Capítulo 1

Contemplo de nuevo este pequeño cuadro de marco sencillo. Mañana por la mañana salgo para el aíl[1], y examino el cuadro con mirada larga y fija, como si pudiese brindarme alguna palabra de despedida.

Es un cuadro que no he presentado nunca a ninguna exposición. Más aún, procuro ocultarlo cuando viene a visitarme algún familiar del aíl. No es que haya nada vergonzoso en él, pero está lejos de ser una obra de arte. Es sencillo, tan sencillo como la tierra que representa.

Al fondo del cuadro hay un retazo de cielo otoñal, desvaído. El viento persigue rápidas nubes grises sobre una sierra lejana. En primer plano está la estepa, revestida de ajenjo, de un color rojo pardusco, y un camino negro, que aún no se ha secado tras las recientes lluvias. Al borde, se alzan prietos unos arbustos de estípides con sus ramas secas, partidas. Siguiendo una fangosa rodada, han dejado sus huellas los pasos de dos caminantes. Cuanto más se alejan, más se difuminan, y se diría que sólo les falta dar otro paso para salirse del marco. Uno es… Aunque, ¿para qué adelantar acontecimientos?

Fue algo qué sucedió durante mi adolescencia. Corría el tercer año de la guerra. En los lejanos frentes, allá por Kursk y Oriol, combatían nuestros padres y hermanos mientras nosotros, jóvenes de quince años, trabajábamos en el koljós[2]. Sobre nuestros hombros, aún endebles, había recaído el fatigoso y cotidiano trabajo de la tierra. Las jornadas más duras eran las de la recolección de la cosecha. Estábamos semanas enteras sin aparecer por nuestras casas y nos pasamos los días y las noches en el campo, en las eras o en el camino de la estación adónde llevamos el grano. Uno de esos días tórridos, en que las hoces parecen ponerse al rojo vivo de tanto segar, volvía yo de la estación en mi carro vacío y decidí acercarme a casa.

Al lado mismo del vado, en el cerro donde termina la calle, se levantan las casas rodeadas por recia cerca de adobes. En torno a ellas se alzan unos álamos. Son nuestras casas. Nuestras dos familias viven una junto a otra desde tiempo inmemorial. Yo soy de la Casa Grande. Tengo dos hermanos solteros mayores que yo. Los dos marcharon al frente y hace mucho tiempo que no recibimos noticias suyas.

Mi padre, viejo carpintero, se marchaba a su taller situado en la hacienda central, tras rezar sus oraciones, apenas despuntaba el día, y no regresaba hasta muy entrada la noche. En casa quedaban mi madre y mi hermana. En la casa contigua —o la Casa Pequeña, como la llamaban en el pueblo— viven unos los parientes próximos. Nuestros bisabuelos o tatarabuelos, fueron hermanos pero yo los llamo próximos porque constituíamos una sola familia. Es una costumbre que se remonta a los tiempos de la vida trashumante, cuando nuestros abuelos acampaban juntos y juntos apacentaban el ganado. Nosotros conservamos esa tradición. Cuando llegó la colectivización al aíl, nuestros padres hicieron sus casas una junto a otra. Además, no solamente en esas dos casas, sino también en todas las de la calle de Aral, que atraviesa el aíl, entre dos ríos, habitan parientes nuestros; todos somos de la misma tribu.

Poco después de la colectivización murió el amo de la Casa Pequeña. Dejaba mujer y dos hijos de corta edad. Según las antiguas leyes tácitas del Adat[3], que todavía se observaban en el aíl, no se debía dejar sola a la viuda con sus hijos, y nuestros paisanos la casaron con mi padre. Era una obligación impuesta por el respeto al espíritu de los antepasados, ya que mi padre era el pariente más inmediato del difunto.

Así surgió nuestra segunda familia. La Casa Pequeña era considerada como una hacienda independiente con su huerto y su ganado; pero, en realidad, formábamos una sola familia.

De la Casa Pequeña habían partido los dos hijos para el frente. El mayor, Sadik, marchó poco después de casarse. De ellos sí recibíamos cartas, aunque muy espaciadas.

