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Con aire pensativo y las manos plegadas a sus espaldas, el médico recorría los sinuosos senderos del jardín. A los catorce años, esa niña que Alá le había enviado había sufrido un destino muy duro y sin embargo la pequeña no se daba por vencida. Era resistente y luchadora y no se dejaba doblegar. Durante el viaje había comprendido lo mucho que significaba para él; la había echado de menos, porque en el camino no dejó de toparse con cosas que le hubiera agradado mostrarle y explicarle su peculiaridad. Ella le proporcionaba mucha alegría.

Se detuvo bajo la higuera e inspiró su aroma incomparable. ¿Alegría? Esa no era la palabra idónea: en realidad, había desarrollado un gran afecto por Azîza, como si fuera su propia hija y, disimuladamente, se secó un par de lágrimas causadas por la emoción. Solo en los últimos días se había dado cuenta de a quién se asemejaba la pequeña: a Elisabetta, su amiga de la infancia del vecindario de Génova. ¿Se debía a sus rizos oscuros, su vivacidad o tal vez solo a su avidez de saber? En todo caso, Elisabetta y su pequeña Azîza bien podrían haber sido hermanas. Elisabetta también solía atosigarlo con sus preguntas. Por ejemplo, cuando regresaba de las clases en el seminario, ella ya lo aguardaba y metía la nariz en sus libros en vez de echarle una mano a su madre. Aprendía con facilidad y captaba ciertas cosas con mayor rapidez que él. Además, siempre estaba alegre y dispuesta a divertirse, pero también podía discutir con ella, porque tenía sus propias ideas. ¿Qué se habría hecho de ella? ¿Le habría tocado vivir una vida satisfecha e interesante, quizá junto a un hombre inteligente y rodeada de una numerosa familia? ¿O habría sufrido golpes duros del destino como la pequeña Azîza?

¡Ojalá lograra curar la mudez de la niña, ojalá se le ocurriera la tintura o la terapia correctas! Ya había intentado toda clase de remedios, pero pese a sus saberes, de momento no había logrado alcanzar un resultado positivo.

Al principio lo intentó poniendo en práctica los métodos menos agresivos, administrándole infusiones especiales y zumos curativos y aplicándole paños empapados en decocciones de hierbas en la garganta. Después le dio remedios para hacer gárgaras, pero nada de ello surtió efecto. Incluso el precioso fragmento de piel de elefante que durante un tiempo llevó pegado al pecho no dio resultado. Una y otra vez estudió los escritos de diversos médicos, entre ellos los del célebre Galeno y buscó una solución en el cúmulo de sus experiencias, pero sin éxito, por desgracia. Azîza permanecía muda. ¡Una gran pena, dado sus talentos!

Nunca hubiera creído que una muchacha tan joven, casi una niña, fuera capaz de pensar con tanta lógica o disponer de tantas capacidades e intereses. En poco tiempo había aprendido mucho sobre las diversas plantas curativas y sabía diferenciar entre los minerales eficaces junto con las múltiples maneras de prepararlos y aplicarlos. Había muchas cosas que solo podía mostrarle en las imágenes de los infolios, pero algunas también existían en forma de fragmentos de piedra, muestras o hierbas secas depositadas en los estantes de su estudio.

¡Cuán luminosa se volvía su expresión cuando mediante sus experimentos él le demostraba la eficacia de un producto y ella comprendía la conexión! Entonces era como si saliera el sol. Lo que más le agradaba era hacerlo ella misma y, atenta a sus indicaciones, entretanto ya había aprendido a elaborar ungüentos, infusiones u otros remedios con las hierbas del jardín.

