Al día siguiente a primera hora, Daniar y yo llevamos los caballos a la era. Yamila llegaba también en ese momento. Apenas nos vio desde lejos, grito:
—¡Eh, kichine bala! ¡Trae para acá mis caballos! ¿Dónde están las colleras? —Y lo mismo que si hubiera estado toda su vida dedicada a ese trabajo, se puso a inspeccionar los carros atentamente, probando con el pie si estaban encajados los cubos de las ruedas.
Cuando Daniar y yo nos acercamos, nuestro aspecto le causó risa. Las largas y delgadas piernas de Daniar nadaban en unas botas altas, de anchísima caña, que parecían dispuestas a escapársele de un momento a otro. Y yo arreaba el caballo con los talones curtidos y ennegrecidos de mis pies desnudos.
—¡Vaya una pareja! —exclamó Yamila con un alegre movimiento de cabeza, y al instante se puso a darnos órdenes—: ¡Venga, venga, daos prisa! ¡Hay que cruzar la estepa antes de que apriete el calor!
Agarró sus caballos por la brida, los condujo con mano segura hacia el carro y se puso a engancharlos.
Y mientras los enganchaba ella sola, tan sólo me preguntó una vez cómo debía colocar las riendas. A Daniar no le hacía el menor caso, lo mismo que si no estuviera allí.
La decisión y la retadora seguridad de Yamila, parecieron sorprender a Daniar. La miraba hostil, y al mismo tiempo íntimamente entusiasmado, apretando los labios con aire ausente. Cuando, silencioso, levantó de la báscula un saco lleno de grano para llevarlo al carro, Yamila arremetió contra él:
—¿Es que vamos a trabajar sin ayudarnos? ¡Quia, amigo, así no vale! Vamos. Trae acá esa mano. ¡Tú, kichine bala! ¿A qué esperas? Sube al carro y coloca los sacos.
Yamila había cogido la mano de Daniar y cuando levantaron juntos un saco sobre sus manos cruzadas, el pobre muchacho se sonrojó cohibido. Luego, cada vez que traían un saco con las manos firmemente entrelazadas y las cabezas casi juntas, veía yo el tormento de Daniar, cómo se mordía los labios y procuraba no mirar a Yamila a la cara. Ella, en cambio, no parecía advertir siquiera la presencia de su compañero y gastaba bromas a la encargada del peso. Cuando estuvieron cargados los carros y empuñamos las riendas, Yamila dijo riendo, con un guiño picaresco:
—¡Eh, tú, Daniar o como te llames! Tienes todo el aspecto de un hombre. Abre, pues, la marcha.
Siempre callado, Daniar se apresuró a poner en marcha el carro. «¡Infeliz de ti si encima eres tímido!», pensé yo.
Nos aguardaba un largo recorrido de unos veinte kilómetros a través de la estepa y luego por un desfiladero para llegar a la estación. Pero había algo bueno: desde que partíamos de la era hasta nuestro lugar de destino, el camino iba siempre cuesta abajo, de manera que no se cansaban nunca los caballos.
Nuestro aíl de Kurkureu se extiende al borde del río, en la falda de las Montañas Grandes, y no se pierde de vista, envuelto en las copas oscuras de los árboles, hasta que se penetra en el desfiladero.
En un día, sólo nos daba tiempo de hacer un viaje. Salíamos por la mañana temprano pero no llegábamos a la estación hasta después del mediodía.
Hacía un sol implacable, y en la estación había siempre un gran tumulto: carretas y carros llenas de sacos venidos de todo el valle, asnos y bueyes de los lejanos koljoses montañeses. Los conducían chiquillos o mujeres de soldados, quemados por el sol, con la ropa desteñida, los pies desnudos, desgarrados por las piedras y los labios agrietados del calor y el polvo.
En el portón del granero hay un cartel con estas palabras: «¡Hasta la última espiga para el frente!». En el patio todo es ajetreo, empujones y gritos de los carreteros. Allí al lado, detrás de una tapia baja, maniobra una locomotora que despide olor a carbonilla entre espesos remolinos de vapor.
Por delante, los trenes pasan con un rugido ensordecedor. Abriendo sus fauces babosas, los camellos gritan, rabiosos y desesperados, y no quieren levantarse del suelo.
En el granero se alzan montañas de grano bajo el tejado de chapa, recalentado por el sol. Hay que subir los sacos por una escala de tablas casi hasta el techo. El polvo y el olor del grano caliente cortan la respiración.
