—A que es una bonita suma, ¿verdad? Ha sido un éxito considerable. Debierais preparar el siguiente cargamento lo antes posible, digamos dentro de dos meses, quizá… ¿Qué os parece, lo lograréis? A lo mejor debierais contratar otro par de trabajadoras…
El capitán Alvaréz permanecía de pie ante Mirijam, sonriendo de oreja a oreja. Y en efecto: ella estaba más que sorprendida y satisfecha cuando le entregó a su abu los talegos repletos de ducados de oro, el pago por las sedas teñidas de púrpura, pero ¿en dos meses? ¿Qué se había creído? ¿Acaso creía que podía darle órdenes, como si estuviera a bordo de su nave? Mirijam se enfadó: a fin de cuentas, ella no era un perrillo que brincaba tratando de coger una varita. ¿Es que al menos no podía simular que se interesaba por cómo se encontraba ella o, como mínimo, su abu? ¿Por qué no le preguntaba cómo se las arreglaba con el tinte y si teñir la seda resultaba problemático y si las grandes cantidades de tejido que acababa de teñir suponían alguna clase de dificultad? No: no dijo nada por el estilo, al final resultó que solo era un marino tosco carente de modales, por no hablar de algo parecido a la sensibilidad. Y por lo visto, que le causara dificultades debido a su insistencia en una rápida entrega de los nuevos tejidos le resultaba indiferente.
—Y bien, ¿qué decís, querida mía?
—Nada, ni idea —contestó ella en tono seco—. Tendré que hacer cálculos.
Pero en realidad no había nada que calcular, solo significaba trabajar más duro, quizá contratar nueva mano de obra, entonces se las arreglaría de algún modo. Pero no tenía por qué decírselo a él…
La Santa Ana había llegado a puerto alrededor de mediodía. Con la proa levantando una gran ola, había navegado peligrosamente cerca de la isla, de modo que la orgullosa nave no le pasó desapercibida antes de amarrar en el muelle. Al principio pegó un respingo al reconocer a la Santa Ana y se había alegrado de volver a ver al capitán tras solo unas semanas, pero ahora estaba decepcionada. Era evidente que para él, todo giraba en torno al éxito comercial y en ese momento estaba ante ella en el huerto y, con actitud victoriosa, le informaba de sus experiencias.
—¡No tuvimos que ofrecer la mercadería durante mucho tiempo! En Marsella, el primer puerto donde anclamos, el rumor de lo que albergaban nuestras bodegas corrió con la velocidad del rayo. Un comerciante de tejidos genovés quería comprar todo el cargamento de golpe, pero no me fie de él. Además, quería que sobre todo los comerciantes de Marsella, que están especializados en los tejidos de seda, tuvieran oportunidad de comprarla. ¡Y la aprovecharon, vaya si la aprovecharon, per Deus!
Encantado por el recuerdo de ese acontecimiento al parecer grandioso, el capitán recorrió el huerto; en cambio, Mirijam permaneció inmóvil. Estaba disgustada y un poco triste. ¿Es que él no se alegraba de volver a verla? En todo caso, no lo había manifestado con palabras ni indicado con un gesto.
«¡Y bueno, da igual —pensó, irritada—, eso no tiene por qué importarte!».
—Quizá no lo creeréis y me tomaréis por un jactancioso —siguió diciendo el capitán—. Pero imaginaos: durante la noche tuve que apostar guardias a bordo, ¡de lo contrario tal vez hubieran saqueado la Santa Ana! Os digo que ha sido un éxito fantástico. En tres días todo estaba vendido y a unos precios de locura. ¿Acaso no lo predije? —preguntó, frotándose las manos—. Mi olfato no me engañó, ¿verdad? Y ahora ya me esperan con impaciencia con un nuevo cargamento.
Ella notó que se sentía orgulloso y que su alegría por el éxito obtenido era sincera. A lo mejor se debía a que solo se había convertido en amo y señor de su propio navío hacía poco tiempo… Durante su primera visita le había contado que durante muchos años había navegado como timonel y tripulante de navegación.
De repente, y debido a la actitud reservada de Mirijam, se interrumpió.
—Perdonad, senhora Azîza, pero ¿es que vos no os alegráis? ¿Os encontráis mal?
—No, capitán, eso no. Solo que estaba pensando que…
—¡Ay, soy un necio, casi lo olvido! Os ruego que aguardéis un instante —la interrumpió el portugués, y alzó la mano—. Os he traído un pequeño presente. ¡Luis —gritó—, apresúrate a traer el cofre!
Un marinero de la Santa Ana apareció con un cofre de tapa abovedada y, con una exagerada reverencia el capitán, lo depositó en el borde de la fuente. Después abrió la tapa lentamente y apartó un paño que cubría el contenido del cofre con ademán teatral, sonriendo y sin despegar la mirada de Mirijam.
¡Oro! ¡El cofre estaba repleto de monedas de oro!
—Este es el beneficio obtenido por la venta de vuestras alfombras. Como veréis, lâlla Azîza, disfrutaron de una popularidad sorprendentemente grande —dijo, con una sonrisa orgullosa—. Un veneciano y los genoveses pujaron por ellas.
