—¡Abu, querido abu, di algo, te lo suplico!
Pero el rostro del anciano permaneció inmóvil, ni un parpadeo, ninguna señal de que había oído sus palabras. Solo las sombras bajo sus ojos se volvieron más oscuras. Hacía un instante le había hablado, se había interesado por las confidencias de Cornelisz… ¿y ahora estaba muerto? Ella no había notado nada, ¿cómo podía haber abandonado el cuerpo su alma? Mirijam apoyó la oreja contra su pecho, trató de encontrar el pulso en su cuello: nada.
—¡No me dejes sola!
Ese grito surgió de su pecho y los habitantes de la aldea pegaron un respingo. Mirijam lloraba y sollozaba, acariciaba la cara y las manos de su abu, pero él ya no estaba allí. Se arrodilló a su lado entre lamentaciones. Una y otra vez acarició su atuendo, las mantas y los cojines, y le cogió las manos mientras las lágrimas bañaban su rostro.
Solo cuando Cadidja, acompañada por las mujeres de la aldea, acudió para ayudarla a ponerse de pie y conducirla hasta su lecho, cuando resonaron los cánticos fúnebres y el imán apareció portando la blanca mortaja, solo entonces se rindió. Mientras los aldeanos se ocupaban del cadáver, lo lavaban, lo envolvían en paños blancos y por fin lo sacaban de la choza para tenderlo en su tumba, ella se acurrucó en su lecho bajo la manta y se encogió como una niña pequeña.
Cornelisz se arrodilló a su lado y le acarició los hombros, pero Mirijam le apartó la mano.
—¡Tú tienes la culpa, tú y tus rumores absurdos e increíbles! ¿Por qué tuviste que contárselos? ¡Sabías que estaba muy enfermo! —exclamó entre sollozos. Y se cubrió la cabeza con la manta, satisfecha de haber encontrado a un culpable.
Lo último que su abu había oído en este mundo eran las palabras de un tonto lleno de odio… ¡Una espantosa ofensa para ese hombre bondadoso e inteligente! Si hubiese impedido que Cornelisz repitiera las odiosas calumnias de ese predicador, a lo mejor su abu aún seguiría vivo. Pero al mismo tiempo, como sanadora, sabía que su enfermedad ya había avanzado mucho incluso antes de la huida nocturna. Era de suponer que también en Mogador —a pesar de los cuidados y la tranquilidad— no hubiera tardado en cerrar los ojos para siempre. Pero al menos allí no se hubiese visto obligado a escuchar todas esas mentiras malignas…
Debilitada y atenazada por el dolor, durante los días siguientes se entregó a los cuidados de Cadidja. Esta la protegía de las miradas curiosas de los lugareños, le llevaba agua y té, le lavaba la cara y las manos, le cepillaba el cabello y murmuraba palabras de consuelo. Vigilaba la puerta y no dejaba pasar a nadie.
Pero el tercer día Cornelisz ya no aceptó su rechazo.
—¿Mirijam? —dijo, atisbando en medio de la penumbra de la choza. Fuera lucía el sol y sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad. Por fin descubrió a la joven: estaba sentada en el lecho con las manos agarrotadas en el regazo; al oír su voz, alzó la cabeza con gesto cansino. Cornelisz se asustó.
Mirijam parecía una anciana pálida y demacrada, como si ya no poseyera voluntad, valor ni fuerza, una imagen de la desesperanza.
«Así, en esa postura y con esos colores habría que retratar la desesperación», pensó repentinamente. Esa nuca inclinada, esos hombros colgando y la lobreguez del entorno: un modelo perfecto.
Entonces se reprendió a sí mismo enérgicamente. Eso no era una alegoría del dolor y la pena, sino Mirijam, una persona de carne y hueso que sufría. En realidad no la conocía muy bien tras los largos años de separación, pero últimamente había comprobado que tenía fuerza de voluntad. Verla tan afligida le resultaba casi incómodo. Pero se tranquilizó diciéndose que pronto se recuperaría, solo era cuestión de tener un poco de paciencia. Aunque sus acusaciones junto al lecho de muerte del hakim lo habían consternado, no las había tomado en serio. Era de suponer que Mirijam ya se había arrepentido de sus palabras. Ahora se trataba de inducirla a salir de esa cueva oscura; además, se aburría a solas, esa aldea miserable le procuraba aún menos diversión que el campamento de los berberiscos.
—Sal fuera conmigo —rogó—. Hemos de disfrutar del viento y el sol. Además, en la aldea hay unas cabritas encantadoras que te gustará ver. Dame la mano, yo te conduciré, solo unos pasos, por amor a mí.
Y en efecto, Mirijam dejó que la ayudara a ponerse en pie. Temblando de debilidad, se aferró a él y apoyó la cabeza en su pecho.
Cornelisz la estrechó entre sus brazos y depositó un beso en su cabello. ¡Cuán atractiva de repente le resultaba su debilidad! Al bajar la vista y ver su piel inmaculada, sus cejas delicadas y la sombra de sus pestañas en las mejillas se quedó sin aliento y soltó un leve quejido.
