3

Cuando se despertó la habitación estaba a oscuras; el paño de la ventana dejaba entrar una claridad intermitente procedente de la calle. Oyó gritos en la lejanía bajo el quejumbroso murmullo de numerosas voces, así como el resoplar de un caballo y ruido de cascos. Tardó un momento en recordar dónde se encontraba.

Se incorporó con brusquedad, y al sentarse en el borde de la cama el colchón crujió un poco. Se pasó los dedos por el pelo, hasta la nuca, agradeciendo el dolorcillo que se extendió agradablemente entre sus omóplatos cuando movió la cabeza hacia atrás. Cruzó a oscuras la habitación hasta la mesita, cuya forma apenas distinguía junto a la ventana. Encontró una cerilla sobre la mesa y encendió la lámpara que había al lado de la jofaina. En el espejo, su cara mostró un fuerte contraste de claridad amarilla y sombra densa. Metió las manos en el agua tibia de la jofaina y se mojó la cara. Después se secó las manos y la cara en la misma camisa que había utilizado el día anterior. A la tremulosa luz de la lámpara, se puso el corbatín negro y la chaqueta marrón, que ya empezaba a oler a sudor, y se miró en el espejo como si fuera un desconocido. Luego apagó la lámpara de un soplo y salió de la habitación.

La calle era un mapa de sombras alargadas, que arrojaba la luz amarilla procedente de las puertas y ventanas abiertas de los escasos edificios de Butcher’s Crossing. Una luz solitaria salía de la tienda de prendas de confección situada frente al hotel; unas figuras voluminosas danzaban en ella, aumentado su tamaño por las sombras. Más luz, así como el sonido de unas risas y un fuerte zapateo, salía de la contigua taberna de Jackson. Había varios caballos atados al rústico poste clavado enfrente, separado de la acera unos tres o cuatro pasos; estaban inmóviles, pero las luces titilaban en las cuencas de sus ojos y en el liso pelaje de los flancos. Calle arriba, pasada la casamata, dos faroles colgaban de sendos troncos enfrente de la cuadra, y más allá, un resplandor rojo mate salía de la herrería. Se oía el ruido del martillo contra el yunque y el furioso siseo del metal al rojo vivo al ser sumergido en el agua. Andrews cruzó la calle en lenta diagonal para ir a la taberna.

La estancia a la que entró era estrecha y alargada, se extendía en ángulo recto con respecto a la calle, y su anchura no permitía a cuatro hombres estar allí cómodamente hombro con hombro. Media docena de faroles colgaban de unas vigas cubiertas de hollín y sin pintar; su luz proporcionaba a las superficies una pátina amarillenta, dejando cuanto había debajo de ellas sumido en una sombra indefinida. Andrews avanzó; a su derecha, una larga barra se extendía casi hasta el fondo; la superficie de la barra consistía en dos maderos gruesos colocados en paralelo sobre sendos tocones partidos y sin barnizar hincados en el desigual suelo de tablas. Inspiró hondo; sus pulmones registraron una penetrante mezcla de olores: queroseno, sudor y alcohol; tosió. Se acercó a la barra, que apenas le llegaba por encima de la cintura; el tabernero, un individuo bajo y calvo con un gran bigote y tez amarilla, le miró sin pronunciar palabra.

—Una cerveza —dijo Andrews.

El tabernero sacó una jarra grande de detrás del mostrador y se volvió hacia uno de los barriles que descansaban sobre grandes cajas de madera. Giró una espita y dejó que la cerveza se desbordara en blanca espuma por los costados de la jarra. Luego se la puso delante a Andrews y dijo:

—Serán veinticinco centavos.

Andrews probó la cerveza; tibia era decir poco, y su sabor poco consistente. Dejó una moneda sobre la barra.

—Busco a un tal señor Miller. Me han dicho que lo encontraría aquí.

—¿Miller? —El tabernero se volvió con gesto indiferente para mirar hacia el fondo del local, donde, entre sombras, había dos mesas pequeñas y media docena de hombres sentados alrededor de ellas bebiendo en silencio—. Pues parece que no está. ¿Es amigo suyo?

—No le conozco —dijo Andrews—. Quería verle por un asunto de… negocios. El señor McDonald me dijo que seguramente lo encontraría aquí.

El tabernero asintió con la cabeza.

—Puede que esté en la sala grande. —Indicó con la mirada un punto detrás de Andrews; este se volvió y vio que había una puerta cerrada—. Es corpulento, con la cara afeitada. Lo más seguro es que esté con Charley Hoge, un tipo menudo de pelo gris.