Pero de vez en cuando, cuando sus ojos se ensombrecían y su mirada se perdía en la distancia, él sentía una profunda soledad. ¡Cuán inútil se consideraba en esos momentos! Por eso no le había contado nada acerca de los rumores sobre la empresa Van de Meulen. Por lo visto, entretanto ese abogado ya no comerciaba con telas y paños… pero no logró averiguar con qué clase de mercancías negociaba en cambio. ¡Y eso ya era bastante curioso, porque en general, no había nada que agradara más a los comerciantes que cotillear sobre sus colegas! Aunque en Al-Djesaïr la empresa Van de Meulen era muy conocida, cuando intentó averiguar más detalles se había topado con el más absoluto silencio. Por todas partes se encontró con respuestas esquivas, cejas alzadas y gestos elocuentes que pretendían insinuar que en ese caso, uno podía pillarse los dedos, pero eso fue todo. Según su experiencia, ello solo podía deberse a que el pachá estaba metido en el asunto. Incluso él, en su apartado oasis del desierto, estaba al tanto de los estrechos vínculos existentes entre el pachá y diversos socios comerciales del norte de Europa. Así que se tratara de lo que se tratase en este caso en especial, seguro que era más inteligente proseguir las averiguaciones en secreto, pero reservándose sus ideas para sí.

Echó un vistazo a su estudio a través de la puerta abierta. Azîza pasaba en limpio sus notas sobre la conducta de los neurópatas, como siempre con gran concentración y con la punta de la lengua asomando entre los labios. Las enfermedades nerviosas y sus posibilidades de curación la fascinaban especialmente. ¿A lo mejor debido a su hermana? ¿O porque tal vez también concernían a su propia dolencia?

Había visto informes acerca del supuesto efecto curativo de la música en personas a las que Alá ponía a prueba mediante una dolencia espiritual o la confusión de la mente. Al parecer, sobre todo los gnaoua del remoto sultanato de Al-Maghrebija surtían un efecto muy benéfico. Esos músicos eran oriundos de tierras situadas al sur del gran mar de arena, donde junto a Alá y al Dios cristiano también adoraban a antiquísimos demonios y dioses de la naturaleza. Antaño sus antepasados fueron raptados y vendidos como esclavos en el norte y habían llevado consigo sus ritos secretos. Decían que sus antepasados africanos aún hoy les proporcionaban un acceso intuitivo a muchas enfermedades. Suponiendo que en el caso de Mirijam no se tratara de una dolencia física sino de una perturbación interior, es decir del alma inmortal, entonces tal vez la música y la danza resultarían de ayuda. Habría que tener la oportunidad de aplicar dicha terapia…

De pronto las cavilaciones del médico se vieron interrumpidas: Azîza apareció a su lado en el jardín con un escrito en la mano y señaló una palabra ilegible.

Siempre volvía a suceder que apareciera con un trozo de papel donde había apuntado una pregunta. ¡Y siempre quería saberlo todo! A menudo él mismo se veía obligado a reflexionar —y de vez en cuando a cavilar— antes de poder contestarle y otras debía pensar concienzudamente o buscar la respuesta en un libro. Sin embargo, esa vez tenía la respuesta preparada.

—Ha de poner gnaoua —deletreó—. Son los músicos que supuestamente pueden curar mediante su música y sus danzas especiales.

La muchacha asintió y volvió al trabajo.

Durante muchos años, su camino había sido solitario. Allí nadie conocía sus raíces, a través de las cuales podrían haberle adjudicado una familia o una tribu. Pero para las personas resultaba necesario para considerar a alguien como uno de los suyos. Y también ellos mismos solo se consideraban como una persona completa cuando podían describirse a sí mismos como miembros de una tribu o un clan al que se sentían estrechamente vinculados.

Pero entretanto, hacía tiempo que él se había conformado con su vida de marginado. En lugar de la vida pueblerina y las relaciones con los vecinos, él solía mantener un animado intercambio de ideas por carta con los eruditos y los investigadores de Al-Qairawan, Al-Qahira o Dimaschq, las nobles ciudades de la erudición, algo que se correspondía con su carácter. Al mismo tiempo y durante el transcurso de los años, también había obtenido el respeto de los lugareños, primero mediante la protección del pachá, pero más adelante sobre todo gracias al éxito de sus métodos curativos.

«Pero ahora de pronto tengo algo parecido a una hija», pensó Alí el-Mansour, y eso significaba que por primera vez en la vida le transmitía su saber directamente a otra persona. Ya no lo escribía solo en un papel y lo archivaba en gruesos libros destinados a algún desconocido, como en años anteriores, sino que instruía y enseñaba a alguien quien quizá, con la ayuda Dios, un día proseguiría con su obra.

¡Gracias a Alá, gozaba de la compañía de esa joven despierta que solo le proporcionaba alegría!