Capítulo 2

Yo no tenía la menor duda de que Yamila supiera conducir un carro de dos caballos.

Ella los conocía muy bien por ser hija de un pastor de caballadas del aíl montañoso de Bakair. Nuestro Sadik había desempeñado el mismo oficio. Parece ser que una vez, en las carreras que suelen celebrarse en primavera, no había logrado dar alcance Yamila. Ignoro si era verdad, pero se decía que, después de semejante afrenta, Sadik la había raptado. Aunque otros aseguraban que se habían casado por amor. Sea como fuere, el caso es que sólo habían vivido cuatro meses juntos. Luego estalló la guerra y Sadik fue llamado a filas.

No sé si sería porque Yamila había cuidado desde pequeña la caballada con su padre, y como hija única, había hecho de hija e hijo, pero el caso es que en su carácter aparecían ciertos rasgos varoniles, un algo rudo, y a veces incluso brusco. Yamila trabajaba con tesón. A la par de los hombres. Era capaz de llevarse bien con las vecinas, pero si la zaherían sin razón, no le ganaba nadie en los insultos e incluso se dieron casos de agarrarle a alguna por los cabellos.

Más de una vez habían venido los vecinos a quejarse:

—Pero ¿qué nuera tienen ustedes? No hace dos días que entró en la casa y no sabe controlar su lengua. Para ella no existe el respeto ni las buenas maneras.

—Más vale que sea así —contestaba mi madre—. A nuestra nuera le gusta decir las cosas claras. Es mejor que andar con tapujos y clavar el aguijón por la espalda. Las de ustedes parecen mansitas, pero como son como los huevos podridos: muy limpios y muy lisos por fuera, pero hay que taparse la nariz en cuanto se parten.

El padre y la madre menor no empleaban nunca con Yamila la severidad y el rigor que corresponden al suegro y a la suegra. La trataban con bondad, la querían, y sólo deseaban una cosa: que no traicionara su fe a Dios y al marido.

Yo los comprendía. Después de haber visto partir a cuatro hijos hacia el frente, en Yamila, la única nuera de las dos casas, encontraban su consuelo, y por eso la trataban así. Pero a quien no comprendía yo era a mi madre, incapaz de conceder su afecto así por las buenas. Mi madre tenía un carácter autoritario y rígido. Vivía ateniéndose a sus propias normas y no las traicionaba nunca. Todos los años, al llegar la primavera, montaba en el patio la yurta[4], que mi padre había fabricado en su juventud cuando hacían vida trashumante, y la sahumaba con enebro. A nosotros nos había educado también rigurosamente en el amor al trabajo y el respeto a los mayores. Exigía una obediencia incondicional de todos los miembros de la familia.

Pero Yamila, desde que llegó a nuestra casa, se había mostrado muy distinta a como debería ser una nuera. Es verdad que hacía caso a los mayores y los obedecía, pero nunca inclinaba la cabeza ante ellos; en cambio, tampoco murmuraba como hacían otras. Decía siempre francamente lo que pensaba y no temía exponer sus opiniones. Mi madre la apoyaba muchas veces, mostrándose de acuerdo con ella, pero siempre era la suya la palabra decisiva. Pienso que mi madre veía en Yamila, en su rectitud y franqueza, a una persona de su igual y, en el fondo, soñaba con cederle algún día su puesto y hacer de ella una ama de casa revestida de autoridad, una mujer respetada, guardiana del hogar, como había sido ella.

—Dale gracias a Alá, hija mía —le recomendaba mi madre—, por haberte traído a una casa recta, bendita por él. Ésa es tu felicidad. La felicidad de la mujer consiste en traer hijos al mundo y lograr que reine la abundancia en casa. A ti te quedará, gracias a Dios, todo lo que hemos ido reuniendo nosotros, los viejos, porque nadie se lleva nada a la tumba. Pero a la felicidad le gusta vivir con quien sabe guardar su honor y dignidad. No lo olvides y compórtate…

Sin embargo, en Yamila había algo que confundía a sus suegras: era tan alegre y abierta como un niño pequeño. A veces, sin razón aparente, empezaba a reír a carcajadas. Y cuando volvía del trabajo no entraba lentamente en el patio, entraba corriendo y saltando la acequia. Y, sin venir a cuento, se ponía a besar y abrazar a una u otra suegra.