Andrews le dio las gracias, se terminó la cerveza y fue hacia la puerta. Entró en una sala más amplia y peor iluminada que la anterior. Aunque había muchos faroles colgando de ganchos prendidos de las vigas teñidas de humo, solo unos pocos estaban encendidos, de tal manera que la estancia nadaba en charcos de luz y trechos más grandes e irregulares de sombra. Mesas de muy tosca factura estaban dispuestas dejando en el centro un espacio vacío de forma ovalada; al fondo, una escalera recta conducía al piso superior. Andrews tuvo que abrir mucho los ojos al adentrarse en la penumbra.

En una mesa, cinco hombres jugaban a las cartas; no miraron a Andrews ni hablaron entre ellos. El palmoteo de los naipes y el ruidito de las fichas de póquer enturbiaban la quietud. Dos chicas estaban sentadas muy juntas a otra de las mesas, cuchicheando; en una mesa cercana había un hombre y una mujer; y varios grupos más aquí y allá, en otras mesas. La callada y lenta fluidez de la escena tenía absorto a Andrews, quien por un momento olvidó por qué había entrado allí. Al fondo de la sala distinguió, en la humosa semioscuridad, a dos hombres y una mujer sentados a una mesa. Estaban un poco apartados de los otros, y el más corpulento de ellos le estaba mirando. Andrews cruzó la zona despejada en dirección a la mesa.

Cuando llegó se dio cuenta de que las tres personas le miraban. Durante unos momentos permanecieron inmóviles y en silencio; Andrews estaba pendiente del sujeto corpulento que se encontraba justo delante de él, pero se fijó en la cara pálida y rolliza de la chica, en su pelo rubio que parecía flotar sobre unos hombros desnudos, y en la nariz larga y la barba de dos días del hombre más enjuto.

—¿El señor Miller? —dijo Andrews.

—Yo soy Miller —respondió el más corpulento, asintiendo con la cabeza. Tenía las pupilas negras y muy diferenciadas del blanco del ojo, y sus cejas, muy juntas, formaban un profundo ceño sobre el amplio puente de la nariz. Su piel era lisa y un poco amarillenta, como el cuero curtido, y en las comisuras de su ancha boca unas líneas muy marcadas subían describiendo sendas curvas hasta la gruesa base de la nariz. Llevaba el pelo, espeso y negro, peinado con raya al lado y unos mechones como sogas le tapaban la mitad de las orejas—. Yo soy Miller —repitió.

—Me llamo Will Andrews. Yo…, bueno, mi familia es amiga de J. D. McDonald desde hace muchos años, y el señor McDonald me dijo ayer que quizá estaría usted dispuesto a hablar conmigo.

—¿McDonald? —Los gruesos párpados de Miller, casi desprovistos de pestañas, cubrieron un momento sus ojos y volvieron a mostrarlos—. Siéntese, muchacho.

Andrews tomó asiento, en la silla vacía entre la chica y Miller.

—Espero no haber interrumpido nada.

—¿Qué quiere McDonald? —le preguntó Miller.

—¿Cómo dice?

—McDonald le ha enviado aquí, ¿no? ¿Qué quiere?

—No, no —respondió Andrews—. No me ha entendido usted. Yo solo quería charlar con alguien que conociera bien la región. El señor McDonald tuvo la bondad de darme su nombre.

Miller le miró fijamente unos instantes y luego asintió.

—McDonald lleva dos años intentando convencerme de que organice una partida de caza. Pensaba que se trataba de eso.

—No, señor —dijo Andrews.

—¿Trabaja usted para él?

—No, señor —dijo Andrews—. El señor McDonald me ha ofrecido trabajo, pero le he dicho que no.

—¿Y por qué? —le preguntó Miller.

Andrews titubeó.

—Prefiero no estar atado —dijo—. No he venido hasta aquí para eso.

Miller asintió, moviendo un poco su corpachón sobre la silla. Andrews reparó en que el hombre que estaba junto a Miller había permanecido inmóvil hasta ese momento.

—Le presento a Charley Hoge —dijo Miller, volviendo la cabeza hacia el individuo de pelo gris que Andrews tenía enfrente.

—Mucho gusto en conocerle, señor Hoge —dijo Andrews, y tendió la mano hacia el hombre. Charley Hoge le miró con una sonrisita torva, la afilada cara hundida entre sus estrechos hombros. Levantó el brazo derecho, muy despacio, y de repente estiró el antebrazo con un gesto brusco. No había mano, el brazo terminaba en un muñón ya fruncido y cicatrizado. Andrews retiró la mano sin querer, y la risa de Hoge fue como un resuello apenas inaudible que alguien le hubiera arrancado de su delgado tórax.

