Miguel consideró que el momento había llegado, el otoño se acercaba. Mientras contemplaba el cielorraso pintado, sus pensamientos iban y venían; el mar estaba cada vez más embravecido, un par de semanas más en tierra y ya no valdría la pena salir a navegar. No obstante, la idea lo seducía; ya había preparado su arcón y sus cartas estaban dispuestas en la mesa.
Dejar sola a Mirijam, aunque solo fuera durante dos o tres meses, le resultaba difícil, pero por otra parte su inquietud aumentaba con cada día que pasaba. Se había cansado de vivir en tierra más rápidamente de lo que había creído. Claro que en cualquier momento podía jugar una partida con el comandante de la fortaleza o reunirse con el médico portugués y con el sacerdote, ambos excelentes compañeros de conversación. Y también podía charlar con el sherif: siempre encontraban un tema.
Pero lo que en realidad le disgustaba era la constancia con la que todo se desarrollaba allí. De noche ya sabía qué lo aguardaba a la mañana siguiente y todos los caminos que recorría ya habían sido recorridos por otros. No, tenía que volver a emprender viaje, y mejor hoy que mañana, a saber.
Hacía semanas que una nueva meta le rondaba la cabeza y, además, era un plan excitante. Cuanto más reflexionaba sobre esa idea y sopesaba sus diversos aspectos, tanto más ineludible le parecía su propósito, porque en esa ocasión no navegaría a través del Mediterráneo apestado de piratas y de galeras turcas, sino que quería navegar hacia el norte. La idea le producía un hormigueo: ¡quería navegar hasta Amberes!
—Solo hay que sumar uno más uno y buscar el beneficiario de semejante desgracia —había dicho el viejo abu de Mirijam, y con ello obtuvo el acuerdo inmediato de Miguel—. Si no hay ninguno o hay más de uno, no podemos llegar a una conclusión clara, pero si solo hubiera un único beneficiario, entonces al menos una sospecha resultaría justificada e incluso su culpabilidad sería evidente.
De hecho, en ese caso existía un beneficiario inequívoco, porque después de todo ese abogado Cohn ya se había hecho cargo de la empresa poco después del ataque.
—Si el hombre fuese un fiduciario leal, un auténtico cuidador de la herencia de mi hija y de su hermana, entonces seguro de que en los últimos años ya me habría enterado de alguna clase de investigación por su parte. Pero lo único que logré averiguar fue que, al parecer, planeó la muerte de las muchachas —dijo el viejo sherif haciendo un ademán negativo con la mano—. Mirijam está al tanto, desde luego, pero procuré hablar lo menos posible del asunto con ella. En aquel entonces todo eso supuso un gran peso para ella e incluso le causó una enfermedad grave. Pero ahora empiezo a creer que debiera cerciorarse y que tú, como su esposo, tienes tanto el derecho como la posibilidad de aclarar ese asunto de una vez por todas.
Así que combinaría dos excelentes motivos para emprender el viaje: haría averiguaciones en Amberes y al mismo tiempo haría negocios. Como capitán autónomo también debía pensar en hacer negocios lucrativos.
Consideró que con el fino algodón egipcio y con la seda india ennoblecida gracias al arte tintorero de Mirijam lograría llamar la atención en las ricas ciudades del norte. Allí no solo vivía una aristocracia poderosa y unos dignatarios eclesiásticos, también acaudalados comerciantes que requerían cada vez más mercaderías de lujo. Ese viaje no solo era necesario: con un poco de suerte podría resultar muy lucrativo.
Miguel se volvió de lado y cerró los ojos. Una vez tomada la decisión se sintió tranquilo y en control de la situación. Entonces alguien se deslizó bajo la manta ligera y un cuerpo se apretó contra el suyo. Miguel suspiró, fingiendo estar profundamente dormido.
A Mirijam le agradaba volver a meterse bajo las sábanas junto a Miguel una vez que les había impartido las órdenes a los trabajadores y repartido las tareas cotidianas. Ese día también se había levantado de madrugada, antes de que empezara el calor, pero en ese momento deseaba estar junto a su marido. Los brazos de él la rodearon y, acurrucada contra él, dormitó un momento, pero entonces un movimiento inconfundible en una zona precisa de su cuerpo le indicó que estaba despierto.
—¿Me deseas? —preguntó como siempre y, cuando ella asintió con la cabeza, soltó una risa suave.
Pensó que pronto tendría que informarle de sus planes, pero aún había tiempo. Después la amó silenciosa y cariñosamente.
Mientras Miguel paseaba hasta el puerto Mirijam se dirigió en dirección contraria en busca de Aisha. Es verdad que sus días impuros solo dejaron de venir una vez, pero quería cerciorarse; hasta ese momento no le había dicho ni una palabra a Miguel sobre su suposición.
