Al otro lado del río, se extiende austera y desierta la estepa kazaja, rechazando a un lado y otro nuestras montañas…
Pero aquel memorable verano en que estalló la guerra se encendieron fuegos en la estepa, rebaños de caballos guerreros la envolvieron con su polvo ardiente y partieron jinetes en todas direcciones. Recuerdo todavía la voz gutural del pastor kazajo que galopaba gritando desde la orilla:
—¡A caballo kirguizes, que ha llegado el enemigo! —Y continuaba su camino, entre remolinos de polvo y el espejismo producido por el sol.
La estepa entera se levantó, y nuestros primeros regimientos de caballería emprendieron su marcha por montes y valles con rumor riguroso y solemne. Tintineaban millares de estribos. Millares de yiguits recorrieron sus ojos por la estepa. Delante ondeaban las banderas rojas, y detrás, sobre el polvo que levantaban los cascos, hería la tierra el patético lamento de mujeres y madres: «¡Qué la estepa os ampare, que os ampare el espíritu de nuestro héroe Manas!».
Por donde la gente había marchado a la guerra, quedaban senderos amargos…
Y todo este mundo de belleza terrenal y de inquietudes, lo abría ante mí Daniar con su canción. ¿Dónde habría aprendido todo aquello? ¿A quién lo habría escuchado? Yo comprendía que sólo podía amar así su tierra quien hubiera sentido nostalgia de ella durante años, quien durante años hubiera sufrido por ese amor. Cuando Daniar cantaba, lo veía yo, de niño, vagando por los caminos de la estepa. ¿Habría nacido entonces dentro de su alma esa canción de la Patria? ¿O habría nacido quizás mientras cruzaba por el fuego de la guerra?
Al escuchar a Daniar, sentía yo el deseo de caer de bruces sobre la tierra y abrazarla estrechamente, como un hijo, sólo por el hecho de que un hombre pudiera amarla de aquella manera. Entonces sentí por primera vez que algo nuevo despertaba en mí, algo que yo no podía aún nombrar, pero que era insuperable: la imperiosa necesidad de expresarme; sí, eso es, no solamente de ver y sentir el mundo, sino también de llevar a los demás lo que había visto, mis pensamientos y mis sensaciones, de hablarles de la belleza de nuestra tierra, con tanta inspiración como solía hacerlo Daniar. Y yo quedaba suspenso de ignorado temor y alegría ante algo desconocido. Sin embargo, aún no comprendía que necesitaba empuñar los pinceles.
A mí me gustaba dibujar desde niño. Copiaba las láminas de los libros de texto; los compañeros me decían que quedaba «igualito». Los maestros me elogiaban también cuando llevaba dibujos para el periódico mural de la escuela. Pero estalló la guerra, mis hermanos se marcharon al frente, y yo abandoné la escuela para trabajar en el koljós como todos los chicos de mi edad. Olvidé las pinturas y los pinceles y no pensaba volver a acordarme de ellos. Pero las canciones de Daniar habían estremecido mi alma. Andaba como entre sueños y contemplaba el mundo con ojos maravillados, igual que si lo viera por primera vez.
¡Y cómo había cambiado Yamila! Era como si no quedara nada de la muchacha vivaracha, reidora y ocurrente de antes. Una luminosa melancolía primaveral empañaba sus ojos apagados. Por el camino, siempre iba ensimismada. Una sonrisa confusa y soñadora flotaba sobre sus labios, traicionando la dulce alegría que le causaba algo maravilloso, que sólo ella conocía. A veces, con un saco al hombro, se detenía embargada por una timidez incomprensible, como si un impetuoso torrente corriera ante ella y no supiera si cruzarlo o no. Rehuía a Daniar y evitaba mirarle a los ojos.
Una vez, en la era, Yamila le dijo con una pena honda e imponente:
—Si te quitaras la guerrera… deja que te la lave.
Y en seguida, después de lavarla en el río, la tendió a secar y se sentó al lado, y allí estuvo mucho rato. La estiraba cuidadosamente con las manos, observaba al trasluz los hombros gastados, sacudía la cabeza y otra vez se ponía a estirarla tristemente, en silencio.
