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Al final, el propio Cornelisz no tuvo que tomar la decisión. Ya al día siguiente, Anahid le informó que la casa se cerraría, que había sido llamada para ocupar su puesto en la familia.

Mientras ella le hablaba de su hogar en el desierto y de los importantes deberes que la aguardaban, ambos paseaban lentamente por los jardines; Anahid acarició una flor, sopesó un limón maduro y rodeó el pequeño estanque en el que todos los días flotaban aromáticos pétalos de rosa. La sheïka estaba un poco triste. Se despedía de la casa y también de su libertad e independencia juvenil, pero sin dejar de simular serenidad e indiferencia, tal como le correspondía a una sheïka.

Sin embargo, Cornelisz no se dejó engañar. Aunque notaba que ella buscaba consuelo y ánimos, algo que él hubiera podido proporcionarle mediante un amistoso abrazo, se mantuvo distante. Las palabras de Anahid lo habían cogido por sorpresa: una cosa era soñar con encontrar su propio camino o con convertirse en un pintor de éxito o con cualquier otra oportunidad que se le presentara, pero abandonar esa casa era algo muy diferente. ¡De pronto volvía a encontrarse en la calle! Y encima esas preguntas incómodas e inconcretas: ¿qué debía hacer, adónde debía dirigirse? Nunca había vivido solo ni tenido que encargarse de satisfacer sus necesidades, hasta ese momento todo se había arreglado sin su intervención. Anahid sabía lo que la esperaba, siempre lo había sabido, en cambio a él se le abría el suelo bajo los pies.

No obstante, cuando poco después encontró dos habitaciones luminosas en la primera planta de una taberna decente, volvió a recuperar el ánimo. Pagó dos meses de alquiler por adelantado y trasladó sus cosas hasta allí de inmediato. Su casero instaló una cama en su habitación y una mesa en la que podía pintar. Durante los primeros días se sintió desacostumbradamente entusiasmado y Anahid, la joven y hermosa berberisca del lejano desierto y Cornelisz, el pintor, pudieron despedirse como amigos.

Aunque desde que abandonó la casa de Anahid se había acabado el confort, sin embargo Cornelisz estaba de un humor excelente. Ese día incluso superó sus temores y fue a pescar con el capitán Abdallah, tras arrancarle la promesa de que no se alejarían de la costa. Mientras los hombres extendían las redes, Cornelisz contemplaba el mar y realizaba bocetos.

A bordo de la barca del pescador, se inclinó por encima de la baja empavesada y observó que la brillante superficie del mar se rompía bajo la proa y dos cascadas de espuma se deslizaban junto al casco. Solo volvían a unirse detrás de la barca y durante mucho tiempo indicaban el tramo recorrido hasta que las olas apagaban la fugaz huella.

Ya habían emprendido el regreso y navegaban junto a la costa en dirección al norte, impulsados por una suave brisa. El sol lucía en lo alto y proporcionaba al mar un color irisado de aspecto compacto que supondría un fracaso si intentaba pintarlo, consideró. ¿Es que quizás el mar sería lo único que no podría pintar? Poco a poco, había logrado dominar todos los otros motivos: los orgullosos castillos de arcilla llamados alcazabas y las aldeas a sus pies, los frondosos oasis, las nubes, las dunas del desierto, el cielo, incluso paisajes completos, cuerpos y rostros. Pero el mar se le resistía y Cornelisz volvió a guardar las tizas, los pinceles y las pinturas en el pequeño cofre.

El capitán Abdallah se puso a su lado. De un vistazo comprobó la posición de la vela, del sol y de la cercana línea de la costa vislumbrada a la derecha a través de las brumas. Después le indicó al timonel que modificara ligeramente el rumbo.

«Este hombre sencillo es un buen capitán y pescador, un maestro en su terreno», pensó Cornelisz. Pero él mismo estaba muy lejos de alcanzar la maestría. Cornelisz suspiró. Su incapacidad de captar y pintar el misterio del mar lo enfurecía y, enfadado consigo mismo, clavó la mirada en el mar.

Por primera vez tenía la sensación de poder tomar sus propias decisiones, pero ¿de qué le servía si se veía obligado a preguntarse si como pintor tendría un futuro en esa comarca desértica? No solo se trataba de que la religión islámica prohibiera retratar a las personas, además los lugareños no demostraban el menor interés por la pintura y por eso tampoco hallaba clientes más allá del pequeño grupo de funcionarios portugueses. ¿Acaso no sería mejor que regresara a Flandes? Muchas cosas lo aconsejaban, también los grandes pintores que vivían allí, cuyo arte le hubiese gustado estudiar.