—No haga caso de Charley, muchacho —dijo Miller—. Es una broma que suele hacer. Lo encuentra divertido.

—Perdí la mano en el invierno del sesenta y dos —dijo Charley Hoge, entre jadeantes carcajadas—. El frío. Se me congeló, y si no se me cayó del todo fue porque… —Se estremeció, y siguió temblando como si volviera a sentir aquel frío.

—Quizá no estaría mal que invitara a Charley a un whisky, señor Andrews —dijo Miller casi con dulzura—. Eso también lo encuentra divertido.

—Por supuesto —dijo Andrews, levantándose de la silla—. Voy a…

—Déjelo —dijo Miller—. Francine nos traerá lo que haga falta. —Indicó con la cabeza a la chica—. Esta es Francine.

—¿Cómo está usted? —dijo Andrews, todavía medio levantado, inclinando ligeramente el torso.

La chica sonrió, y sus pálidos labios dejaron ver unos dientes muy blancos y un poco desparejos.

—Enseguida —dijo Francine—. ¿Alguien más quiere un trago? —Hablaba despacio y con un leve acento germánico.

Miller negó con la cabeza.

—Un vaso de cerveza —dijo Andrews—. Y si usted quiere tomar algo…

—No —respondió Francine—. Ahora no estoy trabajando.

Se puso en pie y se alejó de la mesa; Andrews se la quedó mirando un rato. Era gruesa pero de movimientos airosos; llevaba un vestido de una tela brillante, de franjas blancas y azules. El corpiño, muy apretado, empujaba hacia arriba sus carnes generosas. Andrews se volvió hacia Miller con gesto inquisitivo mientras se sentaba otra vez.

—Ella… ¿trabaja aquí? —le preguntó.

—¿Francine? —Miller le dedicó una mirada inexpresiva—. Francine es una puta. En el pueblo hay nueve o diez; seis trabajan aquí, y luego hay un par de indias que van por las casetas de la parte del río.

—Una mujer de la vida —terció Charley Hoge; no había dejado de temblar—. Una mujer pecaminosa. —No sonrió.

—Charley es muy aficionado a la Biblia —comentó Miller—. Sabe leer bastante bien.

—Una puta… —dijo Andrews, tragando saliva. Luego sonrió—. Pues no tiene pinta de…

A Miller se le subieron ligeramente las comisuras de la boca.

—¿De dónde ha dicho que era, muchacho? —le preguntó.

—De Boston —respondió Andrews—. Massachusetts.

—Ya. ¿Y en Boston, Massachusetts, no hay putas?

Andrews se ruborizó un poco.

—Supongo —dijo—. Sí, supongo que sí.

Miller asintió.

—Bien, de modo que en Boston hay putas. Pero, claro, una puta de Boston y una puta de Butcher’s Crossing son distintas.

—Entiendo —dijo Andrews.

—Lo dudo mucho, pero ya lo entenderá. En Butcher’s Crossing una puta forma parte de la economía, es un elemento necesario. Un hombre tiene que gastar el dinero en algo más que alcohol y comida, y necesita un motivo para volver al pueblo después de haber estado por ahí. En Butcher’s Crossing una puta puede elegir y no por ello deja de ganarse sus buenos dólares, lo cual la convierte en una persona casi respetable. Algunas incluso se casan, y según me han contado parece que son buenas esposas, para el que busca tener una.

Andrews permaneció en silencio.

Miller se reclinó en la silla.

—Además, ahora hay poco movimiento y Francine no trabaja. Supongo que una puta, cuando no trabaja, puede pasar por una mujer cualquiera.

—Pecado y corrupción —remachó Charley Hoge—. Ella lleva dentro la mácula. —Cerró la mano buena sobre el canto de la mesa, con tal fuerza que los nudillos adquirieron un tono blanco azulado en contraste con la piel morena.

Francine volvió con las bebidas. Al inclinarse por detrás de Andrews para dejar el vaso de whisky delante de Hoge, Andrews percibió su calor, su perfume, y se rebulló en el asiento. Ella le dedicó una sonrisa al ponerle la cerveza delante; sus ojos eran grandes y claros, con unas pestañas entre rubias y rojizas, suaves como el plumón, que agrandaban sus ojos y hacían que parecieran siempre abiertos. Andrews sacó unas monedas del bolsillo y se las puso en la palma de la mano.

