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El capitán Miguel de Alvaréz abandonó el palacio de la comandancia. Estaba muy satisfecho: dom Francisco, el gobernador, había comprobado todos sus argumentos y por fin le dio su acuerdo. No merecía la pena mencionar el pequeño soborno que le exigió para su caja de caudales privada.

Durante un buen rato, el capitán paseó por el sombreado parque antes de abandonar la amurallada fortaleza y emprender el camino al puerto. Como siempre, allí reinaba un gran ajetreo: golpes de martillo, chirrido de sierras y una gran multitud. Carpinteros y veleros, herreros y calafates trabajaban en las naves, los estibadores recorrían las planchadas entre el muelle y los barcos descargando panzudos navíos mercantes.

Allí en Santa Cruz, a los pies del Djebel El-Moun, uno se topaba con personas de todo el mundo: ingleses y españoles, berberiscos y árabes, gigantes rubios del norte y un montón de portugueses, claro está. Algunos eran comerciantes, otros pescadores o artesanos, pero la mayoría eran marineros y navegaban en los barcos portugueses que recorrían la costa africana. De día y de noche, el puerto se llenaba de una agitada multitud y en las callejuelas y las pequeñas tiendas se regateaba y se vendía, se peleaba y se trabajaba duro. En ese puerto comercial era posible obtener cualquier producto: especias, marfil y pescado, cereales y sal, oro, piedras preciosas y plata… y seres humanos.

También él ya había comerciado con todas esas mercancías. Algunas veces también había transportado esclavos desde las bases portuguesas meridionales situadas en la costa africana hasta Al-Maghrebija, pero en realidad dicha actividad le disgustaba profundamente. Los pobres desgraciados se mareaban a bordo, vomitaban de miedo incluso cuando el mar estaba en calma y morían como moscas, lo cual no suponía ningún milagro, puesto que los encadenaban tendidos de espaldas, los hombros contra los pies para que ocuparan poco espacio, como pescados en una caja. A ello se sumaba el hedor bestial de más de trescientos cuerpos obligados a tumbarse en sus propios excrementos y vómitos. Por desgracia, un capitán autónomo no siempre podía escoger sus empleadores y su cargamento; debido a ellos, de vez en cuando se veía obligado a transportar esclavos para asegurar el mantenimiento de su nave.

Sin embargo, últimamente ya no transportaba un cargamento viviente; no lo hacía desde que el año pasado había descubierto el inagotable triángulo, tal como él lo denominaba: primero transportaba la seda de su agente de Malta —junto con el algodón de Egipto— hasta Al-Maghrebija para que fueran teñidos. También cargaba sal en su nave que, además de la tintorería, también resultaba necesaria para los pescadores de Marruecos y diversos clientes del sur de Francia. Navegaba a España y a Francia con las telas teñidas, donde entre otros productos adquiría tabaco, esa hierba procedente del Nuevo Mundo que lograba vender en todos los puertos que tocaba obteniendo pingües ganancias. Además, cargaba pieles en Francia y también algunos toneles llenos de pescado seco oriundo de las tierras del norte. Luego transportaba dicha carga a Egipto, donde volvía a comprar telas de algodón antes de regresar a Malta.

Además de grandes beneficios y contactos útiles, ese sistema le proporcionaba buena fama y una conciencia tranquila. Solo los miserables corsarios —esa plaga cada vez mayor— últimamente suponían un peligro importante. Con frecuencia muy a menudo, solo podía recorrer su ruta formando parte de un convoy de diversos navíos mercantes o incluso bajo la protección de las galeras de guerra venecianas, lo cual costaba un montón de dinero.

—Bom dia, mestre.

Miguel entró en el oscuro taller de un cordelero. Una espesa nube de polvo danzaba en el único rayo de sol que apenas iluminaba el largo y estrecho taller.

—La Santa Ana necesita nuevos cabos para los obenques y el ancla. ¿Puedo enviaros a mi contramaestre? —exclamó en medio de la penumbra.

—Ah, capitán Alvaréz, bom dia —le respondieron desde la oscuridad—. Desde luego, enviadme al salvaje de vuestro Luis. Ya nos arreglaremos.

«Este es mi mundo», pensó Miguel satisfecho, y siguió su camino: el corazón de un marino late en el puerto, allí palpita su sangre. Dos comerciantes pasaron apresuradamente a su lado hablando en voz alta y Miguel aguzó el oído.

—¡Al parecer, ese perro de berberisco se ha aliado con la tribu de los ma’qil! Dicen que así logra controlar todo el comercio de la caña de azúcar. Mãe de Deus, ¿adónde iremos a parar?