Mirijam alzó la cabeza y lo miró a los ojos, un tanto sorprendida. Él se inclinó, dispuesto a besarla en la boca, pero ella se soltó de sus brazos e, insegura, lo miró.
Abochornado, Cornelisz dio un paso atrás y se agachó para recoger el velo de ella. ¿Qué locura lo había asaltado? ¿Acaso ella se había dado cuenta de su intención? Cornelisz carraspeó.
—¿Vamos? —preguntó por fin, y le alcanzó la capa y el velo; luego la acompañó fuera, a la luz.
Tras dar unos pasos, ella preguntó:
—¿Dónde está?
—¿La tumba?
Mirijam asintió en silencio.
Cornelisz la condujo fuera de la aldea. Mirijam tropezaba a su lado como una ciega, como si no viera las piedras ni los surcos del sendero. Tuvo que sostenerla hasta que llegaron al pedregoso cementerio donde los muertos eran sepultados en la tierra. El viento agitaba los ásperos arbustos que allí crecían; solo unas grandes piedras marcaban las sencillas sepulturas. Cornelisz se detuvo junto a un montón de tierra fresca. Mirijam cayó de rodillas, apoyó las manos en la tierra agrietada y la acarició, balanceándose adelante y atrás y llorando casi en silencio.
Cuán delicada parecía, cuán desamparada y perdida… De pronto Cornelisz se sintió invadido por una desacostumbrada sensación de fortaleza que lo confundió, y no supo si le resultaba placentera. En los demás, lo que lo impresionaba eran el control y la claridad de ideas, pero ¿en su propio caso? Hacía tiempo que se consideraba una persona insegura, desorientada…
—Bien, basta por hoy —dijo tras unos momentos, y volvió a ayudar a Mirijam a incorporarse.
Ella se secó las lágrimas con la punta del velo.
—Casi como antaño —dijo él, sonriendo—. ¿Sabes cuántas veces te he ayudado a ponerte en pie? Siempre, en especial cuando salíamos a cabalgar y tu poni volvía a derribarte.
Como si durante el paseo hasta la tumba se hubiese desprendido de un hechizo, en los días siguientes Mirijam poco a poco empezó a dejar de llorar la muerte de su abu. Por primera vez desde la huida de Mogador —¿cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?— se dirigió al pequeño hamam. Después comió un puñado de dátiles y bebió un té con especias antes de acostarse y dormir sin soñar, velada por Cadidja y también por Cornelisz, que se había preparado un lecho en un cobertizo aledaño.
Todos los días emprendía un paseo con él. En general, él elegía el tema de conversación durante esas pequeñas excursiones y eso le resultaba muy agradable a Mirijam. Se entregó a la lengua y las palabras familiares de su infancia y se sentía consolada por la voz de Cornelisz.
No obstante, por la noche acudían las sombras, los pensamientos inquietantes, absurdos y atemorizadores, pero ninguna reflexión y aún menos alguna clase de plan, sino más bien fragmentos confusos e ideas pesadillescas. Pensaba que sus únicos seres queridos la habían abandonado, tanto su abu como Miguel… Y a pesar de que le parecía inimaginable, el mundo seguía existiendo. ¿Cómo era posible, cómo podía seguir viviendo como si nada hubiera pasado?
Cornelisz le habló del naufragio ocurrido hacía años. Algo así podía ocurrir en cualquier momento, incluso un capitán avezado como Miguel no estaba a salvo de algo así… Y ya había pasado más de medio año desde su partida, ¿no era demasiado tiempo? ¿Regresaría algún día? ¿Qué haría sin él, adónde podría dirigirse? Por suerte, Cornelisz estaba a su lado, la apoyaba, la consolaba… Era una luz clara en una época oscura.
De vez en cuando él hablaba del pasado, de Amberes, de su padre Andrees y de su hermana Lucia. Entonces, cuando aparecían las lágrimas —y siempre lo hacían—, Mirijam tenía la sensación de que solo en ese momento, tras muchos años, empezaba a llorar la muerte de esos dos seres queridos.
Cornelisz intentó hacerle preguntas acerca de sus vivencias solo una vez.
—¿Qué pasó con Lucia? ¿Y es verdad lo que en aquel entonces se rumoreaba en Amberes? ¿Que el pirata Jeireddín atacó vuestros barcos y vendió a toda la tripulación como esclavos?
Pero ella no podía pensar en eso sin sentir el mismo horror de antaño. Cornelisz se apresuró a rodearle los hombros y no siguió preguntando.