En todo ese tiempo, sólo una vez rió Yamila con carcajadas sonoras y contagiosas, brillándole los ojos como antes. Se había acercado a la era, de pasada, en gracioso tropel, un grupo de mujeres jóvenes, muchachos y yiguits, soldados vueltos del frente, que trabajaban en hacinar alfalfa.
—¡Eh, mujeres, basta ya de comeros solas el pan de trigo! Dadnos a nosotros también, si no queréis que os echemos al río —dijeron los muchachos amenazándolas en broma con las horcas.
—¡Ni que fuéramos a asustarnos de las horcas! Para obsequiar a mis amigas encontraré algo. Pero vosotros, ganaos el pan vosotros mismos —replicó Yamila.
—¡Ah! ¿Sí? ¡Pues todas al agua!
Y empezaron a luchar las muchachas y los chicos. Entre risas y gritos se tiraban los unos a los otros al río.
—¡Al agua con ellos, al agua! —gritaba Yamila riendo más que nadie, al mismo tiempo que huía rápida y ágil de los que la acometían. Pero, cosa extraña, los muchachos no parecían ver más que a Yamila. Todos procuraban alcanzarla y abrazarla. Tres muchachos se apoderaron de ella al mismo tiempo, y la levantaron sobre el agua.
—¡Danos un beso o te zambullimos!
—A la una, a las dos…
Yamila se debatía, echaba la cabeza hacia atrás y, entre carcajadas, pedía auxilio a sus amigas. Pero las otras corrían por la orilla, tratando de alcanzar los pañuelos caídos al río. Entre risas de los yiguits, Yamila cayó al agua. Salió despeinada, con el pelo húmedo, pero aún más bella que antes. El vestido de percal mojado se había pegado a su cuerpo, moldeando sus firmes caderas redondas y su pecho virginal. Ella reía sin darse cuenta de nada, y por su rostro enardecido corrían unos alegres hilillos de agua.
—¡Danos un beso! —insistían los muchachos. Yamila obedecía, pero iba a parar al agua de nuevo, y otra vez salía riendo y echando hacia atrás, con un movimiento de cabeza, los pesados mechones de pelo mojado. Todos los que estaban en la era reían al ver el juego de los jóvenes. Los viejos aventadores abandonando sus palas se enjugaban una lágrima; las arrugas de sus rostros terrosos irradiaban alegría y juventud recobrada por un instante. También yo reía con toda mi alma, olvidando aquella vez mi celoso deber de alejar a Yamila de los yiguits.
El único que no reía era Daniar. Fijé los ojos en él por casualidad y enmudecí. Estaba solo, en un extremo de la era, con las piernas muy abiertas. Me dio la impresión de que iba a echar a correr en un arranque para arrebatar a Yamila de las manos de los yiguits. Clavaba en ella, sin parpadear, una mirada triste y arrobada donde traslucía la alegría y el dolor. Efectivamente, la belleza de Yamila era su dicha y su amargura. Cuando los muchachos la estrechaban entre sus brazos obligándola a besarlos, Daniar agachaba la cabeza, hacía un movimiento como para irse, pero no se iba.
En esto, Yamila se fijó en él. Cortó la risa en seco y bajo los ojos.
—¡Bueno, basta de juegos! —profirió de pronto, poniendo coto a la algarabía de los muchachos.
Alguno trató todavía de abrazarla.
—¡Déjame! —Yamila rechazó al muchacho, levantó la cabeza, lanzó de reojo una mirada culpable a Daniar y corrió a torcer el vestido detrás de unos matorrales.
Las relaciones existentes entre ellos aún no me parecían muy claras, y confieso que me daba miedo pensar en ellas. Sin embargo, me contrariaba advertir que Yamila se ponía triste por rehuir ella misma a Daniar. Hubiera preferido que se riese y se burlase de él como antes. Pero, al mismo tiempo, me embargaba una alegría inexplicable al pensar en ellos cuando regresábamos por las noches al aíl y escuchábamos el canto de Daniar.
