En ese momento dos oscuras figuras aparecieron a espaldas de Cornelisz, sombras agazapadas que se acercaban al intruso con porras en las manos.
—¡Casi no te reconocí! ¡Es increíble: la pequeña niña de antaño se ha convertido en una mujer! —exclamó Cornelisz sonriendo de oreja a oreja y tendiéndole ambas manos a Mirijam—. ¡Qué bien que por fin nos hayamos vuelto a encontrar! Cuando Miguel dijo que vivías aquí, a solo un día de viaje de Santa Cruz, al principio me negué a creerle.
Sus palabras a duras penas penetraban a través de las espesas brumas que ocupaban su cabeza; sin embargo, podría haberlo escuchado eternamente. Esa voz… De lo más profundo de sus recuerdos surgían las palabras de una lengua casi olvidada: su idioma materno, y la envolvían en una calidez consoladora.
—Tenemos que contarnos muchas cosas —dijo el joven—. Pero han de esperar. Hubiera venido antes, pero había tantas cosas… De todos modos, ahora estoy aquí para advertirte, estáis en peligro y debéis huir y será mejor que huyáis esta misma noche. ¿Me estás escuchando?
En el ínterin, sus protectores Hocine y Hassan se habían acercado sigilosamente y alzaron sus porras. Entonces Mirijam por fin recuperó el habla.
—¡No! ¡No, Hocine y Hassan! —gritó—. Este beduino no os hará daño, sus intenciones son buenas.
Cornelisz se volvió, no había notado la presencia de ambos hombres y alzó las manos abiertas: estaba desarmado y acompañó el gesto pronunciando el saludo formal.
—As salâm u aleikum.
Hassan le lanzó una mirada a Mirijam y cuando esta asintió para tranquilizarlo, bajó el arma.
—Wa aleikum as salâm —contestó el capataz, vacilando. Una vez más los hombres se aseguraron de que su ama no corría peligro y después abandonaron la cocina de mala gana.
—¿Eres tú, Cornelisz? Pero… ¿cómo? ¿Qué…? ¿Cómo has llegado aquí, quiero decir? —tartamudeó Mirijam.
Cornelisz se acercó a ella y la abrazó.
—¡Mirijam, muchacha! ¡Estás viva y te encuentras bien, gracias a Dios, qué suerte! No tengo palabras para decirte cuánto me alegro.
Percibió la calidez que irradiaba el cuerpo de ella y la estrechó un poco más.
Mirijam alzó la mano y rozó sus rizos dorados. ¿Cuántas veces había soñado con hacerlo?
—Eres tú, de verdad —dijo en tono aún incrédulo.
Pero de pronto —como si las primeras palabras que pronunciaba en la lengua de su infancia hubiesen abierto una compuerta— empezó a sollozar. Lloró y tembló y se aferró a Cornelisz, que la acunó entre sus brazos como si fuera una niña.
—Bueno, ya está —dijo unos momentos después—, tranquilízate, basta de lágrimas.
Carraspeó, y cuando se separó de ella en sus ojos también brillaban las lágrimas.
—¡Dios mío, cuando Miguel me contó con quién se había casado no podía creerlo! Tengo que hacerte miles de preguntas, desde luego, cómo llegaste aquí y cómo te ha ido, pero hemos de postergarlas. Ahora lo más importante es que desaparezcáis lo antes posible; tú y tu padre debéis huir, ¿comprendes? —dijo, cogió a Mirijam de los hombros y la zarandeó con suavidad.
»Ahora presta mucha atención, es importante —continuó—. Habrá un ataque y esta misma noche, a saber. Los saadíes están decididos a expulsar a todos los extranjeros de aquí y para siempre. Y eso se convertirá en una matanza.
Mirijam recuperó el control, pero solo con lentitud: no dejaba de preguntarse si estaba soñando o si se trataba de una fantasía, pero poco a poco las palabras de Cornelisz surtieron efecto.
—No te lleves demasiadas cosas —dijo él en ese momento—. Intentaré conduciros a ambos hasta las montañas, dando un rodeo en torno al campamento de los guerreros. Pero has de darte prisa, no tenemos mucho tiempo, ¿me oyes?
