Capítulo 7

Aquel otoño volví a la escuela después de dos años de interrupción. Cuando terminaban las lecciones, me iba muchas veces al río, a ese lugar escarpado donde había estado la era, abandonada y desierta ahora. Allí hice mis primeros bocetos con pinturas escolares. Yo notaba, incluso con lo poco que entendía entonces, que no lograba todo lo que me proponía.

«¡Eso es que las pinturas son malas! ¡Si tuviera pinturas de verdad!», me decía, aunque no me imaginaba como eran.

Sólo al cabo de bastante tiempo logré ver verdaderas pinturas al óleo, en tubitos metálicos.

Fueran como fueran las pinturas, yo notaba que los maestros tenían razón: se necesitaba un aprendizaje. Pero marcharse a estudiar era un sueño irrealizable. Si no teníamos ninguna noticia de mis hermanos, ¿cómo iba a consentir mi madre que me marchase yo, el único hijo, el yiguit y amparo de las dos familias? Ni siquiera me atrevía a hablar de ello. Y el otoño, como si fuera a propósito, era tan bello que parecía estar pidiendo que lo pintaran.

El Kurkureu, frío y menos caudaloso, dejaba al descubierto en los rápidos unas piedras tapizadas de un musgo verde oscuro y naranja. Las heladas tempranas daban un matiz rojizo a los tiernos sauces ya desnudos, pero los álamos conservaban todavía las hojas amarillas y recias.

Las yurtas de los guardianes de las caballadas, oscurecidas del humo, relavadas por las lluvias, negreaban en la margen, sobre la hierba amarilla, y unas olorosas nubecitas grises ascendían encima de ellas. Los finos potros relinchaban sonoramente; las yeguas se dispersaban y, hasta la primavera, sería difícil ya retenerlas en las caballadas. El ganado había bajado de las montañas y ahora andaba en rebaños por las rastrojeras. Trochas abiertas por los cascos atravesaban en todas direcciones la estepa, a la que ponía un manto pardusco la vegetación agostada.

Pronto sopló el viento frío de la estepa, se nubló el cielo y comenzaron las lluvias frías, precursoras de la nieve. Un día más apacible que los otros, fui hacia el río: me había llamado la atención, en un banco de arena, un serbal de montaña, rojo como una llamarada. Me instalé cerca del vado entre unos sauces. Caía la tarde. Y de pronto descubrí a dos personas que, según todas las trazas, acababan de cruzar el vado. Eran Daniar y Yamila. No podía apartar los ojos de sus rostros, graves e inquietos. Daniar caminaba impetuosamente, con el macuto a la espalda. Los faldones de su capote abierto pegaban contra las cañas de sus botas desgastadas. Yamila llevaba la cabeza envuelta en un chal blanco que caía ahora sobre la nuca, y tenía puesto un vestido de colores, el mejor que tenía y que le gustaba ponerse para presumir en el mercado, y encima una chaqueta guateada de pana. De una de sus manos pendía un hatillo y con la otra se agarraba a la correa del macuto de Daniar. Iban hablando mientras caminaban. Habían echado a andar por un sendero que atravesaba un erial cubierto de estípite y yo, indeciso, los seguía con la mirada. ¿Llamarlos? Pero tenía la lengua pegada al paladar. Los últimos rayos purpúreos se deslizaron por una larga hilera de nubecillas grises a lo largo de las montañas, y en seguida comenzó a oscurecer. Sin volver la cabeza, Daniar y Yamila se dirigían hacia el apeadero. Sus cabezas se divisaron un par de veces entre las matas de estípite y luego desaparecieron.

—¡Yamila! —grité con todas mis fuerzas.

—¡A-a-a-a! —replicó destemplado el eco.

—¡Yamila! —grité una vez más y, sin saber lo que hacía, me metí en el río y eché a correr tras ellos.

Nubes de chispas frías me salpicaban la cara, tenía la ropa empapada; pero seguía corriendo, sin mirar donde ponía los pies, hasta que de pronto tropecé y caí al suelo. Allí me quedé sin levantar la cabeza, mientras la lágrimas me inundaban el rostro. Era como si la oscuridad pesara sobre mis hombros. Los finos tallos de estípite susurraban, débil y tristemente.

—¡Yamila! ¡Yamila! —sollozaba yo, ahogado por las lágrimas.

Me separaba de los seres más queridos y entrañables. Y sólo entonces, tendido en el suelo, comprendí que amaba a Yamila. Sí, aquél había sido mi primer amor, todavía un amor de niño.

Estuve mucho rato así tendido, con el rostro hundido en el codo húmedo. No me separaba solamente de Yamila y Daniar, sino también de mi infancia.