Semejante información valía su peso en oro. Cualquier cambio en las relaciones de poder, cualquier nuevo evento o nombre podían resultar muy importantes para un capitán independiente como él. Dom Francisco, el gobernador, le había informado que el cabecilla de esos rebeldes berberiscos, el sherif de Tagmaddart, un tal Muhammad Al Qa’im, quería construir una fortaleza en los alrededores con el fin de poder atacar Santa Cruz con mayor facilidad y quizás ocuparla en algún momento futuro. Secretamente, Miguel consideró que era un plan astuto, al menos desde el punto de vista de los saadíes; en cambio, el comandante se había puesto furioso, desde luego.

Tanto a lo largo de la costa como en ese bonito lugar los problemas no dejaban de repetirse cuando a los audaces saadíes montados en sus camellos les picaba la mosca y avanzaban belicosamente con el fin de arrojar al mar a los portugueses. Pese a que cada vez se habían vuelto a marchar bastante baldados, siempre volvían a intentarlo, de momento sin éxito, gracias a Dios. Si un día lo lograsen, las consecuencias eran inimaginables. Es verdad que hasta entonces dom Francisco había logrado rechazar todos los ataques y quería reclutar más soldados para mayor seguridad, así que Miguel debía arreglárselas para que, llegado el momento, él y su tripulación estuvieran en el mar, fuera del alcance del comando de reclutamiento portugués, cuya intención era engrosar sus tropas con soldados reclutados a la fuerza.

Pero ese día estaba demasiado excitado y feliz para preocuparse seriamente por algo. Dom Francisco no solo no se opuso a su boda, ¡incluso le había deseado buena suerte! Miguel inspiró el aire salado, cargado del aroma a carbón y tea, cruzó los brazos en la espalda entre los pliegues de su amplia chaqueta y se abrió paso entre las personas, los montones de leña, los bultos de tela y los sacos. Alguien lo saludó.

—Con Dios, capitán, veo que la Santa Ana está anclada en el muelle. ¿Cuándo volvéis a partir?

—Pronto, amigo mío, pronto —dijo Miguel, lo saludó con la mano y siguió a toda prisa.

Su meta no era su bonita casa situada en el otro extremo de la ciudad en la ladera de la montaña, donde el aire era fresco y la vista abarcaba el puerto y el mar, más bien eran las mejores tabernas situadas al pie de la alcazaba, en un jardín árabe.

—¡Cornelisz! —exclamó al entrar en la cantina y ver a su amigo, y se quitó el birrete de la cabeza—. ¡Te saludo, viejo amigo! ¡Traed una jarra de vuestro mejor vino, señor tabernero, hay algo que celebrar!

El tabernero, un hombre viejo que se teñía la barba blanca con alheña, se acercó con actitud servil y le guiñó un ojo.

—A que el capitán ha hecho buenos negocios, ¿verdad? Alhamdullillah, gracias a Dios, Alá gusta de ayudar a los diligentes. Os serviré vino de inmediato y si deseáis comer, tengo brochetas de carne en el fuego.

El suelo de arcilla apisonada de la cantina, sobre el que se apoyaban varias mesas y bancos de madera, estaba pulido y recubierto de juncos frescos. Por encima de un fogón abierto colgaban varias perolas en las que hervían guisos y sopas y en una tabla de madera había una pila de pan árabe recién horneado. Todo parecía limpio y sabroso y despedía un aroma seductor.

—Tal vez más tarde —dijo Miguel, y tomó asiento en un banco junto a su amigo. Sus ojos azules lanzaban chispas.

—¡Que Dios me maldiga —gimió entre risas—, esos funcionarios escribientes son aún peores que un saco de pulgas! Pero ya está todo arreglado —añadió, y palmeó a su amigo en el hombro.

Cornelisz le lanzó una mirada interrogativa. Como siempre, llevaba una chilaba por encima de una camisa de fino algodón, sencillas sandalias de cuero y daba la impresión de que el calor del día no lo afectaba.

—Pareces contento —dijo Cornelisz, contemplando a su amigo—. Como una gata que por fin ha encontrado el cuenco de nata.

—¡Una excelente imagen! —dijo Miguel, riendo. Se sirvió una copa de vino y, con una sonrisa, añadió—: Presta atención a la buena noticia, amigo mío: estás contemplando a un hombre feliz dispuesto a confiarle a su bella el corazón y la mano, poner su vida a sus pies, por así decir. ¡Nada se interpone a mi boda! ¿Qué te parece?

—¿He oído bien? ¿De verdad quieres asentarte y jurarle lealtad a una única mujer? —preguntó el rubio en tono un tanto burlón y arqueando las cejas—. ¡Ten en cuenta, amigo mío, que no eres un musulmán, así que no podrás tener cuatro mujeres! ¿De verdad estás dispuesto a abandonar todas tus, bien… digamos bonitas costumbres?

Miguel soltó una sonora carcajada.

—¡Sí, eso quiero, Cornelisz, eso quiero! ¡Esas épocas han pasado, ahora quiero sentar cabeza!

—Si eso es lo que realmente quieres, beberé a tu salud y te deseo una vida feliz como esposo y padre de familia. Que Dios te bendiga y te proporcione suerte y riqueza.