Por el desfiladero iba Yamila montada en el carro; pero, al llegar a la estepa, se apeaba y echaba a andar. Yo la imitaba, porque era más agradable escuchar caminando. Al principio, marchábamos cada uno al lado de nuestro carro; pero, paso a paso, sin darnos cuenta, nos acercábamos a Daniar. Una fuerza desconocida nos empujaba hacia él. Hubiéramos querido distinguir en la oscuridad la expresión de su cara y sus ojos. Parecía mentira que fuese Daniar, tan taciturno y sombrío, el que cantaba.
Y todas las veces, advertía yo que Yamila, conmovida y emocionada, adelantaba una mano hacia él. Pero Daniar no se daba cuenta. Miraba hacia arriba, a lo lejos, meciéndose de un lado a otro, con la nuca apoyada en la palma de la mano, y Yamila dejaba caer la suya sin fuerza, sobre el borde del carro. Estremecida por aquel contacto retiraba bruscamente su mano y se detenía. Luego quedaba largo rato en medio del camino, abatida, asombrada, viendo alejarse a Daniar, hasta que reanudaba su marcha.
En ocasiones me parecía que un mismo sentimiento incomprensible nos turbaba a Yamila y a mí. Quizá hubiera estado mucho tiempo oculto en nuestras almas y le había llegado la hora de salir a la luz.
Mientras trabajábamos, Yamila conseguía distraerse; pero en nuestros escasos minutos de descanso, cuando algo nos retenía en la era, estaba desazonada. Rondaba entonces a los aventadores, se ponía a ayudarlos y, después de arrojar con fuerza unas cuantas paladas de trigo al aire, dejaba de pronto la pala y se apartaba hacia los almiares. Allí se sentaba a la sombra y, como si tuviera miedo de la soledad, me llamaba:
—¡Ven aquí conmigo, kichine bala, siéntate un poco!
Yo esperaba siempre que me dijera algo importante, que me explicara lo que la inquietaba. Pero ella no decía nada. Silenciosa, apoyaba mi cabeza sobre sus rodillas y, con la mirada perdida a lo lejos, alborotaba mis fuertes cabellos y me acariciaba tiernamente la cara con dedos trémulos y febriles.
Yo la miraba de arriba a abajo y en aquel rostro lleno de confusa inquietud y de nostalgia, me parecía reconocerme a mí mismo. Algo la angustiaba a ella también, algo que se había acumulado y cuajaba en su alma pidiendo salida. Y ella sentía temor. Quería y al mismo tiempo no quería confesarse que estaba enamorada, igual que yo deseaba y no deseaba que amara a Daniar. ¡Al fin y al cabo era la nuera de mis padres, la mujer de mi hermano! No obstante, estos pensamientos sólo pasaban fugazmente por mi imaginación. Yo los ahuyentaba. Para mí constituía un verdadero deleite ver sus labios sensibles, puerilmente entreabiertos, y sus ojos empañados por las lágrimas. ¡Qué bella, qué hermosa estaba! ¡Qué luminosa inspiración y qué fuego respiraba su rostro! En aquella época, yo veía todo esto, pero no lo comprendía. Es más, incluso ahora me pregunto con frecuencia si no será el amor una inspiración parecida a la que siente el pintor o el poeta. Contemplando a Yamila, sentía el deseo de huir a la estepa y preguntarles a gritos a la tierra y al cielo qué debía de hacer, preguntarle cómo sofocar dentro de mí ese desasosiego incomprensible y aquella incomprensible alegría. Creo que una vez hallé la respuesta.
Volvíamos como siempre de la estación. Era ya noche cerrada. Las estrellas formaban enjambres en el cielo, la estepa iba adormeciéndose y sólo rompía el silencio la canción de Daniar, que vibraba y se extendía en la suave lejanía oscura. Yamila y yo caminábamos tras él.
Pero ¿qué le habría sucedido a Daniar? En su melodía se notaba una ternura tan dulce y tan profunda, un tal sentimiento de soledad, que las lágrimas atenazaban mi garganta de simpatía y compasión por él.
