Las marionetas agitaban los brazos y las piernas y bailaban al son de una música silenciosa. Solo un murmullo resonaba a través de los sueños de Mirijam. ¿Había dormido? Se incorporó bruscamente y en ese mismo instante volvió a ver las imágenes y los acontecimientos de ayer: ¡piratas y cautiverio! Y traición. ¿Y Lucia? Estaba encogida a su lado, con una mano junto a la mejilla, durmiendo. Confiaba en que durante la noche se hubiese recuperado de su debilidad nerviosa y sería estupendo que volviera a ser la misma de antes: ambas se apoyarían y se prestarían ayuda y lograrían superarlo todo.
Los corsarios habían formado una fila en la playa con las manos formando un cuenco, como si quisieran recoger la luz del sol naciente. Se inclinaban, se arrodillaban y rozaban el suelo con la frente. Todo parecía muy pacífico y ceremonioso… a lo mejor estaban rezando, si es que semejantes bandidos rezaban. Mirijam aguzó los oídos, fascinada.
De pronto pensó en huir. Quizás ese era el momento oportuno, puesto que ninguno de los piratas las observaban, así que podría salir bien si actuaban en silencio y con mucha precaución. Cogió a su hermana del hombro y la despertó, pero mientras Mirijam aún reflexionaba sobre la huida y dónde podrían ocultarse, Lucia se incorporó a su lado y miró en torno y, al descubrir a los hombres que rezaban, su rostro se crispó.
Soltando un grito se puso de pie con una mano apoyada en el estómago y la otra en el cuello.
—¡Ay, diablos! ¡Santa Madre de Dios, todos son diablos, esto es el infierno! ¡Adorados Jesús, María y Espíritu Santo, Dios mío, ayudadme! Ave Maria gratia plena, pater noster qui es…
—¡Chitón, no grites! —dijo Mirijam, y le cubrió la boca con la mano, pero presa de la ira, Lucia la apartó de un empellón.
Lucia permanecía de pie, parecía una loca furiosa, todo el cuerpo le temblaba, tenía los ojos abiertos como platos e hilillos de saliva en las comisuras de la boca.
—¡No me toques! —chilló—. ¿Es que no lo ves? ¡Diablos, diablos por doquier, todo está lleno de diablos!
Los piratas se habían vuelto y las miraban fijamente, dos hombres corrieron hacia ellas y aferraron a Lucia, uno le retorció el brazo en la espalda, el otro la cogió de la cintura. Lucia se resistió, pataleando, escupiendo y chillando.
—¡Tranquilízate, Lucia, por amor de Dios!
Uno de los hombres detrás de Lucia, cuyas zarpas agarraban los pechos de la joven, presionó su abdomen contra el cuerpo de ella y se restregó, riendo. Lucia intentó pegarle puntapiés y morderlo; los cabellos enmarañados le cubrían el rostro crispado y en sus ojos brillaba el miedo, el odio o la locura. O todo al mismo tiempo.
El viejo médico sarraceno se acercó cojeando a toda prisa, se apoyó en su bastón, extrajo un frasquito de debajo de su atuendo, derramó un líquido verdoso en un paño y lo aplicó al rostro de Lucia.
La muchacha se tranquilizó en el acto, sus rasgos se relajaron, sus ojos se cerraron y se desplomó. Ambos piratas sostuvieron su cuerpo inanimado hasta que el anciano médico les indicó que la tendieran en la arena.
Mirijam cayó de rodillas junto a su hermana.
—¡Lucia —suplicó—, no me dejes sola por favor!
Pero su ruego no recibió respuesta, Lucia no se movió.
—¡Vuelve, te lo ruego, quédate conmigo!
Lucia no reaccionó.
El médico la empujó con el bastón y ella se enfadó.
—¿Qué le has hecho? ¿Por qué la has matado? ¡Ella no le ha hecho daño a nadie!
A través de las lágrimas, vio que el viejo meneaba la cabeza; se inclinó, cogió la mano de Mirijam y la apoyó en el pecho de Lucia: el corazón de su hermana palpitaba de manera rápida e irregular, pero palpitaba.
—Está enferma, corría peligro de perder el juicio, ¿comprendes? —dijo el viejo sarraceno, y se enderezó soltando un gemido—. Es la hystera, una dolencia del espíritu de la que ya hablaban los antiguos. Le he proporcionado un sueño reparador que le hará bien —añadió antes de volverse, regresar cojeando y reunirse con los que rezaban.
Mirijam se aferró a sus palabras como si fueran un cabo de salvación, apoyó la cabeza de Lucia en su regazo y comprobó que su hermana seguía respirando una y otra vez. «Solo está dormida, solo es un sueño reparador», se dijo, sin dejar de acariciar el rostro y el cabello de Lucia.
