Capítulo 3

Aquel día, según me había pedido Oromat, decidí esperar a mi padre para que me afeitara la cabeza y, entretanto, me puse a contestar una carta de Sadik. También para esto existían en la familia unas normas establecidas: los hermanos escribían las cartas a nombre de mi padre, el cartero del aíl se las entregaba a mi madre y mi obligación era leerlas y contestarlas. Antes de comenzar la lectura sabía de antemano lo que Sadik había escrito. Todas sus cartas se parecían como los corderillos de un rebaño. Sadik empezaba invariablemente con estas palabras: «Les deseo mucha salud», a lo que seguía sin falta: «Envío esta carta por correo a mis familiares que viven en el fragante y próspero Talas: a mi amadísimo y queridísimo padre, Yolchubái…». Luego seguía mi madre, luego la suya y todos nosotros por riguroso orden. A continuación venían las inevitables preguntas sobre la salud y el bienestar de los aksakales[6] del clan, de los parientes próximos y, únicamente al final, como apremiado, añadía Sadik: «y también mando un saludo a mi esposa, Yamila…».

Naturalmente, cuando viven el padre y la madre, cuando se tienen en el aíl aksakales y parientes próximos, es violento, incluso indecoroso, citar a la mujer en primer término y, más aún dirigirle las cartas a ella. Ésta es una opinión no solamente de Sadik, sino también de todo hombre que se precie, y de nada servía darle vueltas: la costumbre estaba así establecida en el aíl y no nos fijábamos en ella. Menos aún se nos podía ocurrir criticarla. Además, cada carta era un acontecimiento tan ansiado y feliz…

Mi madre me hacía releer varias veces las cartas, luego las tomaba fervorosamente en sus manos agrietadas, y sostenía la cuartilla con tanto cuidado como si fuera un avecilla que pudiese echar a volar de un momento a otro. Moviendo penosamente sus dedos rígidos, doblaba al fin la carta en forma de triángulo. «¡Hijos míos! Conservaremos vuestras cartas como un talismán —murmuraba con voz entrecortada por las lágrimas—. Pregunta por el padre, por la madre, por el resto de la familia… ¿Qué puede pasarnos a nosotros estando aquí, en nuestro aíl? Pero ¿y allá? Con unas letras que nos pongáis diciendo que estáis bien, nos basta. No necesitamos nada más…».

La madre aún contemplaba durante largo rato el triángulo, luego lo escondía en una bolsita de piel donde se guardaban todas las cartas y la encerraba bajo llave en el baúl.

Si en ese momento se encontraba Yamila en casa, entonces también se le daba a leer la carta. Cada vez que ella cogía el triángulo en su mano, notaba cómo se ruborizaba. Leía para sí, ávidamente, recorriendo apresuradamente las líneas con los ojos. Pero, según se acercaba al final, sus hombros se relajaban y el fuego de sus mejillas se apagaba lentamente. Fruncía sus cejas altivas y, sin leer las últimas líneas, devolvía la carta a la madre, con tan fría indiferencia como si de algo prestado se tratase.

La madre, aparentemente, comprendía a su manera el estado de ánimo de su nuera y se esforzaba en consolarla.

—Pero ¿qué tienes? —decía cerrando el baúl—. En lugar de alegrarte, te quedas toda triste. ¿Acaso eres tú la única que tiene su marido en el frente? No creas que eres tú sola. Es el mal del pueblo entero. Sopórtalo, pues, con el pueblo. ¿Tú crees que no hay otras que se apenan y sufren por no tener a sus hombres con ellas? Sufre, pero en silencio, guarda el dolor en tu pecho.

Yamila callaba, pero su mirada fija y angustiosa parecía decir: «¡Usted no entiende nada, madre!».

Aquella vez, la carta de Sadik venía de Sarátov, donde estaba hospitalizado. Sadik decía que para el otoño, si Dios quiere, vendría a casa a causa de la herida. Eso nos lo había dicho ya antes, y todos nos alegrábamos pensando que pronto le volveríamos a ver.