Yamila caminaba con la cabeza baja, agarrada firmemente al borde del carro. Y cuando la voz de Daniar comenzó a ganar amplitud de nuevo, Yamila levantó la cabeza, subió en marcha al carro y se sentó junto a él. Ella estaba sentada, petrificada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Yo caminaba al lado, adelantándome un poco, y los veía de perfil. Daniar cantaba sin que pareciera advertir la presencia de Yamila. Vi como sus brazos caían sin fuerza y, como acercándose más a Daniar, apoyaba suavemente la cabeza sobre su hombro. Su voz se estremeció sólo por un instante, como se estremece el caballo espoleado, y resonó con mayor fuerza. ¡Su canción era una canción de amor!
Yo estaba sobrecogido. La estepa iluminada, estremecida, parecía haber hecho retroceder a la oscuridad y yo descubría a los enamorados en aquella amplia estepa. Ellos no advertían mi presencia. Mientras caminaba, los veía mecerse al compás de la canción, ajenos a todo lo que ocurría en el mundo. Y no los reconocía. Era el Daniar de siempre, con su guerrera de soldado desabrochada y gastada, pero sus ojos parecían arder en la oscuridad. Y era mi Yamila la que iba estrechada contra él, quieta, tímida, con las pestañas brillantes de lágrimas. Aquéllos eran seres nuevos, increíblemente dichosos. ¿No era una felicidad oír cantar a Daniar para Yamila, cantarle a ella y entregarle todo el inmenso amor a la tierra natal, que había engendrado en él esa música inspirada?
Volvió a dominarme la incomprensible emoción que despertaban siempre en mí las canciones de Daniar. Y, de pronto, comprendí claramente lo que quería. Quería pintarlos. Me asusté al principio de mis propios pensamientos. Pero el deseo era más fuerte que el temor. Los pintaré felices, así como ahora, me decía. Pero ¿seré capaz? El temor y la alegría me oprimían el corazón. Caminaba preso de una dulce embriaguez. También yo era feliz, porque aún ignoraba todas las dificultades que habría de ofrecer en el porvenir este deseo audaz. Me decía que debía ver la tierra como la veía Daniar, relatar la canción de Daniar con el lenguaje de los colores; también yo pintaría las montañas, la estepa, las personas, la hierba, las nubes, los ríos. Incluso me pregunté entonces: «¿Y de dónde voy a sacar las pinturas? En la escuela no me las van a dar, porque las necesitan ellos». Como si toda la dificultad consistiera en encontrar pinturas.
La canción de Daniar se interrumpió inesperadamente. Yamila le había abrazado con ímpetu, pero enseguida se apartó de él, quedó quieta un instante, se echó a un lado y saltó del carro. Daniar, indeciso, tiró de las riendas, y los caballos se detuvieron. Yamila estaba de pie en el camino, vuelta de espaldas a él. Luego alzó bruscamente la cabeza, le miró de costado y sin poder apenas contener las lágrimas, dijo:
—¿Qué me miras? —Hizo una pausa y añadió con dureza—. ¡No me mires, y sigue tu camino! ¿Y tú, qué haces ahí como un pasmarote? —arremetió contra mí, mientras se acercaba a su carro—. ¡Siéntate y coge esas riendas! ¡Buena me ha caído con vosotros!
«¿Qué le habrá pasado de pronto?», me preguntaba yo intrigado, al mismo tiempo que arreaba los caballos. Aunque no costaba adivinarlo: sufría pensando que estaba casada, que su marido se encontraba en Sarátov, en un hospital. Pero yo no quería pensar absolutamente en nada. Estaba disgustado con ella y conmigo mismo y quizá hubiera odiado a Yamila de saber que Daniar no volvería a cantar, que ya nunca escucharía su voz.
Un mortal cansancio quebraba mi cuerpo. Sentía el deseo de llegar cuando antes al aíl y dejarme caer sobre la paja. En la oscuridad ondulaban las grupas de los caballos al trote; el traqueteo del carro era insoportable; las riendas se escapaban de las manos.
