Capítulo 8

Cuando llegué a mi casa, casi a tientas, noté un gran ajetreo en el patio; se oía ruido de estribos; alguien ensillaba unos caballos y Osmón, ebrio, haciendo encabritarse a su corcel, gritaba a voz en grito:

—¡Hace tiempo que debíamos haber echado del aíl a ese perro vagabundo, a ese bastardo! ¡Qué vergüenza para todos! ¡Cómo lo pille lo dejo en el sitio, aunque luego vaya a la cárcel! ¡No consentiré que un golfo cualquiera se lleve a nuestras mujeres! ¡A caballo, muchachos, que no se nos escape! Le atraparemos en la estación.

Yo me quedé sobrecogido. ¿Adónde irían? Pero en cuanto me convencí de que cogían el camino principal de la estación y no el del apeadero, me deslicé inadvertidamente en casa y me acosté, tapándome cabeza y todo con la pelliza de mi padre para que nadie viese mis lágrimas.

¡Cuánto se habló de aquello en el aíl! Las mujeres condenaban todas a Yamila:

—¡Valiente estúpida! ¿A quién se le ocurre abandonar una familia como ésa, pisotear así su propia felicidad…?

—¡Seguro que no tiene ni qué llevarse a la boca! Ese vagabundo sin techo ni cobijo, ese mendigo no tiene más que lo que lleva puesto. Algún día le pesará pero ya será tarde.

—¡Eso, eso! ¿No es un buen marido Sadik? ¿No es un hombre trabajador? ¡El primer yiguit del aíl!

—Pues, ¿y la suegra? Dios no les da a todas una suegra como ella. A ver, ¿dónde hay otra igual? Se ha buscado su perdición, la muy tonta, y nada más…

Quizá fuera yo el único que no condenaba a Yamila, mi antigua yene. Pero, aunque Daniar sólo tuviera un viejo capote y unos zapatos agujereados, yo sabía que espiritualmente valía más que todos nosotros. No, no creía yo que Yamila fuera a ser desgraciada con él. Únicamente me daba pena mi madre. Me parecía que, con Yamila, se habían escapado sus energías. Estaba abatida, demacrada, y ahora comprendo que no podía acostumbrarse a que la vida rompiera a veces con tanta dureza las viejas costumbres. Si la tormenta abate un árbol poderoso, ya no vuelve a levantarse. Hasta entonces, mi madre no le pedía a nadie que le enhebrase una aguja porque no se lo permitía el amor propio. Pero una tarde que volvía yo de la escuela me encontré a mi madre llorando, con las manos trémulas, porque no veía el ojo de la aguja.

—Toma, enhébrala —me pidió con un profundo suspiro—. Yamila se ha buscado su perdición… ¡Qué buen ama casa hubiera sido! Se ha marchado… Nos ha repudiado… ¿Por qué? ¿Le iba mal con nosotros?…

Yo hubiera querido abrazar a mi madre, consolarla, explicarle qué tipo de persona era Daniar; pero no me atreví porque la habría herido para toda la vida.

Sin embargo, mi inocente participación en esta historia dejo de ser un secreto…

Pronto regresó Sadik. Sintió lo ocurrido, naturalmente, aunque le dijera a Osmón después de haber bebido:

—Buen viento la lleve. En cualquier rincón reventará. Mujeres no nos han de faltar. Ni envuelta en oro vale una mujer lo que el peor de los muchachos.

—¡Eso es verdad! —contestaba Osmón—. Lo que siento es no haber dado con él entonces. Le habría matado, sin más. En cuanto a ella, la habría traído atada a la cola de mi caballo. Seguro que habrán tirado para el sur, a trabajar en las plantaciones de algodón. O se habrán marchado con los kazajos. ¡Eso de andar como vagabundos no es nuevo para él! Lo que no llego a comprender es cómo lo hicieron todo sin que nadie se enterase, sin que le pasara a nadie por la imaginación. Fue ella la que lo preparó, la muy miserable. ¡Si cayera en mis manos!

Al oírle decir estas cosas, sentía yo el deseo de replicarle a Osmón: «No puedes olvidar como te paró los pies en la pradera. ¡Qué alma más ruin tienes!».

Una vez estaba yo en casa, haciendo un dibujo para el periódico mural de la escuela. Mi madre guisaba. De pronto entró corriendo Sadik en el cuarto. Lívido, con los ojos pequeños de rabia, se inclinó sobre mí y me pegó en la cara con una hoja de papel.

