Amberes, 12 de marzo de 1507
Querido hijo o hija: tras un día de pausa hoy emprendo viaje. La rendición estaba al caer y aunque nadie lo manifestaba, sabíamos que en Granada nuestra vida corría peligro. Hacía semanas que en la ciudad circulaban rumores que afirmaban que todos los judíos y musulmanes debían convertirse al cristianismo y hacerse bautizar, de lo contrario sus bienes irían a parar a manos de la Iglesia y ellos serían expulsados de la ciudad. Sin embargo, a aquellos que tras ser bautizados seguían preparando alimentos kosher y celebrando el sabbat, corrían el peligro de ser torturados por la Inquisición y después quemados en la hoguera. ¡Ya había espías recorriendo la ciudad y atisbando a través de las ventanas! Además, ¿qué seguridad ofrecía el bautizo a juzgar por lo que ponía en el edicto de Toledo?
Hacía tiempo que los negocios de mi padre no marchaban bien. Aquel invierno escaseaban los cereales y las verduras, porque las tropas enemigas habían incendiado los campos durante la cosecha y los precios aumentaban. Lo único barato era la carne, debido a que habían carneado a miles de cabezas de ganado para evitar que los soldados del rey se apoderaran de ellas. Las calles ya no eran seguras; por todas partes habían pegado notas en las paredes donde ponía que los judíos habían pactado con el diablo. El más temido era Tomás de Torquemada, el nuevo Gran Inquisidor, ¡aunque quizás haya olvidado que él mismo era un converso con una abuela judía, los judíos de Granada siempre lo recordarán! En Toledo y en Zaragoza, en Valencia y en Teruel ardían las hogueras de la Inquisición, Gibraltar, Ronda y Málaga ya habían sido conquistadas por los ejércitos cristianos y se hablaba de los puertos desde donde los musulmanes procuraban huir a Fez o alcanzar el exilio africano en algún otro lugar.
Mirijam recordó las historias contadas por muchos miles de artesanos que habían huido a Al-Maghrebija para escapar de la persecución de los reyes españoles. En la ciudad de Fez, a lo largo de toda la costa y también allí en Mogador vivían los expulsados y sus descendientes: plateros, talladores, carpinteros y taraceadores que antaño tuvieron que abandonar sus negocios en el califato de al-Ándalus y que se pusieron a salvo allí, en la costa africana.
Esa noche se inició nuestra huida. Empaquetamos apresuradamente unas cuantas cosas y, para no ser descubiertos, abandonamos la casa de manera individual. Cada uno de nosotros recorrió a solas las callejuelas y los huertos hasta el camino donde aguardaban los criados con los mulos. Cabalgamos hasta la finca de nuestra familia, donde sin embargo no estábamos mucho más a salvo que en la ciudad y debido a ello volvimos a emprender viaje dos días después. Tras prolongadas discusiones —mi madre quería ir a Fez, donde ya se habían instalado sus primos; en cambio, mi padre quería huir a Inglaterra y el tío Jakob a Portugal, donde supuestamente no existía la Inquisición—, emprendimos viaje hacia el noroeste, en dirección a Inglaterra.
Como los rayos del sol que se ponía la deslumbraban, Mirijam cambió de lugar; aunque el corazón le palpitaba como un caballo desbocado y la ansiedad le había secado la boca, tenía que seguir leyendo.
