Andrews desayunó en el hotel. En la parte de atrás de la primera planta, en una habitación estrecha, había una mesa larga; y alrededor de esta un despliegue de sillas de respaldo recto, que parecían ser el mueble destacado del establecimiento. Había tres hombres sentados a un extremo de la mesa, encorvados y conversando; Andrews se sentó solo en la otra punta. El empleado que le había subido el agua caliente entró en el comedor y le preguntó si iba a desayunar. Andrews asintió con un gesto de la cabeza y el hombre fue hacia la pequeña cocina situada detrás de los tres comensales. Cojeaba ligeramente al andar, algo que solo se le notaba desde atrás. Volvió al poco rato con una bandeja en la que llevaba un plato grande de alubias con sémola de maíz descascarillado y un tazón de café humeante. Le puso la bandeja delante y luego le acercó un plato con sal que había en el centro de la mesa.
—¿Dónde puedo encontrar a McDonald a esta hora de la mañana? —le preguntó Andrews.
—En su oficina —respondió el empleado—. Suele estar allí siempre, día y noche. Siga la calle en dirección al arroyo y gire a la izquierda antes de llegar a los álamos. Es la cabaña que queda a este lado de los pozos de salmuera.
—¿Los pozos de qué?
—Para curar las pieles —dijo el hombre—. Ya la verá.
Andrews asintió con la cabeza y el empleado dio media vuelta y salió del comedor. Comió despacio; las alubias estaban tibias e insípidas, incluso con sal, y la sémola demasiado blanda y menos que tibia. Pero el café quemaba y era amargo; le durmió la lengua y le hizo tensar los labios sobre su blanca y pareja dentadura. Se lo bebió todo, deprisa pero procurando no quemarse.
Cuando salió a la calle después de desayunar, el sol ya estaba más alto que los escasos edificios del pueblo y caía a plomo sobre la calle. Había más transeúntes que la tarde anterior, cuando llegó en el carromato; hombres de traje oscuro y bombín se mezclaban con un número mayor de individuos que vestían ropa de tela vaquera descolorida, loneta sucia o paño. Caminaban con cierta decisión aunque sin prisa, tanto por la acera como por el centro de la calle; de entre el monótono espectro de la indumentaria masculina surgía de vez en cuando el destello de color —rojo, lavanda o blanco puro— de una blusa o una falda de mujer. Andrews tiró hacia abajo del ala de su sombrero flexible para protegerse la vista y siguió la calle en dirección al grupito de árboles que había más allá del pueblo.
Dejó atrás la tienda de artículos de cuero, la cuadra y el pequeño tinglado del herrero. El pueblo terminaba en aquel punto, y Andrews se bajó de la acera. Siguiendo el camino, unas doscientas yardas pasado el pueblo, se encontraba el desvío que le habían dicho: poco más que dos franjas paralelas de tierra castigada por el paso de las ruedas. Al final del camino, a unas cien yardas, se levantaba una pequeña cabaña de tejado plano, y más allá una serie de cercas dispuestas siguiendo un dibujo que Andrews no alcanzó a ver bien desde donde se encontraba. Próximos al cercado, colocados de cualquier forma, había varios carros vacíos cuyas lanzas, apoyadas en la tierra, apuntaban en dirección opuesta al cercado. Un vago hedor cuyo origen no acertó a concretar se hizo más patente a medida que se aproximaba a la cabaña y a las cercas.
La puerta estaba abierta. Andrews se detuvo un momento con el puño en alto, dispuesto a llamar; dentro había un gran desorden de libros, papeles y libros de contabilidad esparcidos por el suelo de madera, amontonados en los rincones o rebosando de cajas arrimadas a las paredes. Como si no pudiera salir de allí, justo en el centro de aquel barullo, había un hombre sentado en mangas de camisa a una tosca mesa, pasando con visible apresuramiento las gruesas páginas de un libro de contabilidad; maldecía monótonamente por lo bajo.
—¿Señor McDonald? —dijo Andrews.
El hombre alzó la cabeza, con la pequeña boca entreabierta y las cejas alzadas sobre los ojos azules y saltones, cuyo blanco era del mismo tono mustio que su camisa.