—¡Eh, tú, muchacho, a ver lo que haces! —grita desde abajo el encargado de recibir el grano, con los ojos irritados por el insomnio—. ¡Súbelo hasta arriba del todo! —añade mostrando el puño en señal de amenaza y suelta un juramento. ¿Por qué hará eso? Demasiado sabemos adónde hay que subir los sacos. Y los subimos. Si nosotros traemos este grano sobre nuestros hombros desde el campo, donde lo han cultivado y recogido mujeres, viejos y niños, donde ahora, en el momento más intenso de las labores, el mecánico se empeña en hacer funcionar una cosechadora, inservible ya desde hace tiempo, donde las espaldas de las mujeres se curvan sobre las hoces al rojo vivo, donde las tiernas manos de los niños recogen cuidadosamente cada espiga caída.
Todavía me parece sentir el peso de los sacos que cargaba sobre los hombros. Ése es un trabajo propio de los hombres más fuertes. Haciendo equilibrios, subía por las tablas crujientes y elásticas, apretando cuanto podía la punta del saco con los dientes para retenerlo, para que no se me escapara. El polvo me escocía en la garganta, el peso me oprimía las costillas y unos círculos luminosos bailaban ante mis ojos. Cuántas veces agotadas las fuerzas a mitad de camino, notando que el saco se deslizaba inconteniblemente de mi espalda, sentí el deseo de dejarlo caer y de caer yo también con él. Pero detrás de mí subía más gente. También llevaban sacos. Eran muchachos de mi edad o mujeres de soldados, con hijos como yo. De no ser por la guerra, ¿cómo se les iba a permitir cargar con aquel peso? No, yo no tenía el derecho a rendirme cuando las mujeres estaban haciendo el mismo trabajo.
Delante de mí subía Yamila, con el vestido remangado por encima de las rodillas; veo cómo se tensan los recios músculos de sus lindas piernas morenas; veo con qué esfuerzo sostiene su cuerpo ágil, que cede elásticamente bajo el saco. Yamila, solamente a veces, se detiene un momento, como si notara que yo me debilito a cada paso.
—¡Aguanta, kichine bala, que ya queda poco!
Pero ella pronuncia estas palabras con voz ahogada y sorda.
Cuando descendíamos, después de vaciar los sacos, nos cruzábamos con Daniar. Subía por la trapa cojeando ligeramente, con paso recio y rítmico. Al llegar a nuestra altura, Daniar lanzaba sobre Yamila una mirada triste y ardiente mientras ella, enderezando la espalda, sacudía las arrugas de su vestido. Todas las veces la miraba de la misma manera, como si la viera por primera vez, pero Yamila seguía sin fijarse en él.
Era ya una costumbre: Yamila no le hacía el menor caso o se reía de él. Dependía del humor que tuviera. Por ejemplo: cuando íbamos por un camino, de pronto le venía una idea y me gritaba: «¡Deprisa, venga!», y arreando los caballos y agitando el látigo sobre su cabeza, los lanzaba al galope. Yo la seguía. Adelantábamos a Daniar, dejándole envuelto durante mucho rato en densas nubes de polvo. Aunque era una broma, no todo el mundo la hubiera soportado. Daniar, en cambio, no parecía ofenderse. Pasábamos por delante de él como una ráfaga, y él contemplaba con sombría admiración a Yamila que, de pie sobre el carro, reía a carcajadas. Yo volvía la cabeza. Daniar continuaba mirándola incluso a través del polvo. En su mirada había algo bondadoso que lo perdonaba todo, pero yo creía adivinar además una nostalgia obstinada y secreta. Ni las burlas ni la total indiferencia de Yamila habían sacado una sola vez de quicio a Daniar. Parecía haberse jurado soportarlo todo. Al principio me daba lástima de él y varias veces le dije a Yamila:
—¿Por qué te ríes de él, yene? ¡Es un muchacho tan inofensivo!
—¡Bah! —contestaba Yamila riendo despreocupadamente—. Si lo hago en broma. No te apures que no le pasará nada.