No dejaba de jugar con esa idea, aunque sabía que frente a su regreso al hogar se interponía la fracasada aventura de su padre. ¿Y si fuera a Italia?, se preguntó, tal vez Florencia o Venecia fuesen los lugares indicados para él. Cornelisz volvió a suspirar. La decisión que acabaría por tomar estaba escrita en las estrellas; de momento, su existencia en la Tierra consistía en pintar retratos y pequeños paisajes.

Su siguiente encargo era un retrato solicitado por el gobernador de Santa Cruz para un aniversario. Otro retrato más y en esa ocasión con el uniforme oficial; poco a poco, hacerse retratar por él se convertía en una moda entre los funcionarios portugueses, los encargos iban desde la pequeña miniatura que se podía enviar a la patria hasta los grandes retratos de cuerpo entero destinados a colgar de las paredes de sus propias residencias. Hacía días que debiera de haber empezado a pintar el retrato del gobernador, el portugués era conocido por su generosidad pero no por su paciencia. Enfadarlo era una estupidez, sobre todo porque era la primera vez que Cornelisz debía ganarse el sustento, así que mal que bien, sus bocetos del mar tendrían que esperar.

A su lado, el capitán Abdallah carraspeó y lanzó un salivazo al agua.

—¿No utilizas una brújula? —dijo Cornelisz iniciando la conversación, una distracción que el pescador siempre apreciaba cuando el mar estaba en calma.

—Alá, que su nombre sea loado, dice que hemos de honrar a los antiguos —dijo el capitán—, porque hace siglos que timonean sus naves con gran seguridad. Por eso, cuando la visibilidad es buena hago lo mismo que ellos y prefiero no perder de vista la costa desde la Fátima. Hay ciertos capitanes que todavía creen que los movimientos de la aguja magnética responden a un hechizo o que los espíritus acuáticos harán travesuras con ella.

Se apoyó contra la borda y le lanzó una sonrisa de superioridad.

—Yo no creo semejante cosa, desde luego, pero al fin y al cabo he aprendido que grandes objetos de hierro como el ancla, por ejemplo, afectan la aguja de la brújula y pueden desviarla de su dirección normal. En cambio, la tierra siempre está ahí donde debe estar y donde siempre ha estado, gracias a Alá. Utilizar lo nuevo pero no olvidar lo viejo, eso es lo que hacen todos los buenos marinos.

—Eres un hombre sabio, Abdallah. Dime por qué el agua a veces nos parece tan pacífica, pese a que conocemos su fuerza destructiva.

El capitán solo reflexionó un momento.

—¿Quieres que te explique por qué Alá nos envió los diluvios, sîdi? Porque no fue la lluvia la que inundó la Tierra, tal como cree todo el mundo, sino el mar. Como incluso sabes tú, que eres un extranjero y provienes del lejano norte, la Tierra es una esfera y por tanto su superficie es curva. Y también sabes que las aguas siempre caen desde lo alto hasta las profundidades, ¿verdad? —dijo Abdallah alzando un dedo—. Sí, así es. Cuando Alá, el Todopoderoso, el Omnisciente, está satisfecho con los seres humanos, entonces contiene las aguas. Pero si está airado, las suelta y retira su mano. Entonces toda el agua cae desde las alturas, inunda las costas y toda la Tierra, y apaga la vida.

El capitán le lanzó una sonrisa irónica y le guiñó un ojo, y miles de arrugas surcaron su rostro moreno.

Cornelisz rio.

—¡Me alegro de que, de momento, Alá no tenga nada que reprocharnos a nosotros, los humanos!

Entonces cogió una hoja de papel y su pequeño cofre con sus lápices, pinceles, tizas y carboncillos.

—Solo un momento, capitán —rogó, e inmediatamente comenzó a preparar la base.

Esparció ceniza de madera en el papel, juntó saliva y escupió varias veces sobre el papel; después distribuyó la mezcla de manera pareja para que luego las líneas del carboncillo se destacaran más y empezó a dibujar con trazos rápidos. La silueta del capitán, las estructuras de la barca, unas sombras, el carboncillo emborronado con el dedo y ya se apreciaba una imagen. Completó el fondo con un poco de azul de ultramar indicando el cielo y el mar. Después hizo lo mismo con tiza y ocre molido fino para colorear el rostro, el mástil y la cubierta antes de añadir finas rayas para crear la luz y las sombras.