La palidez se borró del rostro de la muchacha, tomó aire y dijo:
—Eso no será posible —contestó, y luego cogió el jarro con orina de camello de las manos de Abdel, que hacía un buen rato que esperaba junto a la puerta.
—No lo comprendes —insistió Cornelisz—. ¡Los príncipes saadíes y sus guerreros del desierto van en serio! No se tratará de una escaramuza, esta vez se juegan el todo por el todo. Quieren liberarse del dominio portugués y de momento, lo tienen todo a su favor.
Mirijam no respondió. Empapó un paño en orina, se apartó y se envolvió la pierna con el paño mojado. ¡Qué alivio!
—Todos los pueblos imazhig del sur se han unido y en el ínterin se reúnen guerreros de todos los grandes valles y también de las montañas, incluso desde Tafilalet. Sus comandantes son jeques poderosos unidos por una única meta —siguió diciendo Cornelisz—. Esta vez los guerreros del desierto están decididos a todo y han logrado reunir más guerreros que nunca. ¿Me estás escuchando? —añadió—. Se han formado seis leff en total, ¡y ahora esos aliados están avanzando! Ya se encuentran muy próximos.
Cornelisz se interrumpió. No tenía sentido provocar el pánico de Mirijam, pero debía comprender la necesidad de una huida inmediata.
—Su marabout ejerce una enorme influencia —prosiguió—. Hace semanas que recorre la comarca con sus prédicas y entre tanto los guerreros rezuman odio por todo lo extranjero. ¡Créeme, Mirijam: en Mogador no quedará piedra sobre piedra! ¡Los portugueses —y con ellos también todos los demás extranjeros— serán aniquilados!
—Comprendo, sí, lo comprendo y te creo —contestó Mirijam, sin dejar de reflexionar—, aunque ignoro de dónde has sacado esa información tan detallada. Pero ahora eso da igual. Te prometo que el abu y yo huiremos, pero no a pie y no a las montañas, eso resultaría imposible. Te agradezco el ofrecimiento pero ahora he de reflexionar y ocuparme de mis quemaduras.
Al mismo tiempo notó su vientre abultado, se dio cuenta de que Mirijam se encontraba en estado de buena esperanza y recordó el tono triunfal en que Miguel le había anunciado que su hijo estaba de camino. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Quizá porque aún veía a su amiga de infancia como una niña, no como una mujer casada. Ella notó su mirada escrutadora.
—Sí, es cierto —dijo sonriendo—, espero un niño, y sí: estoy herida, pero ese no es el único motivo que me impide huir contigo a las montañas. Sobre todo se trata de mi querido padre adoptivo: está viejo y enfermo y debe guardar cama. No soportaría el esfuerzo que supone una huida a pie.
En ese momento Cadidja entró en la cocina y soltó un grito de espanto; su mirada osciló entre su ama y el desconocido y, al comprender que ese supuesto beduino debía de ser un hombre del remoto norte, donde, tal como los marinos le habían contado más de una vez, las personas tenían los ojos azules y el pelo rubio, se quedó boquiabierta. Disimuladamente, hizo la señal para evitar el mal de ojo, pues nunca se sabía.
—¿Cómo se encuentra el hakim? —preguntó Mirijam.
—Ha bebido un poco de vino y preguntado por vos, lâlla Azîza. Desea veros.
Cadidja dio un paso hacia Mirijam y se colocó a su lado: ¡si ese desconocido osaba acercarse demasiado a su joven ama, se las vería con ella!
—Sí, lo supuse —dijo Mirijam—. Pero primero conduce a nuestro huésped hasta él. Es un buen amigo del pasado que ha venido desde muy lejos para visitarme a mí y al hakim. Sírvele de beber y comer, por favor; después me ayudarás con mis quemaduras. —Y se dirigió a Cornelisz—: Ve a verlo, te lo ruego. El sherif Alí el-Mansour, mi padre adoptivo, lo sabe todo sobre mí. No marcharé sin él; cuéntale lo que me has dicho y entonces veremos qué hacer.
Cornelisz —quien tras la aparición de Cadidja había vuelto a enrollarse el chêche en la cabeza y a cubrirse el rostro con el velo— asintió.
—He oído que es una persona extraordinaria y en circunstancias normales me consideraría afortunado de conocerlo —dijo—. Pero ahora… ¡hemos de darnos prisa! ¡Ya sabes de qué se trata!