Cuando llegamos a la era quité las colleras a los caballos de cualquier manera, las arrojé bajo el carro y me desplomé sobre un montón de paja. Aquella noche fue Daniar quien condujo los caballos hasta el prado.
Sin embargo, a la mañana siguiente me desperté con una sensación de alegría en el alma. ¡Iba a pintar a Yamila y a Daniar! Cerraba los ojos, y se me aparecían con toda claridad, tal como pensaba retratarlos. No tenía más que empuñar los pinceles y las pinturas para conseguirlo, pensaba yo.
Fui presuroso hasta el río, me lavé y luego corrí hacia los caballos trabados. La alfalfa húmeda y fría me fustigaba blandamente las piernas desnudas, me escocía en las plantas de los pies agrietados, pero me resultaba agradable. En mi carrera, no dejaba de advertir lo que ocurría a mi alrededor. El sol ascendía detrás de las montañas y hacia él se izaba un girasol crecido por casualidad al borde de la acequia. Los amargones de blanca cabeza le acosaban golosos, pero él no cedía, acechaba, y con sus pétalos amarillos capturaba entre ellos los rayos matutinos para alimentar el recio y prieto redondel de semillas. Luego estaba el vado de la acequia, que los carros habían removido al pasar, donde el agua fluía por las rodadas. Más allá, una pequeña isla de fragante menta, que llegaba hasta la cintura. Yo corría por mi tierra natal y sobre mi cabeza se perseguían las golondrinas. ¡Si hubiera tenido pinturas para dibujar el sol matutino, y las montañas blancas y azules, y la alfalfa perlada de rocío, y el girasol solitario que crecía junto a la acequia!…
Cuando volví a la era, quedó apagada de pronto mi euforia. Vi a Yamila taciturna y demacrada. No debía haber dormido aquella noche, porque unos círculos negros sombreaban sus ojos. No me sonrió ni me dirigió la palabra. Pero cuando apareció Oromat, el jefe de equipo, se acercó a él y sin saludarle siquiera le dijo:
—¡Ahí tiene usted su carro! Póngame a trabajar en lo que quiera, pero yo no vuelvo a la estación.
—¿Qué es eso, Yamila? ¿Qué moscón te ha picado? —preguntó Oromat sorprendido, sin maldad.
—¡Los moscones los tienes los becerros debajo del rabo! A mí no me busque usted las vueltas. ¡He dicho que no quiero ir, y se acabó!
La sonrisa huyó del rostro de Oromat.
—¡Quieras o no, acarrearás el grano! —replicó pegando con la muleta en el suelo—. Si alguien te ha ofendido, dímelo y le parto la muleta en la nuca, y si no, déjate de tonterías. El trigo que llevas es para los soldados, para tu propio marido —añadió y volviéndole bruscamente la espalda, se fue renqueando sobre su muleta.
Avergonzada, Yamila se puso como la grana, exhaló un leve suspiro y miró hacia Daniar. Él, algo apartado, de espaldas a ella, se entretenía en ajustar una collera. Había escuchado toda la conversación. Yamila permaneció todavía unos instantes inmóvil, manoseando el látigo y luego, como quien adopta una decisión extrema, se dirigió hacia el carro.
Aquel día volvimos antes que de costumbre.
Daniar fue todo el camino arreando a los caballos. Yamila estaba sombría y taciturna.
Y a mí me parecía mentira tener delante la estepa, agostada y renegrida. ¡Si el día anterior era enteramente distinta! Era como si se me hubiera narrado un cuento de hadas y no se me fuera de la imaginación el cuadro de dicha que había estremecido mi conciencia. Era igual que si hubiera descubierto un trozo de la vida, el más brillante. Me lo imaginaba en todos sus detalles, y esto solo bastaba para inquietarme. No recobré la calma hasta que le sustraje a la encargada del peso una hoja de papel blanco y fuerte. Con el corazón palpitante corrí a esconderme detrás de un almiar y allí, sobre una pulida pala de madera que les había quitado a los aventadores, extendí el papel.