—¿Quieres que me marche? —le preguntó Francine a Miller.

—No. Siéntate —dijo Miller—. El señor Andrews solo quiere hablar.

La visión del whisky había tranquilizado a Charley Hoge; cogió el vaso y bebió con rapidez, la cabeza echada hacia atrás y la nuez correteando como un animalito bajo la capa grisácea de su barbada garganta. Tras apurar la bebida volvió a encorvarse en la silla y se quedó quieto, observando a los otros con fríos ojillos grises.

—¿De qué quería hablar, señor Andrews? —le preguntó Miller.

Andrews miró a los otros dos con visible incomodidad, pero sonrió.

—Lo ha planteado con cierta brusquedad —dijo.

—Esa era mi intención —dijo Miller.

—Bueno —dijo Andrews después de una pausa—, imagino que lo que quiero es conocer la región. Nunca había estado aquí, quiero saber todo lo que sea posible.

—¿Para qué? —le preguntó Miller.

Andrews le miró sin saber a qué atenerse.

—Por su manera de hablar se sabe enseguida que es usted culto, señor Andrews.

—Estudié tres años en el Harvard College —dijo Andrews.

—Caramba, tres años. Eso es mucho tiempo. ¿Y cuánto hace que terminó los estudios?

—No mucho. Dejé el college para venir aquí.

Miller se lo quedó mirando unos instantes.

—El Harvard College. —Meneó la cabeza—. Yo aprendí a leer solo, un invierno que me quedé atrapado por la nieve en el Territorio de Colorado, en la choza de un trampero. Sé escribir mi nombre en un papel. ¿Qué cree usted que podría aprender de mí?

Andrews torció el gesto y reprimió un tono de fastidio que se le colaba en la voz.

—Ni siquiera le conozco, señor Miller —dijo un poco acalorado—. Como ya le he dicho, quiero saber cosas de esta región. El señor McDonald me comentó que con usted se podía hablar, que conocía esta región como la palma de su mano. Confiaba en que tendría usted la bondad de conversar conmigo un rato, para que pueda familiarizarme con…

Miller meneó otra vez la cabeza y sonrió.

—Se le da bien hablar, muchacho. Eso está claro, vaya que sí. ¿Es lo que les enseñan a los jóvenes en el Harvard College?

Andrews lo miró con gesto envarado, pero luego sonrió.

—No, señor. Yo diría que no. En el Harvard College, uno no habla, solo escucha.

—Ah, claro —dijo Miller—. Con razón se marchó de allí. Un hombre tiene que dejarse oír, al menos de vez en cuando.

—Desde luego, señor —dijo Andrews.

—Así que ha venido nada menos que a Butcher’s Crossing.

—En efecto, señor.

—Y cuando haya aprendido lo que quiere saber, ¿qué hará?, ¿volver a Boston y traerse a la familia?, ¿escribir algo para la prensa?

—No, señor —dijo Andrews—. No he venido por ninguna de esas razones, sino por mí mismo.

Miller guardó silencio un momento.

—Podría invitar a Charley a otro whisky; y esta vez yo me apunto también —dijo.

Francine se puso en pie y se dirigió a Andrews:

—¿Otra cerveza?

—Whisky —respondió.

Una vez que Francine abandonó la mesa, Andrews se quedó un rato callado, sin mirar a ninguno de los dos hombres sentados a la mesa con él.

—De modo que ha preferido no atarse a McDonald.

—No es lo que yo buscaba.

—Esto es un pueblo de cazadores, muchacho —comentó Miller—. Poca cosa más se puede hacer por aquí, si decide quedarse. Una posibilidad es trabajar para McDonald y sacar algún dinero, otra montar su pequeño negocio de lo que sea y confiar en que sea cierto que el ferrocarril pasará por aquí, y otra más apuntarse a una partida de caza.

—Es más o menos lo que me dijo el señor McDonald.

—Y la última idea no le gustó.

—Eso parece —dijo Andrews con una sonrisa.

—No le caen bien los cazadores —dijo Miller—. Y a ellos tampoco les cae bien él.

—¿Por qué?

Miller se encogió de hombros antes de responder.

—Los cazadores hacen el trabajo, y todo el dinero se lo queda McDonald. Para ellos, él es un sinvergüenza; McDonald, en cambio, cree que los cazadores son tontos. Ambas partes tienen razón; no culpemos a nadie.

—Pero usted también es cazador, ¿no es así, señor Miller? —le preguntó Andrews.

Miller meneó la cabeza.