No le agradaba, no quería tener secretos ante él porque pese a que hacía tiempo que Miguel no compartía todos sus pensamientos con ella y se guardaba muchas de sus ideas, casi como si no confiara en su comprensión, no quería tomarlo como un ejemplo y, por otra parte, tampoco quería despertar falsas esperanzas.
Se dio prisa pese al calor y en cuanto se sumergió en la sombra de los jardines del oasis se sintió maravillosamente animada: ¡ese verdor, esos aromas frescos e intensos…! Adoraba escuchar el rumor del agua que fluía por las acequias y pasear por encima de las sombras proyectadas en los senderos por las altas palmeras. Una vez más, el hechizo del oasis surtió efecto.
Aunque en general Miguel estaba de buen humor, por desgracia no era muy locuaz y nunca hablaba de sí mismo. A menudo ella se quedaba esperando una explicación o que le contara algo personal y, si en alguna ocasión decía algo, lo hacía en tono determinante y con frecuencia incluso como una orden. Todos los asuntos debían ser así y no de otro modo, él insistía en cumplir con toda clase de reglas y tenía ideas fijas acerca de casi todo.
¿Es que no comprendía que había muchas cosas que uno podía ver de una manera distinta a la suya? Conocía el mundo, ¿no? A lo largo de los años debía de haberse encontrado con innumerables personas distintas con innumerables facetas y puntos de vista diferentes, así que, ¿por qué dudaba precisamente de los suyos? Ya la había ofendido, sí, incluso herida en diversas ocasiones, no adrede, claro está; sin embargo, le había dolido. Además, él se sumía en el más absoluto silencio cuando se trataba de los sentimientos o de su nave.
—¿Qué sientes cuando navegas a solas en el ancho mar por la noche? —le había preguntado hacía poco. Acababan de hacer el amor y ella se sentía muy próxima a él. Hacía mucho que todo su temor de que él pudiera tratarla con violencia se había disipado y ya no necesitaba las pildoritas de Aisha. Entretanto, incluso deseaba sentirlo profundamente dentro de ella, pero después de vez en cuando las conversaciones le resultaban casi más importantes que el acto del amor. ¿Qué pensaba él, y qué sentía? Quería saberlo todo sobre él, por ejemplo lo que significaba tener que cargar con la responsabilidad del cargamento y de la tripulación cuando se enfrentaba a los elementos. Se moría de ganas de averiguar algo respecto de sus sentimientos frente al viento y las olas, las estrellas y la soledad. ¿Aún seguía siendo misterioso y enigmático? ¿A veces sentía miedo? Pero Miguel se negaba a hablar de dichas cosas.
—¿Que cómo es? En general, oscuro, frío y ventoso. Hay que mantenerse alerta y a veces hay que patearle el trasero holgazán al timonel para que no se duerma.
Y antes de que ella pudiera seguir preguntando, Miguel se había dormido.
Entonces, cuando al parecer habían acabado con las reparaciones de la Santa Ana, ya circulaban rumores acerca de su partida inminente. ¿Había hablado con ella sobre sus propósitos? ¡Por supuesto que no! Ella consideraba que eso era lo peor, que él decidía todo por su cuenta y no la dejaba entrar en su mundo; eso la ofendía y de vez en cuando casi sentía que él la rechazaba. Últimamente, en alguna ocasión la invadía la sensación de que ella quedaba por debajo de sus expectativas y que solo rara vez hacía lo que él consideraba correcto, aunque Miguel afirmaba que se debía a sus ideas tozudas.
Pero aún más que un intercambio de ideas echaba de menos las risas compartidas; en algún momento habían enmudecido y ninguno de los dos emprendió algo para ponerle remedio a tiempo. Cuando ambos se conocieron, ella tuvo la sensación de que con Miguel entraba en su vida una persona que comprendía cuán sola se había sentido a menudo; en cambio, en el presente le parecía que eso solo había sido una ilusión. Echaba de menos la camaradería, la comprensión y el interés que había encontrado en él al principio.
Ella sabía que Miguel la adoraba y por las noches también se lo demostraba, pero después y con demasiada frecuencia se dormía y no reaccionaba frente a sus pequeñas demostraciones de cariño. Incluso ya se había quedado dormido mientras aún permanecían íntimamente unidos y ella estaba tendida bajo su cuerpo. En dicha situación hubiese podido soltar un grito de frustración y llegaba a creer que estaba más sola que nunca.
De eso también quería hablar con Aisha. La curandera negra, que en los últimos años se había convertido en una íntima amiga, sabía mucho sobre la convivencia entre hombres y mujeres.
La visita no se prolongó.
Aisha se limitó a hacerle un par de preguntas, examinó sus ojos, le palpó los pechos y entonces lo tuvo claro. Le proporcionó buenos consejos y un amuleto que debía mantener alejados los djinn envidiosos y en poco tiempo Mirijam emprendió el camino a casa.