—¿Acaso esperabais otra cosa? —exclamó Mirijam en tono airado y alzando la cabeza.
«Una popularidad sorprendentemente grande…». Pero ¿qué se había creído? Al fin y al cabo ella no era una diletante, pero en secreto ella misma estaba más que sorprendida de que hubiera obtenido semejante ganancia por sus alfombras. Claro que habían trabajado muy duro para crearlas, pero ¿un cofre repleto de monedas de oro?
—Desde luego, soy un tonto. Tenéis razón, vuestras alfombras son realmente preciosas y no es ningún milagro que se hayan vendido tan bien. Pero ¿qué pasa con la siguiente entrega de la púrpura? ¿Ya está todo listo?
—No —tuvo que confesar ella—. Todavía no. Venid a la isla mañana, entonces veréis lo que hemos hecho durante las semanas pasadas.
En esa ocasión había incurrido en una demora, pero la próxima lo lograría. Ya le demostraría a ese grosero de lo que era capaz.
Desde el principio, el trabajo en las islas supuso un gran esfuerzo, pero entonces, desde que recibía cargamentos completos de telas, los problemas aumentaron.
—El pestazo es infernal, por eso en las islas trabajamos al aire libre. No obstante, es necesario transportar todo el material desde tierra firme, desde la leña hasta la sal y el agua dulce y la mano de obra, y todo lo demás que necesitamos durante el trabajo cotidiano. Entretanto, hemos montado nuevos fogones, construido tres nuevas cubas para el tinte y más secaderos, como también un segundo muelle. Por suerte acaban de terminarlo, puesto que ahora los botes no dejan de circular entre el puerto, la isla Púrpura y la isla de los Moluscos.
En tono entusiasmado, Mirijam contó cada punto con los dedos: que el capitán se impresionara y comprendiera que, durante las últimas semanas, ella había tenido que enfrentarse a numerosos retos y resolverlos.
—Por la mañana, yo misma transporto las telas sin tratar hasta la isla y por la noche mi bote está cargado con todo lo que hemos teñido durante los días anteriores —le dijo al portugués mientras navegaban hasta la tintorería.
Los remeros tuvieron que afanarse, porque las aguas de la bahía estaban agitadas, las olas y la espuma salpicaban el bote y mojaban a sus ocupantes. Pero eso no preocupaba a Mirijam, y sus mejillas ardían mientras indicaba tierra firme con la mano.
—Mirad, allí enfrente hemos montado una destilería de cal —dijo, procurando no perder el equilibrio en el bote que se balanceaba de un lado al otro e indicarle los hornos de cal al capitán Alvaréz, el último invento del abu Alí. Pero de pronto el impacto de una gran ola la hizo tambalear, tropezó y habría caído al agua si el capitán no hubiese reaccionado con rapidez. Antes de comprender qué ocurría, él la estrechaba entre sus brazos.
Durante un instante interminable fue como si la Tierra hubiese dejado de girar: esos brazos fuertes, ese pecho ancho, su calidez, su aroma acre… Fue como si en medio de ese día soleado la atravesara un rayo aún más luminoso que los del sol. El bote danzaba encima de las olas, el viento azotaba el agua y tironeaba de su vestido y su velo, pero el portugués la estrechaba firmemente entre sus brazos. Entonces una sensación muchas veces soñada la invadió, acompañada de un cosquilleo en el estómago. Se apoyó contra el pecho del capitán con los ojos cerrados y percibió los latidos de su corazón.
Pero de pronto su cuerpo pareció irradiar una lumbre, un calor que le quitaba el aliento y, avergonzada, Mirijam se soltó del abrazo, se sentó en una tabla y se arrebujó en su atuendo.
—Muchas gracias —murmuró sin despegar la vista del fondo del bote.
—… ha sido un placer.
La respuesta del portugués también era casi inaudible y su voz era menos melodiosa y más ronca que de costumbre.
Recorrieron el resto del trayecto hasta la isla en silencio.
Durante los días siguientes, el apocamiento entre ambos no desapareció, al contrario: incluso aumentó. Cuando sus miradas se cruzaban, Mirijam bajaba la suya y se ruborizaba; cuando la voz de él surgía de la habitación del hakim, el corazón le daba un vuelco y cuando sus manos se rozaban por casualidad era como si las llamas la consumieran. Así que cuando él volvió a marcharse poco tiempo después para ocuparse de sus negocios en Santa Cruz de Aguér y además de las entregas de los cargamentos de sal destinados a la tintorería, ella se entristeció pero también se alegró.
—Si la sal no llega pronto —dijo Hassan unos días después—, no podremos preparar más moluscos. Ya estamos a punto de quedarnos atascados, las provisiones de sal alcanzarán para dos o tres días como mucho.
—Precisamente ahora —murmuró Mirijam.
Ya se lo había imaginado: esos voluminosos encargos del capitán Alvaréz generaban una gran confusión. Desde que se vio obligada a teñir esas enormes cantidades de tejido la sal siempre amenazaba con escasear, nunca había suficiente. Incluso por ese motivo aceptó el ofrecimiento del capitán Alvaréz de ocuparse de conseguir un cargamento de sal, pero ¿dónde estaba? Había prometido regresar pronto.