Mientras cargaban los bultos amontonados en la playa a lomos de las bestias de carga y cuando poco después la caravana se alejó a lo largo del mismo camino por el que había llegado anoche, el comandante subió a bordo de la Palomina. Un momento después, obligaron a los prisioneros a subir a bordo a latigazos. Uno de los corsarios se acercó a las muchachas, su mirada osciló entre Mirijam y Lucia, como si reflexionara qué hacer. Entonces cogió a Mirijam del brazo y la cargó a hombros como si fuera un saco.
—¡Suéltame! —gritó ella, pegándole puñetazos y pataleando—. ¡No me separes de mi hermana!
Pero el barbudo se limitó a reír, la agarró con más fuerza y cargó con ella a través del agua hasta alcanzar un bote. Después fue en busca de la aún inconsciente Lucia y también la trasladó al bote, y remó hasta la nave. Una vez allí, remontó la escala de cuerdas con ambas muchachas en brazos y las dejó caer en la cubierta de la Palomina.
Lucia permaneció tendida en los maderos, inmóvil, con los cabellos desordenados y verdugones rojos en los brazos y las piernas causadas por las rudas manos del pirata. Su pecho se alzaba y descendía con regularidad. Haciendo un esfuerzo, Mirijam arrastró el cuerpo laxo de su hermana hasta una de las estructuras de la nave, donde se sentía más segura. Apoyó la espalda contra la madera y la cabeza de Lucia en su regazo y le quitó los cabellos pegoteados de la frente. Estaba temblando, le temblaban las piernas y también las manos que palpaban el corazón de Lucia para comprobar que aún latía y que le acariciaban las mejillas. «Esto tiene que acabar —pensó—, tengo miedo, no aguanto más».
Entretanto, habían reparado el mástil y el timón de manera provisoria porque el viaje debía continuar a bordo de la Palomina. Pero antes todos fueron obligados a reunirse en cubierta. El comandante de los corsarios estaba de pie en el castillo de popa, erguido y con los brazos en jarras, y les soltó un discurso. Uno de los antiguos galeotes traducía sus palabras y cumplía con su tarea con satisfacción evidente.
—Cerdos cristianos —empezó a decir el antiguo esclavo, y se notaba su placer al pronunciar dichas palabras—, a partir de hoy, cerdos cristianos infieles, trabajaréis para nuestro amado sultán Solimán, a quien Alá otorgue larga vida, y por la gloria de Alá, que su nombre sea loado en todos los mares y bajo todos los cielos.
Durante un momento, el comandante dejó que dichas palabras surtieran efecto. Luego prosiguió:
—Seré breve: los jóvenes y fuertes entre vosotros iréis a parar a los bancos de los remeros o realizaréis tareas en cubierta, ¡y pobre de aquel que no lo haga de manera correcta! Los demás infieles serán vendidos en tierra como esclavos y yo decidiré sobre su aptitud y su utilidad.
Entonces abandonó el castillo de popa, recorrió la cubierta, deslizó la mirada por encima de los prisioneros y examinó sus cuerpos. Allí presionaba un brazo, acullá examinaba los músculos de las piernas, pasaba la mano por encima de la nuca y la espalda de otro hombre y examinaba los dientes de todos. El comandante era más alto de lo que Mirijam había creído y cuando pasó a su lado, bajó la vista para que no descubriera su temor.
De pronto vio que el capitán Nieuwer estaba junto al comandante, con las piernas abiertas y seguro de sí mismo, como si ese fuera el lugar que le correspondía. Lo que más le hubiese gustado a Mirijam sería lanzarle un salivazo a los pies.
—Si entre estas personas hay alguien adinerado, capitán, decidme su nombre —dijo el comandante—. Recibirá un buen trato y no carecerá de nada hasta que hayan pagado su rescate. Después quedará en libertad.
Mirijam comprendió cada una de sus palabras, pero ¿por qué hablaba en francés, cuando hacía un instante había requerido la ayuda de un traductor? Pero eso no tenía importancia: ¡la palabra esencial era «rescate»!
Claro, esa era la clave, ¿cómo no se había dado cuenta enseguida? ¡Qué suerte que ella y Lucia procedían de una casa pudiente! Solo cuando las familias eran incapaces de reunir el dinero del rescate uno acaba en la esclavitud, eso era lo que los hombres del puerto de Amberes habían dicho a menudo. Así que ahora el capitán Nieuwer las señalaría a ambas y pronunciaría sus nombres, porque seguro que ese traidor sentía tanto interés por el dinero del rescate como el comandante. Mirijam le dirigió una mirada expectante al capitán.
