¿Por qué la tata Gesa estaba a los pies de la cama sosteniendo una vela? ¿Ya era la hora de levantarse? Entonces Mirijam soltó un grito, se arrastró hasta el cabezal de la cama y encogió las piernas: ante ella no estaba la buena de Gesa sino uno de los piratas barbudos vestidos de rojo que le lanzaba una sonrisa burlona; el rostro del joven se asomaba por encima del hombro del otro. Dijo unas palabras en su lengua; por lo visto procuraba tranquilizarla, pero Mirijam siguió gritando: no podía evitarlo, gritaba y sollozaba, y no lograba recuperar el control.
El joven pirata se apresuró a depositar un jarro de agua y un trozo de pan en el suelo, luego la cogió de la mano.
—La! —dijo, y sacudió la cabeza con vehemencia—, ¡la: no! —repitió en tono insistente, pero ella no comprendía sus palabras. Pero un momento, ¿no acababa de decir hakim? Así denominaban al médico sarraceno.
—Hakim? —preguntó ella con voz trémula.
El muchacho asintió, satisfecho de que al menos hubiese comprendido esa palabra, y le sonrió sin soltarle la mano. Al parecer, sus manos ásperas y callosas —y que pertenecían a uno de sus enemigos— solo pretendían consolarla. ¿Un pirata de corazón blando?
—¿Hakim Mohammed? —volvió a preguntar ella para asegurarse, y el joven pirata volvió a asentir. Lentamente, Mirijam empezó a tranquilizarse; el joven siguió hablando pero ella no entendió nada más. Entonces él le tendió el jarro de agua, señaló el pan y le indicó que comiera antes de que ambos abandonaran el camarote. Temblando, bebió un sorbo del agua: sabía bien y también humedeció los labios y la frente de Lucia, que seguía durmiendo. Después se tendió a su lado con la cabeza apoyada en el hombro de su hermana.
La próxima vez que despertó la intensidad del viento había aumentado y la nave rolaba de un lado al otro. Las ráfagas aumentaron y las olas rompían contra la borda.
¿Había llegado el final? Estaba como paralizada, incapaz de pensar y de sentir.
—No temas, Lucia, estoy aquí, a tu lado —susurró al oído de su hermana—. Te sostendré. ¿Quieres que te cante una canción? ¿Cuál te gustaría, la del corderito en el prado?
Sostenía a Lucia con una mano y con la otra trataba de aferrarse a la litera. La farola se balanceaba y golpeaba contra el techo del camarote hasta que se apagó, pero Mirijam siguió cantando. Cantaba sobre los blancos corderos que retozaban en el prado primaveral donde crecían las margaritas, brincaban, jugaban a cogerse y disfrutaban de los tibios rayos del sol. Cantó sobre las alondras que se elevaban al claro firmamento y se dejaban caer entonando la más bella de las canciones. Al principio cantó en voz baja, pero en algún momento dejó de pensar en los piratas y en que quizá moriría pronto y su voz se volvió más firme. Sus canciones la trasladaron a su hogar.
Ella también había disfrutado de unos días tan maravillosos como los de las canciones. En cierta ocasión la acompañaba Cornelisz y sus rizos brillaban como el oro. En aquel entonces el sol lucía en un cielo sin nubes y en los manzanos zumbaban las abejas, pero ahora estrechaba a su pobre hermana entre los brazos y cantaba solo para ella. Para mayor seguridad, se había tendido a través de la litera de Lucia para no caer al suelo debido al fuerte oleaje. Cantaba y canturreaba para sus adentros, pensando en Gesa y en su padre, en Cornelisz y en los escribientes de la agencia, en el puerto y en los verdes prados junto al dique del río Schelde. Cantó y acunó a Lucia hasta que le dolió la garganta; lentamente, los primeros rayos del sol penetraron en el camarote a través de la pequeña ventana. ¿Es que la nave ya no rolaba tanto como antes o se lo estaba imaginando? ¿Amainaba el viento?