—No esperes nada de él y recibirás una sorpresa —había respondido la curandera negra a sus preguntas—. Sobre todo no has de albergar esperanzas en las próximas semanas, porque resulta que los hombres y las mujeres habitan sus propios mundos —añadió—. Es así desde tiempo inmemorial. Toma los momentos de felicidad como lo que son: regalos de la vida.
Mirijam suspiró.
Miguel se dirigió al puerto. Durante las pasadas semanas su carpintero de navío, los cordeleros, veleros y algunos marineros que habían permanecido a bordo aprovecharon para revisar la Santa Ana a fondo y emprender las reparaciones necesarias. Los portugueses de la fortaleza al menos disponían de suficientes existencias de madera, brea y estopa, materiales necesarios para la puesta a punto de su nave. Mestre Jorge, su carpintero, estaba en el muelle y supervisaba el trabajo de los artesanos lugareños; Miguel confiaba en él. No solo era un marino experimentado junto al cual ya había superado varias tormentas y alguna que otra situación complicada: además era un excelente y confiable carpintero de navío.
Miguel dirigió la mirada al horizonte y se preguntó con qué dificultades podría encontrarse en Amberes. Sabía que la ciudad estaba repleta de comerciantes acaudalados y engreídos que veneraban sus convenciones con gran pomposidad y se mostraban reservados ante los recién llegados, pero según su experiencia, la mayoría de los obstáculos eran fáciles de superar en cuanto todos tenían algo que ganar, así que, ¿por qué debiera de ser distinto en Amberes?
Y además estaba el abogado, a quien quería pedirle cuentas. No dejaría piedra sobre piedra y mediante la ayuda de un talego lleno depositado en las manos correctas, todo el mundo sabía que los secretos no tardaban en dejar de serlo. ¡Si las terribles sospechas resultaban confirmadas, entonces que Dios se apiade de ese Jakob Cohn!
El anciano sherif no dejaba de ser un zorro astuto y le recordó que en Amberes podrían existir viejas listas de impuestos o de inventarios.
«¡Ojalá se me diera mejor el papeleo!», pensó, pero en el peor de los casos tendría que buscarse un socio confiable. De momento pensaba ir a Santa Cruz, allí podría preguntarle a Cornelisz si era capaz de recomendarle a alguien en Amberes.
Inspiró una profunda bocanada de aire salado y echó un vistazo a las nubes, el viento y las olas. Sí, era hora de zarpar una vez más. Miguel enderezó los hombros.
—Bom dia, ¿avanzamos? —le preguntó a su carpintero.
—Sim é não, senhor capitão —contestó Jorge, meneando la cabeza—. Hemos acabado, pero creo que acabo de ver rastros de carcoma. Mirad, he aquí un trozo del timón. ¿Qué opináis?
Miguel examinó la madera que ya habían quitado y reemplazado por una nueva.
—Maldito sea, tenéis razón —dijo—. Menos mal que el casco de nuestra Santa Ana está revestido de plomo bajo la línea de flotación. ¿Habéis descubierto otros indicios?
Jorge negó con la cabeza.
—No, afortunadamente. Desde la punta del mástil hasta la quilla todo está en orden; sin embargo, quizá pronto debiésemos volver a poner la nave en dique seco y revisar el casco, aunque por ahora vuelve a estar en buenas condiciones, junto con los aparejos y las velas remendadas. Se deslizará por encima del mar como una golondrina.
Miguel no dejó de percatarse de la pregunta no formulada tras las explicaciones del carpintero: en realidad ya no había nada que los obligara a permanecer allí, ¿verdad? La nave estaba lista, así que, ¿cuándo volverían a zarpar y emprender viaje?
Miguel carraspeó. Las explicaciones de Jorge le facilitaron la toma de una decisión.
—Bien hecho —dijo—, estoy muy satisfecho. Bien, mestre Jorge, ahora iré a la comandancia, entretanto reunid a los oficiales, en especial a Diego Pireiho, el oficial encargado de la navegación: quiero hablar con él en mi camarote. Zarparemos lo antes posible, en primer lugar a Santa Cruz. Allí completaremos el cargamento y la tripulación, como también el equipo y las provisiones. Empezaremos a cargar mañana mismo, así que encargaos de que todo el mundo ocupe su puesto. Se acabó el haraganeo y el ocio, haced que ese hato de perezosos se ponga en movimiento. ¡Confío en vos!
—Sim, senhor capitão! —contestó Jorge, radiante de felicidad.
Miguel le palmeó el hombro; se encontraba estupendamente.
Jorge era muy diligente y de pronto la apacible actividad del pequeño puerto se animó. En pocas horas habían contratado más hombres y arrastrado botes estables hasta el muelle que transportarían la carga a bordo de la Santa Ana. Ordenaron las provisiones y los barriles de agua en un periquete e informaron al comandante de la guarnición y también al de la fortaleza portuguesa. Tarde por la noche, cuando Miguel —a quien la tarea había animado y que estaba de buen humor pese a la próxima despedida— entró en la casa, hacía un buen rato que Mirijam se había enterado de la noticia.