Teníamos un guía llamado Joaquín Valverde. En Granada era un conocido contrabandista que, junto con sus compinches, logró superar el bloqueo una y otra vez, aprovisionando la ciudad con cereales. Además, ayudaba a personas de todas las religiones a huir a Málaga, donde aguardaban las naves que se dirigían a África. Se hacía pagar muy bien por su ayuda y, cuanto más se aproximaban los ejércitos cristianos a la ciudad y cuanto mayor era el miedo de la gente, tanto más se encarecía aquella. ¡A él lo único que le interesaba era el dinero! Además de Joaquín, también nuestro viejo mozo de cuadra Ibrahim cabalgaba con nosotros, de modo que en total éramos siete: Joaquín, mi padre y el tío Jakob cabalgaban en cabeza, detrás de ellos mi madre con Rebeca sentada en su regazo y yo; Ibrahim montaba en la retaguardia con los mulos y el equipaje. Cabalgábamos de noche y de día nos ocultábamos para evitar los grupos de soldados castellanos. De camino nos alcanzó la noticia de un auto de fe celebrado en Toledo, ¡durante el cual habían quemado vivos a judíos y musulmanes! Todos los habitantes de la ciudad fueron obligados a presenciarlo por orden de la reina. Decían que en Toledo para los judíos no había aire para respirar ni agua de beber. A partir de ese momento, mi madre cedió y ya no se opuso a la huida.
Mirijam se estremeció; incluso después de tantos años creyó notar la amenazadora desgracia que se cernía sobre esas personas. Dejó la carta a un lado y se acercó a la ventana.
Ella también tuvo que huir, pero por numerosos motivos aquello fue diferente. En aquel entonces solo había vivido en Tadakilt durante poco tiempo, pero la familia Cohn se vio obligada a abandonar su amado hogar familiar. Además —y en los buenos momentos estaba convencida de ello y también entonces—, quizá la amenaza que suponía el pachá no había sido muy grande, fuera lo que fuese que había supuesto el abu Alí. ¡En cambio, a los Cohn los había aguardado la hoguera!
Estaba realmente agradecida por haber encontrado algo parecido a una familia en el abu Alí, dado que su padre, su madre y su hermana ya no estaban con vida. Su madre se había criado en una auténtica familia, con sus padres Sarah y Samuel Cohn, con su hermana Rebeca y su tío Jakob, en todo caso hasta que huyeron…
De pronto una idea se le cruzó por la cabeza. ¿De qué lunar del tío hablaba la carta? En todo caso, el abogado Cohn, el tío que ella conocía, no tenía semejante lunar en la cara. ¿Es que algo así podía desaparecer por sí solo, mediante la aplicación de un ungüento o una hierba curativa? Nunca había oído hablar de nada parecido.
De todos modos, ese tío la inquietaba. Se negaba a creer en su culpa, pero ¿y si las acusaciones del abu fueran fundadas? Sin embargo, si se trataba de una persona totalmente distinta, de alguien que solo se hacía llamar Jakob Cohn sin serlo de verdad, casi suponía un consuelo, porque en ese caso podía dejar de pensar constantemente en que un miembro de su propia familia había urdido un complot contra ella y era el culpable de la muerte, el terror y el horror.
Con gesto vacilante, como si sospechara lo que vendría, cogió la carta siguiente.
Amberes, 13 de marzo de 1507
Querido hijo o hija: ahora ya eres un adulto y conoces las virtudes y los defectos de las personas. No obstante, espero que nunca te enfrentes a la maldad con forma humana. En cambio, yo debo dar testimonio contra Joaquín Valverde de Granada, que se convirtió en asesino y destruyó mi familia.
La letra ya no era pulcra, al parecer, su madre había escrito a toda prisa y esas partes borroneadas en el papel debían de ser las huellas de las lágrimas caídas sobre la hoja. ¿Acaso eran el producto de sus recuerdos? Mirijam siguió leyendo.
Nos ocultábamos de día, dentro de lo posible en cuevas o en apartadas quebradas y valles. Allí podíamos descansar y a menudo incluso encender una hoguera para entrar en calor y cocinar algo. Pero durante la noche recorríamos subrepticiamente la comarca a lo largo de senderos solitarios o campo a través. Una noche, poco antes de ponernos en marcha, quise ayudar a Ibrahim a envolver los cascos de los animales con telas para evitar que hicieran ruido. Pero en lugar de Ibrahim me topé con Joaquín Valverde, nuestro guía: estaba oculto tras un árbol y espiaba a mi tío Jakob, que en ese momento dividía nuestro dinero en dos partes iguales junto con mis padres y luego ocultó su parte bajo sus ropas y entre su equipaje.