De todas maneras, aquel día yo no estaba en casa; había ido a la era. Allí solía pasar la noche. Llevé los caballos hasta un campo de alfalfa y allí los trabé. El presidente del koljós no permitía pastar al ganado en la alfalfa; pero yo, para tener los caballos en buen estado, infringía la prohibición. Había descubierto un lugar recóndito en una hondonada. Y así, de noche, nadie podía advertir nada. Pero esta vez, cuando solté los caballos y los llevé hacia el campo de alfalfa, me encontré con que alguien ya había soltado allí otros cuatro. Eso me indignó. Como yo tenía a mi cargo un carro con dos caballos, tenía el derecho de indignarme. Sin pensarlo poco ni mucho iba a echar de allí a los caballos para dar una lección al impertinente que había irrumpido en mis dominios, cuando reconocí dos de ellos: eran los de Daniar, el mismo de quien había hablado aquella tarde Oromat. Al recordar que, desde el día siguiente, debíamos trabajar juntos en el acarreo de grano a la estación, dejé a los caballos en paz y volví a la era.

Allí me encontré a Daniar. Acababa de engrasar las ruedas de su carro y en ese momento ajustaba las tuercas de los ejes.

—Daniké, ¿son tuyos los caballos que hay en la hondonada? —le pregunté.

Daniar volvió lentamente la cabeza:

—Dos son míos.

—¿Y los otros?

—Son los de… ¿Cómo la llamas? Yamila, ¿no? ¿Qué es tuyo? ¿Tu yene? Los ha dejado aquí el jefe de equipo y me ha mandado cuidarlos.

¡Cómo me alegraba ahora de no haber espantando los caballos!

Llegó la noche y cesó la brisa que soplaba de las montañas. En la era reinaba el silencio. Daniar se acostó cerca de mí, al pie de un almiar, pero poco después se levantó y fue hacia el río. Se detuvo unos pasos más allá, sobre el ribazo, y permaneció largo rato con las manos en la espalda y la cabeza algo inclinada sobre el hombro. Se había vuelto de espaldas. Su larga silueta angulosa, como tallada a hachazos, resaltaba sobre el suave resplandor de la luna. Parecía prestar oído al rumor del río que, en la noche, crecía sonoro en las cascadas. O quizás escuchara otros ruidos y susurros nocturnos, imperceptibles para mí. «Se le ha ocurrido pasar la noche junto al río. ¡Qué tipo!», pensé con una sonrisa.

Daniar llevaba poco tiempo en nuestro aíl. Una vez acudió un chiquillo donde estábamos segando y dijo que había llegado al aíl un soldado herido, pero que no sabía quién era. ¡El alboroto que se armó! Porque, en el aíl, ya se sabe: en cuanto volvía alguien del frente, todos, desde el primero hasta el último, tanto niños como ancianos, corrían en tropel para verle, estrecharle la mano, preguntarle si no se había encontrado con algún familiar y enterarse de las novedades que traía. Así pues, se armó un griterío increíble. Todos se preguntaban: ¿Habrá vuelto mi hermano, o mi compadre? Y los segadores se apresuraron a ver quién era.

Resultó que Daniar era paisano nuestro, que había nacido en el aíl. Contaban que se quedo huérfano siendo muy niño y que anduvo de casa en casa, hasta que se fue a la estepa de Chakmak, a vivir con unos kazajos parientes suyos por línea materna. Como no había en el aíl parientes próximos, que le hicieran volver, acabaron por olvidarle. Cuando alguien le preguntaba cómo había vivido después de marcharse del aíl, Daniar contestaba de forma evasiva. De todas formas, se podía ver que había sufrido hasta la saciedad y que el destino se había cebado en él. La vida le había hecho rodar de aquí para allá por varias regiones. Durante mucho tiempo fue pastor de ovejas en las tierras saladas de Chakmak y, cuando se hizo mayor, fue a cavar canales a los desiertos, trabajó en nuevos sovioses[7] algodoneros y luego en las minas Angren, cerca de Tashkent, desde donde salió para el ejército.

La gente vio con buenos ojos la vuelta de Daniar a su aíl natal. «Con todo lo que ha tenido que rodar por tierras extrañas, ha vuelto. Quiere el destino que beba agua de la acequia que le ha visto nacer. Y no ha olvidado su lengua. Apenas si dice algunas palabras kazajas; por lo demás habla perfectamente». «El tulpar[8] encuentra su yeguada hasta el fin del mundo. ¡Quién no ama a su patria y su pueblo! Has hecho bien en volver. Es una satisfacción para nosotros y para los espíritus de tus antepasados. Dios quiera que venzamos a los alemanes y vuelva la paz, entonces tú también crearas una familia como los demás y verás subir el humo sobre tu hogar», decían los viejos aksakales.

Al recordar a sus antepasados, quedó establecido con exactitud a qué familia pertenecía. Así apareció en nuestro aíl un nuevo pariente: Daniar.

