¿De verdad lo sabía? Porque en realidad se sentía como en un sueño.
Mirijam guardaba monedas de oro, piedras preciosas y pequeños lingotes de plata en saquitos y los ocultaba entre las ropas del abu Alí y bajo sus infolios. Una caja contenía frágiles botellas, jarros y émbolos de cristal, en otra guardó remedios y hierbas curativas y en un arcón los libros de contabilidad. A pesar del dolor en las piernas y la confusión mental trabajó con diligencia y rapidez, pero de vez en cuando, tras sentarse en un taburete y cambiarse las vendas, no podía evitar sumirse en cavilaciones.
Cientos de guerreros saadíes se ocultaban en las montañas aguardando la señal de atacar, había dicho Cornelisz. Esa noche se lanzarían al ataque; su objetivo principal era la fortaleza, por supuesto, y su intención no era solo expulsar —o incluso aniquilar— a los portugueses de la ciudad, sino a todos los extranjeros. Además, los guerreros no lucharían con lanzas y espadas como hasta entonces: según Cornelisz, poseían armas de fuego, igual que los soldados portugueses, y al parecer habían instalado cañones en algunos techos de la ciudad apuntando a la fortaleza.
Al principio Mirijam había pensado que bastaría con atrincherarse con el abu en la torre situada encima del taller de alfombras, desde donde podrían defenderse. Pero ese edificio se encontraba cerca de la fortaleza y corría peligro de ser alcanzado por los proyectiles, así que tuvo que descartar dicho plan.
Así pues, ¿adónde podían ir? ¿A las islas? La isla de los Moluscos y la Púrpura se encontraban fuera, en la bahía, pero para un guerrero avezado no resultaría difícil descubrirlos. Quedarse en la casa era impensable, pues no ofrecía la menor protección. Así que, ¿adónde?
Fue justamente la tímida Cadidja quien encontró la solución.
—El hakim puede viajar en barca, ¿verdad? Así podríamos trasladarlo cómodamente hasta mi aldea; solo es una pequeña aldea y mi gente, pobres pescadores, pero a lo mejor supone una suerte porque allí no hay extranjeros. Seguro que mi padre sacrificará una cabra en vuestro honor.
Inmediatamente, enviaron a Hassan en busca del pescador de la aldea de Cadidja, cuya barca estaba amarrada en el puerto.
Mirijam tuvo que esforzarse por pensar con claridad; volvió a la cocina por enésima vez y se cambió las vendas refrescantes. Encontrarse con Cornelisz de un modo tan repentino la había confundido y desconcertado. De pronto se le aparecían la casa de su padre en el mercado de Koorn, su padre Andrees, la tata Gesa y la pobre Lucia… Su amigo de la infancia le revivía innumerables recuerdos largamente olvidados, alegres y también dolorosos. Había una imagen que veía nítidamente: Cornelisz en el muelle de Amberes. Se había despedido de ella con el pelo revuelto y sin aliento debido a la rápida carrera, y le había rogado que le enviara una carta… ¡Habían pasado siete años desde entonces! Sus ojos se llenaron de lágrimas y se le formó un nudo en la garganta al recordar los horrorosos acontecimientos del viaje. Pero al mismo tiempo se alegraba tanto del reencuentro que no podía dejar de sonreír.
Sacudió la cabeza con gesto enérgico. Desde luego, si hace unos momentos no hubiese oído la conversación entre Haditha y Hocine, jamás hubiera dado crédito a las advertencias de Cornelisz. Pero ahora no dejaba de pensar en sus palabras al tiempo que preparaba arcones, cajas y bultos. Solo lo más importante, había insistido Cornelisz, y nadie debía notar nada. ¿Cómo se las arreglaría? ¿En quién podía confiar en aquella encrucijada?
Hassan, Hussein y Cadidja estaban informados, pero no de los detalles. Haditha no sabía nada, por supuesto. Mediante un pretexto, Mirijam había enviado a la criada desleal a la isla Púrpura, así que al menos podía actuar con libertad en la casa.
Abandonarían Mogador. Solo durante un tiempo, se dijo tratando de consolarse, hasta que las cosas se apaciguaran; se apoyó las manos en el vientre y suspiró. Nunca había sentido la responsabilidad como una carga, siempre le parecía que cobraba las fuerzas necesarias justo cuando las necesitaba. No obstante, ahora, cuando debía abandonarlo todo y tomar todas las decisiones a solas, tanto con respecto a su abu como a la casa, la tejeduría y la tintorería, se veía obligada a esforzarse para conservar la serenidad. Cornelisz no suponía una ayuda, más bien un estorbo.
¿Estaba todo listo? Mentalmente, examinó el equipaje y repasó las disposiciones más importantes. Llamó a Hocine a la cocina y le explicó la situación en pocas palabras. Hocine mantuvo la vista baja.
—No permanecer aquí es de sabios, lâlla Azîza. Continuaré con el trabajo y haré todo como lo hacéis vos. Cuando regreséis (y con la ayuda de Alá eso ocurrirá pronto) no notaréis que habéis estado ausente un tiempo.