—¡A la voluntad de Alá! —murmuré, como en tiempos hiciera mi padre al montarme por primera vez en un caballo y posé el lápiz sobre el papel. Eran mis primeros trazos, aún inseguros. Pero cuando los rasgos de Daniar surgieron en el papel, me olvidé de todo. Me daba ya la impresión de que sobre el papel se había extendido aquella estepa nocturna de agosto, me daba la impresión de escuchar la canción de Daniar y de verle a él con la cabeza echada hacia atrás y el pecho descubierto, de ver a Yamila apoyada en su hombro. Aquél era el primer dibujo que hacía por mi cuenta: el carro, Yamila y Daniar, las riendas abandonadas, las grupas de los caballos ondulantes en la oscuridad y luego la estepa y las estrellas lejanas.
Tan embelesado estaba con mi dibujo que no advertí nada a mi alrededor, y sólo me recobré al escuchar una voz que, pegada a mí, decía:
—¿Te has vuelto sordo o qué?
Era Yamila. Desconcertado, me ruboricé y no tuve tiempo de ocultar mi dibujo.
—Los carros están cargados hace un buen rato, llevamos una hora llamándote a gritos, y tú como si tal cosa. ¿Qué estás haciendo?… ¿Y esto qué es? —preguntó y tomó el dibujo—. ¡Mira en lo que se entretiene! —Yamila se encogió de hombros, disgustada.
Yo hubiera querido que me tragase la tierra. Yamila contempló largamente el dibujo, luego levantó hacia mí sus ojos entristecidos, húmedos, y murmuró:
—Dámelo, kichine bala… Lo guardaré como recuerdo… —Y doblando la hoja en dos se la guardó en el pecho.
Habíamos salido ya al camino sin que yo pudiera recobrarme. Todo aquello había ocurrido como en sueños. Me parecía mentira haber dibujado algo parecido a lo que había visto. Pero allá en el fondo del alma, nacía un júbilo ingenuo, incluso una sensación de orgullo, y los sueños me embriagaban, a cual más audaz y atractivo. Me proponía hacer multitud de cuadros, y no a lápiz, sino con pinturas. No me daba cuenta de que caminábamos muy deprisa. Era Daniar quien arreaba así a los caballos. Yamila no le quedaba a la zaga. Iba mirando a un lado y otro, y, a veces, algo hacía subir a sus labios una sonrisa tímida y conmovedora. También yo sonreía y pensaba: «Eso es que ya no está enfadada conmigo ni con Daniar y, si ella se lo pide, Daniar volverá a cantar hoy…».
Aquel día llegamos a la estación mucho antes que de costumbre, pero los caballos estaban sudorosos. Sin perder un instante, Daniar se puso a descargar los sacos. Hubiera sido difícil decir qué prisa era la suya ni qué le ocurría. Cuando pasaba algún tren, se detenía para seguirle con larga mirada pensativa. Yamila miraba también hacia el mismo lado, como si tratará de adivinar sus pensamientos…
—Ven y ayúdanos a arrancar esta herradura que se mueve —le dijo a Daniar.
Cuando Daniar volvió a erguirse, después de arrancar la herradura del casco sujeto entre las rodillas, Yamila murmuró mirándole a los ojos:
—¿Es que no comprendes las cosas?… ¿O no hay otra mujer que yo?…
Daniar apartó los ojos en silencio.
—¿Te has creído que yo no sufro? —suspiró Yamila.
Las cejas de Daniar se enarcaron, contempló a Yamila con cariño y dolor, replicó algo en voz baja que no llegó a mis oídos y luego se dirigió rápidamente a su carro, incluso, en cierta manera, satisfecho. Conforme iba andando acariciaba la herradura. Yo le observaba extrañado: ¿por qué razón le habrían consolado las palabras de Yamila? ¿Qué consuelo puede encontrar un hombre en que le digan con un profundo suspiro: «Te has creído que yo no sufro»?…
Habíamos terminado nuestra faena y nos disponíamos a marcharnos, cuando penetró en el patio un soldado herido, enjunto, con el capote arrugado y el macuto a la espalda. Pocos minutos antes se había detenido un tren en la estación. El soldado miró a los lados y gritó:
—¿Hay alguien aquí del aíl de Kurkureu?