—No como los de por aquí. Además, no trabajo para McDonald. Él organiza sus propias partidas, les da cincuenta centavos por cabeza a cuenta de pieles crudas; pieles de verano, poco más que un cuero fino. Tiene siempre a más de treinta grupos cazando; obtiene montones de pieles, pero tal como está estipulado el reparto de beneficios, suerte tendrá el cazador que saque lo suficiente para pasar el invierno. Yo cazo por mi cuenta o no salgo a cazar… —Miller se interrumpió.

Francine regresó con un cuarto de botella y vasos limpios, y uno pequeño de cerveza para ella. Charley Hoge cogió con celeridad el whisky que ella le puso delante; Miller ahuecó una manaza peluda alrededor del suyo; Andrews tomó un sorbito. El licor le quemó los labios y la lengua y le calentó el gaznate; el ardor le impidió notar sabor alguno.

—Llegué a este pueblo hace cuatro años —prosiguió Miller—, el mismo año que McDonald. ¡Dios mío, si hubiera visto usted esta región entonces! En primavera mirabas desde aquí y todo eran bisontes hasta donde alcanzaba la vista, como si el suelo estuviera cubierto por una hierba oscura. En aquel entonces éramos muy pocos en la zona, y no era raro que una sola partida consiguiera mil o mil quinientas cabezas en un par de semanas de cacería. Y hablo de pieles de primavera, que son las buenas. Ahora queda muy poca caza. Los bisontes viajan en pequeñas manadas, y suerte tiene un cazador si consigue doscientas o trescientas cabezas por viaje. Dentro de un par de años, aquí en Kansas no habrá nada que cazar.

Andrews tomó otro sorbo de whisky.

—¿Qué hará usted entonces?

—Ya veremos. Poner trampas otra vez, o dedicarme un tiempo a la minería, o cazar cualquier otro bicho. —Miró ceñudo su vaso—. O cazar más bisontes. Si uno sabe buscar, hay sitios donde todavía quedan.

—¿Por esta zona? —preguntó Andrews.

—No —respondió Miller. Se rebulló inquieto en la silla, con su corpachón vestido de negro; empujó el vaso intacto hasta el centro de la mesa—. En el otoño del sesenta y tres estuve cazando castores en Colorado. Fue un año después de que Charley perdiera la mano; él estaba instalado en Denver pero entonces no iba conmigo. Ese año los castores tardaron en echar el pelo, de modo que dejé mis trampas cerca del río donde estaba trabajando y me fui en mulo hacia las montañas, con la esperanza de cazar un par de osos; había oído decir que ese año su piel era buena. Durante casi tres días trepé por aquella ladera sin avistar ni un maldito oso. El cuarto día continué el ascenso, pero ahora más hacia el norte; llegué a un punto donde la montaña caía a pico sobre una cañada. Pensé que quizá allí abajo habría algún riachuelo en el que los animales irían a beber, de modo que empecé a bajar con el mulo. Tardé no sé cuántas horas, y una vez abajo no encontré más que un lecho reseco, de unos diez o doce pies de ancho, duro como la piedra, que parecía un camino abierto en pleno monte. En cuanto lo vi, supe de qué se trataba, pero no me lo podía creer. Eran bisontes; habían apisonado la tierra yendo y viniendo por aquel camino, durante años y años. Seguí el cauce cuesta arriba, y ya casi de noche salí al lecho de un valle tan llano como un lago. El valle entraba y salía de las montañas hasta donde alcanzaba la vista, y por todas partes había bisontes, pequeñas manadas. Pieles de otoño, pero más espesas y mejores que las de invierno en las zonas de pradera. Desde donde me encontraba, calculé que habría unas tres o cuatro mil cabezas, más las que estaban ocultas a la vista en los recodos del valle. —Cogió el vaso que había dejado en el centro de la mesa y lo apuró de un trago, estremeciéndose un poco al beber—. Tuve la clara sensación de que ningún ser humano había pisado jamás aquel valle. Quizá algunos indios, mucho tiempo atrás, pero ningún blanco. Estuve allí dos días enteros y no vi una sola señal de presencia humana, como tampoco a la vuelta. Cerca del río, el sendero se ceñía a la ladera de la montaña y quedaba oculto entre árboles; remontando la corriente, ningún hombre podía verlo.

Andrews carraspeó, y su voz le sonó hueca y extraña al hablar:

—¿Ha vuelto alguna vez a ese sitio?

Miller negó con la cabeza.

—Nunca. Sabía que todo estaría igual. Nadie podría encontrarlo a no ser que supiera el lugar exacto, o que se topara con él por casualidad, como me ocurrió a mí; y eso es poco probable.

