57
En el segundo piso de la gran casa señorial de Eliahu Rathboone, Gregg Winn estaba tratando de abrir con sólo dos dedos la puerta de la habitación que compartía con Holly, mientras rezaba para que no se le derramara el café que él mismo había preparado en la cafetera de los huéspedes, que reposaba en una mesita del comedor.
Así que sólo Dios sabía a qué podría saber ese café.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Holly al levantar la vista del ordenador y verle entrar.
—No. —Torpemente, cerró la puerta con el pie y se dirigió a la cama—. Listo.
—Eres muy considerado.
—Espera a probarlo para juzgarme con benevolencia. Tuve que improvisar un poco con el tuyo. —Le dio la taza con el café más claro—. No tenían leche entera, que fue lo que tomaste ayer en el desayuno. Así que fui a la cocina y saqué un poco de nata y luego un poco de leche desnatada, las mezclé y traté de darle el color apropiado. —Señaló con la cabeza el ordenador—. ¿Qué opinas de esas imágenes?
Holly se quedó mirando la taza que sostenía encima del teclado. Estaba medio echada en la cama, recostada contra la cabecera, analizando la información con la que Gregg estaba obsesionado. Tenía un aire sexi e inteligente. Y de poca confianza en lo que él acababa de darle.
—Escucha —dijo Gregg, dándose cuenta de sus dudas—, prueba el café: si está asqueroso, despierto al mayordomo para que te haga uno como es debido.
—Ah, no, no es eso. Pensaba en las imágenes. —Holly bajó su cabeza rubia y dio un sorbo al café. El «hum» que soltó colmó todas las expectativas de Gregg—. Perfecto.
El productor rodeó la cama y se sentó junto a ella, sobre el edredón. Al darle un sorbo a su propia taza, decidió que, si su carrera en televisión se acababa algún día, podría tener un futuro en Starbucks.
—Vamos, cuéntame qué opinas de la cinta.
Gregg volvió a señalar con la cabeza hacia la pantalla y lo que se veía allí. La noche anterior habían tomado planos de algo que caminaba por el salón y salía por la puerta principal. En principio, podría ser un huésped que se había levantado a medianoche a comer algo, tal como lo acababa de hacer Gregg. Lo malo era que la cosa en cuestión se desmaterializaba justo a través de los paneles de madera. Y luego desaparecía.
Más o menos como la sombra que había salido de la habitación de Holly aquella primera noche. Aunque a Gregg no le gustaba pensar en eso, ni en el sueño que ella había tenido.
Pero ni la sombra ni el sueño se le iban de la cabeza.
—¿Son imágenes sin retocar? —preguntó Holly.
—Sin retocar. Tal cual.
—Dios…
—Tremendo. Y los de la cadena me acaban de mandar un mensaje, mientras estaba abajo. Dicen que están entusiasmados. Al parecer, la gente ya está como loca con la promo que han colgado en Internet; lo único que tenemos que hacer es rezar para que esa cosa aparezca dentro de una semana, cuando estemos transmitiendo en directo. ¿Estás segura de que tu café está bien?
—Sí sí, está delicioso. —Holly lo miró con curiosidad—. ¿Sabes que nunca te había visto así?
Gregg se recostó contra las almohadas y se dijo que la chica tenía razón. Era difícil saber qué había cambiado en concreto; pero la verdad era que, por culpa del fantasma fornicador, se había producido un cambio dentro de él.
Holly dio otro sorbo al café.
—Pareces realmente distinto.
—Bueno, pese a mis últimos reportajes, lo cierto es que no creía que los fantasmas existieran de verdad.
—¿No?
—No. Conoces muy bien todos los engaños que hemos hecho. Pero aquí, en esta casa… Puf, te digo que hay algo raro. ¡Me muero por subir al tercer piso! Tuve un sueño loco en el que subía y… —Un súbito dolor de cabeza, en forma de agudos pinchazos, le interrumpió. Gregg se frotó las sienes, convencido de que era consecuencia de pasar tantas horas ante el ordenador durante los últimos tres días—. Hay algo allá arriba, en ese ático. Y no hablo por hablar…
—Pero el mayordomo dijo que no debíamos subir.
—Sí. —La verdad era que Gregg no quería ganarse la hostilidad del mayordomo. Tenían tantas imágenes buenas que no necesitaban mucho más, así que no tenía sentido presionar al buen hombre. Además, lo último que quería era buscarse un problema con el encargado del alojamiento a tan pocos días de la emisión.
Y era evidente que el señor estirado nunca estuvo encantado con su presencia. De haber sido por él, no habría grabado ni un triste fotograma.