El capitán Abdallah lo observó mientras trabajaba y lo elogió por haber retratado la realidad con tanta precisión.

—¡Tu mano es flexible y diestra como los delfines que juegan en la ola de la proa, sîdi!

«Realizar buenos dibujos con trazos rápidos no resulta difícil, la verdadera dificultad reside en la pintura al óleo, sobre todo en los retratos», pensó Cornelisz a la mañana siguiente. ¡Y muy especialmente cuando se trataba de un encargo oficial de un funcionario de la Corona! Torció el gesto, pero fue inútil: tenía que ponerse manos a la obra, su caja de caudales pronto estaría vacía.

De momento, su atuendo no era lo que se diría presentable, así que Cornelisz pidió prestada una chilaba limpia al casero, se dirigió a la tienda del barbero y por fin emprendió camino a la fortaleza, la residencia oficial de dom Francisco des Castos, señor de Santa Cruz, administrador real, gobernador, cobrador de impuestos y comandante del puerto.

El mayordomo de la residencia lo recibió con arrogancia y frialdad, y lo condujo a lo largo de interminables pasillos.

—Hubiese sido aconsejable que os hubierais anunciado, senhor Van Lange, hace semanas que dom Francisco os aguarda y no está dicho que en este momento disponga de tiempo para haceros de modelo para su retrato, puesto que no dejan de producirse nuevos ataques de los saadíes y es urgente que nosotros, quiero decir dom Francisco, se encargue de esas hordas de jinetes del desierto.

Cornelisz ya conocía a ese hombre quien, con su nariz puntiaguda, la cabeza prácticamente calva y las prendas de color gris pardusco le parecía un buitre. Le gustaba inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y le caía mal a casi todo el mundo. Pero nada se le escapaba y tenía poder e influencia, tanto allí como en la corte de Lisboa.

—En ese caso, debierais informarle de mi presencia cuanto antes —replicó Cornelisz en tono firme—. Hoy solo requeriré escasos momentos de su precioso tiempo.

Quizás el hombre esperaba un soborno para dejarlo pasar, pero incluso si el contenido de su talego se lo hubiese permitido, Cornelisz no tenía intención de cumplir con lo que supuestamente acostumbraban a hacer en la fortaleza.

Sin embargo, el gobernador y principal cobrador de impuestos del joven rey portugués en las colonias situadas a lo largo de la costa marroquí disponía de tiempo para atender a su pintor. Con los brazos abiertos y radiante de felicidad, se apresuró a saludar a Cornelisz con mucha cordialidad.

—¡Bienvenido, querido mestre, bienvenido! ¡Cuánto me alegro de veros con ese aire emprendedor y dinámico! De inmediato os haré servir una buena copa de vino. Tomad asiento, os lo ruego. Estaba seguro de que no podíais haber olvidado vuestra promesa de realizar un retrato mío, y me complace que por fin nos pongamos manos a la obra.

Cornelisz sabía que dom Francisco era amable y exaltado pero bastante impenetrable. A juzgar por su aspecto, podría tratarse de un sencillo terrateniente, pero en realidad pertenecía a la nobleza. Le era absolutamente fiel a su rey, lo cual no impedía que se dejara pagar por hacer pequeños favores en dinero contante y sonante.

Con ese retrato, Cornelisz intentaría recorrer nuevos senderos artísticos, lo cual suponía un riesgo considerable puesto que se trataba de un encargo oficial. Hacía tiempo que fantaseaba con apartarse de lo trillado y copiar todo, incluido el fondo, el rostro y la postura del cuerpo del natural. En Italia había visto numerosos y magníficos ejemplos de ese estilo. Además había descubierto que el aspecto natural de las personas no tenía nada de falso ni engañoso, pero la pomposidad simbólica, sí. Se imaginaba la forma básica como un triángulo, una composición nítida pero que sin embargo parecía casual, capaz de expresar tensión y armonía en la misma medida. Hasta entonces había probado la nueva manera de pintar en cuadros sin importancia, por ejemplo algunos dibujos y bocetos de pescadores y jornaleros. Pero esperaba que ese encargo, el retrato del gobernador, mereciera la pena y no solo desde el punto de vista artístico. Para ello primero era necesario ganarse la confianza de dom Francisco y convencerlo de que confiara en la idea de su retratista, porque era de suponer que el portugués sugeriría que lo pintara en una pose señorial, pomposa o incluso guerrera que realzara su importancia como gobernador. Dom Francisco adoraba las alegorías y cuanto más exageradas, mejor: Cornelisz lo tenía claro desde la primera conversación entre ambos. Así que convencer al portugués de cuánto más creíble resultaría una pintura del natural dependía de la habilidad diplomática de Cornelisz. ¿Cuántas concesiones tendría que hacerle, cuánto debía halagarlo sin desvelarle su propia idea?