Lo hacía con frecuencia cuando nadie los observaba: la rodeaba con el brazo y la estrechaba. Entonces ella disfrutaba de su calidez, se acurrucaba contra su pecho y escuchaba los latidos de su corazón. Pero de vez en cuando también notaba su temblor y percibía un impulso dulce y prohibido que trataba de arrastrarla. ¿Estaría relacionado con el resplandor de la mirada de Cornelisz, o con el arrebato causado por su sonrisa, su voz suave o sus manos que la sostenían afectuosamente, la apoyaban y le apartaban los rizos de la frente? Porque ella solo buscaba cobijo entre sus brazos, la protección de un buen amigo, ¿verdad? Y los sentimientos que ella despertaba en él solo eran fraternales, ¿no? Pero reflexionar en profundidad sobre dichas sensaciones o incluso pensar en Miguel le resultaba doloroso, así que procuraba evitarlo.
Igual que en el pasado, a Cornelisz le gustaba hablar de sus pinturas. Lo que más le importaba eran las técnicas pictóricas, la preparación de los colores y sus logros como pintor. Mirijam descubrió que cada matiz de un color era utilizado debido a su efecto especial, algo muy importante cuando se trataba de representar la piel humana. También le hablaba de la dificultad que suponía recrear el mar en toda su variedad… Hablara del tema que hablase, a Mirijam le agradaba. Cuando estaba con él no se sentía sola, y eso era importante. Si fuese por ella, todo podría haber seguido tal cual.
Solo a veces, cuando visitaba la tumba de su abu al atardecer —algo que disgustaba a los habitantes de la aldea porque tales demostraciones de pena ponían en duda la voluntad de Alá, ya que Él determinaba el destino de todos los seres humanos—, pensaba en emprender la partida o en empezar de nuevo, como había dicho el abu. ¡Cuánto lo echaba de menos en esos momentos! Se quedaba sentada largo tiempo junto al montón de tierra aplanada, con una mano apoyada en su vientre cada vez más abultado para percibir los movimientos de su hijo al tiempo que mantenía un diálogo espiritual con su abu.
De vez en cuando sentía algo parecido a una invitación a volverse hacia el futuro. Sabía que llegaría el día, pero de momento no se sentía capaz de tomar decisiones. No podía volver a Mogador, no quería relacionarse con traidores, eso lo tenía muy claro. Y Santa Cruz también estaba cerrada para ella… ¡Lo mejor sería quedarse allí, en ese nido acogedor al borde del acantilado!
El tiempo se volvió tormentoso y más frío, y, como solía suceder en primavera, una lluvia gélida azotaba la pequeña casita. Hasta entonces, Mirijam no había tenido fuerzas para participar en la vida de la aldea: o estaba con Cornelisz o se quedaba sola, aun cuando ello disgustaba a Cadidja. La madre de Cadidja le proporcionaba lo más necesario y los lugareños la trataban respetuosamente, aunque se mostraban reservados, e incluso los niños no se le acercaban. Hablaban del tiempo y la pesca, pero no de temas importantes, en todo caso no en su presencia. Pero sobre todo nadie hablaba de las operaciones militares de los portugueses. ¿Acaso la lucha proseguía? ¿O es que hacía tiempo que los berberiscos se habían adueñado de la región y la vida había cambiado radicalmente? ¿Y si en cambio los portugueses habían salido victoriosos y todo volvía a ser igual que antes? Aunque era de suponer que los pescadores estaban bien informados, ni siquiera Cornelisz logró averiguar algo.
—Al parecer, estos pescadores no saben nada sobre la rebelión ni sobre las batallas —soltó una noche.
Mirijam estaba sentada en la cama tomando una sopa de leche y huevo mientras Cornelisz, apoyado contra el marco de la puerta, tamborileaba la madera con dedos inquietos.
—Me pregunto si debería ir a Santa Cruz. Hace tiempo que debiera haberlo hecho, ¿no crees? Después de todo, no podemos quedarnos aquí eternamente. Sí, eso es lo que haré. ¿Puedes darme dinero? Por desgracia no dispongo de él y, como sabes, ciertas informaciones cuestan monedas.
Mirijam alzó la cabeza. ¿Acaso Cornelisz realmente había dicho «no podemos»? Tanteó la tira de cuero bajo su vestido, del que colgaba el anillo del rubí. De momento solo lo llevaba en la mano de vez en cuando. Aunque la piedra roja ya no la atemorizaba como antes, sus dedos se habían vuelto bastante más delgados. A excepción de su vientre, que aumentaba de tamaño todos los días, había adelgazado mucho. Se dijo que se debía a la pena y la preocupación por el futuro. Y ahora Cornelisz también quería marcharse.
—Claro, hazlo, a lo mejor puedes llevarte tus pinturas y pinceles.
Él había dicho «no podemos». ¿Qué significaba eso? ¿Y por qué ella ya no echaba tanto de menos a Miguel, sus brazos y su fuerza? ¿Porque hacía demasiado tiempo que estaba ausente? ¿Y si hubiera sufrido un accidente? ¿Y si el abogado le había hecho daño? Dejarla tanto tiempo sin noticias no era propio de Miguel. Pero, por otra parte, debía tener presente la distancia entre Amberes y la costa africana y también las circunstancias de allí; además, nadie sabía dónde se había refugiado… Tal vez sería mejor que se preparara para el próximo golpe del destino…