—Diez años —dijo Andrews—. ¿Cómo es que no ha vuelto?

—Las cosas no salieron bien. Un año a Charley le dio la fiebre, otro año me había comprometido para otro trabajo, al siguiente estaba sin blanca. Entre una cosa y otra nunca he podido reunir la partida adecuada.

—¿Qué clase de partida debería ser? —preguntó Andrews.

Miller no le miró al responder.

—Una que me dejara toda la iniciativa. Ya no quedan muchos sitios como ese, y no quisiera mezclar en eso a ninguno de los otros cazadores.

Andrews sintió crecer en su interior una gran emoción.

—¿Cuántos hombres se necesitarían?

—Depende de quién lo organice —respondió Miller—. Entre cinco y siete hombres, para una partida normal. Pero, en este caso concreto, creo que cuanta menos gente, mejor. Con un cazador bastaría, porque dispondría de todo el tiempo del mundo para cobrar piezas; tendría a los bisontes siempre a su disposición. Un par de desolladores y alguien que se ocupara del campamento. Creo que cuatro hombres podrían hacer el trabajo. Y cuanta menos gente hubiera, mayor sería la tajada.

Andrews guardó silencio. Vio cómo Francine se inclinaba hacia delante y se acodaba en la mesa. Charley Hoge inspiró hondo, con brusquedad, y tosió un poco. Tras una pausa, Andrews dijo:

—¿Se podría organizar una partida, en esta época del año?

Miller asintió, mirando por encima de la cabeza de Andrews.

—Sí, supongo que se podría.

Se hizo otro silencio.

—¿Cuánto dinero se necesitaría?

Miller bajó ligeramente la vista hasta encontrar los ojos de Andrews y esbozó una sonrisa.

—¿Habla por hablar, muchacho, o es que está interesado de verdad?

—Me interesa —respondió Andrews—. ¿Cuánto dinero se necesitaría?

—Bueno —dijo Miller—, la verdad es que este año no lo he pensado aún. —Tamborileó sobre la mesa con los gruesos dedos blanquecinos—, pero creo que ahora podría hacerlo.

Charley Hoge tosió otra vez y añadió un dedo de whisky a su vaso medio lleno.

—Ando bastante mal de fondos —dijo Miller—. El que se apunte tendría que aportar casi todo el dinero.

—¿Cuánto? —dijo Andrews.

—Y aun así —continuó Miller—, esa persona tendría que entender que el jefe sería yo. Eso es muy importante.

—Ya —dijo Andrews—. ¿Cuánto haría falta?

—¿Cuánto dinero tiene usted? —le preguntó Miller con suavidad.

—Algo más de mil cuatrocientos dólares.

—Y le gustaría venir, claro.

Andrews dudó, y al final asintió con la cabeza.

—Para echar una mano despellejando, me refiero.

Andrews asintió de nuevo.

—Pero le queda claro que yo seguiría siendo el jefe de la partida —insistió Miller.

—Me queda claro —dijo Andrews.

—Bien, creo que se podría organizar —dijo Miller— si usted estuviera dispuesto a aportar el dinero para el tiro y las provisiones.

—¿Qué necesitaríamos? —preguntó Andrews.

—Un carro y un tiro —dijo Miller, despacio—. Lo normal es que sean mulos, pero un mulo necesita grano. Una yunta de bueyes se alimentaría del pasto, a la ida y a la vuelta, y además puede arrastrar mucha carga. Los bueyes son lentos, pero nosotros no tendríamos por qué darnos prisa. ¿Dispone de caballo?

—No —dijo Andrews.

—Necesitaríamos un caballo para usted y quizá para el desollador, sea quien sea. ¿Sabe disparar?

—¿Quiere decir una pistola?

Miller sonrió, tenso.

—Nadie que esté en sus cabales echaría mano de uno de esos juguetitos —dijo—, a no ser que quiera que le maten. Me refiero a un rifle.

—No —respondió Andrews.

—Tendríamos que conseguirle un rifle pequeño. Necesitaré pólvora y plomo, digamos una tonelada de plomo y quinientas libras de pólvora. Si no lo utilizamos todo, podemos recuperar el dinero después. Una vez en las montañas, se puede vivir de lo que hay por allí, pero necesitaremos comida para la ida y para la vuelta. Un par de sacos de harina, diez libras de café, veinte de azúcar, un par de libras de sal, unas cuantas tiras de panceta, veinte libras de alubias. Necesitaremos cacharros de cocina y varias herramientas. Un poco de grano para los caballos. Creo que con quinientos o seiscientos dólares quedaría todo cubierto.