Oromat, el jefe de equipo, llegó una vez al prado donde estábamos segando, acompañado de aquel soldado alto y algo encorvado, que cojeaba de la pierna izquierda. Con el capote al hombro, andaba precipitadamente, procurando no quedar a la zaga del caballejo achaparrado de Oromat. Junto al largo Daniar, el jefe de la brigada, tan escaso de estatura y vivaracho, recordaba una inquieta chorcha. Los muchachos no pudieron contener la risa al verlo.

La pierna herida de Daniar, aún sin cicatrizar, no había recuperado el juego de rodilla. Eso le impedía manejar la guadaña, por lo que le pusieron con nosotros, los más jóvenes, en las máquinas segadoras. La verdad es que no nos gustó mucho. Lo que más nos desagradaba era su carácter introvertido. Daniar hablaba poco y, cuando lo hacía, se notaba que estaba pensando en otra cosa, que tenía no sé qué ideas y no se sabía si le veía a uno o no, aunque estuviera contemplándote fijamente con sus ojos pensativos y soñadores.

—Se conoce que el pobre muchacho no ha logrado olvidar el frente —decían de él los mayores.

Lo curioso era, sin embargo, que, pese a ese ensimismamiento constante, Daniar trabajaba con rapidez y precisión y, para quien no le conociera, hubiera podido parecer un hombre abierto y sociable. ¿Le habría enseñado su penosa infancia huérfana a ocultar sus sentimientos y sus ideas educando en él esa reserva? Quizá fuera eso.

Los labios finos de Daniar, marcados por breves arrugas en las comisuras, siempre estaban prietos, sus ojos tenían una mirada triste y tranquila, y únicamente las cejas, ágiles e inquietas, animaban su rostro enjunto, siempre cansino. A veces se le veía quedar absorto, como si escuchara algo imperceptible para los demás, y entonces aleteaban sus cejas y en sus ojos prendía un entusiasmo irrazonado. Luego, sonreía largamente y se alegraba no sé de qué. A nosotros, todo aquello se nos antojaba extraño. Además, también tenía otras rarezas.

Al terminar la jornada, desenganchábamos los caballos y nos reuníamos en torno a la cabaña esperando a que la cocinera hiciese la cena. Daniar, en cambio, se subía al monte y allí permanecía hasta que era de noche.

—¿Qué hará allá arriba? ¡Ni que le hubieran puesto de centinela! —decíamos riendo.

Un día, por curiosidad, yo también subí detrás de Daniar al monte. A mi entender, no había allí nada de particular. Alrededor, sumida en el crepúsculo lila, la vasta estepa se extendía hasta las montañas. Los campos sombríos, confusos, parecían diluirse lentamente en el silencio.

Daniar ni siquiera se dio cuenta de mi llegada; estaba sentado, con los brazos en torno a las rodillas, con la mirada perdida a lo lejos, ausente pero luminosa. Y volvió a darme la impresión de que escuchaba, suspenso, unos sonidos que no llegaban hasta mi oído. A veces quedaba absorto, con los ojos muy abiertos. Algo le angustiaba, y yo esperaba verle levantarse de un momento a otro y abrir su alma, pero no ante mí —a mí no me veía siquiera—, sino ante algo inmenso, inabarcable, que yo desconocía. Y poco después, al mirarlo, ya no le reconocí: tenía un aspecto cansado y relajado, como si, simplemente, estuviera descansando después del trabajo.

En nuestro koljós, los prados que hay que segar están dispersos en la margen anegadiza del Kurkureu. No lejos de nosotros, el río sale de un desfiladero y echa a galopar por el valle, indómito y furioso. La época de la siega es la época de la crecida de los ríos de montaña. Por la tarde, el agua empezaba a subir turbia y espumosa. Hacia medianoche, me despertaba el imponente estremecimiento del río. Una noche azul, quieta, sumergía en la cabaña la mirada de sus estrellas. Un viento frío soplaba a bocanadas. La tierra dormía y sólo el río rugiente parecía avanzar terrible sobre nosotros. Por la noche, aunque nos hallábamos a cierta distancia de la orilla, el agua parecía estar tan sensiblemente cerca que un temor involuntario me invadía. ¿Y si nos arrastra? ¿Y si se lleva la cabaña? Mis compañeros seguían entregados al sueño profundo del segador, pero yo no conseguía dormir y salía al exterior.