Uno de los piratas abrió la puerta, gritó unas palabras y le arrojó un montón de ropas y paños. Entonces Lucia despertó y se incorporó.
—¡Por fin! —gritó Mirijam, riendo y poniéndose de pie—. ¡Has despertado, has sobrevivido al veneno!
Cogió a su hermana de las manos.
—Querida Lucia, ¿cómo te encuentras? ¿Cómo estás?
La mirada de Lucia se deslizó en torno del camarote, aún parecía medio dormida.
—¿Me oyes? Soy yo, Mirijam. Dime algo, te lo ruego, háblame.
Lucia se tambaleó y se lamió los labios.
—Agua —susurró, y Mirijam se apresuró a darle de beber—. ¿Por qué se agita la habitación y por qué estás tan desaliñada?
¡Ay, esa era su Lucia! Mirijam casi suelta un grito de alegría, pero, sin embargo, habló atropelladamente:
—¿No lo recuerdas? Estamos a bordo de un barco, por eso se bambolea de un lado al otro. Los piratas abordaron la Palomina y tuvimos que bajar a tierra y mi vestido se ensució y después arranqué un trozo del dobladillo para quitarte el veneno de la boca. Te administraron una tintura de mandrágora y has dormido durante mucho tiempo, pero ahora todo irá bien.
Luego le informó rápidamente sobre la traición del capitán Nieuwer.
—¿Lo comprendes? Además, hemos de decidir si no sería mejor reconocer que somos las hijas de nuestro padre y por ello candidatas a que paguen un rescate por nosotras, ¿qué opinas? Por ahora no lo he hecho.
¡Qué bien que volvieran a ser dos y ella ya no se viera obligada a tomar decisiones sola!
No obstante, o Lucia no había escuchado sus palabras o bien no las había comprendido, puesto que seguía mirando en torno con desconcierto.
—¡Qué desorden! —dijo, señalando la confusión que reinaba en el camarote. Al parecer, aún estaba medio dormida.
El corsario aguardaba en el umbral. De pronto las increpó y ambas muchachas pegaron un respingo. Si Mirijam interpretaba sus gestos correctamente, les indicaba que debían subir a cubierta y darse prisa, que él las acompañaría.
Lucia no tenía la menor intención de levantarse de la litera, pero Mirijam tironeó de ella hasta que por fin se puso de pie; se apoyó contra la pared procurando no perder el equilibrio al tiempo que Mirijam trataba de ponerle una prenda parecida a una bata, pero debido a la marejada tardó en lograrlo. Cuando el pirata se acercó para ayudarla, la muchacha gritó:
—¡No la toques, pobre de ti si tocas a Lucia!
Desconcertado por el inesperado bufido, el hombre dio un paso atrás. Por fin logró ponerle a su hermana el vestido similar a un saco y luego se apresuró a ponerse la otra prenda, comprobó que el paquetito aún estaba allí y se tranquilizó.
El pirata indicó el largo trozo de tela, después señaló su turbante instándolas a cubrirse la cabeza de manera parecida. Lo de ponerse las camisas resultaba comprensible puesto que sus vestidos estaban desgarrados y sucios, pero ¿un turbante? Por otra parte, los dorados cabellos de Lucia ya habían provocado un alboroto con anterioridad, así que plegó los trozos de tela, sujetó uno en torno a la cabeza de Lucia al estilo de las campesinas y se cubrió la cabeza con el otro. En otro momento, ambas hubieran reído a carcajadas al presentarse con ese aspecto.
—Ven, Lucia, yo te conduciré —insistió Mirijam, lanzando una mirada nerviosa al siniestro pirata, y la empujó hacia la puerta—. Piensa que veremos el cielo —dijo, procurando persuadirla— y respiraremos aire fresco. Ven de una vez, solo serán un par de pasos.
Ante la puerta del camarote una mancha oscura de sangre seca atrajo su atención. Allí, justo en ese lugar, el sobrecargo había muerto entre sus brazos. Mirijam tragó saliva y se apresuró a desviar la mirada.