«No puedo hacerle reproches por las tonterías religiosas de su mujer», pensó Mirijam. Le dio las gracias y le dijo que se marchase.
Por su parte, Hussein se apresuró a declararse dispuesto a encargarse del taller de alfombras; lo único que había que cerrar era la tintorería. ¡Ningún extraño se haría con las fórmulas del abu Alí para la elaboración de la púrpura! Ella le dio las gracias y también le dijo que se marchara.
Cuando Hassan entró en la cocina, ella le lanzó una mirada expectante y el capataz asintió con la cabeza: había logrado dar con el pescador.
—¿Es que pensáis cargar todo eso en la barca? —preguntó, señalando los bultos y las cajas preparados para el traslado.
—Sí.
—Demasiado peso —dijo—. La barca de Mohammed es pequeña.
Separó las manos callosas para indicar el reducido tamaño de la barca de pesca y el escaso espacio del que disponía.
—Pero a lo mejor hay otra solución, yo me encargaré.
Poco después regresó con unos nómadas que habían dejado su cargamento de lana en la ciudad. Hassan conocía a sus padres como hombres honestos, y les había pedido que transportaran las cajas más pesadas de Mirijam hasta la casa de Aisha en sus mulas.
—Aisha es vuestra amiga, cuidará de vuestras pertenencias —dijo.
Al principio ella se escandalizó; al fin y al cabo, casi toda su fortuna y la del sherif se encontraban en las cajas de madera guarnecidas de hierro que los hombres ya acondicionaban sobre sus mulas. Pero por otra parte, si la barca era demasiado pequeña para albergar todo eso… Debía decidir con rapidez.
—Bien, de acuerdo, dale las gracias a Aisha en mi nombre y dile… dile que regresaré en cuanto… Vaya, solo dile que se lo agradezco.
¿Quién garantizaba que las cajas llegarían a casa de Aisha? ¿Las recuperaría algún día? ¿Es que esos nómadas se encontraban en la ciudad por casualidad y solo para entregar su lana? ¿Y si eran espías de los saadíes? ¡Todo era posible!
Cuando la voz del muecín convocando a los fieles a la oración nocturna se apagó, dos extrañas caravanas abandonaron la casa del respetado médico y su hija, la tintorera de la púrpura. Una estaba formada por cuatro mulas cargadas de alforjas repletas que colgaban a ambos lados de los animales casi rozando el suelo y se balanceaban al ritmo de sus pasos apresurados. Los animales iban acompañados de nómadas cuyas cimitarras permanecían ocultas bajo sus oscuras chilabas mientras recorrían las callejuelas en la noche sin luna. Condujeron las mulas lo más silenciosa y rápidamente posible hasta los huertos del oasis, donde no tardaron en desaparecer entre las frondosas y aromáticas higueras, los arbustos de granadas y los pequeños almendros. Más allá de los fértiles huertos descargarían los bultos en la solitaria choza de la negra, antes de regresar a las montañas.
La segunda caravana era bastante más numerosa. Además de siete mulas cargadas y algunas personas ocultas bajo sus capuchas, llamaba la atención un carro de dos ruedas. Llevaba a un anciano envuelto en mantas y recostado sobre cojines que deslizaba la mirada por las calles nocturnas, los pasadizos y las plazas vacías de Mogador. Ese grupo, que pasó junto a la fortaleza, también se esforzaba por avanzar rápida y silenciosamente en dirección al puerto. Pero no siempre lo lograba: una y otra vez resonaba una orden en voz baja, una advertencia siseada o una súplica a Alá cuando un bulto amenazaba con desplazarse, el carro pasaba por encima de un bache o alguien tropezaba en la oscuridad. También se oían los fustazos de una vara sobre el flanco de un animal o un susurrado «homar, homar», para azuzar a las mulas. Sus pequeños cascos resonaban entre las estrechas callejuelas del barrio del puerto. A cierta altura, un sollozo reprimido surgió del centro del pequeño grupo que seguía al carro y los animales de carga. Cuando en la torrecita de la pequeña capilla de la fortaleza repicó la campana en medio del silencio nocturno, todos se detuvieron, nadie osó dar otro paso. Pero nada se movió tras las murallas de los portugueses.
Una vez llegados al puerto, todo ocurrió con rapidez. Cargaron las cajas y los bultos en el pequeño velero amarrado a la sombra de la muralla. Luego dos hombres bajaron al anciano del carro, lo trasladaron a bordo a lo largo de una tabla y lo tendieron en la proa de la barca, donde la baja borda lo protegería del viento. Finalmente, cuando ya habían izado la vela y cogido los remos, dos mujeres encapuchadas y un beduino alto subieron a bordo. Un instante después el casco se separó del muelle y las aguas oscuras borbotaron a su alrededor.
Amparada por la oscuridad, la barca pesquera abandonó el puerto de Mogador en dirección al sur, directamente ante las narices de los guardias portugueses, que no se habían percatado de nada.