Una sonrisa iluminaba el rostro del capitán mientras deslizaba la mirada por la cubierta y las velas, las olas y el horizonte, y comprobaba el rumbo, al tiempo que se llenaba los pulmones del aire salado del mar. ¡Cuán armónicos eran los movimientos de su navío y con cuánta delicadeza se deslizaba entre las olas! Todo funcionaba a la perfección y, satisfecho, se restregó las manos y dirigió la vista a la costa portuguesa: pequeñas casas de techos rojos, un par de llamativos y lujosos edificios y una nueva catedral elevándose al cielo se pegaban contra las polvorientas laderas parduscas. Desde allí, las alturas peladas que rodeaban la ciudad pesquera parecían tan poco acogedoras y desiertas como las de la costa marroquí.
Era la primera vez en muchos años, desde que se hiciera a la mar —un joven y aventurero tarugo—, que volvía a atracar en un puerto portugués. En aquel entonces solo podía hacer gala de su entusiasmo y sus ganas de descubrir tierras nuevas; en cambio, ahora regresaba a la patria como un hombre de provecho, dueño de su propia nave. Le hubiese gustado entrar en el puerto al son de las fanfarrias y a toda vela, ¡para que todos vieran que lo había logrado!
En cambio, se atuvo al procedimiento, mandó izar los acostumbrados banderines de señales y recoger las velas. Luego rodeó el malecón hasta encontrarse frente al puerto y buscó un lugar para anclar.
Con gran sorpresa, no le costó mucho encontrarlo. A excepción de un par de viejas barcas de pescadores, el puerto estaba desierto, no había barcos mercantes ni cargueros. Cuando se aproximó, observó que incluso los almacenes tenían las puertas abiertas de par en par y que el viento barría el interior vacío. Solo al oeste, desde donde resonaban golpes de martillo en un astillero, reinaba el ajetreo.
Miguel montó en un bote y se hizo trasladar a tierra para hablar con el capitán del puerto, pero tras dar un par de pasos se detuvo. En todos los rincones merodeaban mendigos, en las estrechas callejuelas se amontonaba la basura hedionda y en la parte posterior de una taberna niños hambrientos se disputaban con perros callejeros unos restos de comida.
Miguel rodeó los montículos de mugre. ¡Cuánta suciedad! Por suerte una brisa arrastraba el pestazo. Alcanzó la plaza delante de una catedral blanca como la nieve y miró en derredor. Tras toda esa miseria, las nuevas moradas de los patricios de fachadas ornamentadas, y sobre todo la inmensa catedral, parecían una exageración, prácticamente una jactancia. ¿Qué diablos ocurría en esa ciudad? El contraste entre una riqueza esplendorosa y una enorme penuria era evidente.
Filipe Rouxinol, el capitán del puerto, que al principio reaccionó con gran alegría ante la llegada de la nave desde la costa africana, se limitó a asentir con aire resignado cuando se enteró de que la Santa Ana no llevaba ningún cargamento de cereales.
—¡Siempre la misma historia! Tenemos oro y plata de sobra —gimió—. ¡Pero lo que necesitamos con urgencia es algo para hincarle el diente! Cereales para hornear pan, ¿comprendéis?
Parecía un hombre sensato, el más indicado para responder a las preguntas de Miguel, pero de momento ambos permanecieron en silencio con la vista clavada en la casi desierta zona portuaria. El puerto antaño ajetreado ofrecía un aspecto desolador.
—¿Es que en Sicilia no hay más cereales? —dijo Miguel por fin—. Antes siempre provenían de allí o de Normandía. ¿Y qué pasa con las antiguas relaciones comerciales con el Levante o con las ligas hanseáticas del norte?
—Por lo visto hace tiempo que no pasáis por aquí, capitão —bufó el otro, alzó las manos y enumeró cada punto con los dedos—. ¿No habéis oído hablar de las malas cosechas? ¿De plagas de ratas y ratones, de lluvias heladas que duran semanas y acaban con toda la cosecha? A los escasos ingresos se suman horrendas enfermedades en el norte, senhor, a saber la peste negra que abre una brecha de devastación a través de la comarca. Y tercero —prosiguió, sacando el dedo medio—, por doquier hay revueltas de campesinos hambrientos y de otra gentuza que impiden el comercio con los cereales necesarios para sobrevivir. Además, y supongo que al menos de eso habéis oído hablar —añadió, agitando el dedo índice—, además la situación insegura de las costas berberiscas influye mucho. El comercio con esa zona ha desaparecido.
