8
Primavera de 1671
Viejo Continente
Darius se materializó en medio de un espeso bosque. Concretamente, tomó forma al lado de la entrada a una cueva. Mientras inspeccionaba el paisaje nocturno, prestó atención a cualquier sonido que llamara su atención… Se oían suaves pisadas de ciervos que vagaban junto al riachuelo y la brisa soplaba entre las agujas de los pinos. También podía oír su propia respiración. Pero no había ningún humano ni ningún restrictor por allí.
Esperó un momento más y luego se introdujo en la cueva, pasando por debajo de la roca que sobresalía encima de la entrada. Atravesó un espacio abierto que la naturaleza había creado, como casi todo lo que había por allí, hacía millones de años. A medida que se adentraba, el aire se iba volviendo más espeso, con un olor que él detestaba, el de la tierra y la fría humedad. Le recordaba el campamento de guerreros y aunque había salido de ese lugar infernal hacía ya veintisiete años, los recuerdos de sus días con el Sanguinario eran suficientes para hacerlo estremecerse. Incluso tantos años después, era incapaz de soportarlo.
En la pared del fondo, Darius pasó la mano por la superficie húmeda e irregular de la roca, hasta encontrar la palanca de hierro que activaba el mecanismo de las puertas ocultas. Se oyó un chirrido sordo cuando los goznes comenzaron a girar y luego una parte de la cueva pareció deslizarse hacia la derecha. Darius no esperó a que el panel se corriera totalmente, sino que se deslizó de medio lado por la abertura creciente. Al otro lado de la puerta, accionó una segunda palanca y esperó a que el muro volviera a su lugar.
El largo camino hasta el sanctasanctórum de la Hermandad estaba iluminado por antorchas que ardían con ferocidad y proyectaban sombras aterradoras, que se agitaban sobre el suelo y el techo. Iba por la mitad del camino cuando las voces de sus hermanos llegaron hasta sus oídos.
Era evidente que había varios de ellos en la reunión, a juzgar por la sinfonía de voces roncas que se pisaban unas a otras y pugnaban por predominar.
Probablemente él era el último en llegar.
Cuando alcanzó la reja de hierro, sacó una pesada llave del bolsillo de su abrigo y la introdujo en la cerradura. Abrir la puerta requería hacer fuerza, incluso en su caso, pues la reja sólo se soltaba de su ancla si quien quería entrar podía demostrar que era digno de abrirla.
Cuando llegó al amplio espacio que se abría en las entrañas de la tierra, la Hermandad ya estaba toda allí. Con su aparición, la reunión comenzó.
Se colocó al lado de Ahgony, cesaron las voces y Wrath el Justo miró a la concurrencia. Las hermanos respetaban al líder de la raza, aunque no fuera un guerrero, porque era un macho honorable y de porte majestuoso, cuyo sabio consejo y prudente reserva eran muy valiosos en toda circunstancia, y también para la guerra contra la Sociedad Restrictiva.
—Guerreros míos —dijo el rey—. Me dirijo a vosotros esta noche con graves noticias y una solicitud. Un doggen emisario llegó hasta mi casa esta tarde y solicitó una audiencia privada. Después de negarse a presentar su caso ante mi asistente, se echó a llorar.
Mientras los claros ojos del monarca recorrían los rostros de la concurrencia, Darius se preguntó adónde conduciría aquella historia. No debía de tratarse de nada bueno, pensó.
—Fue entonces cuando intervine. —El rey bajó brevemente la mirada—. El amo del doggen lo envió a comunicarme la peor de las noticias. La hija soltera de la familia ha desaparecido. Se retiró temprano y todo parecía en orden. Cuando su doncella le llevó un refrigerio a mediodía, por si le apetecía comer algo, su habitación estaba desierta.
Ahgony, el líder plebeyo de la Hermandad, intervino.
—¿Cuándo fue vista por última vez?
—Antes de la Última Comida. La muchacha se presentó ante sus padres y les dijo que no tenía apetito y quería echarse. —La mirada del rey siguió recorriendo a los presentes—. Su padre es un hombre justo que me ha hecho muchos favores personales. Más importante aún, sin embargo, es el servicio que ha ofrecido a la raza en su conjunto como leahdyre del Consejo.
Al oír un coro de maldiciones que resonaron con potencia contra las paredes de la cueva, el rey asintió.
—Así es, se trata de la hija de Sampsone.
Darius cruzó los brazos sobre el pecho. Ciertamente, eran muy malas noticias. Las hijas de la glymera eran como joyas, piedras preciosas para sus padres… hasta que pasaban al cuidado de otro macho honorable, que las trataría como tales. Estas hembras eran vigiladas y permanecían recluidas… No desaparecían así como así de las casas de sus familias.
