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Darius y Tohrment llevaron a la criatura a su nueva casa en el lomo de un caballo de guerra.

La familia que la iba a adoptar vivía muy lejos. Viajaron durante la noche posterior al parto, armados hasta los dientes, porque sabían muy bien los peligros que acechaban, las múltiples maneras en que su viaje podía ser interrumpido. Cuando llegaron a la cabaña que estaban buscando, vieron que se trataba de una casa similar a la de Darius, con techo de paja y paredes de piedra. Los árboles que la rodeaban la protegían de las inclemencias del clima y en el establo había cabras y ovejas. Varias vacas lecheras pastaban en el prado.

La casa tenía incluso un doggen, según había visto Darius la noche anterior, cuando fue a buscar a aquella modesta pero próspera familia. Desde luego, en esa ocasión no había conocido a la señora de la casa. Ella no estaba en condiciones de recibir visitas. Su compañero y él habían hablado del asunto a la entrada de la casa.

Cuando Darius y Tohrment tiraron de las riendas de sus caballos, los animales corcovearon y se negaron a quedarse quietos. En efecto, los inmensos sementales habían sido criados para pelear, no para esperar. Darius desmontó, y su protegido logró dominar a los animales a base de fuerza.

A lo largo de cada kilómetro que habían recorrido hasta llegar allí, Darius se había ido cuestionando su decisión; pero ahora que había llegado, supo que allí era donde debía estar esa criatura.

Se acercó a la puerta con su preciosa carga. Fue el señor de la casa el que abrió. Los ojos del macho brillaban a la luz de la luna, pero no era una señal de felicidad. En efecto, una terrible pérdida acababa de arruinar el bienestar de la casa. En realidad, Darius los había encontrado por eso.

Los vampiros se mantenían en contacto de manera similar a los humanos: compartiendo historias y desgracias.

Darius saludó al macho con una inclinación de cabeza, a pesar de las diferencias de estatus.

Saludos en esta fría noche.

Saludos, señor. —El macho hizo una reverencia pronunciada y, cuando se levantó, sus amables ojos se clavaron en el pequeño paquete—. La noche es fría, en efecto, y sin embargo se está empezando a calentar.

Así es. —Darius abrió la parte superior de la manta y miró una vez más a aquella cara diminuta. Esos ojos, esos maravillosos ojos grises como el acero, le devolvieron la mirada—. ¿Deseas echarle un vistazo primero?

Darius sintió que se le quebraba la voz, pues no deseaba que la criatura fuese juzgada, ni ahora ni nunca, y de hecho había empezado a poner los medios necesarios para eso. Por ejemplo, mantenía en secreto las circunstancias de su concepción. En realidad, ¿cómo no iba a hacerlo? ¿Quién querría acoger a una niña llegada al mundo de tan deshonrosa manera? Y como la pequeña carecía de los conspicuos rasgos de la otra mitad de su naturaleza, nadie tendría que saberlo.

No necesito echarle un vistazo, si no es por el placer de mirarla. —El macho negó con la cabeza—. Ella es una bendición que vendrá a colmar los brazos vacíos de mi shellan. Usted ha dicho que goza de buena salud; eso es todo lo que nos importa.

Darius soltó el aire que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo y siguió contemplando a la criatura.

¿Está seguro de que desea renunciar a ella? —preguntó el macho con voz suave.

Darius se volvió a mirar a Tohrment. Los ojos de su protegido ardían mientras observaba la escena desde su semental, con su cuerpo de guerrero cubierto de cuero negro y las armas sobre el pecho. Su impresionante estampa era un presagio de guerra, de muerte y de sangre derramada.

Cuando se volvió de nuevo hacia el señor de la casa, Darius era consciente de que él también debía de tener una pinta similar.

¿Me permitirías que me tomase una licencia?

Sí, señor. Por favor siéntase en libertad de hacer lo que estime conveniente.

Quisiera dar nombre a la criatura.

El macho volvió a inclinar la cabeza.

Será un honor, para la pequeña y para nosotros.

Darius miró por encima del hombro del civil hacia la puerta de la cabaña que había dejado cerrada para impedir la entrada del frío. Adentro, en algún lugar de la casa, había una hembra que lloraba la pérdida de su bebé durante el parto.

Mientras se preparaba para entregar a la niña, Darius se dijo que sabía lo que era sentir vacío oscuro en la existencia, como le había ocurrido a la mujer de aquella casa. Cuando se alejara de aquel paraje boscoso, y de aquella familia dolorida que ahora se sentiría mejor, dejaría atrás una parte de su corazón… pero la criatura se merecía el amor que la esperaba allí dentro.

La voz de Darius sentenció:

Ella se llamará Xhexania.

El macho volvió a inclinarse.

«Bendita». Sí, ese nombre es magnífico, muy apropiado.