En cubierta, la luz las deslumbró como si fuera nieve blanca y reluciente; pese a que lucía el sol, el aire era fresco. Miriam cogió la mano de Lucia pero esta la apartó de un empellón y se tambaleó a través de la cubierta. El pañuelo que llevaba en la cabeza se deslizó a un lado, tenía un aspecto lamentable con sus cabellos desgreñados y la mirada perdida.
«Pero quizá mi aspecto no es mucho mejor», pensó Mirijam, y la siguió.
Por suerte su hermana aceptó permanecer junto a la borda, donde se aferró a la barandilla, le dio la espalda a la actividad en cubierta y dirigió la mirada hacia la tierra firme que lentamente surgía del mar. Estaba pálida y ojerosa y mantenía los labios apretados.
—A que el sol y el aire fresco son agradables, ¿verdad?
Lucia no contestó, se limitó a asentir con la cabeza.
Pese al alivio provocado por el despertar de Lucia, Mirijam se sentía inquieta. Lucia estaba cambiada, como si algo le faltara, si bien no hubiera podido precisar qué era eso que había perdido. En todo caso, su hermana mayor no se comportaba como antes y resultaba desconocida, casi como si fuera otra persona.
Mirijam hizo otro intento de despertar el interés de Lucia.
—¿Dónde nos encontraremos? A lo mejor hoy incluso bajaremos a tierra, ¿no lo crees así? ¿Dónde crees que tomaremos tierra?
—En España, claro está, ¿dónde más?
Mirijam se quedó boquiabierta. ¿España? ¿Acaso Lucia de verdad creía que tomarían tierra en España?
Cuando entraron lentamente en una bahía rodeada de colinas, el viento henchía las velas. A juzgar por los semblantes alegres de los piratas que poco a poco empezaron a subir a cubierta, Mirijam concluyó que se acercaban a la meta del viaje.
Ante ellos y bajo un cielo profundamente azul se extendía una amplia bahía protegida del mar por una península y diversas islas. Tras la bahía se elevaba una ciudad resplandeciente con casas de varias plantas edificadas en la ladera de una colina. En el azul detrás de la ciudad blanca se elevaban montañas de cimas nevadas.
—¡Mira qué ciudad más bonita, Lucia! Mira las torres de puntas doradas y cúpulas brillantes. Pero las casas tienen un aspecto extraño, ¿no te parece? La parte superior es plana, como si no tuvieran techo.
Lucia también contemplaba la ciudad blanca edificada en las colinas y asintió. Se quitó los cabellos de la cara y dijo en tono ligeramente condescendiente:
—Pues las casas de Andalucía son así, supongo que no lo sabías.
—¿Así que esa es una ciudad andaluza? ¿Estás segura?
—Desde luego. Me pregunto si ya nos están esperando —dijo, y se llevó la mano a la frente para otear aunque aún no se apreciaba ningún detalle.
Algo le dijo a Mirijam que Lucia se equivocaba; si resultaba que esa era una ciudad andaluza sería estupendo, pero a Mirijam las casas en forma de cubo le parecían extrañas. No se veían techos a dos aguas ni chimeneas por ninguna parte, aunque por supuesto que ignoraba si las casas españolas disponían de estos. En su lugar se elevaban delgadas torres del conjunto de casas planas y en muchos lugares altos árboles y zonas de un verde frondoso interrumpían el paisaje blanco y resplandeciente.
—Al-Djesaïr —dijo alguien de pronto. Era el muchacho pirata que estaba de pie a su lado y señalaba la ciudad con gesto orgulloso—. ¡África, Al-Djesaïr, hogar! —exclamó, presionó su corazón con ambas manos y besó la punta de sus dedos. Era evidente que amaba ese lugar.
Así que África, no Andalucía. Mirijam ya había oído hablar de las ciudades de Orán y Túnez, de Trípoli y de otros lugares extranjeros de la costa de África del Norte, pero nunca de Al-Djesaïr.