Pero este les echó un rápido vistazo, se acercó un par de pasos y negó con la cabeza sin que nadie más lo notara.
—¡Gran Jeireddín, cuánto me agradaría complaceros! Pero lamento infinitamente tener que decepcionaros —dijo el capitán, dirigiéndose al comandante, y alzó ambas manos—. Entre los prisioneros no se encuentra ninguno pudiente, por desgracia.
Aunque se dirigía al pirata, Mirijam tuvo la sensación de que en realidad sus palabras estaban destinadas a ella.
¿De verdad había dicho eso? ¿Qué significaba? ¡Su padre tenía dinero, incluso mucho dinero! Poseía casas, empresas, naves, mercaderías de todo tipo y otros bienes. Y ese delincuente lo sabía muy bien. ¿Acaso creía que obtendría más dinero por ellas vendiéndolas como esclavas? Mirijam se dispuso a ponerse de pie sin despegar la mirada del capitán.
Este la contempló fijamente; tenía los ojos brillantes, como si estuvieran llenos de lágrimas. ¿Lágrimas, lágrimas de un traidor?
—¡Cállate, por amor de Dios! —siseó repentinamente—. ¡Si tú y tu hermana queréis seguir con vida, calla! Puede que para vosotras esta sea la única manera de sobrevivir.
Intimidada, Mirijam retrocedió. ¿La única manera de sobrevivir, qué significaba eso? ¿Y a qué venía esa advertencia? Si es que de verdad se trataba de una advertencia, puesto que de ese traidor había que esperar lo peor. Sus pensamientos se arremolinaron.
El comandante pirata se aproximó y se detuvo ante ellas.
—¿Y qué pasa con las dos muchachas?
—¿Las muchachas? Solo son dos comedoras inútiles, noble Jeireddín. Las enviaron a al-Ándalus como lectora y criada.
—¿Qué le ocurre? —dijo el pirata, dirigiéndose a Mirijam, e indicó a la inconsciente Lucia.
«Ahora —pensó Mirijam—, ahora podría decirle que el capitán mintió». ¿O tal vez sería mejor callar? Sin saber qué hacer, su mirada osciló entre el pirata y el capitán Nieuwer, que una vez más, negó con la cabeza de un modo casi imperceptible. Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. Todo dependía de lo que diría, de que hiciera lo correcto, pero… ¿qué era lo correcto?
—Otra tonta que tal vez solo entiende el idioma de los azotes —murmuró el traductor en tono despreciativo.
Jeireddín se inclinó y alzó la camisa de Lucia con la punta de la cimitarra y, al ver los abundantes pechos de la muchacha rubia, sonrió e hizo un comentario divertido, al que los piratas respondieron con un grito lascivo. Dieron voces, se golpearon los hombros mutuamente y muchos de ellos se llevaron las manos a la entrepierna con alegría anticipada.
De pronto el médico sarraceno apareció junto a su amo y alzó la mano. Se arrodilló en la cubierta junto a Lucia, le tocó la frente y comprobó su respiración; luego se puso de pie, se dirigió al comandante e hizo una pequeña reverencia antes de decir en tono sosegado:
—No malgastéis vuestra riqueza, porque dicen que Alá ama a los que están en su sano juicio. Perdonad, señor, pero sé que me lo reprocharíais si me reservara mi consejo.
Tras intercambiar una breve mirada con el corsario se dirigió a los demás piratas. Apoyado en su bastón, alzó la mano hasta que volvió a reinar el silencio y dijo en voz alta para que todos lo oyeran:
—Tened en cuenta, osados y valientes guerreros por la gloria de Alá, que esta rubia de cabellos dorados os proporcionará mucho oro y honor si se la vendéis a un rico señor mientras aún es virgen. Reflexionad si por el breve placer —que solo uno de vosotros podrá experimentar— realmente merece la pena renunciar a la gloria y al respeto que todos vosotros podréis disfrutar. ¡Sabéis que Alá el justo siente un amor especial por sus hijos inteligentes!
Jeireddín volvió a inclinarse hacia Lucia y tanteó sus cabellos, le abrió la boca con los dedos y examinó sus dientes. Después se enderezó, frunció los labios, se acarició la barba y reflexionó. Por fin asintió con la cabeza y les dijo a la tripulación cuántos florines o ducados obtendrían por una rubia virgen como esa muchacha.
—Nuestro hakim tiene razón, nos proporcionará una fortuna si permanece intacta. Y con ese dinero, cada uno de vosotros podrá darse el lujo de comprar su propia virgen —dijo con una amplia sonrisa.
Como por casualidad, apoyó las manos en ambas cimitarras colgadas de su cinturón. El gesto era inequívoco, nadie dejaría de comprenderlo.