Willem van Lange estaba de pie ante una enorme mesa que, como las literas, estaba fijada al suelo para evitar que se desplazara en caso de mala mar. Estaba cubierta de listas y libros de la agencia, de cartas náuticas y portulanos en las que figuraban las líneas costeras, las bahías protegidas y los puertos. Encima reposaban un cuadrante y un reloj de arena. A través de la ventana de cristales emplomados penetraba una luz mortecina que hacía brillar un astrolabio de cobre. Quizá su padre volvía a ocuparse de temas náuticos…
Cornelisz contempló las cartas, casi sin prestar atención a las explicaciones de su padre. Aunque no lograba identificar nada en la confusa red de delgadas líneas, intentó descubrir un sistema o una pauta.
—… por eso ahora has de saber de qué trata este viaje especial —oyó que decía su padre—. Resulta que aparte de ciertas peculiaridades, a saber los acuerdos con Van der Beurse de los cuales te informaré minuciosamente más adelante, trata sobre todo de las rutas comerciales y con respecto a ellas es imprescindible que estés informado. Pero para ser precisos, trata de otras cosas, de mucho más.
Su padre reflexionó un instante, mediante un vistazo lateral se aseguró de que Cornelisz lo escuchaba antes de decir en tono significativo:
—Nos encontramos en un momento decisivo, hijo mío, porque en primer lugar tenemos la oportunidad de convertirnos en una empresa grande y de mucha influencia.
Willem van Lange carraspeó.
—Iré al grano sin rodeos. Gran parte de nuestra fortuna, en realidad casi todos nuestros bienes, están metidos en las letras de cambio que invertí en el comercio oriental de Van der Beurse. Lo recuerdas, ¿verdad?, tratan de pimienta y nuez moscada, pero, y lo sé de buena fuente —prosiguió—, las tropas del sultán Solimán marchan sobre Belgrado encabezadas por sus crueles jenízaros, la elite del ejército osmanlí. Y supongo que el significado es claro, ¿no?: habrá una guerra.
El comerciante se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las cartas. Quizá por enésima vez, comprobó las líneas marcadas, las rutas comerciales que, procedentes del Lejano Oriente, se cruzaban en Constantinopla y desde allí se dirigían en forma de estrella hacia el oeste y el norte.
—Claro que te preguntarás qué significa todo eso para nosotros. Ahora te lo diré, entre otras cosas, lo siguiente: si el osmanlí extiende su reino hacia el norte y el oeste, entonces la antigua ruta comercial que va desde las costas de especias hasta Amberes se volverá intransitable, al menos mientras dure la guerra, pero tal vez también para siempre. He ahí el ojo de la aguja —dijo, señalando Constantinopla con el dedo—. Lo primero que harán los osmanlíes, junto con sus vecinos árabes, será apoderarse de todo el comercio de especias con la India e incluso los venecianos se verán impotentes, aun recurriendo a la diplomacia o a las armas. Si el sultán sale victorioso de esta nueva guerra, entonces aquí todo habrá acabado, ¿comprendes? Pero incluso si pierde la guerra, también y exactamente aquí, a saber.
Recorrió el borde de la carta en la cual, además de la costa del Mediterráneo, del Levante y del mar Arábigo se distinguía perfectamente el inmenso reino osmanlí y sus fronteras orientales.
—O sea, debido al bloqueo hacia el este. ¿Lo comprendes ahora?
Cornelisz asintió en silencio. Sabía por experiencia que su padre rara vez tomaba nota de sus respuestas.
—¡Y el rey español, coronado emperador hace solo unas semanas en Aquisgrán, no hace nada para impedirlo, nada! —exclamó el comerciante—. ¿Acaso Carlos V toma medidas para impedir dicho desarrollo? ¡No! ¿Lo toma en serio, al menos? ¡Tampoco! ¡No tiene nada mejor que hacer que dejarse arrastrar por Francia a esa insensata campaña militar en el norte de Italia y deja que su tía se las arregle como pueda en los Países Bajos! ¡Está ciego! Espero que comprenda que son los comerciantes, hombres como yo, quienes afianzan y conforman su reino. ¡Somos nosotros quienes le llenamos la caja! ¡Lo único que nos hará avanzar es el comercio, no la guerra!
Su padre no había tardado en enardecerse y recorría el camarote dando zancadas y su capa forrada de pieles ondeaba en torno a sus piernas.
Cornelisz no entendía muy bien por qué su padre estaba tan exaltado. Desde siempre, lo había atraído la resistencia, los riesgos, la jugada osada. Si un camino se cerraba, buscaba y encontraba otro que en general encima resultaba más lucrativo. Entonces, ¿a qué se debía su inquietud?
—¿Y qué hacen todos los comerciantes de Amberes, de todo Flandes? ¡Se cagan en los pantalones! ¡Ninguno de ellos tiene las agallas suficientes, solo los de Ámsterdam y ese, el de Brujas!
Cornelisz sabía que con «ese, el de Brujas» se refería a la empresa de Van der Beurse, quien hacía mucho tiempo era el modelo de Willem van Lange.
