70
La tragedia se desencadenó durante una brutal tormenta de invierno, pero a diferencia del largo parto de la hembra, la desgracia no duró más de un segundo, y sin embargo sus implicaciones cambiarían el curso de varias vidas.
—¡No!
El grito de Tohrment hizo que Darius levantara la vista del húmedo y resbaladizo cuerpecillo del recién nacido que sostenía en los brazos. A primera vista no había manera de conocer la causa de semejante alarma. En efecto, durante el parto había salido mucha sangre, pero la hembra había sobrevivido al alumbramiento de su criatura. De hecho, Darius había cortado el cordón umbilical y se disponía a envolver a la criatura para presentársela a…
—¡No! ¡Dios, no! —Tohrment tenía la cara mortalmente pálida al inclinarse hacia delante—. ¡Ay, querida Virgen Escribana! ¡No!
—¿Qué pasa?
Darius no comprendió al principio lo que estaba viendo. Parecía como si… la empuñadura de la daga de Tohrment estuviera asomando entre las sábanas que cubrían el vientre todavía abultado de la hembra.
Y sus manos pálidas y ahora llenas de sangre se deslizaban lentamente desde el arma hasta la cama.
—¡Ella la sacó sin que yo pudiera evitarlo! —dijo Tohrment, casi sin aire—. Me la quitó del cinturón… yo… Fue tan rápido… Me incliné para cubrirla y… ella se la…
Los ojos de Darius se clavaron en los de la hembra. Tenía la vista fija en el fuego de la chimenea y por sus mejillas rodaba una única lágrima, mientras la vida comenzaba a abandonarla.
Darius tiró la palangana llena de agua que estaba junto a la cama, en su afán por acercarse para sacar la daga, para salvarla… para…
La herida que se había infligido era mortal, sobre todo después de todo lo que había sufrido durante el parto. Era evidente, pero así y todo Darius trataba de salvarla desesperadamente.
—¡No abandones a tu hija! —dijo Darius, inclinándose sobre la hembra con la criatura en los brazos—. ¡Has dado a luz una hija sana y hermosa! ¡Levanta los ojos, levanta los ojos!
Pero mientras el goteo del agua que se había derramado junto a la cama sonaba con triste cadencia, de la boca de la hembra no salió ninguna respuesta.
Darius creyó ver que su boca se movía y tuvo la sensación de que estaba hablando, pero por alguna razón lo único que podía oír era el ruido del agua derramada. No sabía qué hacer, qué decir, sólo suplicaba que la hembra se quedara con ellos… por el bien de su hija, por esperanza en el futuro, por los lazos que él y Tohrment estaban dispuestos a forjar con ella para que nunca más estuviera sola y pudiese criar debidamente a aquella pequeña.
Notó algo a sus pies, frunció el ceño y bajó la mirada.
Lo que caía al suelo ahora no era agua. Era sangre. La sangre de la hembra.
—Santa Virgen Escribana —susurró.
En verdad la hembra había elegido un camino. Había sellado cuidadosamente su destino.
Su último aliento no fue más que un estremecimiento tras el cual ladeó la cabeza, al tiempo que sus ojos parecían todavía fijos en las llamas que devoraban los troncos de la chimenea… aunque ya no veía nada y nunca más volvería a ver nada.
Los aullidos de la criatura recién nacida y aquel horrible goteo eran los únicos sonidos que podía oír Darius, sumido en el horror, en su cabaña de techo de paja. Y, en efecto, lo que lo sacó de su aturdimiento fue el ronroneo del bebé. Ya no había nada que hacer con respecto a la sangre derramada, a la vida perdida. Así que Darius agarró la manta que tenían lista para la criatura y envolvió con cuidado a aquella inocente, mientras la apretaba contra su corazón.
Qué destino tan cruel el que había conducido a aquel milagro, al nacimiento de aquella vida.
Y ahora, ¿qué?
Tohrment levantó la vista de la cama llena de sangre y el cuerpo que ya comenzaba a enfriarse. Los ojos del joven guerrero ardían con una expresión de horror.
—Sólo me di la vuelta un segundo… Que la Virgen Escribana me perdone… pero fue sólo un momento…
Darius sacudió la cabeza. Cuando trató de hablar se dio cuenta de que no tenía voz, así que se limitó a poner la mano sobre el hombro del muchacho y se lo apretó para ofrecerle consuelo.
De todas formas, Tohrment se derrumbó. Aullaba.
La madre estaba muerta. Pero quedaba la hija.
Darius se inclinó con aquella nueva vida entre sus brazos y sacó la daga de Tohrment del vientre de la hembra. La dejó a un lado y luego cerró los párpados de aquellos ojos queridos. Finalmente la tapó con una sábana limpia.
—Ella no podrá entrar en el Ocaso —gimió Tohrment, mientras se agarraba la cabeza con las manos—. Al quitarse la vida por su propia mano se ha condenado…
—Fue condenada por los actos de otros —sentenció Darius—, y el mayor pecado entre todos fue la cobardía de su padre. La pobre estaba condenada desde mucho antes… Ah, destino inclemente, estaba condenada desde mucho antes… Con seguridad, la Virgen Escribana velará por ella en su muerte y le concederá los favores de los que no disfrutó en vida. Ah… maldito… maldito destino…
Mientras seguía dando vueltas a la situación en su cabeza, el guerrero mayor acercó a la criatura al fuego, pues le preocupaba el frío que reinaba en el ambiente. Cuando los dos entraron en el círculo de calor que proyectaba la chimenea, el bebé abrió la boca y buscó instintivamente su alimento. A falta de otra cosa, Darius le ofreció su dedo para que chupara.