—¡Yo! —contesté, preguntándome quién podría ser el soldado.
—¿Y de qué familia eres amigo? —El soldado iba a dirigirse hacia mí, cuando vio a Yamila y sonrió, sorprendido y dichoso.
—¿Eres tú, Kerim? —exclamó Yamila.
—¡Oh, Yamila, hermanita! —El soldado corrió hasta ella y la estrechó una mano entre las suyas.
Resultó que era un paisano de Yamila.
—¡Mira qué suerte! ¡Ni que me hubieran traído de la mano! —decía animadamente—. Me he separado hace poco de Sadik. Hemos estado juntos en el mismo hospital y, si Dios quiere, dentro de un mes o dos, también él estará de vuelta. Al despedirnos le dije: escribe una carta a tu mujer, y se la llevaré… Aquí la tienes, tal y como me la dio. —El soldado tendió a Yamila un triángulo de papel.
Yamila tomó la carta. Primero se puso colorada, luego palideció y, temerosa, miró de soslayo a Daniar. Solitario junto a su carro, con las piernas abiertas como aquella vez en la era, posaba en Yamila unos ojos llenos de desesperación.
La gente acudió de todas partes, en seguida surgieron conocidos y parientes del soldado y llovieron las preguntas. Yamila no había podido siquiera darle las gracias por la carta, cuando el carro de Daniar pasó estrepitosamente junto a ella, salió del patio como una exhalación y, rebotando en los baches, se alejó por el camino entre remolinos de polvo.
—¡Ni que estuviera loco! —gritaron varias voces. El soldado se había ido ya con la gente a alguna parte. Yamila y yo seguíamos todavía en el centro del patio, viendo como se alejaban los remolinos de polvo.
—Vámonos, yene —dije.
—Márchate tú, déjame sola —contestó Yamila con amargura.
Fue la primera vez que volvimos al aíl por separado. El bochorno abrasaba los labios resecos. La tierra calcinada, cubierta de grietas, recalentada hasta el rojo vivo durante el día, se enfriaba ahora, revistiéndose de un velo salado. Y, a través de aquel vaho blanquecino, el sol se estremecía en el poniente, blando y desvaído. Allí, en el horizonte difuso, iban acumulándose unas nubes de tormenta de color anaranjado. De vez en cuando soplaba un viento cálido y seco, que dejaba como un poso blanco sobre los hocicos de los caballos, agitaba sus crines y seguía campo adelante, estremeciendo las ramas de ajenjo en los ribazos.
«Irá a llover», pensé.
¡Qué desamparado me encontraba! ¡Qué angustia me invadía! Yo arreaba a los caballos, empeñados en marchar al paso. Unas avutardas de piernas altas y flacas corrieron inquietas hacia el barranco. El viento barría por el camino unas hojas secas de bardana del desierto, hojas que venían de alguna parte de la estepa kazaja. Se puso el sol. No había ningún alma alrededor: solamente la estepa, agobiada del día tórrido.
Era ya de noche cuando llegué a la era. Ni un ruido, ni un soplo de viento. Llamé a Daniar.
—Ha ido hacia el río —contestó el guarda—. Con este bochorno, todos se han marchado a sus casas. No soplando aire, no hay nada que hacer en la era.
Solté los caballos para que pastaran y fui hacia el río: conocía el lugar predilecto de Daniar, en lo alto de la orilla.
Allí estaba, todo encorvado, escuchando al río que bramaba abajo. Hubiera querido acercarme a él, abrazarle y decir alguna palabra de consuelo. Pero ¿qué podía decirle? Permanecí un rato a su lado y volví a la era. Luego, acostado sobre la paja, estuve mucho tiempo mirando al cielo oscurecido por las nubes y pensaba: «¿Por qué será la vida tan incomprensible y complicada?».
Yamila no regresaba. ¿Dónde estaría? Aunque estaba rendido de cansancio, no podía conciliar el sueño. Sobre las montañas, entre nubarrones, se encendían unos relámpagos lejanos.