—Pase, pase —dijo, apartando con un gesto de la mano los ralos cabellos que pendían sobre su frente. Retiró la silla de la mesa, hizo ademán de levantarse y se sentó otra vez con pesadez, dejando caer los hombros—. Entre, no se quede ahí fuera.
Andrews avanzó unos pasos hacia el interior de la oficina. McDonald señaló hacia el rincón más próximo a la espalda del joven, diciendo:
—Coja una silla, muchacho, siéntese.
Andrews rescató una silla que estaba acorralada por una montaña de papeles y la colocó frente al escritorio de McDonald.
—¿Qué quiere? ¿En qué puedo servirle? —le preguntó McDonald.
—Soy Will Andrews. Me imagino que no se acuerda de mí.
—¿Andrews? —McDonald frunció el entrecejo y miró al joven con cierta hostilidad—. Andrews… —Sus labios se tensaron; las comisuras de la boca se unieron a las arrugas que le subían desde el mentón—. Maldita sea, no me haga perder el tiempo; si me acordara de usted ya habría dicho algo cuando ha entrado por la puerta.
—Traigo una carta —dijo Andrews, metiendo los dedos en el bolsillo de la pechera—. Es de mi padre, Benjamin Andrews. Usted le conoció en Boston.
McDonald cogió la carta que el joven sostenía delante de él.
—¿Andrews? ¿De Boston? —dijo en un tono quejumbroso, casi angustiado. Cuando abrió la carta lo hizo mirando a Andrews—. Hombre, claro. ¿Cómo no me ha dicho que usted era…? Pues claro, el predicador aquel. —Leyó la carta con atención, moviendo el papel ante sus ojos como si así pudiera acelerar la lectura. Después volvió a doblarlo y lo dejó caer sobre una pila de papeles que tenía encima de la mesa. Tamborileó con los dedos—. ¡Cielo santo! Boston. De eso hará doce o catorce años. Fue antes de la guerra. Yo solía tomar té en el salón de su casa. —Meneó la cabeza, asombrado—. Supongo que a usted le vería en un momento u otro. Ni siquiera me acuerdo.
—Mi padre me ha hablado a menudo de usted —dijo Andrews.
—¿De veras? —A McDonald se le quedó la boca abierta otra vez; meneó lentamente la cabeza; sus ojos redondos parecieron rotar en sus órbitas—. ¿Por qué? Si solo le vi media docena de veces… —Su mirada se perdió más allá de Andrews, antes de añadir, sin expresión—: Yo no era nadie importante como para que su padre hablara de mí. Trabajaba en una empresa de prendas de confección. Fíjese, ni siquiera me acuerdo del nombre.
—Creo que mi padre le admiraba, señor McDonald —dijo Andrews.
—¿A mí? —El hombre se rió un poco, y acto seguido lanzó a su interlocutor una mirada suspicaz—. Oiga, muchacho, fui a la iglesia de su padre porque pensé que quizá encontraría a alguien que me proporcionaría un empleo mejor que el que tenía, y por la misma razón empecé a asistir a esas pequeñas reuniones que organizaba él. La mitad de las veces, ni me enteraba de lo que hablaban. —Y añadió con acritud—: Me limitaba a asentir a lo que decía la gente. Tampoco es que me sirviera de mucho, la verdad.
—Creo que él le admiraba porque no había conocido a ningún otro hombre que hubiera venido aquí, al Oeste, y hubiese salido adelante por sí mismo.
McDonald meneó la cabeza.
—Boston —susurró apenas—. ¡Cielo santo!
Volvió a dejar la mirada perdida durante un momento. Luego alzó los hombros e inspiró.
—¿Y cómo supo el señor Andrews que yo estaba aquí?
—Un empleado de Bates & Durfee que estaba de paso en Boston mencionó que usted trabajaba en la sucursal de Kansas City. Luego, en Kansas City, me dijeron que había dejado usted la empresa para trasladarse aquí.
McDonald esbozó una sonrisita.
—Sí, ahora tengo una empresa propia. Dejé Bates & Durfee hará unos cuatro o cinco años. —Se puso ceñudo y apoyó una mano en el libro que había cerrado al entrar Andrews en la cabaña—. Yo me encargo de todo… Bien. —Se enderezó de nuevo—. En la carta dice que haga cuanto esté en mi mano para ayudarle. ¿Y qué le ha hecho venir hasta aquí?