—Empecemos por decidir lo siguiente: ¿deseáis que pinte vuestro retrato en un lienzo o una tabla? —dijo Cornelisz—. No, perdonadme, pensándolo bien, preferiríais un lienzo. Es verdad que es más caro que la madera, también porque sobre una base de lienzo tendré que emplear matices y pinceles más finos, lo cual significa materiales más costosos. Pero en todo caso, incluso vuestro sustituto, el senhor De Sorrámo, ya ha hecho pintar su retrato en un lienzo. Supongo que vos también querréis lo mismo, ¿verdad?

El gobernador rodeó su pomposo escritorio y su excesiva ornamentación de oro y carey, y tomó asiento en su sillón.

—¿Más fino y más preciso, decís? Eso suena bien. ¿Así que Sorrámo, mi joven interino, también ha optado por un lienzo? Vaya, vaya… Pero ¿qué pasa con la durabilidad? Porque no quisiera que un día mi retrato parezca mayor que yo —dijo, y soltó una sonora carcajada.

Cornelisz lo imitó cortésmente.

—No os preocupéis, gobernador. Por cierto: desde hace un tiempo los grandes pintores italianos solo usan lienzo, es… cómo decirlo… más moderno.

—Bien, apreciado mestre, utilizaremos un lienzo. ¿Y el tamaño? ¿La pose? Como gobernador del rey tal vez debiera ser representado de un modo distinto al de mis subordinados, ¿no creéis? Más importante y significativo, más propio de mi cargo, si es que me comprendéis. ¿Tenéis una sugerencia, quizá?

Cornelisz bebió un trago del vino joven que un criado le acababa de servir. Había llegado el momento de jugárselo el todo por el todo.

—Durante mis viajes por Italia he visto numerosas pinturas excelentes, gobernador, realmente soberbias, y comprobé que en la actualidad se tiende a trabajar con alusiones sutiles, sobre todo en el caso de un retrato. La pintura se aplica de un modo más ligero y delicado que hace unos años, y precisamente así se obtiene un efecto duradero. Un día descubrí un cuadro realmente maravilloso en Génova; al principio no me llamó la atención, pero al examinarlo con mayor detalle resultó ser un retrato perfecto: en esa obra del maestro flamenco se notaba el peso de la responsabilidad con el cual cargaba el hombre retratado, pero también su voluntad de poder. Era un retrato del príncipe de Génova, el gran Andrea Doria.

Dom Francisco hizo sonar la campanilla para llamar al criado y le ordenó que trajera fruta y pastas.

—Continuad, apreciado mestre, soy todo oídos.

—Ese retrato en el que el príncipe aparecía sentado en un sillón de color púrpura, casi un trono, irradiaba fuerza y dignidad, pese a ello me resultó fascinante gracias a su naturalidad.

¿Había hallado las palabras correctas? El gobernador deslizó la mano por encima de la fuente donde reposaban las uvas, como si la elección requiriera toda su atención.

—Se trata de un retrato donde el sujeto aparece sentado en un sillón semejante al que vos ocupáis —se apresuró a proseguir Cornelisz—. Dirige la mirada a quien lo contempla, una mirada fría casi severa y a sus espaldas se ve el puerto repleto de naves de guerra. Era muy impresionante.

—Uno puede albergar diversas opiniones sobre Doria, pero a mis oídos lo que vos describís suena a un retrato de un gran estratega y comandante, ¿verdad?

Así que había escuchado con atención, en efecto.

—Correcto, esa fue exactamente mi impresión —contestó Cornelisz.