—¿Has dibujado tú esto?

Me quedé sobrecogido. Era mi dibujo. Un Daniar y una Yamila vivos me contemplaban en ese instante.

—Sí.

—¿Quién es éste? —preguntó pegando con el dedo en el papel.

—Daniar.

—¡Traidor! —me gritó en la cara Sadik.

Hizo trizas el dibujo y salió dando un portazo.

Después de un silencio doloroso, me preguntó mi madre:

—¿Tú lo sabías?

—Sí.

¡Qué mirada de reproche y de asombro me lanzó, recostada contra el horno! Y cuando le dije: «Volveré a dibujarlos», sacudió la cabeza con amargura e impotencia.

Yo miraba los trozos de papel tirados por el suelo, y me ahogaba la rabia. Qué me tuvieran por traidor si querían. ¿A quién había hecho traición? ¿A nuestra familia? ¿A nuestra raza? Pero lo que no había traicionado era la verdad, la verdad de la vida, la verdad de aquellos dos seres. No podía referirle a nadie lo que sentía. Ni aún mi madre me hubiera comprendido.

Todo se difuminaba ante mis ojos, y los trozos de papel parecían girar por el suelo, como animados. En mi imaginación se había grabado de tal manera el momento en que Daniar y Yamila me contemplaron desde el papel, que tuve de pronto la impresión de estar escuchando la canción de Daniar en aquella memorable noche de agosto. Recordé su partida del aíl, y experimente el deseo incontenible de partir yo también, de partir igual que ellos, para emprender audaz y resueltamente el camino difícil de la dicha.

—Me marcharé a estudiar… Díselo a padre. ¡Quiero ser pintor! —anuncié con firmeza a mi madre.

Estaba seguro de que empezaría a hacerme reproches, de que se echaría a llorar recordando a los hermanos muertos en la guerra. Con gran asombro mío, no vertió ni una lágrima. Únicamente dijo con pesar, en voz baja:

—Márchate… Os han crecido ya alas y queréis volar a vuestro antojo. ¿Qué sabemos nosotros si habéis de remontaros muy alto? Quizá tengáis razón. Márchate… Puede ser que allá cambies de idea. Eso de dibujar y pintarrajear no es un oficio… Cuando hayas estudiado lo comprenderás… Y no olvides nuestra casa.

A partir de aquel día, la Casa Pequeña se separó de la nuestra. Al poco tiempo, me marché a estudiar.

Ésa es toda la historia.

En la academia, adonde me enviaron después de salir de la Escuela de Bellas Artes, presenté, como trabajo de fin de estudios, un cuadro con el que soñaba hacía tiempo.

Como es de suponer, en ese cuadro estaban Daniar y Yamila. Van por un camino de la estepa en otoño, y ante ellos se extiende una lejanía amplia y luminosa.

Y por imperfecto que sea mi cuadro —la maestría no se adquiere de golpe—, tiene para mí un valor infinito: es mi primera inquietud consciente de crear.

También ahora sufro reveses; también ahora atravieso minutos en que pierdo la fe en mí mismo. Y entonces me siento atraído por el cuadro querido, por Daniar Y Yamila. Los contemplo largamente, y todas las veces converso con ellos.

«¿Dónde estáis ahora? ¿Qué derroteros siguen vuestros pasos? Ahora hay muchos caminos nuevos en la estepa, a través de todo el Kazajstán, hasta el Altái y Siberia. Muchos hombres audaces trabajan allí ahora. ¿Os habréis marchado vosotros también a esas tierras? Tú partiste sin volver la cabeza, por la ancha estepa adelante, Yamila mía. ¿Estás fatigada? ¿Has perdido la fe en ti misma? Apóyate en Daniar. Que entone para ti su canción, la canción que habla del amor, de la tierra, de la vida. Que la estepa se estremezca, irisada por todos los colores. Recuerda aquella noche de agosto. ¡Ve, Yamila, no te arrepientas, porque has encontrado tu felicidad, aunque sea duro el camino!».

Los contemplo, y escucho la voz de Daniar. Me invita a ponerme en camino, y yo le obedezco. Iré por la estepa hasta el aíl y encontraré allí nuevos colores. ¡Qué, en cada una de mis pinceladas, resuene la canción de Daniar! ¡Qué palpite, en cada una de mis pinceladas, el corazón de Yamila!