—¿Dónde están los moluscos? —preguntó, y se quitó el cabello de la frente húmeda—. ¿Aún están en las cubas?
—Ouacha, sí. Los refrescamos con agua de mar.
—Gracias, Hassan —le dijo a su capataz—. Lo mejor será que tú y tu gente instaléis algo para proteger la cuba, un techo de hojas de palmera como en los secaderos.
Mirijam señaló los armazones de madera de los que después colgarían más tejidos de seda y madejas de lana acabados de teñir para secarse al sol y desarrollar el color.
Hassan, que la superaba en altura por más de una cabeza y la seguía a un paso de distancia, asintió.
—Cogeremos el resto de los palos de madera y cubriremos todo con hojas de palmera. Con eso debería ser suficiente.
Después se marchó; Mirijam sabía que se pondría manos a la obra de inmediato, podía confiar en él.
Al menos estaban bien encaminados con la destilería de cal, porque por fin habían encontrado un uso para las montañas de los asquerosos restos de moluscos. Se protegió los ojos y dirigió la mirada a tierra firme. Detrás de una pared de arcilla situada en lo alto de la playa, allí donde las olas y la espuma no llegaban incluso durante las tormentas, se encontraban los cuatro hornos construidos según las indicaciones del abu Alí, junto a unas cuantas profundas minas de cal. Gracias a la oscura columna de humo lograba ver —incluso desde la isla— que acababan de encender el horno de calcinación central. Durante tres semanas, los caparazones de los moluscos debían permanecer encerrados al calor y en la oscuridad, después había que dejar enfriar los hornos lentamente. Mientras la mágica transformación se iniciaba en el horno del medio, los otros dos ya empezaban a enfriarse. Pronto los vaciarían y podrían trasladar los caparazones quemados a las minas de cal llenas de agua, para apagarlos. Después los golpeaban con palos y largas varas y los convertían en una papilla fina que, diluida con agua, servía para pintar las casas. Además de la fortaleza portuguesa y de una mezquita, ya había varias casas junto a la playa pintadas de blanco brillante, una pintura que impedía que el salado aire marítimo afectara las paredes de ladrillo. Ese nuevo invento del abu Alí la llenaba de satisfacción.
Haditha, la criada negra de Mirijam, permanecía de pie tras su ama con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo. Ella también dirigía la mirada hacia tierra firme y los hornos.
«¿Quién no deja de susurrarle nuevas ideas al oído? —pensó—. Solo puede ser un djinn». Porque si no procedían de un ser sobrenatural, ¿de dónde obtenía el saber su ama? No solo sabía leer y escribir, como el imán… y ese era un hombre, a fin de cuentas, y encima un erudito. Además, leía libros y escritos en idiomas extranjeros, ¡libros redactados por infieles o incluso por renegados! Nadie hacía eso, por no hablar de una mujer. Seguro que unos espíritus poderosos debían de estar en el ajo. Pero todos sabían que quien se mezclaba con ellos nunca podía dar marcha atrás. Por eso todos los que trabajaban para lâlla Azîza y convivían con ella un día serían castigados, sufrirían enfermedades graves, desgracias, penas y la muerte. Disimuladamente estiró los cinco dedos de la mano derecha para protegerse del mal de ojo, apuntando hacia lâlla Azîza.
Allí en tierra firme había hecho erigir altos hornos de calcinación. Nadie sabía qué ocurría en su interior, porque tras el quemado el aspecto exterior de los caparazones de los moluscos no presentaba ninguna diferencia. En medio del calor y la oscuridad debía de ocurrir algo, un hechizo secreto, porque en cuanto volvían a salir a la luz del día su naturaleza y sus características habían cambiado por completo.
«Puede que los malvados espíritus de la noche o incluso el mismísimo sheitan estén en el ajo», pensó Haditha por centésima vez. Las heridas en los brazos y las piernas de Hocine indicaban que junto a los hornos andaba el diablo, que producía un hechizo malvado.
Aunque su alto y apuesto Hocine, que trabajaba en los hornos, le había asegurado varias veces que los accidentes eran culpa suya, ella sabía que no era así, ¡puesto que frente a los djinn y al sheitan no bastaba con limitarse a ser cauteloso! No: estaba convencida de que lâlla Azîza se dejaba ayudar por poderes peligrosos.
Haditha plegó las manos como durante la oración y murmuró un versículo del Corán, antes de volver a cruzar los brazos ante el pecho.
—Funciona bien —dijo Mirijam, e indicó la destilería de cal—, tu Hocine es muy diligente.
Pese a la ayuda de Hocine, de Hassan y de Mama Fatiha, la madre de Haditha, que era quien vigilaba las cubas, de vez en cuando Mirijam se sentía invadida por la sensación de haberse excedido. En cuanto lograba resolver un problema aparecía otro en alguna parte. Y, precisamente entonces, a menudo se apartaba del tema en cuestión.
—¿Dónde estará el capitán? —murmuró Mirijam con la mirada clavada en el mar.