30

Antes de que Cornelisz tomara una decisión, de pronto la nave se inclinó a un lado y los libros y los aparatos se deslizaron por encima de la mesa.

—¿Y ahora qué diablos ocurre? —preguntó su padre en tono irritado.

—Iré a ver.

Aliviado por poder postergar el debate un poco más, Cornelisz echó a correr a lo largo del pasillo.

El capitán Da Palha se aferraba al mástil con una mano mientras con la otra sostenía su gorro de terciopelo rojo púrpura adornado con una pluma. El precioso jubón, las elegantes calzas… el agua salada lo había empapado todo. Al parecer, una ola había alcanzado al capitán y arrastrado a todo lo que no estaba sujeto por encima de la borda. Alvaréz, el timonel, le gritó unas palabras al oído, casi apagadas por el viento, acerca de un rumbo equivocado, pero el capitán negó con la cabeza.

—¡Si navegamos en el rumbo equivocado, vos tenéis la culpa, mis órdenes fueron muy precisas!

—¡El viento sopla con demasiado fuerza, nos estamos alejando hacia el oeste, debéis dar la orden de cambiar de rumbo!

—¡Me parece que olvidáis quién manda en esta nave!

—¡Cuidado, agarraos! ¡Viene una ola de popa!

El timonel gritó su advertencia y empujó contra el timón. Cornelisz se estremeció al ver la siguiente ola y, en la medida que la marejada se lo permitía, echó a correr hacia el camarote.

El viento se embraveció y todos quienes estaban en cubierta trataron de aferrarse a algo. Las olas enormes no dejaban de barrer la cubierta, al tiempo que Alvaréz se aferraba al timón y procuraba conducir la nave. Olas cubiertas de espuma cubrían la cubierta una y otra vez hasta que todo quedó empapado y los ojos de los marineros se enrojecieron debido al viento y al agotamiento. Sin embargo, la San Pietro era una nave muy marinera y cada vez volvía a surgir de los valles entre las olas desprendiéndose del agua como un perro mojado.

Por fin la tormenta amainó durante la noche y los densos nubarrones se abrieron. Miguel de Alvaréz había aprovechado la oportunidad y estaba en cubierta sosteniendo el cuadrante, escudriñando el firmamento nublado en busca de Polaris, la estrella del norte. ¡Allí estaba! Y en efecto: tal como había temido, estaba demasiado baja en el horizonte.

—¿Y bien? ¿A qué conclusión habéis llegado? —dijo el capitán en tono engañosamente suave a sus espaldas. Miguel se volvió. Sonriendo con expresión burlona, el capitán estaba de pie junto a la caseta del timón; los blancos pliegues de su camisa brillaban en la oscuridad. Miguel le tendió la tablilla de madera.

—¡Mirad vos mismo!

—¡No, no, no es necesario, para eso os tengo a vos! —contestó Da Palha—. Limitaos a informarme de vuestros cálculos.

—Bien —dijo Miguel, y se relajó un poco; quizás el capitán acabaría por demostrar cierta sensatez—. Según mis cálculos, nos encontramos a alrededor de un día de viaje de las Canarias. Esas islas se encuentran próximas y es de suponer que podamos alcanzarlas pronto para aprovisionarnos de agua potable.

—¿Así que eso es lo que opináis? Vaya, muy interesante; sin embargo, no estoy de acuerdo con vuestras conclusiones, así que tened la bondad de cambiar de rumbo y dirigíos al noreste. Además, que todos los hombres suban a cubierta, ¡ese hato de perezosos ha de hacer algo! Mañana al mediodía yo mismo calcularé el nuevo rumbo mediante mi astrolabio. Hasta entonces, que os vaya bien, timonel.

Miguel hizo chirriar los dientes, presa de la furia, y tuvo que reprimir el impulso de derribarlo de un puñetazo; lo único que se lo impidió fue la sensatez. El capitán lo haría encadenar y quizás insistiría en timonear el barco él mismo. ¡Y, entonces, que Dios se apiade de ellos! Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Miguel asintió con la cabeza.

