El mástil y las velas de la Sacré Coeur y la Santa Katarina ardían en llamas y una multitud de piratas vestidos de rojo ocupaba la cubierta de ambas naves, blandiendo hachas y cimitarras, apoderándose del rico botín y soltando aullidos triunfales, al tiempo que la nave del comandante de los piratas se acercaba a la Palomina montada sobre una ola bajo la proa y con el espolón preparado para embestir. Mirijam ya divisaba la dorada y tallada madera del castillo de proa y los turbantes de los piratas asomados por encima de la borda. ¿Dónde habían quedado la famosa velocidad y maniobrabilidad de la Palomina? ¿Por qué no navegaba más rápidamente y escapaba?
—¿Os habéis vuelto loca? —exclamó el sobrecargo, cogió a Mirijam del brazo y la arrastró detrás de una de las estructuras—. ¡Bajad en el acto! ¿Es que habéis perdido la cabeza, muchacha?
—¿Lograremos escapar? —preguntó ella; tuvo que esforzarse por hablar, los dientes le castañeteaban.
Vancleef le rodeó el hombro con el brazo.
—¿Cuántos años tenéis?
—Cumplí trece en la última Pascua —contestó Mirijam.
—¿Será posible? ¿Solo trece? —dijo, guiñándole un ojo. Pero volvió a ponerse serio de inmediato—. Tendréis que convertiros en adulta con rapidez. No podéis esperar mucha ayuda de vuestra hermana, carece de templanza y no está hecha para momentos difíciles como este. En cambio vos, muchacha, sois como un abedul: de raíces sólidas y tronco firme pero flexible bajo la tormenta. Lo lograréis, vos no os derrumbaréis así, sin más.
Le quitó los cabellos de la frente y durante un momento era casi como si su padre estuviera presente.
—Puede que logremos escapar de ellos, puede que no —contestó finalmente a su pregunta con voz monótona—. Ahora será mejor, hija mía, que bajéis a vuestro camarote. Lo dicho: vuestra hermana tendrá necesidad de vos. No olvidéis que sois más fuerte que ella, vos no sucumbiréis. Que el Señor sea con vos —añadió, la abrazó y se marchó apresuradamente.
En ese preciso instante, el cañón de proa de los piratas escupió fuego y la bala se acercó silbando, dio contra el timón de la Palomina y contra el timonel, que cayó al suelo y se revolcó gritando encima del maderamen. ¡Un único disparo y la Palomina ya no era capaz de maniobrar!
Las otras naves también pusieron rumbo hacia la Palomina disparando sus cañones. Las aguas en torno a la nave hervían como en el infierno. El humo se elevó, el olor a pólvora flotaba en el aire, la madera se astillaba, los hombres gritaban y los remos azotaban el agua. De la cubierta de los remeros, donde aterrizó el primer proyectil, surgía el hedor a sangre, vómito y heces. Una bala de cañón estalló contra la cubierta junto a Mirijam y otra derribó el mástil posterior que cayó soltando un crujido, se partió y cayó sobre la cubierta, arrastrando a varios marineros. Sus gritos ahogaron los rugidos de los corsarios.
Por fin Mirijam recuperó el control y corrió escaleras abajo hasta su camarote. Pero la puerta estaba cerrada con llave.
—¡Abre, Lucia! —gritó Mirijam, aporreando la puerta.
Lucia no reaccionó. Mirijam apoyó la oreja contra la puerta: nada, no se oía nada.
—¡Abre, Lucia, soy yo, Mirijam! —chilló, volviendo a aporrear la puerta. Entonces creyó oír como algo pesado era arrastrado por el suelo. ¿Acaso Lucia había montado una barricada?
—¡Abre de una vez, date prisa! —gritó Mirijam al ver un movimiento con el rabillo del ojo, y alzó la vista.
Vio ropas rojas ondeando al viento, un hacha ensangrentada chocó contra una cimitarra, metal contra metal. Gritos y maldiciones, fragor de combate, algo se partió y unas botas golpearon las maderas. ¡Los corsarios estaban a bordo! Pero sin embargo, ¿por qué todo parecía tan silencioso pese al ruido? Mirijam aguzó los oídos.
Lo que había callado era el tambor: la Palomina había abandonado la huida. Mirijam miró hacia arriba, hacia el lugar de donde provenía el estrépito del combate y no quiso dar crédito a lo que veía. Allí, en el estrecho pasillo que daba a la escalera, Vancleef luchaba y cerraba el paso a los atacantes. Observó cómo lanzaba el brazo hacia delante y arremetía una y otra vez, cómo blandía la espada y repartía mandobles en derredor defendiéndose de los piratas.
Pero de pronto vio el brillo de una espada que se clavó en su garganta. Lentamente, Vancleef cayó de rodillas, alguien le pegó un puntapié en el pecho y entonces rodó escaleras abajo de espaldas y aterrizó a sus pies.
—Mijnheer! —gritó Mirijam, presa del espanto. Se arrodilló junto al hombre y le apoyó la cabeza en su regazo. El sobrecargo gemía—. ¡Os lo ruego, no debéis morir!
Vancleef abrió los ojos haciendo un esfuerzo y susurró una palabra. ¿Había dicho «traidor»?