Luego, también yo empecé a gastarle bromas y a burlarme de Daniar tanto como Yamila. Comenzaban a desasosegarme sus extrañas miradas intensas. ¡Con qué ojos la contemplaba cuando se echaba un saco a la espalda! Y es que, en efecto, en aquella baraúnda, en aquel tumulto del patio semejante a un mercado, entre la gente ronca, Yamila atraía las miradas; sus ademanes eran ligeros y precisos y su andar liviano, como si no pasara nadie. No se podía menos que admirarla. Para coger un saco puesto sobre el borde de un carro, Yamila se estiraba en un escorzo, adelantaba un hombro y echaba la cabeza hacia atrás, descubriendo su lindo cuello y arrastrando casi por el suelo sus trenzas quemadas por el sol. Daniar se detenía un instante, como por casualidad, y luego la seguía con sus ojos hasta la misma puerta. Pensaría sin duda que lo hacía de manera inadvertida, pero yo me daba cuenta de todo y aquello empezaba a desagradarme e incluso a ofender mis sentimientos, porque lo que yo no podía de ninguna manera era considerar a Daniar digno de Yamila.
«Pero ¡si incluso él se la come con los ojos…no digamos los demás!», pensaba indignado con todo mi ser. Y el egoísmo pueril, del que no me había desprendido todavía, hablaba en mí con más fuego que los celos. Y, en lugar de sentir compasión de Daniar, experimentaba ahora tal sentimiento de enemistad hacia él, que me alegraba cuando era objeto de burlas. Sin embargo, nuestras travesuras terminaron una vez de manera muy lamentable. Entre los sacos que utilizábamos para acarrear el grano, había uno enorme, de siete puds[9], hecho de una gruesa tela de fieltro. Generalmente, lo cargábamos entre dos, porque era demasiado peso para uno solo. Pero un día, sobre la marcha, quisimos gastarle una broma a Daniar. Cargamos aquel enorme saco en su carro y lo cubrimos con otros. Por el camino, Yamila y yo entramos en un huerto de una aldea rusa, cogimos una buena cantidad de manzanas y nos pasamos todo el camino bromeando. Yamila no hacía más que tirarle manzanas a Daniar. Luego, como de costumbre, le adelantamos levantando una nube de polvo. Nos dio alcance ya fuera del desfiladero, junto al paso a nivel, que estaba cerrado. Desde allí ya fuimos juntos hasta la estación y, no sé cómo, llegamos a olvidarnos por completo de aquel dichoso saco hasta que ya terminábamos la descarga. Yamila, traviesa, me dio un codazo y guiñó un ojo señalando a Daniar. De pie, sobre el carro, miraba preocupado el saco como preguntándose qué hacer con él. Luego miró a los lados y, al ver que Yamila contenía la risa, se ruborizó todo: había comprendido de qué se trataba.
—¡Agárrate los pantalones no vayas a perderlos a mitad de camino! —le gritó Yamila.
Daniar nos lanzó una mirada rabiosa y, antes de que pudiéramos cambiar de parecer, arrastró el saco por el fondo del carro, lo puso sobre el borde, saltó al suelo sujetándolo con una mano y echó a andar, después de cargárselo a la espalda. Al principio hicimos como si aquello no tuviera nada de particular. En cuanto a los demás, ¿a quién iba a llamar la atención? ¿Qué iba con un saco al hombro? Todos lo hacían. Pero cuando Daniar se acercaba a la escala, Yamila corrió hasta él.
—Déjalo, que era una broma.
—¡Quítate! —contestó Daniar con firmeza, y empezó a subir por la escala.
—¡Mírale, puede con él! —murmuró Yamila como disculpándose.
Seguía riendo suavemente, pero su risa se hacía cada vez más artificial, como forzada. Nos dimos cuenta de que Daniar iba inclinándose más sobre la pierna herida. ¿Cómo no habíamos pensado en ello antes? Hoy es el día que no puedo perdonarme esta broma estúpida. Porque fui yo, tonto de mí, quien la ideó.
—¡Vuelve atrás! —gritó Yamila en medio de su extraña risa.
Pero Daniar ya no podía retroceder: detrás de él subía mucha gente.
No recuerdo con exactitud lo que sucedió después. Veía a Daniar inclinado bajo el enorme saco, con la cabeza caída, mordiéndose los labios. Avanzaba lentamente, adelantando con cuidado la pierna herida. Cada paso debía de causarle un dolor tan fuerte que sacudía la cabeza y se paraba un instante. Cuanto más subía, más vacilaba. El saco le hacía perder el equilibrio. En cuanto a mí, eran tales mi terror y mi vergüenza, que sentía la garganta seca. Sobrecogido de espanto, experimentaba en todo mi ser el peso de su carga y el dolor insoportable de su pierna herida. Vaciló de nuevo, sacudió la cabeza, y ante mis ojos todo empezó a dar vueltas oscurecido y la tierra fallaba bajo mis pies. Volví de aquella especie de desvanecimiento porque alguien me apretaba el brazo con tanta fuerza que crujían los huesos. Me costó trabajo reconocer a Yamila. Estaba blanca como la cera, con enormes pupilas en unos ojos terriblemente abiertos y los labios estremecidos todavía por la risa. Entonces, no sólo nosotros sino también cuantos allí estaban, incluso el encargado del granero, corrimos hacia el pie de la escala. Daniar dio dos pasos más, quiso colocar mejor el saco sobre su espalda y empezó a doblarse lentamente sobre una rodilla. Yamila se cubrió el rostro con las manos.