Quería dirigirse al norte, para trasladarse a Francia o Flandes por tierra; no obstante, nosotros seguiríamos cabalgando hacia el oeste con el fin de embarcarnos en la costa portuguesa en una nave que nos llevaría a Inglaterra sanos y salvos.
¡Juro que lo que entonces ocurrió es la pura verdad, vi el horror con mis propios ojos!
Joaquín se arrastró hasta mi tío desde atrás, le rodeó el cuello con una garotte, un lazo de alambre, y lo asfixió. Después lo arrastró hasta un hueco, lo cubrió con piedras y hojas y le quitó su oro y los demás objetos de valor. Para acabar, simuló que hubo una lucha removiendo la tierra, arrojando su gorro y su capa desgarrada tras unos arbustos y rompiendo unas cuantas ramas. Después cogió nuestros caballos y las mulas con todo el equipaje y se marchó. Ibrahim no apareció y estoy segura de que Joaquín también acabó con él.
Ya no teníamos caballos, ni mulas, ni equipaje, así que continuamos la huida a pie, en la dirección en la que suponíamos que se encontraba la costa portuguesa. Rebeca tenía fiebre y lloraba y debíamos tener cuidado de no ser descubiertos por los soldados cristianos. Mi padre llevaba a Rebeca en brazos; la niña seguía llorando y a veces caía en una especie de delirio. De repente oímos un tintineo metálico y los pasos de caballos y vimos acercarse unas farolas: era una patrulla formada por ocho jinetes armados de picas y espadas cortas. Nos escondimos entre los matorrales sin atrevernos a respirar; entonces Rebeca soltó un gemido y los soldados se aproximaron. Ya creíamos que todo había acabado, ¡nos descubrirían en cualquier momento! Mi padre acunó a Rebeca y la apretó contra su pecho para acallar su llanto. Los soldados no nos descubrieron. Cuando se marcharon, Rebeca estaba muerta: debido al esfuerzo desesperado de proteger a su familia, mi padre la había asfixiado.
Mirijam se cubrió la cara con las manos. Tardó mucho tiempo en dejar de llorar y recuperar el oremus. Presa del espanto, terminó de leer la carta.
En Portugal, otros judíos nos ocultaron y nos cuidaron hasta encontrar un barco que nos llevara a Inglaterra. Pero allí mi familia tampoco halló la paz. Mi madre nunca se repuso del horror experimentado, no dejaba de arañarse la cara y desgarrar sus vestidos. Y hasta el fin de sus días mi padre jamás volvió a pronunciar una palabra, ni una. Ambos murieron en el manicomio. Yo fui a parar a la casa de una familia bondadosa y me crie junto a sus hijos.
¡Mediante esta carta maldigo a Joaquín Valverde por lo que nos hizo! ¡Lo maldigo por toda la eternidad!
Ahora te lo he contado todo, mi hijo o hija bienamada, sangre de mi sangre y descendiente de esta maltratada familia.
Hoy mismo desplegaré una nueva página del libro de mi vida y procuraré vivir contigo y para ti, despreocupada y libremente. Pero pondré estas hojas a buen recaudo y dejaré de pensar en su contenido. Cuando te hayas convertido en un hombre, hijo mío, o en una novia que se dispone a fundar su propia familia, hija mía, solo entonces estas hojas volverán a salir a la luz, porque entonces querrás conocer tus orígenes.
Espero y deseo que la alegría y la suerte caractericen tu vida y que ningún peligro te aceche. Haré lo que pueda para que sea sí.
Presa de la conmoción, Mirijam apoyó la cabeza en la ventana y deslizó la mirada por el puerto y la bahía. Más allá, rodeadas de una corona de espuma, casi ingrávidas e iluminadas por la luz dorada del ocaso, resplandecían las islas Púrpuras.