13

Desde el puerto se acercaron pequeñas barcas abiertas, ocupadas por hombres que parecían hermanos de los piratas. Estaban envueltos en gruesas capas de lana y llevaban gorros abrigados; la temperatura era suave pese al viento que soplaba desde las montañas cubiertas de nieve. Las barcas se acercaron a la borda de costado y, supervisados por los piratas, los primeros prisioneros se encaramaron a la borda y luego fueron transportados a tierra en las barcas. En la proa de una de las barcas aparecían elegantes trazos que Mirijam identificó como palabras escritas en árabe, así que se encontraban efectivamente en tierras árabes. Mirijam lo había sospechado.

—¡Eso no es Andalucía, Lucia! —exclamó—. ¿Me oyes? ¡No es España!

Pero Lucia ya se había alejado de la borda y se incorporó a la fila de los que descenderían a las barcas.

—Espera, Lucia.

Cuando Mirijam se abrió paso entre los hombres alguien la cogió del brazo.

—¿De dónde sacas que eso es España? Eso que ves es nuestra bella ciudad de Argel, sede del pachá, el gobernador de nuestro honorable sultán de Constantinopla, a quien Alá regale una larga vida.

Quien hablaba era hakim Mohammed, el médico sarraceno que la detenía con sus explicaciones.

—Estamos en África —prosiguió—. ¿Tu amiga se encuentra mejor?

—Así parece —contestó Mirijam—. Ha dormido y no ha vuelto a gritar ni a agitarse.

Se soltó de la mano del médico y buscó a Lucia con la vista. Esta acababa de subir a una de las barcas.

Mirijam se apresuró a abrirse paso entre la fila de los prisioneros para seguirla, pero la barca de su hermana ya se alejaba de la nave. Alguien le pegó un empellón y cayó al suelo. Solo vio pies desnudos, botas y zapatos, tantos y tan peligrosamente próximos que se cubrió la cabeza con los brazos. Por fin logró volver a ponerse en pie, pero entretanto la barca de Lucia ya solo era un punto que subía y bajaba en medio de la bahía, y cuando por fin Mirijam fue trasladada a una de las barcas, la otra ya había desaparecido.

En el puerto reinaba un gran ajetreo. Innumerables hombres de tez negra o bien oscura, en su mayoría envueltos en amplios atuendos, capas abrigadas y turbantes multicolores en la cabeza, rodeaban el muelle formando una calle. Permanecían muy juntos los unos a los otros y los prisioneros se vieron obligados a pasar entre ellos. Los espectadores reían, aplaudían y les daban la enhorabuena a los piratas.

Mirijam se deslizó entre los hombres para alcanzar la punta, tenía que volver a encontrar a Lucia. De pronto recibió un latigazo y se encogió de dolor. Los prisioneros que la rodeaban también se agacharon protegiéndose la cabeza con las manos, porque de repente empezaron a llover latigazos de todas partes. Los guardias azotaban a los prisioneros y los obligaban a avanzar como si quisieran demostrarle su superioridad al público. La comitiva salió del puerto, atravesó una puerta de la enorme muralla y penetró en una estrecha callejuela. ¿Dónde estaba Lucia? Mirijam pegó un brinco para ver mejor y de pronto descubrió la cabellera rubia en las proximidades.

—¡Aguárdame, Lucia! —gritó, con la esperanza de que su hermana la hubiese oído. En todo caso, Mirijam solo tenía un objetivo: atravesar la multitud y darle alcance a su hermana. Se agachó y se deslizó a través de los huecos entre los cuerpos, pero eran demasiadas las personas que se abrían paso hombro contra hombro a través de la callejuela. Por suerte, todos avanzaban en la misma dirección, antes o después tendría que volver a reunirse con Lucia.

De pronto dejaron atrás las sombras y la estrecha callejuela y, deslumbrados por la luz del resplandeciente sol invernal, los prisioneros entraron tropezando a una amplia plaza. Mirijam también parpadeaba cuando repentinamente —casi como de milagro— Lucia apareció a su lado.

—Aún no ha acudido —dijo su hermana, mirando en torno—. Tendremos que esperar.

—¿Acudido? ¿Quién?

—¿Quién? Pues don Fernando, mi prometido, claro está —dijo Lucia, y sacudió la cabeza como si el cerrilismo de Mirijam le resultara incomprensible.

Mirijam se estremeció. Pobre Lucia, todavía no lo había comprendido; la cogió de la mano, la acarició y dijo:

—Escúchame bien, Lucia: esto no es España.

A sus espaldas un número cada vez mayor de prisioneros se abrían paso a la plaza. Se llevaron por delante a las muchachas y las empujaron a un lado, pero Mirijam no soltó la mano de su hermana: Lucia debía comprender que se encontraban en un gran apuro.

—Nadie vendrá a recogernos, ¿lo entiendes? ¡Somos prisioneras! Los piratas atacaron nuestras naves y nos tomaron prisioneras —dijo, y señaló a todos los hombres que las rodeaban—. ¿Lo ves? Todos son prisioneros.

Desconcertada, como si solo entonces se percatara de la presencia de todos esos hombres, Lucia la miró. Luego se dirigió al más próximo y preguntó:

—¿Sois Fernando? —preguntó con una sonrisa cordial.

El hombre la miró fijamente.

—No, me llamo Frans, para servirla.