Con la tragedia todavía viva, estremeciéndole, contempló los rasgos de aquella diminuta criatura y observó cómo buscaba la luz con las manos.
No tenía los ojos rojos. La mano tenía cinco dedos y no seis. Y las articulaciones de sus dedos parecían normales. Luego abrió rápidamente la manta y revisó los pies, el abdomen y aquella cabecita… y encontró que las proporciones del cuerpo y las extremidades eran las normales, que no tenían el tamaño alargado que solían ser característicos de los devoradores de pecados.
Darius sintió que el pecho se le rompía de dolor al pensar en la hembra que había llevado esa pequeña vida en su vientre. Ella se había convertido en una parte de su vida y la de Tohrment, y aunque rara vez hablaba y nunca sonreía, sabía que ella también los apreciaba.
Los tres se habían convertido en una especie de familia.
Y ahora ella había dejado tras de sí a su hija.
Darius volvió a envolver a la criatura en la manta y se dio cuenta de que esa manta era la única señal que había dado la hembra de que reconocía la vida que llevaba dentro. En efecto, la hembra misma había tejido esa manta en la que ahora estaba envuelta su hija. Era lo único que había hecho a lo largo de su embarazo… seguramente porque desde el comienzo sabía cómo terminaría todo.
Desde hacía mucho tiempo sabía lo que iba a ocurrir, lo que iba a hacer.
Los ojos enormes de la pequeña lo miraron fijamente. Aceptando la enorme responsabilidad que había caído sobre él, Darius reconoció lo vulnerable que era esa criatura: si la dejaban abandonada, moriría en cuestión de horas.
Así que tenía que hacer por ella lo que era debido. Eso era lo único que importaba.
Tenía que ocuparse de la niña y hacer lo que fuera mejor para ella, pues había comenzado la vida con muchas cosas en su contra y además se había quedado huérfana.
Querida Virgen Escribana… Darius se prometió hacer todo lo que pudiera por la pequeña, aunque fuese lo último que hiciera en la vida.
Entonces oyó un ruido y, al mirar hacia atrás, vio que Tohrment había envuelto el cuerpo de la mujer entre las sábanas y la tenía en sus brazos.
—Yo me encargaré de ella. —Su voz ya no era la de un joven. Era la de un macho adulto—. Yo… me encargaré de ella.
Darius miraba, extrañado y fascinado, la forma en que Tohrment sostenía la cabeza de la hembra: aquella mano grande y fuerte del joven guerrero acunaba a la muerta con tanto cuidado como si continuase viva y la estuviera consolando.
Darius se preguntó si tendría fuerzas suficientes para soportar la carga que se había echado sobre los hombros. ¿Cómo iba a ser capaz de seguir respirando, de dar los pasos que constantemente te reclama la existencia para continuar adelante?
En verdad, había fracasado. Había rescatado a la hembra, sí, pero, en última instancia, sobrevino el gran fracaso.
Se volvió hacia su protegido.
—El manzano.
Tohrment asintió con la cabeza.
—Sí. Eso fue lo que pensé. Debajo del manzano. La llevaré allí ahora mismo, y al diablo con la tormenta.
No fue ninguna sorpresa que el chico quisiera desafiar a la naturaleza para enterrar a la hembra. Sin duda necesitaba hacer algo, un reto para aliviar su agonía.
—Así en primavera disfrutará de su floración, y del canto de las aves que se posan en sus ramas.
—¿Y qué hay de la niña, qué va a ser de esa criatura?
—También nos encargaremos de ella. —Darius se quedó mirando la cara diminuta del bebé—. Se la daremos a alguien que pueda cuidarla como se lo merece.
En efecto, no podían quedarse con ella en aquella cabaña, llevando la vida que llevaban. Todas las noches salían a pelear. La guerra no se detenía por las desgracias personales de los combatientes. No se paraba por nada ni por nadie. Además, la criatura necesitaba cosas que dos machos no podían darle, por muy buenas que fueran sus intenciones.
Necesitaba el cuidado de una madre.
—¿Todavía es de noche? —preguntó Darius con voz ronca, cuando Tohrment se dirigía a la puerta.
—Sí. Y me temo que siempre será de noche —respondió el joven, con voz conmovida.
La puerta se abrió de par en par a causa del viento y Darius se inclinó sobre la niña para protegerla. Cuando la ráfaga pasó, bajó la vista hacia aquella nueva vida.
Le acarició la carita, y pensó con preocupación en lo que le depararía el futuro. ¿Serían los años venideros más amables con ella, o el destino seguiría hiriéndola con su garra implacable, como le había hecho en la hora del nacimiento?
Darius rogó que la vida fuera generosa con ella. Elevó una plegaria para que encontrara a un macho honorable que la protegiera y para que llegara a tener sus propios hijos y llevara una vida normal y plena en el mundo que la había dado una bienvenida tan amarga.
Y él estaba dispuesto a hacer lo que pudiera para garantizarlo.
Entre otras cosas, estaba decidido a entregársela a alguien que pudiera criarla.