En las tierras anegadizas del Kurkureu, la noche es hermosa y terrible. Aquí y allá, los caballos trabados ponen manchas negras en la pradera. Ahítos de pastar en la hierba perlada de rocío, ahora dormitan alertas, resoplando de vez en cuando. Y allí cerca, inclinando a algún húmedo y humilde sauce, el Kurkureu asalta la orilla con un rumor sordo de piedras arrastradas. El río no enmudece y llena la noche de un ruido imponente, furioso. Da miedo. Es terrible.

En esas noches me acordaba siempre de Daniar. Solía pasar la noche entre los montones de heno, al borde del río. ¿Cómo no tendrá miedo? ¿Dormirá o no? ¿Por qué pasará la noche solo junto al río? ¿Qué placer encontrará en ello? Era un hombre extraño, de otro mundo. ¿Dónde estará ahora? Miraba a uno y otro lado, pero no se veía a nadie. Las orillas se perdían en la lejanía formando suaves ondulaciones y a través de la oscuridad se adivinaba la cresta de las montañas. Allá arriba todo era silencio y estrellas.

Desde luego, ya era hora de que Daniar se hubiera hecho amigos en el aíl. Pero continuaba solitario, como si la amistad o la enemistad, el amor o el odio fueran desconocidos para él. Y en el aíl, ya se sabe: destaca el yiguit que es capaz de valerse y de valer a los demás, de hacer el bien, pero también a veces de causar daño; el que no les cede a los aksakales aguantando un festín o unos funerales. Ese tipo de hombre que también gusta a las mujeres.

Pero cuando un hombre como Daniar se mantiene apartado y no interviene en los asuntos cotidianos del aíl, entonces unos ni siquiera advierten su presencia y otros dicen condescendientes:

—A nadie le hace bien ni mal. El pobre sale adelante como puede. Bueno y ¡por qué no!…

Un hombre así, por regla general, es objeto de burlas o de compasión. Y nosotros, los adolescentes, que queríamos siempre aparentar más edad para alternar el plano de igualdad con los verdaderos yiguits, nos burlábamos constantemente de Daniar, si no delante de él, por lo menos a sus espaldas. Nos burlábamos incluso de que se lavara el mismo la guerrera en el río. La lavaba y volvía ponérsela todavía húmeda; no tenía otra.

Sin embargo, lo más extraño es que, aunque Daniar parecía tan apacible e inofensivo, no nos atrevíamos a tratarle de igual a igual. Y no porque fuese mayor que nosotros —tres o cuatro años de diferencia no significaban nada y a otros de la misma edad les tuteábamos sin gastar muchos miramientos—, ni tampoco porque fuese hosco o se diese importancia, cosa que a veces inspira algo parecido al respeto. No; es porque su ensimismamiento taciturno y sombrío encerraba algo inaccesible, y eso nos contenía, aunque éramos capaces de burlarnos de cualquiera.

Quizá diera lugar a nuestra reserva un caso que me había ocurrido a mí. Yo era un chico muy curioso y a menudo mareaba a la gente a fuerza de preguntas. Tenía verdadera pasión por interrogar a los soldados que habían estado en el frente. Desde que Daniar apareció en la pradera, durante la siega, me puse a buscar la ocasión propicia para sonsacarle algo.

Una noche, después del trabajo, habíamos cenado y descansábamos tranquilamente en torno a la hoguera.

—Daniké, cuéntanos de la guerra hasta que vayamos a acostarnos —le pedí.

Daniar guardó silencio al principio, y hasta pareció ofendido. Estuvo un buen rato contemplando el fuego. Luego levantó la cabeza y nos miró.

—¿De la guerra dices? —preguntó y, como respondiendo a sus propios pensamientos, añadió sordamente—: No; más vale que vosotros no sepáis nada de la guerra.

Luego dio media vuelta, tomó una brazada de ramiza y, arrojándola a la lumbre, se puso a atizar el fuego sin mirar a nadie.

Daniar ya no dijo más. Pero, incluso en la breve frase que había pronunciado, dejaba bien sentado que no es posible hablar de la guerra nada más porque sí, que eso nunca puede ser una historia para pasar el rato hasta la hora de acostarse. La guerra ha impreso su huella sangrienta en lo más hondo del corazón humano y es doloroso hablar de ella. Yo sentía vergüenza de mí mismo. Y nunca volví a hacerle preguntas a Daniar acerca de la guerra.

Aquella velada se olvido con la misma rapidez que se extinguió en el aíl el interés por el propio Daniar.