—¡Quedaos a nuestro lado, no nos dejéis solas!
Un hilillo de sangre se derramó de las comisuras de su boca. Mirijam no comprendió qué decía y se inclinó hacia él.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué decís, mijnheer Vancleef?
Un chorro de sangre brotó de la herida en el cuello, salpicó las manos de ella y le manchó el vestido, pero eso no la arredró. Al parecer, él quería decirle algo que parecía importante. Mirijam apoyó la oreja contra la boca de él, pero no oyó nada, ni siquiera percibió su aliento. Cuando se incorporó, la cabeza de Vancleef cayó de lado. ¡Muerto! ¡Mijnheer Vancleef estaba muerto!
Un pirata barbudo con un gorro de lana en la cabeza y la espada en la mano bajó las escaleras, brincó por encima de Mirijam y del muerto y gritó:
—¡Ajá! —mientras le daba una patada a la puerta del camarote.
Detrás de la puerta, el arcón de Mirijam cayó con gran estrépito y el contenido se derramó en el suelo. Lucia huyó al extremo del camarote y se apretujó en un rincón. Sostenía su rosario en las manos, sollozando y rezando.
—Santa María Madre de Dios, protégeme del mal. ¡Protégeme, te lo suplico! Sálvame y protégeme…
El pirata aferró a Mirijam del brazo y la obligó a ponerse de pie, la cabeza del sobrecargo golpeó contra el suelo y entonces arrojó a la muchacha dentro del camarote. Después rugió unas palabras y señaló a Lucia que alzó las manos gritando y ocultó su rostro. El rosario cayó al suelo y desapareció en una grieta. Mirijam tropezó con su arcón de viaje y cayó de rodillas. ¡Las cartas de su madre! El pequeño paquete envuelto en cabritilla reposaba en medio del desorden, bien atado tal como Gesa se lo había entregado. Se apresuró a cogerlo y lo ocultó bajo su corpiño. Después el pirata le pegó otro empellón.
—Están luchando en cubierta —Mirijam le susurró a su hermana—. ¡Han apresado la nave!
El barbudo le pegó una bofetada. La maldad brillaba en sus ojos negros y miró en torno. Parecía satisfecho al comprobar que, a excepción de las dos muchachas, no había nadie más en el camarote. Enfundó la cimitarra en el cinturón, se frotó las manos con una sonrisa maligna revelando dientes blancos entre los pelos de la barba. Rugió unas palabras que Mirijam no comprendió. Los labios de Lucia pronunciaban plegarias silenciosas y mantuvo los ojos cerrados. Cuando las muchachas no obedecieron sus órdenes, el pirata volvió a desenvainar la cimitarra y las obligó a abandonar el camarote a empellones. Las condujo a lo largo del pasillo —donde tuvieron que pasar por encima del cadáver del sobrecargo— hasta un recinto en el que almacenaban barriles con provisiones. Las hizo entrar de un empujón, cerró ruidosamente la puerta y corrió el cerrojo.
En medio de la más absoluta oscuridad, ambas permanecieron una junto a la otra aguzando los oídos. Arriba, en la cubierta, el combate parecía proseguir. Mirijam tanteó en busca de su hermana.
—Mijnheer Vancleef —lloriqueó Lucia, y apretó la mano de Mirijam—. ¿No lo has visto? Está tendido en el pasillo. ¿Está muerto?
Mirijam asintió, luego susurró «sí» cuando se dio cuenta de que Lucia no la veía. Las rodillas le temblaban. Soltó la mano de Lucia y se sentó en el suelo.
—Quiso defendernos, pero un cintarazo acabó con su vida —dijo—. Antes de morir quiso decir unas palabras, pero no las comprendí.
Se rodeó las piernas con los brazos y apoyó la cabeza en las rodillas. Sus últimas palabras, no había comprendido sus últimas palabras… Casi no lograba pensar en otra cosa. Le parecía que no comprender las últimas palabras de un moribundo suponía la peor de las desconsideraciones imaginables. Volvió a tantear en la oscuridad en busca de su hermana.
Pero Lucia la apartó.
—He de rezarle a la Virgen y suplicar que nos salve. Cien veces, hay que rezar cien veces, de lo contrario no tiene valor. Pero he perdido mi rosario, espero que funcione incluso sin él. Santa María Madre de Dios, tú que has dado a luz al Señor, protégeme. Santa María, llena eres de gracia, escucha mi oración…
Las palabras de Lucia se convirtieron en una letanía monótona.
Mirijam volvió a abrazarse las rodillas. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás, adelante y atrás sin pausa, al tiempo que oía los rugidos y los gritos en cubierta, los retumbos, el fragor de la batalla, el chasquido de los cuerpos cayendo al agua y el tintineo de las espadas. Y también el murmullo de Lucia suplicando ayuda. A lo mejor ella también debía rezar. Palpó el paquete guardado en su corpiño: allí no se perdería. Por primera vez agradeció la existencia de esa incómoda prenda y de paso notó que el olor de la sangre del pobre sobrecargo impregnaba su vestido, que se secaba poco a poco y se endurecía. ¡Ojalá jamás hubiera pisado esa nave!