—Es casi la mitad del dinero que tengo —dijo Andrews.

Miller se encogió de hombros.

—Es dinero, sí, pero ganará mucho más. Con un buen carro, calculo que podríamos transportar cerca de mil pieles. De eso sacaríamos casi dos mil quinientos dólares. Si la caza es muy grande, podemos dejar algunas pieles allí y volver a por ellas pasado el invierno. Yo me quedo el sesenta por ciento y usted el cuarenta; mi parte es un poco mayor que de costumbre, pero piense que soy yo quien los caza, y además tengo que mantener al amigo Charley. El otro desollador corre de su cuenta. Al regreso seguro que podrá vender la yunta y el carro casi al mismo precio que pagó por ellos, o sea que le saldrá lo comido por lo servido.

—Yo no pienso ir —dijo Charley Hoge—. Es tierra del diablo.

—Charley perdió esa mano en las Rocosas —aclaró Miller—; desde entonces no le gusta esa región.

—Dios me libre de volver allí —dijo Charley Hoge—. No es para los seres humanos.

—Cuéntale al señor Andrews cómo perdiste la mano, Charley —dijo Miller.

Charley Hoge sonrió por entre su corta barba entrecana. Puso el muñón encima de la mesa y lo acercó ligeramente hacia Andrews al tiempo que empezaba a hablar.

—Miller y yo estábamos cazando en Colorado a principios del invierno. Nos encontrábamos en una loma, justo delante de las montañas, cuando se desató una ventisca. La nevada nos separó, y yo resbalé luego en una roca, me di un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuve allí tirado, el caso es que cuando volví en mí, la ventisca aún duraba y oí que Miller me llamaba a gritos.

—Yo llevaba casi cuatro horas buscándole —dijo Miller.

—Supongo que al caer debí de perder un guante —prosiguió Charley Hoge—, porque tenía una mano desnuda y tiesa como un palo. Pero no estaba fría. Era solo un hormigueo. Llamé a Miller y él acudió a donde yo estaba; buscó un refugio entre unas rocas, y tuvimos la suerte de que allí había incluso unas ramas secas y pudimos encender un fuego. Me miré la mano y la tenía azul, de un azul intenso. Nunca he visto nada igual. Entonces se me fue calentando, y ahí sí que empezó a doler; no sabría decir si me dolía como el hielo o como el fuego. Después se me puso roja, como un pedazo de tela de fantasía. Estuvimos dos o tres días allí metidos, y la ventisca no aflojaba. Entonces se me puso azul otra vez, casi negra.

—Y empezaba a apestar —dijo Miller—, lo cual significaba que habría que cortarla.

Charley Hoge se rió con voz cascajosa, resollante.

—Él venga a decirme que había que cortarla, pero yo ni caso. Nos pasamos horas y horas discutiendo, hasta que al final me convenció por agotamiento. Me sentía tan cansado que no quise discutir más; me tumbé de espaldas y le dije que la cortara de una vez.

—¡Santo Dios! —exclamó Andrews con una voz que apenas era un susurro.

—En realidad no fue tan duro. La mano ya me dolía tanto que casi ni sentí el cuchillo. Y cuando tocó el hueso, me desmayé y no me enteré de nada más.

—Charley tuvo un descuido —dijo Miller—. No debió resbalar en aquella roca. Pero desde aquel día no ha vuelto a tener ningún descuido, ¿verdad que no, Charley?

—Desde entonces voy con mucho ojo —se rió Charley Hoge.

—Eso explica por qué a Charley no le gusta Colorado —dijo Miller.

—¡Vaya si lo explica! —dijo Andrews.

—Pero vendrá —continuó Miller—. Aunque sea con una mano, sabe organizar un campamento mejor que nadie.

—No —le interrumpió Charley Hoge—. No pienso ir. Esta vez me quedo.

—No tienes que preocuparte —le dijo Miller—. En esta época del año allá arriba casi hace calor; no habrá nevadas hasta noviembre. —Miró a Andrews—. Charlie vendrá; ahora solo necesitamos un desollador. Deberá ser de los buenos, porque tendrá que adiestrarle a usted.

—De acuerdo —dijo Andrews—. ¿Cuándo nos pondremos en marcha?

—Sería conveniente llegar a las montañas hacia mediados de septiembre; allí arriba hará fresco y las pieles estarán casi en su punto. Deberíamos salir de aquí dentro de unos quince días; serán un par de semanas de camino, ocho o diez días de caza y un par de semanas para regresar.