Andrews se levantó de la silla y paseó por la habitación contemplando los papeles amontonados.
McDonald sonrió entre dientes.
—¿Problemas? —dijo, bajando la voz—. ¿Se metió en algún lío en Boston?
—No —contestó enseguida Andrews—. Qué va.
—Les pasa a muchos jóvenes. Por eso vienen al Oeste. Incluso el hijo de un predicador.
—Mi padre es pastor seglar de la Iglesia unitaria —dijo Andrews.
—Da igual —replicó McDonald haciendo un gesto de impaciencia—. Bueno, ¿quiere trabajo? Pues aquí lo tendrá. Dios sabe que no doy abasto. Fíjese en todo esto. —Señaló las montañas de papeles con un dedo tembloroso—. Llevo dos meses de retraso y la cosa va a más. Aquí no encuentro a nadie que se esté lo bastante quieto para…
—Señor McDonald —le interrumpió Andrews—. Yo no sé nada de su negocio.
—¿Cómo? ¿Que usted qué? Cueros, muchacho. Pieles de bisonte. Compro y vendo, las dos cosas. Envío a gente y ellos me traen las pieles. Las vendo en Saint Louis. Yo mismo me ocupo aquí de curarlas y curtirlas. El año pasado hice casi cien mil. Este año… dos o tres veces más. Es una gran oportunidad, muchacho. ¿Cree que podría ayudarme con todo este papeleo?
—Señor McDonald…
—Es el papeleo lo que me retrasa. —Se pasó los dedos por los finos mechones de pelo negro que le caían sobre las orejas.
—Se lo agradezco mucho, señor —dijo Andrews—, pero no estoy seguro de…
—Es solo un comienzo, caray. Mire. —Con una mano pequeña que parecía una garra cogió a Andrews por encima del codo y lo llevó hacia la entrada—. Mire eso de ahí. —Salieron a la luz del sol, y la claridad hizo pestañear dolorosamente a Andrews. McDonald, sin soltarle el brazo, señaló en la dirección del pueblo—. Hace un año, cuando llegué aquí, había tres tiendas de campaña y una caseta: taberna, burdel, confección y herrería. Fíjese ahora. —Alzó los ojos hacia Andrews y en un susurro ronco dijo—: No se vaya a ir de la lengua, pero este pueblo será muy importante dentro de dos o tres años. Tengo ya marcadas media docena de parcelas, y la próxima vez que vaya a Kansas City, pienso marcar otras tantas. ¡Hay sitio para todos! —Sacudió el brazo de Andrews como si fuera un palo y luego bajó la voz, que había sonado estridente—. Es el ferrocarril, ¿entiende, muchacho? No lo comente por ahí, pero cuando el ferrocarril pase por aquí, esto se convertirá en una ciudad. Hágame caso, que yo le llevaré por el buen camino. Cualquier persona puede reclamar como suyo un pedazo de estas tierras; no hay más que firmar un papel en el Registro de la Propiedad Estatal. Y luego, nada, sentarse a esperar.
—Gracias, señor —dijo Andrews—. Lo pensaré.
—¡Que lo pensará! —McDonald le soltó el brazo, apartándose de Andrews con un gesto de perplejidad. Lanzó las manos al aire, que se agitaron al girar sobre sí mismo describiendo una pequeña y rabiosa circunferencia—. ¿Que lo pensará? Pero, muchacho, esto es una gran oportunidad. A ver, ¿qué hacía usted en Boston, antes de venir al Oeste?
—Estudiaba el tercer curso en el Harvard College.
—¿Lo ve? —dijo McDonald con aire triunfal—. ¿Y qué habría hecho al terminar el cuarto curso, eh? Ponerse a trabajar por cuenta ajena, o quizá dar clases en una escuela, como su padre el señor Andrews, o… No, mire. Hay pocos hombres como nosotros, quiero decir gente con visión de futuro. —Señaló hacia el pueblo con una mano temblorosa—. ¿Ha visto a esos tipos? ¿Ha hablado con alguien del pueblo?
—No, señor —respondió Andrews—. Llegué ayer por la tarde desde Ellsworth.