—En la planta superior hay una habitación que ofrece una vista del puerto e incluso de toda la bahía y que me parece indicada como fondo. Así que si realizarais mi retrato en el estilo que acabáis de describir, entonces todos apreciarían que gozo de amplitud de miras y de poder, ¿no? Del poder de imponer todos los mandatos y programas reales, ¿verdad? ¿Y ello sin símbolos adicionales? La idea me gusta. ¿Cuándo podemos empezar?

—Con vuestro permiso, me gustaría ver la habitación que mencionasteis para examinar las condiciones de la luz. Después tendré que encargarme de conseguir el lienzo y preparar las pinturas.

Pero dom Francisco no demostró mayor interés por los detalles y se puso de pie.

—Bien, bien, de momento haré que os entreguen un adelanto, pues supongo que tendréis gastos; al fin y al cabo, los pintores nunca disponen de mucho dinero, ¿o acaso sois la célebre excepción a la regla?

Cornelisz salió al pasillo, seguido de las sonoras carcajadas del gobernador.

Cornelisz se dirigió a la habitación donde pintaría a dom Francisco; atravesó diversos salones, huecos de escalera y pasillos del castelo. Las paredes y el suelo estaban revestidos de azulejos blancos y azules, frescos y alfombras multicolores. En cambio la propia habitación de paredes blancas y desnudas parecía la celda de un monje asceta.

Desde las ventanas se veían las naves del puerto, la amplia bahía de resplandeciente arena y las largas olas coronadas de espuma. Cornelisz miró en torno.

«Sí —pensó, satisfecho—, esta habitación irradia algo positivo».

Introdujo la mano bajo la chilaba y extrajo su amuleto de plata que colgaba de una tira de cuero alrededor de su cuello.

—Este gris-gris alberga tanto los poderes de los antiguos como los de Alá —antaño había dicho Anahid—. Un orfebre y hechicero negro lo realizó hace mucho, mucho tiempo. Has de llevarlo siempre contigo para que te proteja de los poderes malignos.

Pero ni el significado místico ni la persona que lo había regalado eran lo que convertía ese trozo de plata en algo importante para él: lo que lo fascinaba era más bien la forma del colgante surgido del taller de un desconocido orfebre del desierto. Quería que fuera la base de su nuevo retrato: un triángulo perfecto.

Solo tras varios días de búsqueda, Cornelisz logró hacerse con el lienzo idóneo en la tienda de un comerciante, lo había lavado y secado, cortado y montado en el marco. Con una mezcla de tiza y finísima arcilla amasó un terrón de color rojo claro al que luego añadió agua para crear una masa capaz de ser extendida. Comprobó minuciosamente el tono y la consistencia antes de escoger un pincel de pelos especialmente suaves y aplicar la base en el lienzo con movimientos veloces. Trabajó con rapidez, porque antes de que la mezcla coloreada se secara debía eliminar todos los rastros del pincel con un paño. Repitió el proceso tres veces porque obtener una base lisa, fina y ligeramente coloreada resultaba imprescindible.

La puerta y las ventanas de sus habitaciones en la primera planta de la taberna daban a una galería que circundaba el patio interior de la casa. Pese a que todo estaba abierto de par en par, ese día hacía calor y el ambiente era húmedo, no corría ni una brisa y el cabello se le pegaba a la cabeza. No obstante, se sorprendió al comprobar que trabajaba con mucha concentración. Se sentía entusiasmado y no sintió nostalgia, incluso cuando el calor le trajo a la memoria los aireados y sombreados patios interiores de la casa de Anahid. De una de las alforjas de cuero donde guardaba sus pertenencias sacó las botellitas de aceites y resinas necesarias para fijar las pinturas. Cogió los envases, bolsitas y jarros de arcilla que contenían las diversas tierras, trozos de piedra y otros pigmentos, comprobó todo y los dispuso en la mesa unos juntos a los otros. Hacía mucho tiempo que no empleaba ciertos colores, otros estaban casi agotados y de otros más solo había poseído pequeñas cantidades desde un principio. Además de la preparación práctica, dicho examen cumplía la función de crear el ambiente de cara a la tarea y se desarrollaba según un ritual que le agradaba.

Hubiese preferido empezar de inmediato, pero el sol que ya se ponía le indicó que debía aguardar hasta el día siguiente. Primero volvería a reunirse con Miguel después de mucho tiempo. Su amigo había llegado ayer al puerto de Santa Cruz y enviado un mensaje. Se alegraba de verlo: pese a lo distintos que eran, se sentía muy unido al capitán.