Sin embargo, podían ser raptadas.
Como todas las cosas especiales, las hembras de buena familia eran muy valiosas y, como ocurría siempre cuando se trataba de la glymera, se consideraba que el bien individual era menos importante que el de la familia: se pagaban rescates, pero no tanto para salvar la vida de esas muchachas como para cuidar la reputación del linaje. En verdad, no era un caso extraordinario que una hembra virginal como aquélla fuera secuestrada por dinero, debido al terror que inspiraba la deshonra social.
La Sociedad Restrictiva no era la única fuente de maldad en el mundo. Los vampiros también eran capaces de hacer daño a sus congéneres.
La voz del rey resonó en la cueva con tono profundo y exigente:
—Como mi guardia privada, acudo a vosotros para que pongáis remedio a esta situación. —Los ojos del soberano se clavaron en Darius—. Y hay uno entre vosotros a quien le pediré que deshaga este entuerto.
Darius hizo una reverencia, dándose por aludido, antes de que la solicitud fuese formulada. Como siempre, estaba dispuesto a realizar cualquier misión que le encomendara su rey.
—Gracias, mi guerrero. Tu habilidad para gobernar será muy valiosa bajo el techo de esa casa ahora sumida en el caos. Y también lo será tu famoso sentido del protocolo. Y cuando descubras al forajido, tengo confianza en ti. Sin duda conseguirás el resultado que todos anhelamos. Elige a los que trabajarán contigo hombro con hombro y, sobre todo, encuentra a la muchacha. Ningún padre debería tener que soportar este horror.
Darius no podía estar más de acuerdo.
Era una sabia decisión, tomada por un rey sabio. Ciertamente, Darius era un gobernante nato, y además tenía una debilidad particular por las hembras, seguramente como consecuencia de haber perdido a su madre. No era que los otros hermanos no se entregaran a la misión con la misma dedicación, que sí lo hacían, tal vez con la excepción de Hharm, que tenía una visión más bien despectiva de las hembras; pero Darius era capaz de ofrecer algo más en este caso y el rey sabía bien lo que hacía.
Una vez recibida la orden, Darius iba a necesitar ayuda. Miró a su alrededor, a sus hermanos, para determinar a quién debía elegir. Analizó uno a uno los rostros adustos que conocía tan bien. De pronto vio una cara desconocida entre ellos.
Al otro lado del altar, el hermano Hharm estaba al lado de una versión más joven y delgada de sí mismo. Su hijo tenía el pelo negro y los ojos azules como su progenitor, y compartía, a escala juvenil, idénticos hombros anchos y el pecho inmenso que caracterizaban a Hharm. Pero la semejanza se limitaba a eso. Hharm estaba recostado con arrogancia contra la pared de la cueva, lo cual no era ninguna sorpresa. Aquel macho prefería el combate a la conversación y prestaba poca atención a esta última. El chico, en cambio, estaba tan interesado en lo que se hablaba que parecía hipnotizado, y sus inteligentes ojos contemplaban al rey con reverencia.
Tenía las manos entrelazadas en la espalda. Parecía calmado, pero en realidad se estaba retorciendo las manos donde nadie podía verlo, aunque el movimiento de los músculos de sus antebrazos delataba su nerviosismo a quienes le observaran con atención.
Darius entendía muy bien cómo se sentía el chico.
Después de las palabras del rey, todos los soldados saldrían al campo de batalla y el hijo de Hharm sería puesto a prueba por primera vez frente al enemigo.
No estaba adecuadamente armado.
Recién salido del campamento de guerreros, sus armas no eran mejores que las que Darius había tenido en su día… sólo unas cuantas que el Sanguinario ya había desechado. Lo cual era deplorable. Darius no había tenido un padre que lo ayudara, pero Hharm debería haberse encargado de su hijo y haberle proporcionado herramientas bien hechas, que como mínimo fueran tan buenas como sus propias armas.
El rey levantó los brazos y miró hacia el techo:
—Que la Virgen Escribana otorgue a los aquí reunidos toda la gracia y los colme de bendiciones, y que ampare a estos soldados de honor que ahora salen a luchar.
La respuesta de los hermanos fue un grito de guerra al que Darius se unió con todas sus fuerzas. El clamor guerrero sonó y resonó como una letanía. A medida que el estruendo subía y subía de intensidad, el rey parecía crecerse, hasta que tendió una mano hacia un lado. El joven heredero al trono salió de entre las sombras. Su expresión era propia de alguien que tuviera mucho más de siete años. Wrath, hijo de Wrath, era, al igual que Tohrment, la viva imagen de su progenitor. Y eso era lo único que asemejaba a las dos parejas. El rey regente era sagrado, no sólo para sus padres, sino para toda la raza.
