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Cuando Lash se despertó en la casa tipo rancho californiano que le servía de escondite, lo primero que hizo fue mirarse los brazos.
Igual que las manos y las muñecas, los antebrazos se habían convertido también en sombras, una especie de niebla que se movía cuando él quería y que podía ser simple aire o sostener un peso si él se lo ordenaba.
Se incorporó, se quitó la manta con la que se había tapado y se puso de pie. También los pies estaban comenzando a desaparecer. Lo cual, ya puesto a mutar, era bueno, pero mierda, ¿cuánto tardaría en consumarse la maldita transformación?
Lash empezaba a impacientarse, pues pensaba que si su cuerpo todavía tenía forma física, con un corazón que palpitaba en el pecho y la necesidad de comer, beber y dormir, aún no estaba completamente a salvo de las balas y los cuchillos.
Además, francamente, si consideraba todas las partes del cuerpo que aún no se le habían caído, sentía asco. No le gustaba mucho andar con aquellos residuos orgánicos a cuestas.
El colchón en el que dormía se había convertido en el pañal más grande del planeta.
Un crujido procedente del exterior llamó su atención hacia la ventana. Abrió una rendija en la persiana con sus dedos no existentes. A través de la ella vio cómo los humanos continuaban con su patética existencia, y pasaban frente a su casa en coche o en bicicleta. Malditos idiotas, con sus estúpidas vidas: levantarse, ir a trabajar, regresar a casa, renegar de lo que les había pasado durante el día y volverse a despertar al día siguiente para volver a hacer exactamente lo mismo.
Al ver un coche que pasaba frente a él, implantó en la mente del conductor un pensamiento… y sonrió al ver cómo el Pontiac se salía de la calzada, se subía a la acera y se dirigía hacia la casa de dos pisos que había enfrente. Segundos después, el maldito coche se estrellaba contra un ventanal, haciendo trizas los cristales y los marcos de madera, mientras los airbags estallaban dentro del automóvil.
Aquello era mejor que una taza de café para comenzar el día.
Tras el satisfactorio espectáculo, dio media vuelta y fue hasta un decrépito escritorio, donde encendió el ordenador portátil que había encontrado en el maletero del Mercedes. La interrupción de un trapicheo que había hecho cuando se dirigía a casa había valido la pena. Se había embolsado un par de miles de dólares, así como un poco de OxyContin, un poco de éxtasis y doce piedras de crack. Y lo más importante: había puesto en trance a los dos vendedores y al comprador, los había metido en el maletero del Mercedes y los había llevado a la casa, donde los había convertido en sus secuaces.
Habían dejado hecho una mierda el baño del vestíbulo después de vomitar toda la noche, pero no le importaba, porque ya estaba harto de esa casa y estaba pensando muy seriamente en quemarla.
Así que ahora tenía un ejército de cuatro hombres. Y aunque ninguno se había presentado voluntario, después de sacarles toda la sangre y traerlos de regreso a la «vida», les había prometido toda clase de mierdas. Y he aquí que los yonquis que vivían para satisfacer sus propios hábitos eran capaces de creer cualquier cosa que uno les dijera. Sólo había que venderles la idea de que tenían un futuro, después de matarlos del susto, claro.
No había sido nada difícil para él. Naturalmente, los tipos se cagaron de miedo cuando vieron su actual cara, pero lo bueno era que habían alucinado tantas veces debido a la droga que la experiencia de hablar con un cadáver no les resultaba del todo extraordinaria. Además, Lash podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía.
Era una lástima que no pudiera lavarles el cerebro permanentemente. Pues el truco que acababa de hacer con el conductor del Pontiac era lo más lejos que podía llegar su influencia. Duraba apenas un par de minutos.
Maldito libre albedrío.
Una vez encendido el ordenador, Lash buscó la página web del Courier Journal de Caldwell.
La llamada «masacre de la granja» era portada y tema de varios artículos. La sangre, los pequeños restos humanos y el extraño residuo oleaginoso habían inspirado descripciones merecedoras de todo un premio Pulitzer. Los periodistas también habían entrevistado a los agentes de policía que habían estado en el escenario del crimen, al cartero que había llamado al número de emergencias, a doce vecinos distintos y al alcalde, quien evidentemente aprovechó la oportunidad para convocar «a los mejores hombres y mujeres de la policía para que nos ayuden a resolver este terrible crimen contra la comunidad de Caldwell».