Cuando volvió Daniar, yo no dormía aún. Vagó un rato por la era, escrutando a cada instante el camino. Luego, se tendió en la paja, detrás del almiar, no lejos de mí. «Ahora se marchará a cualquier sitio, no se quedará en el aíl. ¿Y adónde irá él solo, desamparado?». Ya entre sueños, oí el lento traqueteo de un carro que se acercaba. Debía de ser Yamila…
No sé el tiempo que llevaría dormido cuando de pronto unos pasos hicieron susurrar la paja junto a mi oído, y algo como una ala mojada acarició mi hombro. Abrí los ojos. Era Yamila. Volvía del río con el vestido húmedo, recién torcido, miró inquieta a un lado y otro y se sentó junto a Daniar.
—Daniar, he venido a ti, he venido por mí misma —murmuró.
No se escuchaba ni un ruido. Un relámpago se deslizó silencioso por el cielo.
—¿Te has disgustado? ¿Te has disgustado mucho?
Volvió a reinar el silencio, y sólo una pella de tierra, socavada por el agua, se desplomó en el río con débil chapoteo.
—¿Acaso tengo yo la culpa? ¿Y tú? Tú tampoco…
Un trueno estremeció las montañas a lo lejos.
El perfil de Yamila quedó iluminado por un relámpago. Miró a los lados y se estrechó contra Daniar. Un temblor convulso sacudía sus hombros bajo las manos de Daniar. Luego se tendió en la paja junto a él.
Un viento ardoroso llegó de la estepa, levantó remolinos de paja, chocó contra la yurta, que estaba montada en un extremo de la era, estremeciéndola, y echó a rodar como un trompo por el camino. Otra vez zigzaguearon los latigazos azules entre las nubes y un trueno restalló con seco estrépito sobre nuestras cabezas. Daba miedo y alegría: se aproximaba una tormenta, la última tormenta del verano.
—¿Cómo has podido pensar que iba a cambiarte por él? —murmuraba fogosamente Yamila—. ¡De ninguna manera! Él no me ha querido nunca. Hasta los recuerdos para mí los mandaba al final de la carta. ¿A qué viene ahora con su amor tardío? ¡Qué diga la gente lo que quiera! Amor mío, siempre tan solo… No consentiré que nadie te aparte de mí. ¡Hace cuánto tiempo que te quería! Aún antes de conocerte, te quería y te esperaba. Y tú has venido, como si supieras que yo te estaba esperando.
Unos claros relámpagos se sucedían zigzagueantes y se hundían en el río al pie del barranco. Unas gotas de agua, frías y oblicuas, empezaron a repiquetear sobre la paja.
—¡Yamila, amada mía, querida Yalmatái! —susurraba Daniar, dándole los más dulces nombres kazajos y kirguizes—. También yo te quiero desde hace mucho tiempo. En las trincheras soñaba contigo. Sabía que mi amor estaba en mi tierra, que eras tú, Yamila mía.
—Vuelve la cara hacia mí que quiero verte los ojos.
La tormenta se desencadenó.
Un trozo de fieltro arrancado de la yurta aleteó semejante a un ave herida. Azotado abajo por el viento, el aguacero caía a golpes impetuosos como si besara la tierra. Un trueno rodó en poderoso alud por todo el cielo, oblicuamente. Las chispas brillantes de los relámpagos encendían en las montañas un ramo primaveral de tulipanes. El viento rugía y se agitaba en el barranco.
Caía la lluvia, y yo notaba, sepultado en la paja, los latidos de mi corazón bajo la mano. Era feliz. Experimentaba la misma sensación que si contemplara el sol, al salir por primera vez a la calle después de una enfermedad. La lluvia y el resplandor de los relámpagos llegaban hasta mí a través de la paja; pero me encontraba a gusto y sonreía al quedarme dormido, sin comprender si me animaba el susurro de Daniar y Yamila o el rumor de la lluvia, más calmada, sobre la paja.
Ahora empezarían las lluvias, pronto llegaría el otoño. El aire se impregnaría ya del húmedo aroma otoñal del ajenjo y de la paja mojada. ¿Qué nos traería el otoño? No me paraba a pensar en ello.