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Alí el-Mansour sonreía. Hacía poco su hija le había preguntado lo siguiente:

—¿A qué se debe que a ambos nos agrade tanto vivir en Mogador?

Para él, la respuesta era obvia, sobre todo en una noche como esa.

—Ambos nacimos en puertos, tú en Amberes, yo en Génova. Un puerto nos resulta profundamente familiar y con todo lo que ello supone, a saber.

Por ejemplo: la habitación de la torre situada cerca del puerto estaba como hecha a medida para ellos. Él podía observar el clima, estudiar el curso de las estrellas u observar el ajetreo del puerto. Azîza también adoraba el luminoso recinto y el magnífico panorama que ofrecía. A menudo se sentaba ante la mesa, ponía al día sus libros y se dejaba distraer una y otra vez por la vista a través de las ventanas.

Como siempre, también esa noche el viento barría la costa y la ciudad, y penetraba a través de las ventanas abiertas de la habitación de la torre. Siempre soplaba el viento en Mogador. Un día en forma de suave brisa, el siguiente como tormenta que arremolinaba el polvo de las callejuelas. Podía soplar tanto desde el mar como desde el desierto y según el lugar donde había cobrado fuerza, el aire sabía a sal y transmitía los chillidos de las gaviotas o el cálido aliento del Sahara. A ellos se sumaba el permanente rumor de las olas que rompían contra las rocas y la playa, y blancas coronas de espuma cubrían el mar.

Sí, les gustaba estar allí. Se habían instalado, él dedicado a sus intentos de elaborar un buen color púrpura a partir de los Murex, y Azîza dedicada a sus alfombras. Vivían en un lugar agradable y confortable, llevaban una vida muy tranquila. Sin embargo, algo corroía a Azîza y le impedía alcanzar una paz interior, su abu lo notaba perfectamente. ¿Qué la inquietaba e impedía su sosiego? No tenía sentido hacerle preguntas, ya lo había comprobado. Frente a él, ella hubiese negado que algo no fuera bien en tono tajante; no obstante, su preocupación era casi tangible, pero cuando se trataba de temas personales, Azîza solía mostrarse esquiva.

Era una noche ideal para observar las constelaciones de los planetas y las estrellas, porque la luna solo saldría tarde y él podía comprobar la situación de las constelaciones con gran claridad. Alí el-Mansour observaba los cuerpos celestes con mucha atención, realizaba cálculos y comparaciones, y tomaba notas. Después volvía a consultar sus efemérides, volvía a comprobar los ciclos de los cuerpos celestes y estudiaba las tablas. El resultado de sus cálculos era inequívoco: Júpiter, el planeta beneficioso, ya se aproximaba a su adversario, el malvado Saturno. Aunque el tiempo necesario para una gran conjunción aún no había transcurrido, al parecer ya se notaban sus efectos.

Volvió a comprobar los documentos y, efectivamente, se anunciaba un cambio. No obstante, se trataba de una conjunción de significado menor, instalada en el signo de Acuario. Este representaba el cambio, una especie de metamorfosis, pero no una catástrofe. Al menos resultaba tranquilizador, pero como siempre, las estrellas no decían nada acerca de la clase de cambio ni sobre a quién afectaba.

¿Acaso guardaba una relación con sus intentos exitosos con los colores? Estaba satisfecho consigo mismo y con los resultados, sobre todo cuando pensaba en el brillante color rojo que hoy había logrado crear por primera vez. ¡Era un color magnífico, realmente digno de un rey! No podía ser mejor. Quizá las estrellas le indicaban que continuara experimentando…

Los otros cambios que le aguardaban no eran ningún secreto, a fin de cuentas empezaba a notar su edad cada vez más. Incluso los movimientos habituales le causaban dolor o suponían un esfuerzo, por no hablar de una cierta tendencia generalizada a sufrir achaques. Pero las estrellas no habían indicado una enfermedad o la muerte.

Si había interpretado correctamente el mensaje de los cuerpos celestes —los cambios esperados—, estaban relacionados con Azîza. ¿Es que aún seguía corriendo peligro? La muchacha, ¿le sería arrancada pese a todas las precauciones tomadas? Al menos allí en Mogador estaba a salvo del pachá. Los somalíes no habían logrado ejercer su influencia también en Al-Maghrebija, toda la zona costera estaba bajo el dominio de los portugueses, a quienes les hubiese agradado extender su influencia a las ciudades de más allá, tierra adentro. Que allí el pachá osmanlí no tuviera ni voz ni voto era positivo, puesto que no solo él sino sobre todo la muchacha necesitaban estabilidad, tranquilidad y un buen lugar donde vivir. Y entretanto lo habían conseguido, gracias a Alá.

Alí el-Mansour suspiró. Quizá se trataba de algo completamente diferente, por ejemplo de un nuevo ataque de los berberiscos, como el del año pasado. En aquel entonces, diversas tribus berberiscas —los antiguos amos de esas comarcas— se rebelaron contra los portugueses e intentaron reconquistar el dominio de la región. Los gobernantes portugueses lograron reprimir la rebelión mediante la violencia, lo cual no les resultó difícil teniendo en cuenta la ausencia de unidad entre las tribus participantes y la superioridad de las armas portuguesas. Sin embargo, las llamas de aquella rebelión no se habían extinguido, más bien al contrario. Se murmuraba que berberiscos de la gran dinastía saadí, aguerridos hijos del desierto oriental, participaban en el asunto. Al parecer, nadie poseía una información detallada, pero tal vez, debido a que él era un extranjero, no confiaban en él. Él al menos consideraba que el desagrado por el dominio extranjero seguía hirviendo a fuego lento y en secreto.