La hipótesis con más consenso era la de los rituales satánicos o necrófilos, tal vez relacionados con algún tipo de culto desconocido. Posiblemente alguna secta.
Todo lo cual no era más que basura que ocultaba lo que Lash realmente estaba buscando…
Bingo.
Finalmente encontró un suelto de dos párrafos acerca de cómo el escenario del crimen había sido contaminado por intrusos la noche anterior. Los «mejores hombres y mujeres de la policía» habían admitido a regañadientes que una de sus patrullas nocturnas descubrió que personas desconocidas habían asaltado el lugar. Por supuesto, se apresuraban a señalar que toda prueba relevante ya había sido retirada del escenario y que de ahora en adelante pondrían vigilancia permanente en la granja.
Así que la Hermandad sí había hecho caso de su pequeño mensaje.
¿Habría estado también Xhex con ellos?, se preguntó Lash. ¿Tal vez con la esperanza de que él se presentara por allí?
Mierda, había perdido una estupenda oportunidad de verla. A ella y a los hermanos.
Pero ya habría tiempo. Cuando su cuerpo se convirtiera por completo en una sombra tendría toda la eternidad.
Miró el reloj y se apresuró a vestirse. Se puso unos pantalones negros, un jersey de cuello alto y la gabardina con capucha. Luego se enfundó los guantes de cuero y su gorra de béisbol negra y se echó un vistazo en el espejo.
Podía pasar, con algún retoque.
Se puso a rebuscar entre sus cosas y encontró una camiseta negra, que cortó en tiras con las que se envolvió la cara, dejando descubiertos solamente los ojos sin párpados, el cartílago que le había quedado a modo de nariz y el agujero que era ahora su boca.
Mejor. No era DiCaprio, pero tenía mejor aspecto que antes.
La primera parada fue el baño, donde pasó revista a sus tropas. Estaban todos desmayados, unos encima de otros, con brazos, piernas y cabezas por aquí y por allá. Pero todos estaban vivos.
Joder, eran tan elementales: la espuma de la humanidad, pensó Lash. Si tenía suerte, el cociente intelectual de los cuatro, sumados, llegaría a los tres dígitos.
Sin embargo, esos idiotas le serían útiles.
Lash cerró la casa, la envolvió en un escudo mágico y se dirigió al garaje. Luego abrió el enorme maletero del Mercedes, levantó la tapa y buscó el paquete de cocaína, del cual sacó sendas dosis, que se llevó a las fosas nasales no existentes, antes de sentarse detrás del volante.
¡Bueeeeenos díiiias!, le dijo la coca. Al sentir el glorioso caos que se encendía en su interior, arrancó y salió del barrio, avanzando en sentido contrario a las patrullas y ambulancias que se dirigían a la casa de enfrente.
La que ahora tenía una entrada para coches en lugar de sala.
Al llegar a la autopista, Lash pensó que podría llegar al centro en diez minutos, pero debido al tráfico de la hora punta acabó tardando cerca de veinticinco. Aunque gracias al frenesí mental y físico que experimentaba, le pareció muchísimo más.
Eran las nueve pasadas cuando aparcó junto a una furgoneta plateada. Al bajarse del coche dio gracias a Dios por la coca, pues comenzaba a sentir por fin un poco de energía. El problema era que, si su metamorfosis no terminaba pronto, en unos pocos días tendría problemas, pues se agotaría la reserva que tenía en el maletero.
Precisamente eso era lo que lo había impulsado a concertar esa reunión de inmediato, en lugar de esperar un poco más.
Ricardo Benloise había llegado a tiempo y ya se encontraba en su oficina: el AMG en que le habían dado una vuelta hacía algún tiempo estaba aparcado justo detrás de la furgoneta.
Lash se acercó a la puerta trasera de la galería de arte y esperó a que lo vieran por la cámara. Sí, habría preferido retrasar ese encuentro cara a cara al menos un par de días, pero independientemente de sus propias necesidades, tenía cuatro vendedores recuperándose en su baño y necesitaba mercancía para enviarlos a la calle.
Y luego tendría que conseguir más soldados.
Después de todo, la pequeña sabandija no había perdido el tiempo a la hora de nutrir sus filas, aunque no había manera de saber cuántos quedarían después del ataque de la Hermandad a la granja.
Lash nunca se imaginó que se alegraría de que esos desgraciados fueran tan buenos en lo que hacían.
Qué cosas.