—¡Tira el saco! ¡Tíralo! —gritó.
Sin embargo, no sé por qué, Daniar no arrojaba el saco, aunque hacía tiempo que hubiera podido tirarlo a un lado de la escala sin temor a aplastar a los que seguían. Al escuchar la voz de Yamila, hizo un brusco esfuerzo, enderezó la pierna, dio un paso más y volvió a vacilar.
—¡Pero tíralo, hijo de perra! —rugió el encargado.
—¡Tíralo! —gritaba la gente.
Daniar aguantó también aquella vez.
—¡Quia, no lo tira! —murmuró alguien convencido.
Y me parece que todos —tanto los que subían por la escala como los que estábamos abajo— comprendimos que no arrojaría el saco a no ser que se desplomara con él. Se hizo un silencio mortal. Fuera, una locomotora lanzó un silbido entrecortado.
Vacilante, como ensordecido, Daniar seguía trepando por las tablas elásticas de la escala hacia el tejado de chapa recalentado. A cada dos pasos se detenía, perdiendo el equilibrio, pero recobraba fuerzas y seguía adelante. Los que iban detrás procuraban amoldarse a su marcha y también se detenían. Estas paradas extenuaban a la gente, que perdía fuerzas, pero nadie se indignó ni le insultó. Igual que sujeta por una cuerda invisible, la gente iba con su carga como por un sendero peligroso y resbaladizo, donde la vida de cada uno depende de la vida de los demás. Su tácita conformidad y su balanceo monótono tenían un mismo ritmo angustioso. Un paso, otro paso más. ¡Con qué compasión, con qué aire de suplica, le miraba la mujer que le seguía apretando los dientes! También a ella le fallaban las piernas y, sin embargo, rezaba por él.
Ya faltaba poco, pronto terminaría el plano inclinado de la escala. Pero Daniar volvió a vacilar: la pierna herida no le obedecía ya. Si no soltaba el saco, podía desplomarse de un momento a otro.
—¡Corre! ¡Sujétale! —me gritó Yamila, mientras ella misma extendía los brazos desconcertada, como si hubiera podido ayudar así a Daniar.
Me lancé por la escala arriba. Abriéndome paso entre la gente y los sacos, llegué hasta Daniar. Me miró por debajo del codo. En su frente sudorosa, ensombrecida, se inflamaron las venas. Los ojos, inyectados en sangre, me abrasaron con su mirada de ira. Quise sujetar el saco.
—¡Quítate! —profirió Daniar en tono amenazador y siguió avanzando.
Cuando Daniar descendió, cojeando y respirando penosamente, los brazos le caían fláccidos. Todos le abrieron paso en silencio, pero el encargado del granero le gritó sin poderse contener:
—¿Te has vuelto loco, muchacho? ¿Acaso no iba a dejarte que lo vaciaras abajo? ¡Ni que yo fuera un salvaje! ¿Por qué cargas con sacos así?
—Eso es cosa mía —contestó Daniar sin levantar la voz.
Escupió a un lado y se dirigió a su carro. En cuanto a nosotros, no nos atrevíamos ni a levantar los ojos. Nos daba vergüenza y rabia que Daniar hubiese tomado tan a pecho nuestra broma absurda.
Por la noche hicimos el camino de vuelta en silencio. Para Daniar era cosa natural, de manera que no podíamos decir si aún estaba enfadado con nosotros o si ya lo había olvidado todo. Pero a nosotros nos pesaba y nos remordía la conciencia.
A la mañana siguiente cuando estábamos descargando los carros en la era, Yamila agarró el famoso saco, puso un pie en un borde y tiró del otro, desgarrándolo ruidosamente.
—¡Toma tu arpillera! —exclamó arrojando el saco a los pies de la sorprendida encargada del peso—. Y le dices al jefe del equipo que no se le ocurra darnos otro igual.
—Pero ¿qué tienes? ¿Qué te pasa?
—¡Nada!