—Lo dicho: alguien debía tomar la iniciativa, porque es hora de establecer otra ruta y no por tierra sino por mar, en torno a África, ¡ese es el futuro! Solo así podremos darle la espalda al osmanlí y sus correligionarios y rodearlos. ¡Entonces podrán montar bloqueos dónde y cuándo quieran, porque no lograrán detenernos! —dijo Van Lange, casi gritando.
»Hace casi veinte años que esa ruta existe ¿y quién la descubrió? Lo sabes, hijo mío, porque te lo he dicho hace ya muchos años: fueron marinos portugueses. Hace años que se han instalado en toda la costa de África y en Goa, su colonia india, y dominan las rutas del transporte marítimo. Y esta es la pregunta más importante: ¿por qué no la aprovechamos también nosotros, por amor de Dios? ¿Por qué hasta ahora nos hemos negado a colaborar con los portugueses? ¿Y por qué no hemos equipado nuestras propias naves para navegar en torno a África ni reunido una flota o incluso fundado una compañía con ese fin? ¡Porque la famosa visión de futuro de nuestros comerciantes de Amberes no va más allá de la punta de sus narices y porque apocados, se lamentan del supuestamente elevado riesgo en cuanto se trata de emprender algo nuevo!
Cornelisz se inclinó sobre las cartas apoyadas en la mesa; aborrecía los arrebatos y los gritos y además estaba harto de esa interminable retahíla.
Van Lange vertió vino en una copa y bebió un buen trago. La nave se escoraba y cabeceaba, de modo que Cornelisz se aferró instintivamente al borde de la mesa mientras su padre se afirmaba sobre ambas piernas y agitaba su copa.
—Los marinos portugueses son los vencedores natos de los mares —prosiguió por fin en tono más tranquilo—. Y, además, lo saben desde siempre: la riqueza no se encuentra en Occidente, en esa isla Hispañola, tal como afirma Colombo el genovés, se encuentra exactamente en la dirección opuesta, en Oriente. Por eso no resulta sorprendente que se enriquezcan con cada cargamento de una nave —dijo.
Hacía bastante tiempo que su padre estaba enamorado de la idea de ahorrarse el tiempo y los costes —y sobre todo los elevados aranceles que los árabes y los osmanlíes les cobraban a todas las caravanas procedentes de la India— circunnavegando África. Cornelisz estaba al tanto de las a menudo vehementes discusiones en torno a ese tema que su padre mantenía con el conjunto de los comerciantes de Amberes y hacía años que observaba cómo se afanaba en despertar el interés por esa nueva ruta, según él mucho más lucrativa. También había sugerido la fundación de una sociedad mercantil en diversas ocasiones, pero fue en vano: todos los potenciales participantes rechazaron la idea. Sus argumentos en contra siempre se resumían en dos palabras: demasiado arriesgado. Sin embargo, su padre seguía tan convencido por sus propios argumentos como siempre. ¿Por qué las arrugas de preocupación le surcaban la frente? ¿Y qué relación guardaba todo eso con el viaje?
—¡La ruta marítima en torno a África multiplicará mil veces nuestras ganancias! —exclamó su padre—. Si no recorremos la nueva ruta de una buena vez, los comerciantes españoles y portugueses pronto nos habrán expulsado de todo el comercio de especias. Hemos de ponernos de acuerdo con ellos cuanto antes, porque de lo contrario, ¿qué otra cosa nos quedará a nosotros, los de Amberes? Te lo diré: ¡en vez de las islas Molucas, el mar del Norte, en vez de nuez moscada, solo pieles y pescado seco!
¿Pieles y pescados? Se refería a la Hansa, a la que su padre despreciaba, puesto que según su opinión, los comerciantes de la Hansa carecían de coraje y de visión de futuro.
—¿Qué son el bacalao, el ámbar y las pieles en comparación con el azafrán, la canela y la nuez moscada? —preguntó su padre, haciendo un gesto negativo con la mano—. Pero te digo que si los de Amberes no quieren escucharme, acabarán por lamentarlo. ¡Les demostraré que tengo razón y les mostraré lo que se pierden! Esta vez lo he apostado todo a una carta, todo.
Tras dichas palabras, Willem van Lange bebió el resto del vino; de pronto pareció tener calor porque tironeó del cuello de su camisa y se secó el sudor de la frente.
—¡He enviado tres naves, hijo, tres naves cargadas hasta los topes! Una vez que hayan circunnavegado el condenado cabo, cuando ya nada pueda salir mal, emprenderán la volta pelo largo, el gran rodeo. Es la ruta más larga, pero también la más rápida gracias a los vientos favorables —siguió diciendo el comerciante—. ¡Y cuatro meses después estarán en Amberes!
Había recuperado el control y jugueteaba con la copa vacía, con la mirada dirigida hacia la lejanía. Lo que vio allí pareció satisfacerlo, porque las arrugas desaparecieron de su frente.
