La diligencia que hacía el recorrido entre Ellsworth y Butcher’s Crossing era un carromato transformado para que pudiera llevar pasaje y mercancías pequeñas. Cuatro mulos tiraban del carro por el desigual y ondulado camino que discurría en ligero descenso desde la pradera hacia Butcher’s Crossing; a medida que las pequeñas ruedas del carromato entraban y salían de las roderas dejadas por carros más pesados, la carga amarrada en el centro y protegida por una lona se iba moviendo, las cortinas laterales, subidas, golpeaban las varas de nogal que sostenían el techo de listones y lona, y el solitario pasajero sentado al fondo tenía que apuntalarse contra las delgadas tablas de los lados, con una mano apoyada en el duro banco forrado de cuero y la otra aferrada a uno de los lisos palos de nogal hincados en zócalos de hierro sujetos a las tablas laterales. El cochero, al otro lado de los bultos, que llegaban casi hasta el techo del carromato, tuvo que salvar a gritos los resoplidos del tiro y el chirriar de la madera.
—¡Llegamos a Butcher’s Crossing!
El pasajero sacó la cabeza y los hombros por el costado del carro. Más allá de las sudorosas grupas y las danzantes orejas de los mulos acertó a ver un pequeño conjunto de casuchas y tiendas de campaña limitado al fondo por una arboleda más alta. Tuvo una instantánea impresión de color: pardo claro mezclado con gris sobre un manchón verde. Los bandazos del carro le obligaron a sentarse bien otra vez. Se quedó mirando con un rápido pestañeo la bamboleante montaña de mercancías que tenía delante. Era un joven de veintipocos años, complexión delgada y piel clara que empezaba a adquirir un tono rojizo debido a las horas de exposición al sol. Se había quitado el sombrero para enjugarse el sudor de la frente y no había vuelto a ponérselo; llevaba bien cortados sus cabellos castaño claro, color tabaco de Virginia, pero ahora los tenía pegados a la frente y sobre las orejas en rizos de variado color. Llevaba unos pantalones casi nuevos, de nanquín marrón tirando a amarillo, y en la gruesa tela se adivinaba todavía la raya. Un rato antes se había quitado la chaqueta de tela basta, el chaleco y la corbata; pero, a pesar de la brisa que el carromato producía en su lento avance, el joven tenía la camisa blanca adherida al cuerpo, tiesa y empapada de sudor. Su barba de dos días brillaba rubia como el rastrojo cubierto de rocío y de vez en cuando se frotaba la cara con un pañuelo sucio, como si le picara la piel.
Cerca ya del pueblo, el camino era más liso y el carro pudo avanzar más rápido, meciéndose ligeramente de un lado a otro, lo que permitió al joven aflojar su presa sobre la vara de nogal y adoptar una postura más cómoda en el duro banco. El sonido de los cascos del tiro se volvió más regular y amortiguado, y una nube de polvo cual humo amarillo se fue formando en torno al carro y arremolinando detrás. Por encima del traqueteo de arneses, de la ruidosa respiración de los mulos, del clop clop de los cascos y el azaroso chirriar de la madera, se oía de vez en cuando el grito de una voz humana o el relincho de un caballo. Aquí y allá aparecían trechos pelados en la larga extensión de prado que flanqueaba el camino; se veían los restos carbonizados de una fogata; varios caballos maneados que pacían en la corta hierba amarilla alzaron bruscamente la cabeza al paso del carro, inclinando sus orejas en la dirección del sonido. Se oyó una voz enojada; alguien rió; un caballo resopló y relinchó, y un movimiento brusco hizo tintinear una brida; el aire sofocante estaba impregnado de un tenue olor a estiércol.
De una ojeada se podía abarcar casi todo Butcher’s Crossing. A cada lado de una estrecha calle de tierra asomaban tres toscos edificios de madera, y más allá unas cuantas tiendas de campaña desperdigadas. El carro dejó primero a su izquierda una tienda de aspecto militar montada de cualquier manera y con los costados subidos, cuyo toldo estaba presidido por un tablón que rezaba, en rudimentarias letras rojas: JOE LONG, BARBARO. En el lado opuesto de la calle había una construcción baja y casi cuadrada, sin ventanas, con un pedazo de lona a modo de puerta; en las tablas delanteras sin pintar se leía, en letras negras de mejor factura: PRENDAS DE CONFECCIÓN BRADLEY. El carromato se detuvo delante del siguiente edificio, una larga estructura rectangular de dos plantas. Del interior del edificio salía un murmullo de voces, así como tintineo de vasos. La fachada quedaba a la sombra de un alero alargado, lo que no impedía que sobre la entrada se viera un rótulo escrito en recargadas letras rojas con reborde negro, con la inscripción: TABERNA DE JACKSON. Enfrente, varios hombres sentados en un banco corrido contemplaron aletargados cómo se detenía el carromato. El joven pasajero empezó a recoger la ropa que había dejado tirada encima del asiento. Se puso el sombrero y la chaqueta y metió el chaleco y la corbata en la bolsa de viaje sobre la que había apoyado los pies. Luego la sacó por encima del lateral y con el mismo movimiento pasó una pierna sobre las tablas y apoyó el pie en el estribo de hierro que le permitía descender. En cuanto la bota tocó el suelo, una nubecilla de polvo se le enroscó en el pie, posándose en el cuero negro nuevo y en el bajo de la pernera del pantalón y tiñéndolos así del mismo color. El joven agarró la bolsa y caminó hasta la sombra del alero; a su espalda, las palabrotas que soltó el cochero se mezclaron con el ruido metálico de los arneses y las cadenas cuando procedió a desenganchar el balancín del carromato.