Ese macho en miniatura era el futuro, el próximo líder… la evidencia de que, a pesar de los horrores cometidos por la Sociedad Restrictiva, los vampiros sobrevivirían.
Y Wrath no le tenía miedo a nada. Aunque muchos pequeños se habrían escondido detrás de sus padres en presencia de un hermano, el joven Wrath los observaba como si supiera que, a pesar de su tierna edad, él llegaría algún día a mandar sobre las fuertes espaldas y los terribles brazos de aquellos que tenía frente a él.
—Adelante, mis guerreros —dijo el rey—. Idos ya, y empuñad vuestras dagas con precisión mortal.
Ésas eran palabras terribles para los tiernos oídos de un pequeño, pero en medio de la guerra no tenía sentido ocultar a la siguiente generación una realidad palpable. Wrath, hijo de Wrath, nunca estaría en el campo de batalla, era demasiado importante para la raza, pero sería entrenado para que pudiera apreciar lo que afrontaban los machos que tenía bajo su autoridad.
Cuando el rey posó sus ojos sobre su hijo, se le llenaron de orgullo y felicidad, esperanza y amor.
Qué diferentes eran Hharm y su hijo. Ese muchacho estaba al lado de su padre de sangre, pero a juzgar por la atención que éste le prestaba, podría haber estado al lado de un desconocido.
Ahgony se acercó a Darius.
—Alguien debería cuidar a ese chico.
Darius asintió con la cabeza.
—Así es.
—Lo traje del campamento de guerreros esta noche.
Darius miró de reojo a su hermano.
—¿De veras? ¿Dónde estaba su padre?
—Entre las piernas de una doncella.
Darius maldijo entre dientes. Ciertamente, el hermano tenía un espíritu salvaje a pesar de su linaje. Estaba dominado por sus peores instintos. Tenía hijos a montones, lo cual podría explicar, aunque no justificar, su falta de consideración con el muchacho. Desde luego, sus otros hijos no eran elegibles para la Hermandad, porque sus madres no tenían sangre de Elegidas.
Sin embargo, Hharm parecía no darse por enterado.
Mientras el pobre chico permanecía aislado, Darius recordó su primera noche en el campo: cómo se había sentido separado de todo el mundo… cómo temía enfrentarse al enemigo sólo con su ingenio y el poco entrenamiento que tenía para reforzar su coraje. No es que a los hermanos no les importaba cómo le iba. Pero ellos tenían que cuidarse a sí mismos y él debía demostrar que podía hacer lo propio.
Aquel joven estaba, obviamente, en la misma situación. Pero tenía un padre que podría haberle facilitado las cosas.
—Adiós, Darius —dijo Ahgony, al tiempo que el rey y su hijo se mezclaban con los hermanos, estrechando sus manos y preparándose para partir—. Voy a escoltar al rey y al príncipe.
—Adiós, hermano mío. —Los dos machos se abrazaron rápidamente y luego Ahgony se reunió con los Wrath y salió con ellos de la cueva.
Tohrture dio un paso al frente y empezó a adjudicar territorios para la noche. Empezaron a formarse parejas y Darius miró por encima de las cabezas al hijo de Hharm. El chico había retrocedido hasta colocarse contra la pared y estaba rígido, inmóvil, con las manos detrás de la espalda. Hharm parecía interesado solamente en intercambiar historias disparatadas con los demás.
Tohrture se llevó dos dedos a la boca y silbó.
—¡Hermanos! ¡Atención! —La cueva quedó en silencio—. Gracias. ¿Tenemos claro el territorio de cada uno?
Hubo una respuesta afirmativa colectiva y los hermanos comenzaron a marcharse. Hharm ni siquiera miró a su hijo. Se dirigió a la salida, sin más.
Al ver aquello, el chico estiró las manos y se las frotó con ansiedad. Luego dio un paso hacia delante y pronunció el nombre de su padre una vez… y otra.
El hermano descastado dio media vuelta, y en su rostro pudo verse la expresión de alguien que tiene que asumir una obligación indeseable.
—Bueno, vamos…
—Si me lo permites —terció Darius, interponiéndose entre ellos—. Sería un placer para mí que él me ayudara en mi misión. Si no supone una ofensa para ti.
La verdad era que no le preocupaba en absoluto si Hharm lo consideraba una ofensa o no. El chico necesitaba más de lo que su padre iba a darle. Darius no podía quedarse quieto cuando veía una injusticia.
—¿Acaso crees que no puedo cuidar a mi propia progenie? —le espetó Hharm.
Darius se volvió hacia el macho y se irguió frente a él. Prefería una negociación pacífica cuando se presentaba un conflicto, pero con Hharm no había manera de razonar. Darius estaba preparado para responder a la fuerza con la fuerza.