Lash se imaginaba que el niño bonito del Omega se apresuraría a preparar otro grupo de iniciados y, teniendo en cuenta que ese maldito había sido un traficante de éxito en su antigua vida, lo más probable era que retomase su actividad tan pronto como pudiera, para ganar dinero de nuevo. De esa forma conseguiría recursos para combatir a los vampiros y para perseguir a Lash.
Así que el tiempo apremiaba y no podía esperar. Lash estaba muy seguro de que la pequeña sabandija no podría concertar un encuentro con Benloise en ese momento, porque al principio sería sólo un pequeño vendedor; pero ¿cuánto duraría eso? Las ventas eran la clave. Y la inteligencia. Y si Lash había podido llegar hasta allí, otro también podría hacerlo.
En especial si contaba con los recursos de un jefe de restrictores.
La cerradura de la puerta se abrió con un sonido metálico y entonces apareció uno de los gorilas de Benloise. El tipo se desconcertó al ver el disfraz de Lady Gaga de Lash, pero rápidamente se recuperó de la sorpresa. A esas alturas de la vida ya debía de haber visto a mucha gente loca, y no sólo en el mundillo del tráfico de drogas: no cabía duda de que la mayoría de los artistas eran una partida de desquiciados, y cualquier guardaespaldas lo atestiguaría.
—¿Dónde está tu identificación? —preguntó el tipo.
Lash le enseñó su licencia de conducir falsa y le dijo:
—¿Quieres que te la meta por el culo?
Evidentemente, la combinación de la licencia de mierda con aquella voz que conocía de antes fue suficiente, porque un momento después el tipo lo dejó entrar.
La oficina de Benloise estaba en la parte delantera del edificio, en el tercer piso, y el recorrido hasta ella se realizó en medio del más absoluto silencio. El espacio privado de Benloise parecía una bolera, sin nada a los lados de un largo pasillo de tablas de madera pintadas de negro, que culminaba en una plataforma elevada. Benloise estaba sobre ella, sentado detrás de una mesa de teca del tamaño de una limusina.
Como muchos tipos que tienen que empinarse para llegar al metro setenta, Benloise todo lo hacía a lo grande.
Cuando Lash se acercó, el sudamericano lo miró por encima de sus manos entrelazadas y habló con aquel tono culto y suave que tenía.
—Me alegró mucho recibir su llamada, después de que no se presentara a nuestra última cita. ¿Dónde ha estado usted, amigo mío?
—Problemas familiares.
Benloise frunció el ceño.
—Sí, la sangre puede ser un problema.
—Ni se lo imagina. —Lash miró a su alrededor, explorando aquel salón vacío, y pronto localizó las puertas y las cámaras ocultas, que estaban en la misma posición de la última vez—. En primer lugar, déjeme asegurarle que nuestra relación de negocios sigue siendo mi prioridad.
—Me complace mucho oír eso, pues cuando usted no llegó a comprar las obras que había encargado, me surgieron muchas dudas. Como vendedor de arte, dependo de mis clientes para mantener ocupados a mis artistas. Y también espero que mis clientes cumplan con sus obligaciones, desde luego.
—Por supuesto. Por eso he venido. Necesito un anticipo. Tengo en mi casa una pared vacía que necesito llenar con una de sus obras, pero en este momento no dispongo de efectivo para poder pagársela hoy mismo.
Benloise sonrió y al abrir la boca dejó ver una hilera de dientes pequeños y perfectos.
—Me temo que no es así como trabajamos, Nada personal, simple método profesional. Usted debe pagar por las obras que se lleva. ¿Y por qué lleva el rostro vendado?
Lash hizo caso omiso de la última pregunta.
—Entiendo. Pero usted va a hacer una excepción en mi caso.
—No hago excepciones…
En ese momento Lash se desmaterializó y volvió a tomar forma detrás de Benloise, tras lo cual le puso un cuchillo en la garganta. El gorila que estaba junto a la puerta gritó y se aprestó a sacar su arma, pero cuando la yugular de tu jefe está a punto de sufrir un tajo profundo, en realidad no hay muchos blancos a los que disparar.