El capitán no aguardó la reacción de Miguel y alzó el pulgar.
—Pero incluso todos esos motivos no bastan para describir nuestro problema principal. ¿Damos un paseo?
Ambos recorrieron lentamente el muro del puerto.
—¡Nuestro rey se ha convertido en un auténtico mercachifle! —soltó el hombre de repente—. Solo hay dos cosas que le interesan: ¡comerciar con pimienta y especias de Calcuta en la India, y acumular el oro del Nuevo Mundo! —El capitán se quitó la gorra de la cabeza y se golpeó los muslos.
—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó Miguel.
—¡Ja! —gruñó Rouxinol—. ¡Todo! ¿Y si ningún otro barco trae cereales de Alejandría o Siracusa? ¿Si todo lo que flota se limita a transportar pimienta, canela, nuez moscada, oro y otros metales nobles? —añadió, señalando los almacenes vacíos—. ¿O quizá sois capaz de ver al menos un único grano de cereal para hornear pan?
Así que por eso las puertas de los almacenes estaban abiertas de par en par.
El capitán del puerto procuró tranquilizarse.
—Os lo explicaré, capitão. Lo que pasa es lo siguiente: mediante la ayuda de agencias y empresas extranjeras, el rey Manuel ha creado una gran red comercial, y no gracias a amplios privilegios, como por ejemplo la exención arancelaria para el comercio de especias —dijo Rouxinol, y se aseguró de que Miguel lo escuchaba con atención—. Todos nuestros barcos, capitão Alvaréz, todos sin excepción, ahora solo navegan en dos direcciones: en torno a África hasta la costa de la India o a través del gran océano hasta las nuevas colonias. ¡Es como una fiebre diabólica, una atracción ejercida por los ducados y el oro! Os digo que para la tierra supone una maldición… Nuestros navegantes y cartógrafos más capaces, una flota de nuestros navíos más grandes y mejores, y nuestros capitanes más expertos, navegan al extranjero para el rey y sus acaudalados amigos. Y todos solo se dirigen a esos destinos. ¡Obvio, porque todos quieren acumular muchas riquezas lo antes posible!
Miguel empezó a comprender.
—Es verdad, a mí también me dijeron que en el Nuevo Mundo las calles están empedradas de oro.
Incluso él sintió ganas de atravesar el gran océano y participar en la conquista. O seguir la huella de Vasco da Gama, circunnavegar África y dirigirse a la India para intervenir en el comercio de especias. Pero ambas cosas solo habrían sido posibles incorporando la Santa Ana a un convoy de una flota grande, y eso hubiese supuesto renunciar a su independencia, cosa a la que él no estaba dispuesto. Y, además, estaba esa peligrosa ruta en torno al cabo de Buena Esperanza, situado en el extremo sur de África. ¿Quién podía calcular el riesgo que suponía debido a las peligrosas corrientes y vientos? En todo caso, él amaba demasiado la vida como para arriesgarla temerariamente. No: un viaje semejante implicaba demasiadas incógnitas, así que prefería seguir navegando por el viejo Mediterráneo y a lo largo de la costa africana, porque además ahora tenía una familia.
Rouxinol volvió a quitarse el gorro adornado de plumas: parecía absolutamente furibundo.
—Nuestros navíos traen tesoros inimaginables del Nuevo Mundo. Joyas, pesadas cadenas de oro puro, imágenes de ídolos paganos de los salvajes y otros objetos preciosos. Acarrean todo eso para honrar a Dios, sus santos y la Iglesia, y también para la caja de caudales del rey, desde luego. ¡Bah! ¿Alguna vez habéis oído hablar de alguien que siembre oro y plata, lo coseche y lo convierta en harina para el pan?
Ya hacía años que los informes acerca de las inagotables minas de plata y oro, la riqueza cada vez mayor de los nobles portugueses y de la Corona circulaban por todos los puertos del Mediterráneo, pero Miguel nunca había oído una palabra sobre las catastróficas consecuencias para la alimentación de la población.