Lucia examinó los rostros de los demás, pero antes de que pudiese dirigirle la palabra a otro, Mirijam le rodeó la cintura con el brazo, la apartó y, con voz trémula, dijo:

—Déjalo ya, Lucia, pronto encontraremos a tu Fernando.

A la sombra de un frondoso cenador un hombre soberbiamente ataviado y de tez casi blanca aguardaba sentado encima de una montaña de blandos cojines. Su turbante de seda púrpura estaba adornado de un diamante grande como el huevo de una codorniz.

«Ese ha de ser el gobernador de esta ciudad», pensó Mirijam, el pachá del que había hablado el médico sarraceno. Lo abrigaban numerosas mantas, pero por debajo de estas se vislumbraba una chaqueta con bordados de oro y unos amplios pantalones. Diversos braseros rodeaban los cojines y le proporcionaban calor, pese a que en realidad no hacía mucho frío.

Se servía frutas escarchadas y pequeñas galletas de un enorme cuenco con adornos dorados y durante unos instantes su mano cubierta de anillos vacilaba por encima de los dulces antes de escoger uno con la punta de los dedos. Su mirada era adormilada, como si se aburriera y solo lograra disimular su tedio haciendo un esfuerzo. Mirijam no podía imaginarse algo más inofensivo que un hombre que comía dulces; sin embargo, el pachá irradiaba autoridad, quizá se debía a la muralla de hombres barbudos armados de lustrosas cimitarras apostados a sus espaldas y cuya mirada vigilante examinaba a cada uno. Mirijam no pudo apartar la vista del hombre y su guardia de corps.

Todos los prisioneros debían presentarse ante él uno por uno. El pachá alzó la vista e indicaba hacia la izquierda o hacia la derecha con el pulgar, entonces el prisionero era llevado detenido en esa dirección. Cuando por fin les tocó el turno a las muchachas, dos piratas arrastraron a las hermanas hacia delante y las dejaron ante el pachá. Luego hicieron una reverencia y se situaron detrás de las muchachas. Mirijam se acercó a Lucia; eran las únicas prisioneras femeninas cobradas durante el ataque.

El pachá empezó por contemplar a Lucia y luego a Mirijam, y por fin esbozó una sonrisa de satisfacción. Les dirigió unas palabras a los piratas apostados detrás de ellas y estos respondieron con otra reverencia. Después el pachá indicó que Lucia se alejara hacia la derecha, luego agitó la otra mano indicando que Mirijam se dirigiera a la izquierda, como si se limitara a espantar una mosca fastidiosa. Mirijam se aferró a la mano de Lucia pero los piratas separaron a las hermanas con violencia y, a empellones, obligaron a Lucia a avanzar. Esta se unió a los demás prisioneros y le lanzó una mirada un tanto irritada a Mirijam, pero después se volvió y, con aire sosegado, se unió a la fila de prisioneros como si ello tuviera su razón de ser.

Los piratas empujaron a Mirijam en dirección opuesta. Al volverse, vio que Lucia permanecía en la otra fila con expresión indiferente, los cabellos desgreñados le cubrían el rostro y sus manos colgaban a su lado como si no le pertenecieran.

—¡Lucia! —gritó, pero su hermana no pareció oírla.

De pronto un latigazo golpeó a Mirijam en la cabeza y se tambaleó. Uno de los prisioneros la agarró del brazo y la ayudó a levantarse; dijo unas palabras pero debido al aturdimiento, no las comprendió. Era como si un grueso gorro le cubriera la cabeza y un instante después, colocaron argollas de hierro en los tobillos de todos los prisioneros y sujetaron a seis u ocho de ellos entre sí mediante cadenas fijadas a las argollas. A Mirijam también le colocaron una argolla y la encadenaron; entonces resonó una orden y los prisioneros se pusieron en movimiento caminando en fila india.

—¿Dónde está Lucia? —preguntó Mirijam cuando el aturdimiento desapareció, y miró en torno buscándola con la mirada y, cuando trató de asomarse por encima de las cabezas de los demás, tropezó, impedida por la pesada cadena.

—¿La rubia? Allí está, remontando la colina, quizá la destinen a un harén —dijo uno de los hombres a sus espaldas, e indicó la callejuela que ascendía a lo largo de la colina.

Cuando se volvió, Mirijam aún alcanzó a ver a su hermana que, flanqueada por varios piratas, desaparecía entre las sombras de las casas.

—¡Lucia! —gritó, desesperada, pero hacía rato que su hermana ya no podía oírla.

Harén, había dicho el hombre; presa del terror, no pudo seguir avanzando y la fila de prisioneros se detuvo. La cadena del que iba en cabeza se tensó, los hombres tropezaron, los de detrás la empujaron y todos se tambalearon.

—Venga, sigue caminando, ¿o acaso quieres recibir otro latigazo?

Mirijam dio medio paso hacia delante, pero luego volvió a detenerse.

—¡No te detengas, por todos los demonios! ¡Vamos, sigue!

Desde atrás, los hombres que se encogían bajo los latigazos de los guardias la empujaron y la obligaron a avanzar. Mirijam volvió a tropezar, pero recuperó el equilibrio y la procesión se puso lentamente en marcha.

Avanzaron cuesta arriba a través de estrechas callejuelas. Mirijam avanzó tropezando, estaba enceguecida y ensordecida y solo concentrada en no tropezar con la cadena de hierro. ¿Dónde estaba ese harén al que llevaban a su hermana, y adónde la llevarían a ella misma?