Lash susurró a Benloise al oído:
—He tenido una semana realmente mala y estoy cansado de jugar de acuerdo con las reglas humanas. Tengo intención de continuar con nuestra relación, y usted lo va a hacer posible, no sólo porque eso nos beneficia a los dos, sino porque, si no lo hace, me lo tomaré como una afrenta personal. Sepa esto de una vez por todas, usted no puede esconderse de mí y no hay ningún lugar al que pueda ir donde yo no pueda encontrarlo. No hay puerta lo suficientemente fuerte para mantenerme lejos, ni hombre que no pueda dominar, ni arma que usted pueda usar contra mí. Mis condiciones son éstas: quiero una obra lo suficientemente importante para llenar mi pared, y me la llevaré ahora mismo.
Cuando descubriera quiénes eran los contactos de Benloise en el exterior, Lash podría matar a aquel desgraciado, pero en ese momento hacerlo sería una pataleta contraproducente. El sudamericano era el conducto por el cual llegaba la droga hasta Caldwell, y ésa era la única razón por la cual el muy hijo de puta iba a tener la oportunidad de merendar esa tarde.
En lugar de tener una reunión con el embalsamador.
Benloise trató de respirar, cosa difícil por la presión que sufría en el cuello. Se dirigió al gorila con voz un poco alterada.
—Enzo, los nuevos cuadros al pastel de Joshua Tree deben llegar a primera hora de la tarde. Cuando lleguen, prepara uno y…
—Lo quiero ya.
—Tendrá que esperar. No puedo darle algo que no poseo. Si me mata en este momento, no tendrá nada.
Maldito desgraciado.
Lash pensó en lo poco que le quedaba en el maletero del Mercedes y consideró el hecho de que, incluso en ese momento, la energía de la coca comenzaba a desvanecerse en su cuerpo, dejando sólo un suave temblor.
—¿Cuándo y dónde?
—En el mismo lugar y a la misma hora de siempre.
—Está bien. Pero me quiero llevar una prueba ahora mismo. —Lash y hundió un poco más el cuchillo en el cuello de Benloise—. Y no me diga que no tiene absolutamente nada, porque eso me provocaría una crisis de ansiedad y temblaría. Y a usted no le conviene que me tiemble la mano, si quiere que le diga la verdad.
Tras un momento,
—Enzo, ve y tráele una muestra del trabajo de ese artista nuevo, ¿quieres?
El idiota que estaba al otro lado del salón parecía tener problemas para asimilar todo lo que estaba viendo. Después de todo, ser testigo de cómo alguien desaparecía en el aire debía de ser algo nuevo para él, sin duda. El caso es que estaba pasmado.
—Enzo. Ve ahora mismo, joder.
Lash sonrió debajo del disfraz de momia.
—Sí, date prisa, Enzo. Yo cuidaré muy bien de tu jefe hasta que vuelvas.
El guardaespaldas salió y enseguida se oyeron sus pisadas bajando la escalera.
—Ya veo que usted es un digno sucesor del Reverendo —dijo Benloise haciendo un esfuerzo.
Ah, el alias que solía usar Rehvenge en el mundo humano.
—Sí, soy muy parecido a él.
—Siempre me pareció que él tenía algo diferente.
—¿Y le pareció que lo suyo era especial? —susurró Lash—. Entonces espere a conocerme más y verá lo que es de verdad especial.
‡ ‡ ‡
En la mansión de la Hermandad, Qhuinn estaba sentado en su cama, recostado contra la cabecera. Tenía el mando a distancia sobre una pierna y un vaso lleno de Herradura sobre la otra.
Junto a él, su amigo más leal: el querido Capitán Insomnio.
La televisión brillaba en la oscuridad, emitiendo el informativo de la mañana. Resultó que la policía había hallado al desgraciado que Qhuinn había golpeado en el callejón contiguo al bar de fumadores, y lo había llevado al hospital St. Francis. El tipo se negaba a identificar a su atacante o a hacer comentarios sobre lo ocurrido; pero tampoco importaría mucho que abriera la boca. En la ciudad había cientos de hijos de puta con piercings, ropa de cuero y tatuajes, así que la policía podía empezar a buscarle.
En todo caso, el desgraciado no iba a decirle una mierda a nadie. Qhuinn estaba seguro de que nunca más pegaría a nadie por ser gay.
Luego siguió un informe sobre lo que los humanos habían denominado «la masacre de la granja», reportaje que no aportaba absolutamente ninguna información nueva, pero sí una cantidad de exageraciones suficiente como para generar un ataque de histeria colectiva. ¡Cultos esotéricos! ¡Sectas! ¡Sacrificios rituales! ¡Quédense en casa por las noches!