Hacía mucho tiempo que en su antigua patria el cultivo de los campos solo resultaba posible de manera restringida: el suelo fértil era demasiado escaso. Por eso hacía años que todos los cereales llegaban por mar, y por tanto la merma de barcos disponibles significaba necesariamente la escasez e incluso el hambre del pueblo, tal como entonces pudo constatar.
¿Y si en el futuro se dedicaba más al comercio de cereales? Dios sabe que en las costas de todo el Mediterráneo abundaban los cereales, y él tenía numerosos contactos útiles; no supondría ningún problema. A lo mejor se abría una nueva posibilidad de comerciar… Primero habría que hacer ciertas reformas en la Santa Ana, pero eso era factible. O quizás habría que hacer construir una nueva nave con ese fin.
Pero primero debía solucionar el asunto de Amberes. Nadie sabía cómo irían las cosas allí. ¿Y después? Bien, ya se vería. Miguel volvió a cruzar las manos bajo los faldones de su chaqueta y siguió escuchando pacientemente las lamentaciones del capitán del puerto.
Unos momentos después se habían sentado en una taberna. Mientras bebían vino Rouxinol siguió despotricando. Con cautela, Miguel comenzó a hacerle las preguntas que lo acuciaban.
—Como sea, yo no navegaré a ultramar, permaneceré en el Mediterráneo —comentó—. Y sin sentirme culpable. Mi pequeña Santa Ana no es adecuada para transportar cereales, puesto que en sus bodegas apenas caben un par de bultos de tejido y un poco de sal y vino. En relación a ello, distinguido senhor Rouxinol, ¿qué podéis decirme acerca de las costumbres comerciales en Amberes? Sois un hombre viajado y experimentado, ¿verdad? Y seguro que habéis oído algo. Las autoridades de la ciudad, ¿aún insisten en ejercer el derecho de almacenamiento en el caso de los comerciantes extranjeros? ¿Habéis oído hablar de cómo se pueden realizar tratos comerciales directos allí? ¿Cuán elevados son los aranceles? Como sabéis, me dirijo allí, pero por desgracia apenas conozco el lugar.
—¿Amberes? Es verdad, ya me lo dijisteis. Supongo que acudiréis a las ferias de Brabante, donde pretendéis comparar vuestras mercancías con los finos paños ingleses, ¿no? Lamentablemente, yo tampoco conozco Amberes, pero puedo sugeriros un remedio. Por casualidad, apreciado capitão, un natural de Amberes se encuentra en la ciudad, uno que se quedó varado aquí de camino a su patria. Tal vez podríais llevarlo hasta Amberes en vuestra nave.
Rouxinol le lanzó una rápida mirada de soslayo al tiempo que fingía limpiar una mancha en la mesa, como un niño nervioso. Miguel guardó silencio y compuso una expresión indiferente, pero secretamente se alegró de ese golpe de suerte.
—Bien, será mejor que os diga lo que pasa —dijo el capitán del puerto, suspirando—. Resulta que el hombre no tiene dinero, le robaron hasta la camisa. Además, ni siquiera puede sostener un cabo, por no hablar de interpretar los movimientos de la aguja de una brújula, y es un inútil total en cuanto a izar velas. Así que no podrá pagar el pasaje con su trabajo y encima se marea en cuanto pisa un barco.
Rouxinol se inclinó encima de la mesa y bebió un trago de vino antes de continuar.
—Al parecer, su jefe es un hombre duro, y ha enviado justo a un hombre así a inspeccionar unos asentamientos en los rincones más remotos de Levante. Según mi opinión, con ello demuestra una gran desconsideración. En todo caso, el último capitán prefirió dejarlo aquí conmigo: no quería muertos a bordo durante el viaje de regreso.
Miguel arqueó las cejas.
—¿Y por qué pensáis que yo estaría dispuesto a cargar con semejante problema?
—El hombre se llama Joost Medern. Es una persona torpe que solo sabe calcular y escribir, pero es un oficinista consumado y un experto en todo lo relativo al comercio. Si os lo lleváis a Amberes no solo haréis una buena obra, sino que también os será de provecho.
—Comprendo. ¿Sabéis cómo se llama su compañía?
—Lo siento; seguro que a vos os ocurre lo mismo que a mí y sois incapaz de recordar esos nombres extranjeros.