También le gustaba a Yamila cantar y siempre andaba tatareando algo, sin importarle la presencia de los mayores. Desde luego, nada de esto correspondía a la idea establecida en el aíl sobre la conducta de la nuera en casa de los suegros; pero las madres se tranquilizaban diciéndose que Yamila cambiaría con el tiempo: de jóvenes, todas son iguales. Para mí, no había nadie en el mundo mejor que Yamila. Nos divertíamos mucho juntos, podíamos reír a carcajadas sin razón alguna y perseguirnos por el patio.

Yamila era realmente hermosa. Alta, esbelta, con cabellos lisos y fuertes recogidos en dos prietas y pesadas trenzas, cubría graciosamente su cabeza con un pañuelo blanco que inclinaba un poco al bies sobre la frente, lo que le sentaba muy bien y ponía un bello matiz en la piel morena y tersa de su rostro. Cuando Yamila reía, sus ojos rasgados, de un negro brillante, chispeaban llenos de ardor juvenil y, cuando de pronto entonaba las pícaras coplas del aíl, asomaba a sus pupilas un brillo de mujer.

Yo había advertido muchas veces que los yiguits, sobre todo los que regresaban del frente, se la comían con los ojos. A Yamila también le gustaba coquetear: pero, en realidad, sabía parar los pies a los que se propasaban. Sin embargo, esto era algo que siempre me dolía. Yo estaba celoso de Yamila y si advertía a algún joven junto a ella, procuraba ahuyentarle de una u otra manera. Me engañaba y los miraba con tanta furia como sin con mi aspecto quisiera decir: «¡Menos bromas! Es la mujer de mi hermano y no vayáis a pensar que no tiene quien la defienda».

En esos momentos, viniera o no a cuento, me metía en la conversación con deliberado desenfado, intentaba poner en ridículo a los admiradores y cuando no lo conseguía, perdía el dominio de mí mismo y resoplaba con la cabeza baja. A los muchachos se les soltaba la risa:

—¡Pero, miradle! ¡Si resulta que es su yene! ¡Qué gracia! ¡Y nosotros sin saberlo!

Yo hacía de tripas corazón, pero notaba que el rubor me quemaba las orejas, y las lágrimas afluían a mis ojos de rabia. Yamila, mi yene, me comprendía. Ponía cara seria, conteniendo a duras penas la risa que se le escapaba.

—¿Vosotros os habéis creído que a una yene se la encuentra en la vuelta de la esquina? —decía, puesta en jarras, a los yiguits—. Eso será a las vuestras, pero a mí no. Vámonos de aquí, kaini. ¡No les hagas caso! —Y muy erguida la cabeza, presumiendo ante ellos, alzaba desdeñosa los hombros y se alejaba conmigo, sonriendo en silencio.

En aquella sonrisa veía yo alegría y pesar. Es posible que pensara: «¡Qué tonto! Si yo quisiera portarme mal, ¿quién iba a impedírmelo? Aunque toda la familia os pusierais a vigilarme, sería inútil». En esas ocasiones, yo callaba con silencio culpable. Sí, yo tenía celos de Yamila, la admiraba, estaba orgulloso de que fuera mi yene, orgulloso de su belleza y de su carácter independiente. Éramos los mejores amigos y no había secretos entre nosotros.

Por aquellos días había pocos hombres en el pueblo. Aprovechando esa circunstancia, algunos mozos se comportaban insolentemente con las mujeres y las trataban con desdén como queriendo decir: no vale la pena de molestarse uno, si con sólo levantarse uno, si con sólo levantar un dedo acuden como las moscas.

Una vez, durante la siega, un lejano pariente llamado Osmón empezó a importunar a Yamila. Él también era de los que creían que ninguna podría resistírsele. Yamila apartó enojada su mano y se levantó de junto al almiar a cuya sombra descansaba.

—¡Déjame en paz! —dijo de mal humor y le volvió la espalda—. Aunque, ¿qué se puede esperar de vosotros, potros salvajes?

Osmón, tendido al pie del almiar, entreabrió en una sonrisa desdeñosa sus labios húmedos.