En la Casa Pequeña había quedado la madre —a la que yo llamaba kichi apa o madre menor— y su nuera, la mujer de Sadik. Ambas trabajaban en el koljós de sol a sol. Mi kichi apa, mujer bondadosa, dócil e inofensiva, no quedaba a la zaga de las jóvenes, ya se tratara de cavar acequias o de regar los campos. En una palabra, que sabía manejar la azada. Como si deseara recompensarla, el destino le había enviado una nuera laboriosa. Yamila hacía buena pareja con su suegra por lo infatigable y habilidosa, aunque era algo distinta de carácter.

Yo quería mucho a Yamila. Y ella a mí también. Pero aunque éramos muy amigos, no nos atreveríamos a llamarnos por el nombre. Si hubiéramos sido de familias distintas, yo, naturalmente, la habría llamado Yamila. Pero la llamaba yene, apelativo que corresponde a la esposa del hermano mayor, y ella a mi kichine bala, que quiere decir niño pequeño, aunque yo no era pequeño ni mucho menos y nos separada una diferencia insignificante de edad. Pero es una costumbre de nuestros pueblos las cuñadas llaman kichine bala o moi kaini a los hermanos menores del marido.

La administración de las dos casas corría a cargo de mi madre. La ayudaba mi hermana, graciosa chiquilla con hilos entretejidos en las trenzas. No olvidaré nunca el afán con que trabajaba en aquella época difícil. Unas veces, sacaba a pastar los corderillos y los terneros de las dos casas, otras recogía estiércol y leña seca para que hubiera siempre combustible. Y era esta niña de nariz respingona la que distraía la soledad de mi madre, ahuyentando el triste recuerdo de los hijos desaparecidos.

Nuestra numerosa familia debía a mi madre la paz y la abundancia que disfrutamos. Ella era la dueña absoluta de ambas casas, la guardiana del hogar. Había entrado muy joven en la familia de nuestros abuelos nómadas y desde entonces honrada religiosamente su memoria, gobernando las familias con toda equidad. En el pueblo era respetada como el ama de casa más honorable, más íntegra y experimentada. La verdad es que mi padre no era reconocido como el jefe de familia en el aíl. Más de una vez oí decir a la gente con cualquier motivo: «Deja al ustaka —ustaka es el título que se da entre nosotros a los maestros de algún oficio—. Él no entiende más que de su hacha. Quien manda en la familia es la madre mayor. Vete a ella, será lo más acertado».

Debo decir que yo, a pesar de mi juventud intervenía, muchas veces en los asuntos de la casa. Esto sólo era posible por haberse marchado mis hermanos mayores al frente. Por eso, frecuentemente, me llamaban medio en broma medio en serio, el yiguit, es decir, el amparo y sustento de las dos familias. Orgulloso de este apelativo, nunca me abandonaba en un sentimiento de responsabilidad. Además, mi madre estimulaba esta independencia. Quería que yo fuese un hombre entendido y hábil para la hacienda, y no como mi padre, que se pasaba el día entero serrando y cepillando madera en silencio.

Así pues, detuve mi carro junto a la casa, a la sombra de un sauce, aflojé las riendas y, cuando me dirigía hacia la puerta de la cerca, vi en el patio a Oromat, nuestro jefe de equipo. Estaba, como siempre, a caballo, con la muleta atada a la silla, y discutía con mi madre, de pie frente a él. Al acercarme oí a mi madre:

—¡Nunca, en los días de mi vida! ¡Tú no tienes perdón de Dios! ¿Dónde se ha visto que una mujer lleve sacos en un carro? ¡Quia! Deja a mi nuera en paz, y que trabaje como lo ha venido haciendo hasta ahora. ¡Pero si yo no tengo un momento de respiro, con dos casas a mi cargo! Y menos mal que va creciendo mi hija… Llevo ya una semana sin poder enderezar la espalda, me duelen los riñones como si hubiera estado hilando, ¡y mira el maíz, secándose, sin agua!

Hablaba impetuosamente metiendo a cada instante la punta del turbante por el cuello del vestido, gesto habitual en ella cuando se enfadaba.

—¿Qué se puede hacer con una mujer así? —gritó desesperado Oromat, balanceándose en su silla—. ¿Cree usted que vendría yo con esta embajada si tuviera mi pierna en lugar de este muñón? Haría lo que hacía antes: cargar los sacos y arrear los caballos yo mismo… Ya sé que ése no es trabajo de mujeres: pero ¿dónde encuentro hombres?… Por eso hemos decidido recurrir a las mujeres de los soldados. Si usted le prohíbe a su nuera que haga este trabajo, a nosotros nos ponen de vuelta y media… Hay que entregar el grano para los soldados y echamos abajo el plan. ¿Qué es esto? ¿Adónde vamos a parar?

