un simple riachuelo lodoso que discurría sobre rocas planas allí donde lo cruzaba el camino, pero al otro lado, en ambos sentidos de la corriente, se veían charcas más profundas que el sol teñía de un marrón verdoso. Volvió el cuerpo ligeramente hacia la izquierda para no ver el camino que iba en dirección a Butcher’s Crossing.
Mientras contemplaba la llana y monótona comarca hacia la que parecía fluir e integrarse, pese a que estaba quieto, de pie, comprendió que la cacería que había pactado con Miller era solo una treta, una artimaña que urdía contra sí mismo, un paliativo contra costumbres profundamente arraigadas. Nada le obligaba a ir allí donde estaba mirando; iba porque era libre. Fue en plena libertad por la llanura de poniente que parecía extenderse sin interrupción hacia el sol en declive, y no pudo creer que hubiera allí pueblos y ciudades de peso suficiente para constituir un estorbo. Sentía que dondequiera que estuviese viviendo, y dondequiera que fuese a vivir a continuación, se apartaba cada vez más de la ciudad, siempre hacia territorio inexplorado. Pensaba que ese era el principal significado que podía encontrarle a la vida, y le pareció que todo lo acaecido en su niñez y en su juventud había sido un preámbulo para el preciso instante en que ahora se encontraba, como un pájaro antes de alzar el vuelo. Miró otra vez el río. A este lado está la ciudad, pensó, y a ese otro lo salvaje. Y aunque tengo que volver, ese regreso es también otro medio que tengo de dejar atrás la ciudad, más todavía.
Dio media vuelta. Frente a él estaba Butcher’s Crossing, pequeño e irreal. Regresó despacio al pueblo por el camino, levantando polvo con los pies y fijándose en las nubecillas que sus pies atravesaban.