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Alcazaba de Tadakilt

¿Qué hubiera opinado Lucia de ese pequeño paraíso en medio del desierto? ¿Le hubiesen gustado los fascinantes jardines del oasis, los gruesos muros del castillo y su amable propietario? Mirijam sumergió la mano en el agua de la fuente y la agitó, formando pequeñas olas que se derramaron por encima del borde y cayeron en los azules zelliges del estanque inferior y desde allí en las estrechas canaletas que recorrían el jardín en todas las direcciones.

Aspiró el dulce aroma de las plantas; incluso ese suave perfume —al igual que el vuelo de las mariposas multicolores o el fugaz oleaje de las aguas— le resultaba más concreto y comprensible que la noticia de la muerte de Lucia. Claro que en su fuero íntimo hacía tiempo que había comprendido el significado del sueño que antaño tuvo en las mazmorras, en el que dos monedas cubrían los ojos cerrados de Lucia. Visto así, la información del abu Mansour más bien suponía una confirmación. Sin embargo, la muerte de Lucia seguía siendo algo extrañamente abstracto para ella: en su imaginación su hermana aún estaba sentada a bordo de la Palomina cosiendo un vestido. Pero al mismo tiempo también la veía en la playa de aquella isla desconocida, gritando y debatiéndose, confusa y desanimada. Y su última mirada mientras avanzaba en la fila de prisioneros, ausente y vacía como la de una muñeca.

Al recordarlo sintió una opresión en el pecho. ¿Así que ahora estaba completamente sola en el mundo, la última de su familia? Todavía estaba el abogado Cohn, desde luego, pero él siempre le pareció un extraño. De vez en cuando intentó hacerle preguntas sobre España y su madre, sobre la vida que había llevado allí, pero el abogado siempre la despachó en tono malhumorado. Pese a que los muros y el patio aún irradiaban calor, Mirijam se estremeció.

Cuando el sol, semejante a un abrasador disco de metal, colgaba en el cielo, un jinete apareció en el castillo. Llevaba el atuendo rojo y el fez de los solados osmanlíes del pachá de Al-Djesaïr, que residía allí como representante del sultán osmanlí de Constantinopla. Mirijam, inmersa en las tareas del jardín, lo descubrió y se asustó. ¡Ese hombre era muy parecido a los guardias de las mazmorras! Se apresuró a ocultarse bajo las ramas, se cubrió los cabellos y la cara con el velo y se quedó quieta. Mientras el soldado se frotaba la espalda dolorida, Mirijam permaneció acurrucada a pocos pasos del hombre tras las hojas y las ramas bajas, y con el corazón palpitante.

Sîdi Alí saludó al mensajero del pachá con toda la amabilidad correspondiente. Después cogió la carta que el mensajero le alcanzó, rompió el sello y la leyó.

—¡Por la vida del Profeta, alabado sea su nombre, esta es una pretensión sumamente extraña! —exclamó en tono sorprendido—. ¿Por qué, os pregunto, valiente Hassan al-Dey, por qué diablos vuestro señor querría saber algo acerca del paradero de la inútil de mi esclava? Incluso me ofrece una elevada suma por ella. ¿Acaso hubo algo irregular en la compra de dicha esclava?

El soldado llamado Hassan introdujo los pulgares en su faja roja y contestó en tono muy digno:

—Jamás le pregunto el porqué a mi señor, sherif, a lo sumo a veces le pregunto el cómo. Me enseñaron a obedecer y a cumplir con mi deber.

—Desde luego, por supuesto, lo comprendo perfectamente —se apresuró a contestar el médico.

—Pero por casualidad —prosiguió el soldado, y se balanceó de un lado a otro—, por mera casualidad puedo responder a vuestra pregunta, sherif hakim, puesto que estaba presente cuando el pachá discutió el asunto con su escribiente.

El soldado se pasó la mano por la barba y se acomodó la ancha faja, dejando ver el brillo de la empuñadura enjoyada de su alfanje.

—Que yo sepa —continuó—, se trata de un asunto relacionado con las tierras del norte y se remonta a la pretensión de un comerciante de Flandes o de Borgoña o como sea que se llame esa comarca del norte. Según he entendido, mi señor, que el Profeta le regale salud y una larga vida, hizo excelentes negocios con él —añadió, y parecía disfrutar de su información privilegiada—. No obstante, todo siempre se trataba de… ¡Vaya, estoy hecho un parlanchín!

El mensajero se interrumpió forzando una sonrisa, pero prosiguió de inmediato.