Desde luego que comprendía la ira de los orgullosos pueblos berberiscos, que solo vivían según las leyes de la naturaleza y la palabra de Alá. Se denominaban a sí mismos imazighen, lo que significaba seres humanos libres, y desde tiempo inmemorial llevaban una vida nómada como comerciantes y criadores en el desierto auténticamente hostil. No estaban dispuestos a obedecer las órdenes de nadie. A ello se sumaba que la ocupación ilegal de otros tramos de la costa por parte de un rey extranjero —que encima era cristiano— reducía su negocio y sus actividades de manera considerable. ¿Quién necesitaba una administración portuguesa para vender ovejas, cabras, camellos y algunos fardos de lana? ¿Cómo osaban los extranjeros establecer los precios de las mercaderías, cobrar aranceles y así estropear el comercio libre? ¿Y quién, por Alá, necesitaba su ejército al que obligaban a incorporarse a los hijos de las tribus? ¿Por qué debían ser precisamente los portugueses quienes prescribían o incluso prohibían el tráfico fronterizo con sus vecinos? Al fin y al cabo, ¿acaso sabían cómo era la vida de un nómada criador de ganado? Además, ¿para qué servían las fronteras? ¡De todos modos, nadie podía ver esas arbitrarias líneas negras que aparecían en sus mapas de papel! Esos eran más o menos los argumentos que no dejaba de oír desde su llegada a Mogador.

No obstante, algunos de sus propios jefes de tribu, en su mayoría príncipes con ansias de poder y de obtener ventajas personales, habían cerrado acuerdos secretos con los portugueses, lo cual podía causar más alborotos. ¿Debía preocuparse por ello? Aborrecía las rebeliones y las luchas y le daba igual los motivos que las impulsaban. Pero dejó su inquietud a un lado.

Desde que el capitão Antonio, el comandante de la fortaleza de Mogador, lo había introducido a la estrategia del shatranj, el ajedrez árabe al que regularmente se dedicaban a jugar, se entendía de manera excelente con el portugués y estaba convencido de que este lo advertiría si fuera necesario.

Pero además de sus buenos contactos con la administración portuguesa, también debía contar con el beneplácito y la mano de obra de los berberiscos del lugar, puesto que los arrogantes portugueses no le proporcionaban hierbas curativas, moluscos Murex ni lana; llevaban el uniforme de un remoto rey, entrenaban a sus soldados y hacían prácticas con sus armas. En cambio, él los necesitaba a ambos, tanto a los portugueses como a los berberiscos y resultaba imprescindible evitar caer entre ambos frentes.

El anciano médico guardó sus aparatos y sus tablas, cerró la puerta de la habitación de la torre con llave y descendió lentamente las escaleras.

Una vez llegado abajo, se detuvo un instante ante la puerta del taller de alfombras y se asomó al oscuro recinto. Olía ligeramente a lana mohosa. Allí, a ras del suelo entre las grandes piedras labradas de los cimientos de la torre, Azîza había montado sus telares. Bajo la dirección de dos expertas mujeres berberiscas aprendió a tejer tapices poco después de su llegada a la ciudad y más adelante hizo montar dos y luego cuatro telares y empezó a elaborar alfombras con la lana proporcionada por los nómadas. Entretanto, todos los días acudían catorce muchachas y trabajaban para Azîza, orgullosas de ganar su propio sustento.

Le daba una gran alegría observar con cuánta inteligencia Azîza dirigía su taller y lo mucho que disfrutaba de la tarea.

Mientras él aún realizaba experimentos con las recetas de colores, ella ya había puesto en práctica la idea de incorporar lana de colores a los acostumbrados tonos naturales de la lana procedente directamente de los animales. En los alrededores abundaban las plantas tintóreas, así que junto a la tintorería donde elaboraba la púrpura, también montó un lugar dedicado a la decocción de plantas, donde teñían de diversos colores la lana hilada de los nómadas y Azîza la tejía y la convertía en abrigadas mantas y blandas alfombras. En ciertas alfombras incluía motivos anudados o bordados, arabescos y zarcillos, creando piezas muy especiales. Habían encontrado un comerciante de Santa Cruz de Aguér que se encargaba de venderlas en todo el mundo. Sí, eso también había resultado bien.

Al abandonar el taller de las alfombras, se apoyó pesadamente en su bastón. La ciudad ya dormía y solo se oía el canto de los grillos cuando se dirigió a su casa a través de las callejuelas iluminadas por la luna. Seguro que Azîza lo estaba esperando y le había preparado un tentempié. Sabía que le agradaba cuando regresaba a casa tarde por la noche.

Como siempre cuando pensaba en su hija, lo embargaba la alegría. ¡Cuánto disfrutaba de la presencia de la inteligente muchacha y cuánto le gustaba enseñarle lo que él consideraba importante! Tenía la impresión de que ese era su deber en la vida. Para sus adentros seguía llamándola «mi pequeña», aunque entretanto se había convertido en una joven mujer…

Se detuvo y de pronto comprendió la clase de cambios anunciados por las estrellas.

Binti? —gritó cuando entró en la casa—. ¿Estás ahí?

—Estoy aquí, abu.

El viejo entró en su estudio, una habitación impresionante revestida de madera lustrada, que además disponía de un cielorraso artesonado y una chimenea. Azîza estaba sentada bajo una lámpara de aceite, inclinada por encima de un tratado relacionado con plantas tintóreas; entonces se puso de pie para ayudarle a quitarse la capa.

Durante los dos últimos años Azîza había crecido con mucha rapidez, pero sin perder su delicada figura. Sus movimientos aún eran gráciles como los de una gacela y su conducta irreprochable, tal como hubiera deseado un padre. Pero lo más importante era que seguía siendo su hija, su hija regalada, aun cuando al parecer se estaba convirtiendo en una mujer.