—Sim, senhor!

Con una sonrisa satisfecha, el capitán abandonó la cubierta.

Pero dos días después tras ese cambio de rumbo, Miguel reaccionó de manera menos prudente.

—Entretanto, navegamos demasiado próximos a tierra firme y si no me creéis, interrogad a vuestra efeméride y a vuestra vara de Jacob. Aquí hay corrientes peligrosas y bancos de arena. ¡Tenéis que cambiar de rumbo, capitán, de lo contrario corremos peligro!

—¿Ah, sí? ¿Y he de hacerlo porque vos lo decís? —dijo Da Palha en tono burlón, y alzó su bastón, como si se dispusiera a golpear al timonel.

Miguel adoptó una posición defensiva en el acto. Habían pasado veinte años desde la última vez que su padre lo había golpeado con un bastón, pero el capitán solo apoyó la punta contra el pecho de Miguel y lo obligó a retroceder paso a paso.

—Vuestra conducta irrespetuosa me desagrada, timonel. ¡Desapareced de mi vista! —rugió—. Quedáis arrestado en vuestro camarote. En Santa Cruz de Aguér os entregaré al comandante del puerto.

—¡Si es que alguna vez llegamos allí! —replicó Miguel a voz en cuello y, presa de la ira, se arrancó el gorro de la cabeza y lo arrojó al mar.

¡Con el capitán como timonel, navegarían directamente hacia la perdición!

—¡En caso de que alguna vez logremos llegar allí, solo será mediante la ayuda de Dios! —rugió; después se metió en su camarote.

La desgracia los alcanzó de madrugada. Miguel había hecho caso omiso de las órdenes del capitán y estaba acurrucado junto al mástil. No se sentía seguro bajo cubierta, no con ese capitán y aún menos emprendiendo ese rumbo. Algo le decía que durante la tormenta de los últimos días se habían acercado peligrosamente a tierra, ¡podía olerlo! «Lo comprobaré, a más tardar cuando salga el sol», pensó, y que el capitán dijera lo que le diera la gana. Cruzó los brazos encima de las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.

El viento arreciaba y la nave empezó a luchar contra las olas. Permanecer tendido en la litera le resultaba insoportable a Cornelisz: ese cabeceo permanente, esa perpetua necesidad de aferrarse para no caer de la litera… Dormir resultaba impensable. Durante horas había intentado preparar las palabras que le diría a su padre en su siguiente conversación, ensayó explicaciones y buscó argumentos que resultaran convincentes y que sirvieran para explicar por qué prefería no convertirse en un comerciante.

Allí, en medio de la agitada noche, aferrado a la borda de esa cáscara de nuez, se dio cuenta de algo nuevo. No solo se trataba de describir su deseo más profundo, sino de que resultaba imposible seguir el ejemplo de su padre. Él no era un comerciante, era incapaz de dirigir una empresa, sencillamente no lo llevaba en la sangre. Fracasaría y tenía que conseguir que su padre lo comprendiera.

Aunque aún estaba oscuro, las montañas de la costa ya se recortaban contra el cielo, así que navegaban muy cerca de la orilla. La nave rolaba y se encabritaba; Cornelisz se agarró a la borda; el viento tironeaba de sus cabellos e hinchaba su jubón como si fuera una vela, pero eso no lo amedrentó: tenía que encontrar una solución.

De repente se le ocurrió una idea: si él no podía ser el sucesor de su padre, entonces tendría que ser otro, alguien a quien su padre pudiera confiarle la tarea y que ambos elegirían. Además de un sueldo fijo, debía recibir una parte de las ganancias porque entonces se afanaría en el trabajo. Solo tenían que encontrar un administrador digno de confianza o también un compañero que conociera y amara el negocio. Sí: esa era una solución perfecta. El viento eliminó toda la inseguridad del corazón de Cornelisz y soltó una carcajada de alivio.