—Gracias.

Ambos vaciaron la copa de un trago. Al oír las palabras de su amigo, el rostro del capitán Alvaréz enrojeció. Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

—He oído decir que la sheïka ha regresado a su tierra natal —comentó.

—¿Anahid? Sí, así es, Deberes familiares, ¿comprendes? Pero entre nosotros, resultó bastante conveniente —dijo Cornelisz con una risita un poco abochornada—. Ahora por fin he de ocuparme seriamente de la pintura si quiero ganarme el pan. ¿Y quieres que te confiese algo? ¡No se me da nada mal! Recibo encargos y me gano un buen dinero, resulta muy satisfactorio y me gusta. Y encima me permite hacer varios experimentos y variar de estilo. Descubrir cosas nuevas… es casi como un juego.

«El trabajo como un juego: nadie lo ve así», pensó Miguel: era algo que diferenciaba a este muchacho de los demás, pero a lo mejor era un punto de vista adecuado para un pintor; estos debían traducir todo a otro lenguaje, por así decir, en el de los colores según le había dicho Cornelisz. Según su opinión, Cornelisz lo lograba bastante bien y tal vez se debía justamente a esa facilidad juguetona; puede que en ese joven que antaño había cargado a la espalda como si fuera un perro cojo se albergara un auténtico maestro. Cuando él, Miguel, contemplaba un cuadro pretendía aprender algo, ver algo edificante: la Virgen, los apóstoles o un ángel. El primero que le abrió los ojos fue Cornelisz, explicándole el significado de los colores y el simbolismo de los gestos, o indicándole los errores de perspectiva con respecto a un punto de fuga. A partir de entonces, cuando contemplaba las antiguas imágenes de los altares, estas le resultaban tiesas e irreales.

Cornelisz le rozó el brazo e interrumpió sus cavilaciones. Al parecer, había continuado hablando sin que Miguel se diera cuenta.

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Te pregunté quién es tu adorada. ¿De dónde es, cómo es? ¿Cuándo pensáis casaros? ¿Acaso no se alegra muchísimo de no tener que compartir su nuevo hogar con una suegra? Y, además, ¿qué opina de tu casa? Seguro que pretenderá que la amplíes o al menos que compres muebles nuevos, ¿no?

Miguel alzó las manos para detener sus preguntas.

—Verás, en realidad aún no he hablado con ella. Hasta ahora no tuve oportunidad de hacerlo o me faltó el valor. Aunque creo que me aprecia y en todo caso le agrada encontrarse conmigo. Por las dudas, opté por arreglar todo aquí primero y ahora partiré a Mogador con el permiso del gobernador en el bolsillo para celebrar la boda. Allí empezaré por hablar con su padre el sherif. Tiene que salir bien porque —y esto solo te lo digo a ti— mi máximo deseo es convertir a esa mujer en mi esposa. Has de desearme suerte, Cornelisz.

—¿A Mogador? ¡Vaya! —contestó el pintor, que de pronto aguzó los oídos—. ¿Acaso se trata de la famosa tintorera de la púrpura? ¡Te felicito! ¡Así que no solo parece tratarse de fundar una familia sino al mismo tiempo de establecer un lucrativo vínculo comercial!

Ante dicha imputación, Miguel reaccionó con una carcajada.

—¿Por qué crees que puedo invitarte a una jarra del mejor vino? Pero hablando en serio, te revelaré un secreto: ¡incluso si mi lâlla Azîza solo fuese una de esas pobres vendedoras de hierbas o una cabrera, también querría casarme con ella! Es una mujer especial y he perdido mi viejo y curtido corazón de marino por ella. Con solo pensar en ella me tiemblan las rodillas, que lo sepas.

Cornelisz calló. Tras esa explicación del a menudo grosero Miguel sobraban los comentarios, en especial esos comentarios burdos tan habituales entre los hombres. Miguel estaba realmente enamorado; Cornelisz jamás hubiera creído que fuera capaz de ello.

—Bajo tu duro caparazón se oculta una buena persona. Apuesto a que ella no puede menos que amarte a su vez —dijo en tono conmovido.

Entonces Miguel extrajo un segundo paño de su ancho cinturón, miró apresuradamente en torno para comprobar que nadie lo observaba y desplegó la tela con cuidado. Sus grandes manos de uñas agrietadas protegían el contenido de las miradas curiosas.

En la mesa ante ellos apareció un anillo de oro ancho y pesado, decorado con un motivo de zarcillos y con un rubí cuadrado de un profundo color rojo en el centro. Un rayo de sol cayó sobre la mesa a través de la pequeña ventana y avivó el fuego albergado en el interior de la piedra preciosa.

—Proviene de la isla de Lanka, en el océano Índico. ¿Crees que le gustará?

—¿Qué mujer podría resistirse ante semejante piedra? —respondió Cornelisz en tono firme.