—Claro que confiaba en hacer más negocios, por supuesto. Al parecer, ese comerciante no solo obtiene extraordinarias ganancias; de momento, su nada escasa influencia se extiende hasta el Adriático y el Mediterráneo, donde con frecuencia cada vez mayor se producen coincidencias con las zonas de interés del sultán. Entre otras cosas, se trata de la reconquista de las colonias venecianas situadas a lo largo de la costa griega y de… —el soldado carraspeó—, bien, sea como sea, en todo caso el pachá tiene interés en quedar bien con dicho comerciante, aunque más no sea para apoyar al sultán. Pero todo esto es solo de pasada, noble hakim, y solo porque da la casualidad que puedo saciar vuestras ansias de saber.

El soldado osmanlí miró en derredor y continuó en voz más baja:

—Pero ahora retomemos mi encargo. Puedo hablaros con sinceridad, ¿no? —preguntó, y siguió hablando sin aguardar una respuesta—. Resumiendo: por un motivo que desconozco, esa esclava supone un incordio para aquel comerciante y nos ha pedido ayuda en este asunto. Por desgracia, la carta en cuestión solo llegó a nuestras manos hace poco tiempo. Cuando emprendimos la búsqueda de la esclava, comprobamos que vos comprasteis la muchacha pocos días después de su llegada a Al-Djesaïr. Es así, ¿verdad? Al parecer, se llama Mirijam, lo cual indica que es hija del pueblo judío. El pachá ordena que la matéis de inmediato. El tema de la hermana ya está solucionado. Vivió en el palacio durante escaso tiempo, pero era una situación insostenible.

Durante un momento, el soldado dejó que sus palabras surtieran efecto, luego añadió:

—Así que la orden de mi señor es la siguiente: deshaceos de la esclava judía. En cambio, vos, honorable sherif hakim, recibiréis una cuantiosa indemnización por vuestro inconveniente. Mirad: esto es lo que os envía nuestro generoso pachá, a quien Alá regale una larga vida —dijo.

Entonces extrajo un talego repleto de sus ropas y se lo tendió al médico.

Oculta tras la cortina de hojas, Mirijam observaba a ambos hombres que caminaban de un lado a otro e intercambiaban palabras en tono animado. Casi le pareció que ambos charlaban amablemente, como si mantuvieran una conversación intrascendente ¡y no una en la que a ella le iba la vida! Hacía rato que no comprendía todas las palabras debido al zumbido en sus oídos. ¿Que debían darle muerte? ¿Que moriría asesinada como antes Lucia, si es que había entendido correctamente? Por consiguiente, Lucia no había muerto por la fiebre. ¿Y en casa estaban enterados de que fue raptada y en vez de pagar el rescate planeaban su muerte?

En ese momento, ambos hombres se detuvieron junto a su escondrijo. El soldado osmanlí estaba de pie —con las piernas abiertas y balanceándose sobre la punta de los pies— justo delante de ella. Frente a él, el hakim alzaba las manos al cielo y clamaba en voz alta.

—¡Ay, resulta que hace tiempo que ha muerto! ¡Por cierto: hubiera significado una ganancia considerable, dado que en aquel entonces solo me costó cinco dinares! ¡Qué pena! —exclamó, se retorció las manos y prosiguió con expresión apesadumbrada—. Lamento profundamente la voluntad de Alá, mi estimado amigo, pero esa esclava murió poco después de nuestra llegada a la alcazaba de Tadakilt, seguro que alguien podrá indicaros el lugar donde está enterrada.

El médico sacudió repetidamente la cabeza.

—En realidad, no sé por qué la compré, tal vez me estoy haciendo viejo. Era flaca, enfermiza y débil, una inútil. E imaginaos: ¡para colmo, el Todopoderoso hizo que fuera muda! Una mala compra, por Alá. Estoy convencido de que os imaginaréis cuánto me hubiera gustado recibir esa suma que el pachá hubiese estado dispuesto a pagar por ella. ¡Ese bonito dinero! —dijo, y volvió a suspirar.

El soldado lo había observado atentamente y entonces él también estiró los brazos y chasqueó compasivamente con la lengua.

—¿Decís que la muchacha era muda y ha fallecido? Eso si que es mala suerte. La illah illalah! Pero así es la vida, a veces ganas, otras pierdes y las decisiones de Alá, el Omnisciente, son indescifrables. Sin embargo, lo más importante o al menos así me parece, lo más importante es que la muchacha ya no está con vida. En cuanto a eso os he comprendido correctamente, ¿verdad? Estáis seguro de que está muerta…

—Lo dicho, estimado Hassan al-Dey, murió tras nuestra llegada.

