Daniar no dio ninguna muestra de estar enfadado en todo el día siguiente. Se comportaba como si nada hubiera pasado, taciturno y serio, sólo que cojeaba más que de costumbre, sobre todo cuando llevaba los sacos a cuestas. Se conoce que su herida se le había irritado mucho el día anterior. Y aquello nos recordaba constantemente nuestra culpa. De todas maneras, si se hubiera reído, si hubiera bromeado algo, nos habríamos sentido aliviados: eso nos habría hecho olvidar nuestro enfado. Yamila también procuraba comportarse como si no hubiera ocurrido nada de particular. Pero, a pesar de su aire altivo, a pesar de su risa, ya no era la misma.
Volvimos de la estación ya de noche. Daniar iba delante. Era una noche magnífica. ¡Quién no conoce esas noches de agosto con sus estrellas brillantes, tan lejanas y al mismo tiempo tan próximas! Cada pequeña estrella se distingue de las otras. Una con los bordes como escarchados, rodeada por el titileo de sus breves rayos helados, escudriña la Tierra con ingenuo asombro desde el cielo oscuro. Mientras fuimos por el desfiladero estuve contemplándola largamente. Los caballos trotaban briosos hacia el establo, y la grava crujía bajo las ruedas. El viento traía de la estepa el amargo polen del ajenjo en flor, el aroma apenas perceptible de la mies madura y todo ello, mezclado al olor de la brea y de los arreos sudorosos de los caballos, causaba un ligero mareo.
A un lado sobre el camino, se alzaban unas rocas envueltas en sombras, con algunos arbustos de escaramujo, y al otro, muy abajo, corría atropelladamente el incansable Kurkureu entre sauces y olmos. De vez en cuando a nuestra espalda, los trenes cruzaban el puente con un estrépito que iba de un extremo a otro de los campos y, al alejarse, quedaba largo tiempo en el aire el traqueteo de las ruedas. Era un placer caminar con la fresca, ver las grupas ondulantes de los caballos, escuchar los rumores de la noche de agosto y aspirar sus emanaciones. Yamila iba delante de mí. Había abandonado las riendas y miraba a los lados, cantando a media voz. Yo comprendía que le pesaba nuestro silencio. En una noche así no es posible callar. ¡En una noche así, hay que cantar!
Y Yamila se puso efectivamente a cantar. Se puso a cantar quizá porque quería devolver su anterior espontaneidad a nuestras relaciones con Daniar, porque quería ahuyentar el sentimiento de culpa ante él. Su voz era sonora, burlona, y cantaba las habituales tonadas de aíl como Te despediré con mi pañuelo de seda o Mi amor se ha ido lejos. Conocía muchas, y las cantaba con tanta sencillez y sentimiento que daba gusto oírla. Pero de pronto se interrumpió y le gritó a Daniar:
—Oye, Daniar, ¿por qué no cantas tú alto? ¿Eres un yiguit o no?
—Canta tú, Yamila, canta —replicó confuso Daniar, reteniendo los caballos—. Estoy escuchándote con todos mis oídos.
—¿Te has creído que no tenemos nosotros oídos? En fin, si no quieres no cantes —concluyó Yamila y volvió a cantar ella.
¿Por qué le pediría que cantara a Daniar? ¿Sería por un capricho o por hacerle hablar? Lo más probable es que quisiera sacarle de su mutismo, porque, al poco rato, volvió a gritar:
—¿Tú has tenido algún amor, Daniar? —y se echo a reír.
Daniar no contestó. Yamila también guardó silencio.
«¡Hace falta tener humor para pedirle a Daniar que cante!», pensé yo con ironía. Al llegar al río que cruzaba el camino, los caballos aflojaron el paso, haciendo resonar sus cascos sobre las húmedas piedras plateadas. Cuando pasamos el vado, Daniar arreó a sus caballos y se puso a cantar de pronto con voz sorda, entrecortada en los baches.
¡Montañas blancas y azules, montañas mías!
¡Tierra de mis abuelos y de mis padres!
Se interrumpió súbitamente, carraspeó, pero cantó ya la estrofa siguiente con una voz de pecho, profunda, aunque algo ronca:
¡Montañas blancas y azules, montañas mías!
Cuna de mi infancia
Aquí volvió a interrumpirse, como asustado de algo y enmudeció.
Me imaginé perfectamente su confusión. Sin embargo, incluso en aquel canto tímido y entrecortado palpitaba cierta emoción extraordinaria. Y, sin duda, tenía una buena voz. Parecía mentira que fuera ése Daniar.
—¿Has visto? —comenté sin poderme contener.
Y hasta Yamila exclamó:
—¿A qué has estado esperando? ¡Canta anda, canta! ¡Y hazlo bien!
Delante de nosotros se divisaba cierta claridad: la desembocadura del desfiladero en el valle. Una pequeña brisa soplaba de allí. Daniar volvió a cantar. Comenzó con la misma timidez y la misma inseguridad, pero su voz cobró poco a poco fuerza, llenó el desfiladero y despertó el eco en las rocas lejanas.
Lo que más me sorprendió fue la pasión y el fuego que saturaban la melodía. Yo no sabía que nombre darle, ni tampoco lo sé ahora; mejor dicho, no puedo determinar si era solamente la voz o se trataba de algo más importante, algo que parte del corazón mismo del hombre, algo capaz de despertar en los demás la misma emoción, capaz de animar los más secretos pensamientos.