—Me he hecho responsable de ello y tanto de nuestra propia parte como de la de Van der Beurse; reconozco que supone cierto riesgo, pero ya conoces mi máxima: quien no arriesga no tiene derecho a lamentarse. Bien, sea como fuere, hace poco recibí la noticia de que todas las naves habían circunnavegado el cabo de Buena Esperanza sin sufrir ningún percance. Así que como verás, lo peor ha sido superado y dentro de unos cuatro meses llegarán a Amberes. Mientras nosotros navegaremos al encuentro de nuestra flota, la aguardaremos en la fortaleza portuguesa de Santa Cruz de Aguér, en la costa marroquí y regresaremos junto a ella a Amberes. ¡No dejaré escapar ese triunfo!
«Así que de eso se trataba», pensó Cornelisz, su padre quería darles una buena lección a los titubeantes comerciantes, quería superarlos con holgura, buscaba su aprobación y quería disfrutar de su satisfacción. Si había comprendido correctamente, entonces había mucho en juego y entendió por qué la frente de su padre se había cubierto de sudor.
Al parecer, Willem van Lange había hecho cargar en barcos portugueses —tanto en la India como en las islas de las especias— no solo sus propias mercaderías, sino también las de la empresa de Van der Beurse, el de Brujas, y había ordenado que emprendieran la peligrosa circunnavegación de África, pero sin obtener el acuerdo previo de Van der Beurse y por eso también sin contratar un seguro. Eso significaba que la casa Van Lange corría con todos los riesgos. ¿Todo a una carta?
«Por supuesto», pensó.
Sin embargo, si todo salía bien, entonces a él también le correspondía la gloria. ¿Unas ganancias multiplicadas por mil? Dios sabe que eso suponía un considerable estímulo para su padre. La riqueza y el reconocimiento eran alicientes a los que no podía resistirse, porque hacía mucho tiempo que ansiaba ocupar un asiento en el consejo. Por lo visto, tras muchos meses de incertidumbre y de espera en Amberes ya no aguantó más, así que ahora se apresuraba a navegar al encuentro de sus barcos y él, Cornelisz, su hijo y sucesor, debía ser testigo de su triunfo.
Su padre era así y, ¿cómo no admirar a un hombre como él? Pero al mismo tiempo, Cornelisz se sentía más lejos de él que nunca.
El comerciante volvió a deambular por el camarote. Ya seguía reflexionando.
—De ese modo, nos haremos con la mercancía de inmediato y ya desde Santa Cruz podremos organizar el reparto y el transporte. Pero aún más importante es que seremos los primeros en obtener informes detallados sobre la nueva ruta. El futuro de nuestra empresa dependerá de los capitanes portugueses, de su valor y su destreza, así que también el tuyo. Ellos nos proporcionarán informes de primera mano, por ejemplo acerca de las nuevas naves que hemos de construir. Dicha información nos ofrece una ventaja que será decisiva. Por eso insistí en que me acompañaras, por eso has de participar en este asunto desde el principio. Más adelante podrás contarles este viaje a tus propios hijos. Les contarás los riesgos que tuvimos que asumir para convertir nuestra empresa en una de las más grandes e importantes.
Van Lange contempló a su hijo, pero ¿de verdad lo veía? ¿Acaso en realidad no estaba contemplando una larga serie de sucesores imaginarios? Y qué esperaba de él: ¿aprobación, entusiasmo o incluso la absolución por haber asumido un riesgo tan elevado?
—Echa un vistazo a las listas de la carga —mandó el comerciante, abrió la pesada tapa de su arca noe, un gran arcón guarnecido de hierro, y extrajo un libro encuadernado en cuero—. Toma, echa una mirada a nuestros pedidos.
Su padre trataba ese libro de pedidos con el mismo cuidado que una Biblia, era como una reliquia.
Cornelisz lo abrió, recorrió las listas con el dedo y las leyó. Los pedidos eran de maderas nobles, cotón y seda de diversas calidades, de porcelana pintada de la remota Catay, algunos diamantes en bruto especiales de la India y también de pimienta y otras especias de las Molucas.
—De momento, seremos los únicos capaces de ofrecerles algo decente a los de Amberes. No podrán dejar de invitarme a ocupar un asiento en el consejo de la ciudad. Y por supuesto que los Van der Beurse de Brujas cambiarán de opinión sobre una asociación con nuestra empresa cuando sus cajas de caudales estén repletas gracias a este golpe maestro —dijo su padre, frotándose las manos.
Los Van der Beurse tenían acceso a la corte y eso era lo que más lo estimulaba. Se acercó a la ventana y dirigió la mirada hacia fuera, pero era de suponer que, en vez del mar bravío, lo que veía era un futuro brillante. Cornelisz conocía las ideas de su padre acerca de una posible asociación entre ambas empresas. Si por él fuera, incluso tenía cabida un matrimonio entre Cornelisz y la hija menor de Van der Beurse, una idea que a Cornelisz le producía un profundo temor. No obstante, se alegró de que su padre confiara en él hasta ese punto y que incluso le confesara sus dudas. Era la primera vez que ocurría. A lo mejor él también debería confiar en su padre, hablarle de igual a igual por así decir y presentarle sus anhelos y sus planes de futuro con el mismo énfasis de su padre.