—Bien —dijo Andrews—. ¿Qué hay del tiro y los víveres?

—Todo eso lo encontraré en Ellsworth —respondió Miller—. Conozco a un tipo que tiene un buen carro, y seguro que hay bueyes en venta. Los víveres los compraré también allí, porque saldrá más barato. Tardaré unos cuatro o cinco días.

—Usted se ocupará de todos los detalles —dijo Andrews.

—Sí. Déjemelo a mí. Le buscaré un buen caballo y una carabina. Y conseguiré un desollador.

—¿Quiere el dinero ahora? —le preguntó Andrews.

Las comisuras de la boca de Miller se tensaron al esbozar una sonrisa.

—Usted, señor Andrews, no pierde el tiempo en decidirse, ¿eh?

—No, señor.

—Francine —dijo Miller—: deberíamos celebrarlo con otro trago. Trae whisky para todos… y un poco para ti también.

Francine miró un momento a Miller y luego a Andrews; su vista se quedó posada en este último mientras se ponía en pie y se apartaba de la mesa.

—Podemos tomar un trago y luego me da el dinero —dijo Miller—. Así cerramos el trato.

Andrews asintió con la cabeza. Miró a Charley Hoge y más allá de este; se sentía mareado por el calor y por los efectos del whisky que había bebido; por su cabeza pasaban retazos de la descripción que Miller había hecho de la región montañosa, y dichos fragmentos parecían entremezclarse de manera fortuita y extraña. Como los cristales de colores en un calidoscopio, crecían al girar y sacaban luz de fuentes tan inesperadas como intrascendentes.

Francine volvió con otra botella y la dejó en el centro de la mesa; nadie dijo una palabra. Miller alzó su vaso y lo sostuvo en un punto en que la luz de un farol le confirió un resplandor ambarino. Los otros levantaron sus vasos y bebieron hasta apurarlos. El ardor del alcohol en la garganta hizo que a Andrews se le humedecieran los ojos, y a través del humor acuoso vio frente a él la cara de Francine, dotada de un brillo pálido. Ella también le miraba, y le sonreía un poco. Andrews pestañeó y volvió la cabeza hacia Miller.

—¿Lleva el dinero encima? —le preguntó Miller.

Andrews asintió. Desabrochándose un botón inferior de la camisa, extrajo un fajo de billetes de su cinturón para el dinero. Puso seis de cien dólares sobre la rasguñada superficie de la mesa y se guardó el resto.

—Eso es todo —dijo Miller—. Mañana iré a Ellsworth, compraré lo que necesitamos y regresaré antes de una semana. —Entresacó un billete de los que Andrews había depositado en la mesa y se lo tendió a Charley Hoge—. Toma. Con esto tendrás hasta que vuelva.

—¿Qué? —dijo el otro, perplejo—. ¿Yo no voy contigo?

—Voy a estar ocupado —respondió Miller—. Este dinero te servirá para toda una semana.

Charley Hoge asintió despacio, cogió el billete que Miller sostenía en la mano y se lo metió, arrugado, en el bolsillo de la camisa.

Andrews retiró su silla y se levantó: notaba las piernas rígidas, poco dispuestas a caminar.

—Creo que me iré a dormir, si no tenemos que hablar de nada más.

—Nada que no pueda esperar —dijo Miller—. Me pondré en marcha a primera hora, de modo que no nos veremos hasta la vuelta. Pero aquí estará Charley para lo que haga falta.

—Buenas noches —dijo Andrews. Charley Hoge gruñó algo y le lanzó una mirada siniestra—. Buenas noches, señora —le dijo Andrews a Francine, inclinándose ligeramente tieso.

—Buenas noches, señor Andrews —dijo ella—. Y buena suerte.

Andrews se alejó por la larga estancia. No había ya casi nadie y los charcos de luz en el suelo de tablones y en las rústicas mesas parecían más nítidos, las sombras que los rodeaban más densas y oscuras que antes. Salió de la taberna.

En la calle, el resplandor de la herrería casi se había extinguido y los faroles colgados de los postes frente a la cuadra habían quedado reducidos a unos aros de amarilla luz adheridos a la parte inferior de las tulipas de vidrio; los pocos caballos que todavía estaban atados enfrente de la taberna aguardaban quietos, las cabezas remetidas casi entre sus patas delanteras. El sonido de las botas de Andrews sobre el entarimado resonó con fuerza; bajó a la calzada y cruzó la calle hasta el hotel.