—Cazadores —dijo McDonald. Sus finos labios secos se separaron como si acabara de probar algo podrido—. Todo cazadores y gente ruda. Así sería todo este país si no hubiera hombres como usted y como yo. La gente viviría de la tierra, sin saber qué otro partido sacarle.
—¿En el pueblo son casi todos cazadores?
—Cazadores, gente ruda, y unos cuantos haraganes venidos del Este. Butcher’s Crossing es un pueblo de cueros y pieles. Pero cambiará, ya verá. Espere a que pase el ferrocarril…
—Me gustaría hablar con alguno de ellos —dijo Andrews.
—¿Con los cazadores? —le preguntó McDonald—. ¡Dios mío! No me diga ahora que es usted como los otros jovencitos que vienen a este pueblo. Ha pasado tres años en el Harvard College y quiere malgastarlos así. Debí suponerlo. Debí haberlo adivinado nada más verle.
—Solo quiero hablar con alguno de ellos, eso es todo.
—Sí, claro —dijo McDonald con amargura—. Y no sabrá cómo y ya tendrá ganas de agarrar la escopeta. —Su voz adoptó un tono serio—. Mire, muchacho, escúcheme bien. Si empieza a frecuentar a esos hombres, se echará a perder. Ya lo he visto antes. Se te mete en el cuerpo como los piojos a las bestias. Todo le dará igual. Esos hombres… —McDonald arañó el aire con la mano, como si buscara la palabra adecuada.
—Señor McDonald —dijo Andrews sin alzar la voz—, le agradezco lo que intenta hacer por mí, pero me gustaría explicarle algo. He venido aquí por…
Hizo una pausa y dejó que su mirada rebasara a McDonald, hasta más allá del pueblo y de la cresta de tierra que debía de ser la ribera, hacia la llana extensión de terreno verde y amarillento que se perdía en el horizonte en dirección oeste. Intentó dar forma en su cabeza a lo que quería decirle a McDonald. Era una sensación; era el impulso de tener que hablar. Pero, lo dijera como lo dijese, no sería sino otro nombre para eso que él trataba de encontrar: lo salvaje. Era una libertad y una bondad, una esperanza y un vigor que parecían subyacer en todo cuanto había sido su vida hasta entonces, una vida que no era libre ni buena ni esperanzadora ni vigorosa. Lo que él perseguía era la fuente y puntal de su mundo, un mundo que parecía rehuir esa fuente en lugar de esforzarse por descubrirla, mientras la hierba de los prados hincaba sus fibrosas raíces en la fértil humedad subterránea, en lo salvaje, renovándose así año tras año. De pronto, en mitad de la extensa pradera despoblada y misteriosa, recordó la imagen de una calle de Boston, repleta de vehículos y de transeúntes que se afanaban con lentitud bajo los arcos de unos olmos que se alzaban a cierta distancia unos de otros y que parecían haber nacido de la piedra de las aceras y la calzada; le vino a la mente la imagen de altos edificios apretados unos junto a otros, cuyas piedras elaboradamente talladas estaban sucias de humo y de mugre urbana; recordó el río Charles serpenteando entre campos acotados, aldeas y pueblos, arrastrando en su corriente los desechos de la ciudad hacia la gran bahía.
Andrews reparó en que estaba apretando los puños; las yemas de los dedos le resbalaban en la palma húmeda. Aflojó las manos y se las secó en el pantalón.
—He venido para conocer esta región —dijo con timidez—. Lo más a fondo posible. Necesito hacerlo.
—Juventud —dijo McDonald. Habló con suavidad. Gruesos cabos de sudor recorrían las gotas de humedad que brotaban de su frente, yendo a parar a sus enmarañadas cejas, que se cernían sobre los ojos clavados en Andrews—. No saben qué hacer con su vida. Cielo santo, si usted empezara ahora, si tuviera la sensatez de empezar ahora, a los cuarenta ya sería… —Se encogió de hombros—. Bah. Volvamos adentro, el sol es demasiado fuerte.