De pronto un temblor funesto recorrió el casco de la nave, seguido del crujido de la madera que se partía. Miguel se puso de pie de un brinco y corrió hacia la borda. En ese mismo instante el hombre que llevaba el timón gritó:

—¡Fondo! ¡Todos a cubierta! ¡Hemos encallado!

¡La costa! Se habían acercado demasiado a ella. Miguel casi no daba crédito a lo que veía: enormes olas coronadas de espuma blanca se lanzaban contra la San Pietro. Habían circunnavegado un cabo y los había alcanzado una peligrosa corriente; allí, cubierto de espuma, el mar rolaba por encima de unas rocas justo por debajo de la superficie del agua, convirtiendo el bergantín en un juguete de las olas. Al igual que un pequeño bote, las olas arrojaban la nave de un lado al otro, el mar barría la cubierta y se derramaba escalerilla abajo. Olas enormes azotaban el casco con un sonido atronador y lanzaban la San Pietro contra las invisibles rocas sumergidas. La nave rolaba pesada y descontroladamente de un lado al otro y de pronto se inclinó a un lado.

—¡A las bombas! —rugió Miguel, y la cubierta se llenó de hombres en el acto, pero ninguno cumplió la orden. Algunos chillaban, otros se persignaban y el capitán se arrodilló en cubierta rezando en voz alta.

—¡El agua está entrando, nos hundimos! —gritaron voces aterradas—. ¡Virgen Santa, ayúdanos!

Los maderos de la bonita nave reventaron soltando un crujido, las velas y los cabos volaron por encima de la cubierta «y las bombas ya resultan inútiles», pensó Miguel.

—¡Hay agua en el compartimento de carga! —gritó un hombre—. ¡Y sube!

—Bajad el bote salvavidas, ¡rápido! —ordenó el capitán.

—¡Es demasiado pequeño para tantos hombres! —gritó Miguel, esforzándose por agarrarse a la borda inclinada barrida por las olas.

Unos cuantos marineros ya no podían mantenerse en pie sobre los maderos empapados y se deslizaron al mar, otros cayeron al agua desde la popa. El hijo del comerciante, un muchacho joven que en realidad debería estar en el lujoso camarote de popa, se aferró a uno de los cabos.

«¡Espero que se suelte a tiempo —pensó Miguel—, porque el barco no tardará en hundirse!». Entonces notó que un cabo se había enrollado en torno al pie del muchacho, que intentaba zafarse inútilmente.

Dos hombres cayeron de las jarcias, gritando y agitando los brazos, se precipitaron al vacío y desaparecieron bajo las olas. El mástil se partió, golpeó a un marinero en la cabeza y reventó su cuerpo contra los maderos de la cubierta antes de chocar contra la borda y hacerla añicos. En medio de ese infierno, alguien entonaba un salmo.

Miguel se abrió paso hasta el joven pasajero e indicó el cuchillo que llevaba en el cinto. No tenía una mano libre, pero el muchacho comprendió de inmediato, cogió el cuchillo, lo arrancó del cinto, cortó el cabo y se puso de pie.

—¡Gracias! —gritó—. ¡Os lo agradezco!

—¡Devuélveme el cuchillo!

El joven asintió, aguardó a que pasara la ola siguiente, le arrojó el cuchillo a Miguel y el puñal se clavó a los pies del timonel.

«Buen tiro», pensó Miguel, la empuñadura aún temblaba cuando arrancó la hoja de la madera y volvió a colgársela del cinto.

—¿Sabes nadar? ¡Entonces salta! —le gritó al muchacho.

Después se volvió: ahora se trataba de sálvese quien pueda.

A lo lejos, las montañas de la costa africana brillaban bajo la luz del amanecer. Miguel calculó que se encontraba a alrededor de media milla de la costa.

—Ayuda a esos hombres valientes, Dios mío.

Se aseguró de que su cuchillo estuviera colgado de su cinto junto al viejo octante, se persignó y se lanzó al mar.