—A la gata siempre le parece pocha la carne cuando está colgada muy alto… ¿A qué vienen tantos remilgos? Seguro que tienes tantas ganas como cualquiera, aunque lo disimules.

Yamila se volvió rápidamente con gesto brusco.

—¿Y si así fuera? Ésa es la suerte que nos ha tocado y tú, imbécil, te ríes. Pero mira: habría de estar cien años mi marido en la guerra y no me rebajaría yo a mirar a alguien como tú. Me das asco. Si no fuera por la guerra, no encontrarías siquiera quien hablase contigo.

—Eso mismo digo yo. Como ha venido la guerra, estás rabiosa sin tu marido. Otra cosa que te haría decir si fueras mi mujer —bromeó Osmón.

Yamila se habría abalanzado sobre él y le habría dicho cualquier cosa, pero se contuvo: comprendió que no merecía la pena. Posó en él una larga mirada de odio. Luego escupió con un gesto de asco, levantó del suelo su horca y se alejó.

Yo estaba montando en un carro, detrás del almiar. Al verme, Yamila echó a andar resuelta hacia otro lado. Había comprendido cual era mi estado de ánimo.

Tenía yo la misma sensación que si me hubieran ofendido a mí y no a ella. Dolorido le reproché:

—¿Por qué tratas con gente así? ¿Por qué les hablas?

Yamila estuvo sombría y triste hasta la noche, sin dirigirme una sola palabra ni sonreír como antes. Para no dejarme hablar de la horrible ofensa que encerraba su pecho, Yamila, en cuanto se acercaba a ella mi carro, clavaba briosamente la horca en un montón de heno y levantándolo a pulso, de un golpe, lo ponía delante ocultando el rostro. Llegaba, soltaba su fardo, y en seguida corría a otro montón. El carro se llenaba rápidamente. Al alejarme volvía la cabeza y la veía permanecer unos instantes, abatida y pensativa, apoyada en el mango de la horca, hasta que, rehaciéndose, se ponía nuevamente al trabajo. Cuando cargamos el último carro, Yamila permaneció largo rato ajena a todo, contemplando el ocaso. Allá abajo, al otro lado del río, en el extremo de la estepa kazaja llameaba como la boca de un tandir[5] ardiente el sol agonizante del crepúsculo. Se sumergía poco a poco detrás del horizonte, tiñendo con su resplandor purpureo las blandas nubecillas del cielo y lanzando los últimos destellos sobre la estepa lila, cuyas depresiones estaban ya cubiertas por un velo azulado. Yamila contemplaba la puesta de sol con el mismo arrobo que si se tratara de una visión fabulosa. Su rostro irradiaba dulzura y sus labios entreabiertos sonreían dulcemente, de forma infantil. Y entonces fue cuando Yamila, como si respondiera a los reproches no pronunciados, que todavía querían escaparse de mi boca, se volvió hacia mí y dijo con el tono de quien prosigue una conversación:

—¡Deja ya de pensar en él, kichine bala, que se vaya al diablo! ¿Se puede considerar a eso un hombre?… —Yamila calló, acompañando con la mirada el filo del sol que se extinguía y, después de exhalar un suspiro, prosiguió pensativa—: Los que son como Osmón ¿cómo pueden saber lo que uno lleva en el corazón? Nadie lo sabe… Es posible que no haya en el mundo ningún hombre que lo sepa…

Mientras yo hacía volver grupas a los caballos, Yamila corrió hasta unas mujeres que se encontraban un poco apartadas de nosotros, y al poco tiempo oí sus voces, sonoras y alegres. Yo no hubiera podido decir lo que le había ocurrido, si notó que se le iluminaba el alma al contemplar la puesta del sol o si experimentaba simplemente la alegría de haber trabajado bien. Miré a Yamila desde lo alto del heno que llenaba mi carro. Se había quitado el pañuelo que cubría su cabeza y, con los brazos muy abiertos, corría tras una amiga por el prado segado, ya sombrío. El vuelo de su vestido aleteaba al viento.

También mi pesar voló de pronto: «¿Merecía la pena pensar en las habladurías de Osmón?».

—¡Arre! —grité de pronto a los caballos estimulándolos con el látigo.