Al ver que la Hermandad se detenía y se arremolinaba, expectante, a su alrededor, Darius bajó la voz, aunque sabía que todos los presentes iban a oír cada palabra.
—Dame al chico y te lo devolveré sano y salvo al amanecer.
Hharm aulló como un lobo en presencia de la sangre.
—Igual que yo, hermano.
Darius se acercó más.
—Si lo llevas a pelear y muere, cargarás esa vergüenza sobre la conciencia de tu linaje por tiempo inmemorial. —Era difícil saber si la conciencia de Hharm se podría inmutar por eso—. Entrégamelo a mí y te ahorraré esa carga.
—Nunca me has agradado, Darius.
—Y sin embargo, en el campamento siempre estabas dispuesto a castigar a aquellos que yo derrotaba. —Darius enseñó los colmillos—. Considerando lo mucho que disfrutabas con eso, pensé que me tendrías cierto afecto. En fin, debes saber que si no me permites hacerme cargo del chico, te derrotaré en este mismo lugar, ahora mismo. Te golpearé hasta que te declares vencido.
Hharm desvió los ojos hasta mirar por encima del hombro de Darius, mientras lo consumían los recuerdos del pasado. Darius sabía muy bien lo que Hharm estaba recordando en ese momento: la noche en que Darius lo había derrotado en el campamento y que, cuando éste se negó a castigarlo por sus deficiencias, el Sanguinario mismo decidió hacerlo. Brutal era una palabra suave para describir lo que había sido aquella sesión, y aunque Darius detestaba traer ese recuerdo a colación, la seguridad del chico bien valía el uso de medios tan poco dignos.
Hharm sabía bien quién ganaría en un intercambio de golpes.
—Llévatelo —dijo el macho secamente—. Y haz lo que quieras con él. Renuncio aquí mismo a considerarlo mi hijo.
El hermano dio media vuelta, se alejó…
Y se llevó con él todo el aire de la cueva.
Los guerreros lo vieron marcharse y su silencio resonó más que el grito de guerra de hacía unos instantes. Repudiar a un hijo era un acto antinatural para la raza, tanto como cenar a la luz del día. Era la ruina para una familia.
Darius se acercó al joven. Aquella cara… ¡Querida Virgen Escribana! La expresión del chico no era de tristeza, no era de desconsuelo, ni siquiera de vergüenza.
Era una verdadera máscara de muerte.
Darius le tendió la mano.
—Saludos, hijo. Soy Darius y seré tu whard en el combate.
El joven parpadeó.
—¿Me oyes? Iremos de incógnito, juntos, a las montañas.
Darius notó que de repente le dedicaba una intensa mirada; era evidente que el chico estaba buscando indicios de obligación o compasión en su actitud protectora. Pero no iba a encontrar ninguno. Darius conocía con exactitud el difícil terreno en que se encontraba el chico y por eso era muy consciente de que cualquier asomo de ternura sólo acarrearía más desgracia y más sufrimiento al muchacho.
—¿Por qué? —preguntó una voz ronca.
—Iremos de incógnito a las montañas para encontrar a esa hembra —dijo Darius con serenidad—. Ésa es la razón.
El chico miró a Darius con ojos penetrantes. Luego se llevó una mano al pecho. Hizo una reverencia y habló.
—Me esforzaré por servirte de ayuda en lugar de ser una carga.
Admirable. Era tan difícil sentirse rechazado… Y todavía más difícil levantar la cabeza después de semejante afrenta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Darius.
—Tohrment. Soy Tohrment, hijo de… —El chico soltó un rabioso suspiro—. Soy Tohrment.
Darius se acercó al joven y le puso la mano sobre un hombro.
—Ven conmigo.
El chico lo siguió, obediente… y salieron del círculo que formaban los otros hermanos… salieron del santuario… de la cueva… hacia la noche.
El cambio en el pecho, en el sentimiento de Darius, se produjo en algún momento entre ese acercamiento inicial y el instante en que se desmaterializaron juntos.
Sintió por primera vez como si tuviera una familia propia… porque aunque el chico no era producto de su sangre, él había asumido la responsabilidad de cuidarlo.
En consecuencia, estaba dispuesto a intervenir ante cualquier peligro que amenazara al joven, dispuesto a sacrificarse. Tal era el código de honor de la Hermandad, pero sólo hacia los otros hermanos. Tohrment aún no era parte del grupo, sólo era un iniciado gracias a su linaje, lo cual le había dado acceso a la Tumba, pero no más allá. Si no lograba demostrar su capacidad, quedaría vetado para siempre.
En verdad, considerando las cosas fríamente, el chico podía ser herido en el campo de batalla y abandonado a su suerte, hasta morir.
Pero Darius no permitiría que eso pasara.
Siempre había deseado tener un hijo propio.