El soldado asintió, volvió a guardar el talego en un bolsillo oculto de su atuendo y se dispuso a marchar.

—Me apresuraré a informar a nuestro señor que ahora nada se interpone en sus negocios. Y os agradezco en su nombre por esta buena noticia. Que Alá os bendiga, sherif hakim, y también a vuestra casa.

—Y también a vos, Hassan al-Dey —respondió el viejo médico—. Y también a vos. Que os conceda un buen viaje y un feliz regreso al hogar. Venid, os acompañaré hasta la puerta.

Entonces ambos hombres se alejaron.

Cuando Alí el-Mansour la llamó, Mirijam seguía acurrucada bajo el arbusto y temblaba al salir de su escondite.

Profundamente inquieto, el sherif rodeó la fuente y miró varias veces en torno para comprobar que realmente estaban solos; luego cogió a Mirijam de los hombros.

—¿Lo has oído todo? Sí, eso supuse. Entonces también habrás oído que mencioné tu mudez, ¿no? Al parecer, él desconocía dicho detalle. Es de no creer: mi locuacidad lo ha empeorado todo. ¡Que Alá me marchite la lengua!

Mirijam le lanzó una mirada interrogativa.

El hakim suspiró y se retorció las manos.

—Tu identidad no seguirá siendo un secreto durante mucho tiempo, no después de que precisamente yo le revelara a quién ha de buscar: a una esclava muda. ¿En qué estaría pensando, por Alá? Ahora hemos de emprender algo de inmediato, de lo contrario habrá una desgracia —dijo, meneando la cabeza con expresión afligida—, pero ¿qué?

Mirijam sabía que no esperaba una respuesta; además, sabía que el médico no permitiría que le hicieran daño y, lentamente, el corazón dejó de latirle tan aprisa.

El viejo médico deslizó la mirada por el patio interior, contempló los senderos y sus bonitas baldosas, la fuente, los granados que ya portaban frutos y las flores como si los viera por primera vez. Volvió a suspirar y después recuperó el control.

—Ahora escúchame con atención, Azîza. Por lo visto, aún estás en peligro. Dentro de poco, el soldado del pachá habrá descubierto que una esclava muda llamada Azîza vive conmigo, solo tendrá que repartir algunas monedas de oro en la aldea —dijo, y se interrumpió—. Estoy seguro —prosiguió por fin— de que regresará.

«¿Qué he de hacer, escapar y esconderme? Pero ¿dónde?», pensó Mirijam, desorbitada por el miedo.

Mientras tanto, el hakim se llevó las manos a la espalda y caminó en torno a la fuente. Al hablar de la muerte de Azîza y al mismo tiempo delatarse por error, él mismo corría un gran peligro. Si el pachá descubría que la muchacha que él quería saber muerta había sido ocultada de su esbirro con intención traicionera, su vida corría peligro, por más méritos que hubiese hecho en el pasado. Así que poner a salvo a Azîza también suponía salvarse a sí mismo.

Eso significaba que debía abandonar todo lo que hasta entonces había conformado su vida como erudito y como médico. El hakim solo reflexionó unos momentos.

—No temas, pequeña, no temas, haré todo lo posible por salvarte y también a mí mismo —dijo, y dio otra vuelta en torno a la fuente.

»Por eso partiremos mañana por la mañana, de madrugada. Será un largo viaje, incluso uno muy largo. Afortunadamente, hace ya cierto tiempo que tengo la intención de realizar un viaje de estudios, así que nadie se sorprenderá si por fin pongo en marcha mi proyecto. Y tampoco causará sorpresa que tú me acompañes. Todos saben que no puedo renunciar a tus servicios como escribiente. Sí: eso es lo que haremos, pero solo de camino descubrirás adónde nos dirigimos, porque aquí las paredes tienen oídos. Ahora has de preparar tu petate y luego ven a mi estudio; pese a las prisas, hemos de preparar varias cosas.

Mirijam se apresuró a garabatear algo en su pequeño cuaderno.

«¡No marchar de aquí —ponía—, a casa!».

El sherif Alí el-Mansour leyó las palabras.

—Lo sé, pero no tenemos elección. Date prisa, pequeña, el tiempo apremia. Ve en busca de Chekaoui y dile que venga.