Yo me acercaba a ellos arrastrando el látigo y, al verme, el jefe del equipo se llevó una gran alegría: al parecer, mi presencia le había sugerido alguna idea.

—Bueno, si tanto quiere cuidar a Yamila, ahí tiene usted a su kaini, que no consentirá que se le acerque nadie —dijo señalándome con alegría—. ¡De eso puede estar segura! Seit es un buen muchacho. Estos chicos son nuestra salvación, los que nos sacan adelante…

Mi madre no le dejo acabar.

—¡Señor! ¡Pero cómo viene este hijo mío! ¡Si parece un vagabundo! —comenzó a lamentarse—. ¡Y qué greñas! ¡Hay que ver al padre también!… No encuentra tiempo ni para afeitarle la cabeza a su hijo…

—Bueno, ya está: Seit se queda hoy aquí con sus viejos y se afeita la cabeza —corroboró Oromat, siguiéndole la corriente a mi madre—. Quédate hoy en casa, Seit, échales pienso a los caballos, y mañana por la mañana vienes con Yamila. Le daremos un carro y trabajaréis juntos. Y tú me respondes de ella, ¿eh? No se preocupe usted, que Seit estará a su lado. Además, para mayor seguridad, pondré con ellos a Daniar. Ya le conoce usted: ese que ha vuelto hace poco del frente, un muchacho incapaz de faltarle a nadie. Los tres se dedicarán a acarrear el carro hasta la estación. ¿Quién va a atreverse a molestar a su nuera? ¿No es cierto, Seit? Vamos a ver, ¿tú que piensas? Quiero poner a Yamila a conducir un carro, pero tu madre no lo consiente. Procura convencerla tú.

Yo me sentí orgulloso del elogio de Oromat y de ver que solicitaba mi consejo como el de un hombre hecho y derecho. Además, en seguida me imaginé lo agradable que sería ir con Yamila a llevar el grano a la estación. Y poniendo cara seria le dije a mi madre:

—¿Qué le va a pasar? ¡Ni que se la fueran a comer los lobos!

Luego, como un jinete consumado, escupí entre dientes, y eché a andar arrastrando el látigo y moviendo los hombros con ademán severo.

—¡Pero, bueno! —exclamó mi madre, entre sorprendida y satisfecha, aunque enseguida gritó mostrando enfado—: ¡Ya te voy a dar yo a ti lobos! ¡Habrase visto cuánto sabe!

—¿Y quién va a saber las cosas sino él, que es el yiguit de las dos familias? ¡Ya puede estar orgullosa! —dijo Oromat en mi defensa, mirando temeroso a mi madre, por si volvía a encerrarse en su negativa.

Pero, sin ofrecer más resistencia, mi madre, abatida de pronto, se limitó a decir con un profundo suspiro:

—¡Qué va a ser un yiguit! No es más que una criatura y se pasa el día y la noche trabajando… Nuestros yiguits, tan gallardos, están sabe Dios dónde. Nuestras casas han quedado vacías como un campamento abandonado…

Me había alejado ya bastante y no oí lo que seguía diciendo mi madre. Al pasar, pegué un latigazo contra una esquina de la casa levantando una nube de polvo y, sin contestar siquiera a la sonrisa de mi hermana, que hacía ladrillos de estiércol y paja en el patio, me dirigí gravemente hacia el cobertizo. Una vez allí, me lavé las manos sin prisa, acurrucado, echando agua de un jarro. Luego entré en casa, me bebí una taza de leche cuajada y llevé otra al poyo de la ventana para migar pan en ella. Mi madre y Oromat seguían en el patio. Pero ya no discutían; ahora charlaban con calma, a media voz. Debían estar hablando de mis hermanos, porque mi madre se secaba a cada momento los ojos con la manga del vestido, y asintiendo ensimismada a las palabras de Oromat, que sin duda trataba de consolarla, dejaba bajar su mirada nebulosa a lo lejos, por encima de los árboles, como si esperase ver allí a sus hijos.

Abandonada a su dolor, parecía que mi madre había aceptado la propuesta de Oromat. Y él, encantado de haber conseguido su propósito, arreó al caballo, que salió del patio con paso rápido.

Naturalmente, ni mi madre ni yo sospechábamos entonces cómo iba a terminar todo aquello.