Hubo una larga pausa durante la cual Darius volvió a clavar sus ojos en aquel rostro angelical. No sabía cuándo volvería a verla. Ésta era ahora su familia. No necesitaba a dos guerreros vigilándola, de modo que sería mejor que ellos no intervinieran en su vida. ¿Dos guerreros visitando continuamente aquel tranquilo paraje? Eso podría suscitar preguntas acerca del porqué, y tal vez poner en peligro el secreto que tenía que rodear para siempre las circunstancias de su concepción y su nacimiento.

Para protegerla, él debía desaparecer de su vida y asegurarse de que fuese criada de manera normal.

Señor —dijo el macho con timidez—. ¿Está seguro de que quiere hacer esto?

Por supuesto… estoy muy seguro. —Darius sintió que el pecho le ardía cuando se inclinó hacia delante y dejó a la pequeña en los brazos del desconocido.

Su padre.

Gracias… —La voz del macho se quebró al aceptar aquel pequeño peso—. Gracias por la luz que usted ha traído a nuestra oscuridad. Pero, en verdad, ¿no hay nada que pueda hacer por usted?

Sí, sé bueno con ella.

Así será. —El macho comenzó a dar media vuelta, pero se detuvo—. Nunca va a regresar, ¿verdad?

Mientras negaba con la cabeza, Darius no podía despegar los ojos de la manta que había tejido la madre de la criatura.

Desde este momento es tan tuya como si fuese producto de tu linaje. La dejaremos aquí, en tus manos, y confiamos en que la tratarás bien.

El macho se acercó y agarró el brazo de Darius. Con un apretón, le ofreció consuelo.

Usted ha depositado su confianza en nosotros y no lo decepcionaremos. Y han de saber que siempre serán bienvenidos aquí para verla.

Darius inclinó la cabeza.

Gracias. Que la Virgen Escribana te proteja a ti y a los tuyos.

Lo mismo para ti.

Con esas palabras, el macho atravesó el umbral y entró en su casa. Después de levantar la mano a manera de última despedida, cerró la puerta detrás de él y la pequeña.

Los caballos resoplaban y golpeaban el suelo con sus cascos, Darius dio una vuelta y miró a través del ventanal con la esperanza de ver…

Junto al fuego, acostada en una cama de sábanas limpias, yacía una hembra con la cara vuelta hacia las llamas. Estaba tan pálida como las sábanas y sus ojos vacíos le recordaron a la trágica hembra que se había marchado al Ocaso frente a su propia chimenea.

La shellan del señor de la casa no se enderezó ni miró hacia atrás cuando su hellren entró a la estancia y, por un momento, Darius pensó que había cometido un error.

Pero luego la criatura debió de hacer algún ruido, porque la cara de la mujer se volvió súbitamente.

Al ver el paquete que su compañero le presentaba, la hembra abrió la boca y la confusión y el asombro cruzaron por su rostro. Se quitó el edredón de encima y estiró los brazos para recibir a la criatura. Las manos le temblaban tanto que su hellren tuvo que ponérsela contra el corazón… pero luego la hembra sostuvo a su hija recién nacida sin ayuda alguna.

Desde luego, lo que hizo que a Darius se le humedecieran los ojos fue el viento. En verdad fue el viento. Faltaría más.

Darius se secó la cara y se dijo que todo estaba bien, tal como debería estar. Tenía que estar satisfecho, a pesar de que sentía un gran dolor en el pecho.

Detrás de él, su caballo piafó y se echó hacia atrás, mientras sus inmensos cascos se estrellaban contra la tierra. Al oír ese ruido, la hembra que estaba en la casa alzó los ojos con alarma y abrazó contra su pecho a su pequeño regalo, como si quisiera proteger a la criatura.

Darius dio media vuelta y corrió hasta su caballo. Se subió de un salto y tomó con facilidad el control del animal. Más le costaba dominar el dolor, casi rabia, que estremecía todo su ser.

Iremos a Devon —dijo Darius, pues necesitaba encontrar un objetivo más de que el aire para respirar—. Circulan informes sobre la presencia de restrictores por allí.

Sí. —Tohrment miró hacia la casa—. Pero ¿estás en la disposición de ánimo adecuada para pelear?

La guerra no espera a que ningún macho tenga la disposición de ánimo adecuada.

De hecho, casi era mejor estar alterado, incluso loco.

Tohrment asintió.

Hacia Devon, entonces.

Darius le dio a su semental toda la libertad que quería y el caballo se lanzó al galope entre los bosques, devorando el camino. El viento secó definitivamente las lágrimas de Darius, pero no pudo hacer nada para mitigar el dolor que sentía en el alma.

Camino a la guerra, se preguntó si alguna vez volvería a ver a la niña, aunque sabía bien la respuesta. Sus caminos no volverían a cruzarse. ¿Cómo podrían cruzarse? Era casi imposible que el destino los reuniese de nuevo.

Maldito destino.

Pobre pequeña, víctima del destino. Había llegado al mundo en medio de una tragedia.

Pero no sería olvidada.

Y siempre tendría un lugar en el corazón de Darius.