—Que alguien me eche una mano con las mercancías —clamó el cochero, quejumbroso.
El joven que acababa de apearse del carro se quedó en el tosco entarimado de la acera viendo cómo el cochero forcejeaba con las riendas que se habían enganchado con el tirante del arnés. Dos de los hombres que estaban sentados en el banco se levantaron, pasaron junto a él y avanzaron con lentitud hacia la calle; tras contemplar un momento la soga que aseguraba la carga, empezaron a tirar de los nudos sin prisa alguna. De una última sacudida, el cochero logró liberar las riendas. Dibujando una larga diagonal, condujo a los mulos hacia la cuadra que había al otro lado de la calle, una construcción baja con una techumbre de palastro apoyada en troncos sin desbastar.
Una vez que el cochero hubo dejado a los mulos en el establo, la calle volvió a sumirse en la quietud. Los dos voluntarios aflojaban metódicamente las cuerdas que sujetaban la carga; un espesor de polvo y calor parecía amortiguar los sonidos procedentes de la taberna. El joven pisó con cuidado los irregulares tablones de madera colocados directamente sobre la tierra. Frente a él tenía una especie de casamata con un techo muy inclinado en cuyo borde más cercano había una cubierta provista de goznes, sostenida por dos palos dispuestos en diagonal, que servía para tapar la amplia entrada delantera; dentro de la casamata, sobre bancos y anaqueles, había varias sillas de montar y media docena de pares de botas; largas tiras de cuero crudo colgaban de una estaquilla que sobresalía de la pared de tepe próxima a la entrada. En el lado izquierdo de la pequeña casamata se levantaba una estructura de dos plantas, recién pintada de blanco con ribetes rojos, casi tan larga como la taberna y un poco más alta. Justo en medio de esta construcción había una puerta ancha, y encima un letrero bien armado donde se leía: HOTEL BUTCHERS. El joven se encaminó despacio hacia allí, observando cómo sus pisadas producían nubecillas ascendentes de polvo que se disipaban con rapidez.
La puerta estaba abierta. Entró en el hotel y se detuvo un momento para dejar que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. La forma vaga de un mostrador se hizo patente delante de él, a mano derecha; detrás, inmóvil, había un hombre con camisa blanca. Diseminadas por la estancia se veía media docena de sillas de respaldo recto y asiento de piel. La luz procedía de ventanas cuadradas dispuestas a una distancia regular en las tres paredes que el joven podía ver; los huecos estaban tapados por una tela translúcida que se hinchaba ligeramente hacia el interior, como si la penumbra y el relativo fresco hicieran el vacío. El joven caminó por el suelo de tablas desnudas hacia el empleado.
—Quisiera una habitación. —Su voz resonó hueca en el silencio reinante.
El empleado empujó sobre el mostrador un libro de registro abierto y le tendió una pluma de ganso con punta de acero. El joven firmó despacio: William Andrews; la tinta era poco espesa, azul cielo sobre el fondo gris de la página.
—Son dos dólares —dijo el empleado, tirando hacia él del libro de registro para inspeccionar la firma—. Si quiere que le suban agua caliente, son veinticinco centavos. —De repente miró a Andrews—. ¿Va a quedarse muchos días?
—No estoy seguro —respondió Andrews—. ¿Conoce a un tal J. D. McDonald?
—¿McDonald? —El empleado asintió despacio—. ¿El de las pieles? Claro, todo el mundo lo conoce. ¿Es amigo suyo?
—No exactamente —dijo Andrews—. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—Sí. Tiene una oficina junto a los pozos de salmuera. Queda a unos diez minutos a pie.
—Iré a verlo mañana —dijo Andrews—. Acabo de llegar de Ellsworth y estoy cansado.