Se metieron de nuevo en la pequeña cabaña en penumbra. Andrews advirtió que respiraba por la boca; tenía la camisa empapada de sudor, que se le pegaba a la piel y al menor movimiento resbalaba por ella de un modo desagradable. Se quitó la chaqueta y se dejó caer en la silla, frente a la mesa de McDonald; notó que una curiosa lasitud, una flojera, le bajaba desde el pecho y los hombros hasta las yemas de los dedos. Se hizo un prolongado silencio. McDonald tenía una mano apoyada en el libro de contabilidad, y uno de sus dedos se movía azarosamente sobre la página pero sin tocarla. Por fin soltó un profundo suspiro y dijo:
—Está bien. Vaya a hablar con ellos. Pero se lo advierto: la mayoría de los que hay en el pueblo cazan para mí; sin mi ayuda no lo pasará muy bien en una partida de caza. No intente hacer migas con ninguno de mis cazadores. A los míos déjelos tranquilos. No me hago responsable de usted. No quiero ese cargo de conciencia.
—Es que tampoco sé si quiero ir de cacería —dijo Andrews, adormilado—. Me gustaría hablar con los que cazan, nada más.
—Escoria —murmuró McDonald—. Viene usted aquí nada menos que desde Boston, Massachusetts, para acabar mezclándose con escoria.
—¿Con quién me sugiere usted que hable, señor McDonald? —preguntó Andrews.
—¿Qué?
—¿Con quién tendría que hablar? —repitió Andrews—. Tengo que hablar con alguien que sepa de qué va, y acaba de decir que me mantenga lejos de sus hombres.
—Muchacho, usted no escucha cuando le hablan, ¿verdad? —dijo McDonald, meneando la cabeza—. Ya lo tiene todo claro.
—No, señor —dijo Andrews—. No tengo nada claro. Lo único que quiero es saber más cosas de esta región.
—Está bien —dijo McDonald, cansino. Cerró el libro y lo tiró encima de una pila de papeles—. Hable con Miller. Es cazador, pero no tan mala persona como los demás. Lleva aquí casi toda su vida; al menos no es tan malo como los rebeldes ni como esos yanquis duros de pelar. No sé si querrá hablar con usted. Eso tendrá que averiguarlo por sí mismo, muchacho.
—¿Miller? —preguntó Andrews.
—Eso he dicho. Vive en una caseta, por la parte del río, pero es más fácil que lo encuentre en la taberna de Jackson. Es donde suelen pasarse el día todos ellos, y la noche también. Pregunte a cualquiera; todo el mundo conoce a Miller.
—Gracias, señor McDonald —dijo Andrews—. Le agradezco su ayuda.
—No me dé las gracias. No hago nada por usted. Solo le he dado un nombre.
Andrews se puso en pie. La flojera le había afectado a las piernas. Será el calor, pensó, y la novedad. Permaneció quieto unos instantes, recobrando fuerzas.
—Una cosa —dijo McDonald—. Solo quiero pedirle un favor.
A Andrews le pareció que el hombre se desvanecía en la penumbra.
—Usted dirá, señor McDonald. ¿De qué se trata?
—Si decide ir de caza, avíseme antes. Venga a verme y me lo dice.
—Faltaría más —dijo Andrews—. Confío en que nos veremos a menudo, señor McDonald. Es solo que antes de decidir qué voy a hacer necesito un poco más de tiempo.
—Claro, hombre —dijo con amargura McDonald—. Tómese el tiempo que necesite. De eso va sobrado.
—Bueno. Adiós, señor McDonald.
Después de agitar una mano de mala gana, McDonald volvió a concentrarse en los papeles que tenía sobre la mesa. Andrews salió despacio al patio y tomó el camino de carro que iba hacia la carretera. Una vez allí, se detuvo un momento. Al otro lado y un poco a la izquierda estaban los álamos; más allá, cruzando la carretera, debía de estar el río; no veía agua desde donde se encontraba, pero sí las encorvadas márgenes cubiertas de matorral y hierbajos perdiéndose a lo lejos.
Llegó al hotel casi al mediodía; el cansancio que le había sobrevenido en la cabaña de McDonald no había desaparecido aún. En el comedor del hotel almorzó a base de una correosa carne frita con judías y una taza de café amargo y muy caliente. El empleado del hotel, que entraba y salía continuamente del comedor, le preguntó si había dado con McDonald; Andrews respondió que sí; el empleado asintió sin decir más. Poco rato después Andrews abandonó el comedor, subió a su cuarto y se tumbó en la cama. Estuvo mirando cómo la tela de la ventana se hinchaba un poco hacia adentro hasta que se quedó dormido.