Todo lo cual, desde luego, se basaba únicamente en pruebas circunstanciales, pues los uniformados no tenían realmente nada con que trabajar, ningún cuerpo. Algún pedacito suelto, nada más. Y aunque la identidad de una serie de delincuentes menores desaparecidos estaba comenzando a salir a la luz, seguirían sin tener nada con lo que trabajar, pues esos pocos asesinos que habían escapado al ataque de la Hermandad estaban ahora estrechamente vinculados con la Sociedad Restrictiva, y sus familias y amigos nunca volverían a verlos o saber de ellos.
Así que lo único que les quedaba a los humanos era mandar hacer una limpieza profesional de la casa, y poco más. A la mierda con los de criminalística. Lo que en realidad necesitaban era un buen lavado de alfombras, varios traperos, grandes cantidades de líquido limpiador y mucha lejía. Si pensaban que alguna vez iban a «resolver» ese crimen, esos policías estaban locos.
Lo que había sucedido era algo intangible para ellos, como un fantasma que puedes sentir, pero nunca podrás atrapar.
A propósito de fantasmas, a continuación se emitió una promo del nuevo programa especial de Paranormal Investigators, en el que se veían las imágenes de una mansión sureña, rodeada de árboles que parecían necesitar una buena poda.
Qhuinn bajó los pies de la cama y se restregó la cara. Layla quería ir a visitarlo de nuevo, pero cuando lo llamó, él le respondió mentalmente que estaba exhausto y necesitaba dormir.
No es que no quisiera estar con ella, sólo que…
Maldición, evidentemente él le gustaba y era obvio que ella lo deseaba y que a Qhuinn le gustaba mucho el cuerpo de esa hembra. Entonces, ¿por qué no la llamaba, se apareaba con ella y alcanzaba esa importante meta que se había puesto en la vida?
Mientras pensaba en ese plan, una imagen de la cara de Blay cruzó por su mente y lo obligó a echar un frío vistazo a su triste vida: la trama de su existencia no era nada bonita, ni mucho menos. Resopló. Súbitamente, todos los cabos sueltos que había dejado con el paso de los años se le hicieron insoportables.
Así que se levantó, salió al corredor de las estatuas y miró a la derecha. Hacia la habitación de Blay.
Lanzó una maldición mientras caminaba hacia esa puerta por la que había entrado y salido siempre como si fuera la de su propia habitación. Cuando llamó, lo hizo con suavidad, en lugar del acostumbrado y perentorio «bum-bum-bum».
Pero no hubo respuesta. Qhuinn lo intentó de nuevo.
Dio la vuelta al picaporte y empujó la puerta apenas unos centímetros, mientras deseaba fervientemente no tener ninguna razón para ser discreto.
—¿Blay? ¿Estás despierto? —susurró Qhuinn en medio de la oscuridad.
Nada… y el que no se oyera tampoco el agua de la ducha sugería que no se estaban duchando.
Finalmente encendió las luces…
La cama estaba perfectamente arreglada, sin una arruga. Parecía sacada de una revista de decoración, con todos sus cojines en su sitio y el edredón extra doblado a los pies del colchón.
En el baño, las toallas estaban secas, en la puerta de vidrio no había rastro de vapor, ni gotas en el jacuzzi.
Qhuinn sintió que el cuerpo se le adormecía mientras salía otra vez al corredor y seguía un poco más al fondo.
Al llegar frente a la puerta de la habitación que le habían asignado a Saxton, se detuvo y se quedó observando los paneles de madera. Era un excelente trabajo de carpintería, en el cual no se veía la unión de las tablas, y la pintura era impecable, sin ningún brochazo que dañara la superficie. El picaporte de bronce también era muy bonito y brillaba tanto como una moneda de oro recién acuñada…
Su agudo sentido del oído alcanzó a oír un ruidito. Qhuinn frunció el ceño, hasta que se dio cuenta de qué era lo que estaba escuchando. Sólo había una cosa que produjera esa clase de sonido rítmico…
Retrocedió y se estrelló contra la escultura griega que estaba justo detrás de él.
Entonces sus pies comenzaron a avanzar a trompicones hacia… ninguna parte, o hacia cualquier parte que estuviera lejos de allí. Cuando llegó al estudio del rey, miró hacia atrás para revisar la alfombra que acababa de recorrer.
No había ningún rastro de sangre. Lo cual, considerando el dolor que sentía en el pecho, era toda una sorpresa.
Pues estaba seguro de que le acababan de disparar un balazo en el corazón.