¡Si yo pudiera reproducir la canción de Daniar aunque sólo fuera aproximadamente! Apenas había palabras en ella; pero, aun sin palabras, descubría un gran corazón. Ni antes ni después he escuchado nunca una canción semejante: no se parecía a las melodías kirguizas ni a las kazajas, aunque tenía de unas y otras. La música de Daniar había recogido las mejores melodías de sus dos pueblos, uniéndolas de manera original en una canción inimitable. Era la canción de las montañas y las estepas, que tan pronto remontaba el vuelo sonoramente, semejante a las montañas kirguizas, como se extendía en amplitud, igual que la estepa kazaja.
Yo escuchaba, y no volvía de mi asombro: «¿Es éste Daniar? ¡Quién lo hubiera dicho!». Caminábamos ya a través de la estepa por un blanco camino hollado, y la tonada de Daniar cobraba ahora amplitud, nuevas y nuevas melodías se sucedían con prodigiosa agilidad. ¿De dónde habría sacado aquel tesoro? ¿Qué le habría sucedido? ¡Era como si hubiese estado esperando su día, su hora!
Y comprendí de pronto esas rarezas suyas que chocaban a la gente y la hacían burlarse: su naturaleza soñadora, su amor a la soledad, su carácter taciturno. Comprendí por qué se pasaba las veladas en el monte y por qué se quedaba solo por la noche junto al río; por qué prestaba siempre oído a los rumores imperceptibles para lo demás y por qué se le encendían de pronto los ojos y aleteaban sus cejas, habitualmente contraídas. Era un hombre profundamente enamorado. Pero no estaba enamorado simplemente de otra persona; era un amor distinto, inmenso, el amor a la vida, a la tierra. Guardaba el amor dentro de sí, en su música, y vivía inspirado por él. Una persona indiferente no habría podido cantar así por muy hermosa voz que tuviera.
Cuando parecía extinguirse la última nota de la canción, un nuevo aleteo poderoso despertaba la estepa dormida, que escuchaba agradecida al cantor, acariciada por su entrañable melodía. Las mieses maduras, azuladas, ondulaban en vasta marejada esperando la siega y unos haces de luz corrían por el campo anunciando el amanecer. Junto al molino, hacía crujir sus hojas la imponente multitud de viejos sauces; al otro lado del río, se consumían las hogueras de un campamento de segadores y alguien galopaba sin ruido, como una sombra, por lo alto de la orilla hacia el aíl, desapareciendo unas veces en los jardines y resurgiendo otras. El viento traía desde allí el aroma de las manzanas, el meloso efluvio del maíz florido y el cálido olor de las briquetas de estiércol puestas a secar.
Daniar cantó largamente, ajeno a todo. Sobrecogida, la noche estival le escuchaba con deleite. Incluso los caballos iban al paso desde hacía rato, como temerosos de romper aquel encanto.
Más, súbitamente, al llegar a la nota más aguda y sonora, Daniar interrumpió la canción y lanzó los caballos al galope, animándolos con la voz. Yo pensaba que Yamila correría tras él y me disponía a seguirla, pero no hizo ni un movimiento. Siguió quieta, con la cabeza inclinada sobre el hombro, igual que si escuchará todavía las notas que flotaban en el aire. Daniar se alejó, y nosotros no pronunciamos ni una palabra hasta el aíl. Además, ¿hacía falta hablar? No siempre puede decirse todo con palabras.
Desde aquel día algo pareció haber cambiado en nuestra vida. Yo esperaba siempre alguna cosa buena, ansiada. Por la mañana cargábamos los carros en la era, luego llegábamos a la estación y estábamos impacientes por marcharnos cuanto antes para escuchar las canciones de Daniar en el camino de vuelta. Su voz había penetrado en mí, me perseguía a cada paso. Con ella corría por las mañanas a través de la alfalfa húmeda de rocío hacia los caballos trabados, y el sol, riendo, salía a mi encuentro por encima de la montaña. Oía aquella voz en el suave susurro de la lluvia dorada del trigo que arrojaban al aire los viejos aventadores y en el vuelo deslizado de algún halcón solitario que giraba sobre la estepa. En todo lo que veía y escuchaba me parecía oír la música de Daniar.
Y a la noche, cuando pasábamos por el desfiladero, tenía la impresión de haberme trasladado a otro mundo. Entornando los ojos, escuchaba a Daniar y ante mí veía alzarse cuadros queridos de mi infancia: allá en lo alto, sobre las yurtas, comenzaba el transhumante desfile primaveral de tiernas nubes de un azul brumoso; entre ruidos de cascos y relinchos, galopaban las yeguadas hacia los pastos estivales sobre la tierra rugiente, y los potros, con las crines al aire y un salvaje fuego negro en los ojos, se adelantaban, altivos y embravecidos, a sus madres; los rebaños de ovejas se desplegaban sobre los montes como quieta avalancha; una cascada caía por las rocas, deslumbrando con la blancura de su espuma rizada; detrás del río, en la estepa, el sol descendía suavemente entre las matas de estípite y un lejano jinete solitario parecía galopar tras él por la cenefa ígnea del horizonte y, cuando ya casi tocaba, se sumergía también en la maleza y las tinieblas…