El empleado cerró el libro, sacó una llave de un enorme llavero que le colgaba del cinto y se la dio a Andrews.
—Tendrá que subir usted mismo el equipaje. Le llevaré el agua cuando me avise.
—Dentro de una hora, más o menos —dijo Andrews.
—Habitación quince. Está al lado de la escalera.
Andrews asintió. La escalera, muy empinada, consistía en unos peldaños sin remate ni costados que nacían de la pared del fondo, formando una pequeña abertura rectangular en el nivel central del edificio. Andrews se encontró en un pasillo que dividía en dos la larga hilera de habitaciones. Buscó la quince y entró. La puerta no estaba cerrada con llave. En el cuarto había únicamente espacio para un camastro provisto de un colchón delgado, una mesa de tosca factura con una lámpara y una jofaina encima, un espejo y una silla similar a las del vestíbulo. La habitación tenía una sola ventana, que daba a la calle; tenía un ligero marco desmontable de madera cubierto con una especie de gasa. Andrews cayó en la cuenta de que no había visto una sola ventana con cristal desde que había llegado al pueblo. Dejó la bolsa sobre el camastro.
Después de sacar y guardar lo que llevaba dentro, metió la bolsa bajo la cama y se tumbó en el desigual colchón; la cama gimió y se hundió; notó en la espalda el entramado de cuerdas sobre el que se apoyaba el colchón. Un dolor sordo y vibrante le recorrió el final de la columna, las nalgas y los muslos; solo entonces se dio cuenta de lo cansado que había sido el viaje.
Pero el trayecto había llegado a su fin; y a medida que sus músculos se relajaban, su mente fue desandando el camino. Durante casi dos semanas, había dado tumbos por todo el país en diligencia y ferrocarril. De Boston a Albany, de Albany a Nueva York, de Nueva York… Los nombres de las ciudades se agolparon en su memoria de manera desordenada. Baltimore, Filadelfia, Cincinnati, Saint Louis. Recordó la agotadora incomodidad de los duros asientos de las diligencias, la inerte espera en los bancos de listones de estaciones mugrientas. Ahora que había finalizado el trayecto se daba cuenta de cuántas incomodidades había soportado durante el viaje, y de hecho rezumaron de sus huesos.
Sabía que al día siguiente le dolería todo. Con una sonrisa, cerró los ojos para evitar la claridad de la ventana tapada que tenía enfrente. Se quedó dormido.
Más tarde el empleado le subió una tina de madera y un cubo de agua humeante. Andrews se desperezó y echó un poco de agua en la jofaina. Se enjabonó la cara y se afeitó; el empleado regresó con dos cubos de agua fría y los vertió en la tina. Una vez se hubo marchado, Andrews empezó a desnudarse; a medida que se quitaba las prendas, las sacudía para que soltaran el polvo y las dejaba con cuidado encima de la silla. Se metió en la tina y se sentó con las rodillas casi pegadas al mentón. Se enjabonó despacio, adormecido por el agua caliente y la quietud de la tarde. Estuvo en la bañera hasta que empezó a dar cabezadas; y cuando por fin la cabeza le chocó con las rodillas, se levantó para secarse. De pie en el suelo, chorreando agua, miró a su alrededor y, al no ver ninguna toalla, cogió la camisa que había dejado sobre la silla y se secó.
El cuarto estaba ahora en penumbra; la ventana era un leve resplandor en la creciente tiniebla, y una brisa fresca agitaba e hinchaba la tela; parecía vibrar como un ser vivo, agrandándose y empequeñeciéndose. De la calle subía un murmullo cada vez más sonoro de voces y ruido de botas en los entarimados. Una carcajada de mujer destacó entre las voces y cesó al momento.
El baño lo había relajado, mitigando el dolor en los sobrecargados músculos de la espalda. Desnudo todavía, improvisó una almohada con la manta y se tumbó directamente sobre el colchón. La tela era áspera, una mezcla de lino y lana, pero Andrews se quedó dormido antes de que la habitación quedara por completo a oscuras.
Sonidos que su conciencia adormecida no acertó a identificar del todo lo despertaron varias veces durante la noche. En esos períodos de vigilia, al mirar a su alrededor en la completa oscuridad, no pudo distinguir las paredes, los límites de la habitación, y tuvo la sensación de que estaba ciego, flotando en la nada, inmóvil. Era como si las risas, las voces, los golpes y chirridos amortiguados, el campanilleo de bridas y cadenas de arneses, todo ello procediera del interior de su cabeza y girara dentro de ella como viento en una esfera hueca. En un momento dado creyó oír la voz muy próxima, y a continuación la risa, de una mujer en una de las habitaciones del pasillo. Estuvo unos instantes despierto, aguzando el oído, pero solo había silencio.