—Ven, déjame mostrarte otra vez lo que en realidad me asombra. —Gregg estiró la mano y volvió a abrir el archivo donde se veía a la figura que desaparecía a través de la puerta—. Eso es bastante increíble, ¿no? Quiero decir que… ¿alguna vez pensaste que llegarías a ver algo como eso?
—No. Nunca.
El tono de la voz de Holly lo hizo darse la vuelta para mirarla. La presentadora lo estaba mirando a él, no a la pantalla, mientras apretaba la taza de café contra su pecho.
—¿Qué pasa? —preguntó Gregg, mirándose la camisa para ver si se había manchado.
—En realidad se trata del café.
—Es repugnante, ¿verdad?
—No, para nada. —Holly rió y tomó un poco más—. Nunca creí que te acordarías de cómo me gusta el café, y mucho menos que te tomarías el trabajo de prepararme uno. Y además, hasta hoy jamás me habías preguntado qué opinaba sobre el trabajo.
La chica tenía razón. Desde luego, había sido un cafre.
Holly se encogió de hombros.
—La verdad es que ya me imaginaba que no creías en esas cosas, aunque lo fingieras para conseguir audiencia. En realidad, creo que no creías en tu trabajo, con fantasmas o sin ellos. Me alegra que ahora sí creas.
Gregg, incapaz de sostenerle la mirada, clavó la vista en sus pies enfundados en unos calcetines, y luego en las ventanas del fondo. A través de las cortinas de encaje, la luna apenas era un suave resplandor en el horizonte.
Holly carraspeó.
—Siento haberte incomodado. De verdad que lo siento.
—No, por favor. —Gregg le agarró la mano en la que no tenía la taza y se la apretó cálidamente—. Escucha, hay algo que quiero que sepas.
Notó que la joven se ponía tensa. Ya eran dos.
Gregg tragó saliva en medio del silencio, antes de arrancarse con una tremenda confesión.
—Me tiño el pelo.
Hubo una pausa, saturada de tensión para Gregg. Y luego Holly estalló en carcajadas, una risa dulce, feliz y llena de alivio. Después se aproximó al productor de pelo teñido y le acarició la cabeza.
—¿De verdad?
—Tengo canas en las sienes. Muchas canas. Comencé a hacerlo cerca de un año antes de conocerte. En Hollywood hay que mantenerse joven.
—¿Cómo lo haces? ¿Vas a algún peluquero especial? Porque la verdad es que nunca se te ven las raíces.
Gregg soltó una maldición, se levantó de la cama y se dirigió a su maleta, donde buscó algo en el fondo. Lo encontró y se lo mostró. Era una cajita de tinte.
—Tinte sólo para hombres. Me tiño yo mismo. No quiero que me pillen ojos indiscretos en una peluquería o un salón de belleza con las manos en la masa. Bueno, con los pelos en la masa.
Holly sonrió de oreja a oreja y con ello le salieron unas pequeñas arrugas debajo de los ojos. Y a Gregg le gustó el aspecto que eso le daba. Las arrugas le daban carácter a aquella cara bonita.
El hombre se quedó mirando, pensativo, la cajita de tinte. Mientras contemplaba al modelo que aparecía en la foto, a su mente afluyeron unas cuantas verdades, de esas que normalmente no podía proclamar.
—¿Sabes lo que te digo? Detesto las camisetas Ed Hardy. Tienen tantos colores que te queman la retina. Y los vaqueros envejecidos me parecen horribles. Y esos mocasines de punta recta que uso me destrozan los pies. Estoy cansado de sospechar de todo el mundo y de trabajar sin parar, y sin escrúpulos, para ganar un dinero que luego he de gastarme en cosas que estarán pasadas de moda al año siguiente. —Gregg arrojó el tinte a su maleta y sintió alivio al pensar que podría prescindir de ella—. ¿Y qué te voy a decir sobre esos archivos del ordenador? Son los primeros que Stan y yo no hemos manipulado. He sido un estafador durante mucho tiempo, trabajando en una industria engañosa que hace cosas engañosas. Lo único real en todo ese negocio era el dinero. Estoy harto. Creo que se acabó, que no voy a seguir.
El productor con canas se volvió a echar en la cama. Holly terminó su café, puso la taza y el ordenador a un lado y se acostó sobre el pecho de Gregg.
Era la mejor manta que le había tapado en su vida.
—Entonces, ¿qué quieres hacer a partir de ahora? —preguntó Holly.
—No lo sé. Algo distinto, desde luego. Bueno, la verdad es que ya estoy saturado de fantasmas, aunque al final existan. Cuando acabemos aquí diré adiós para siempre a los espectros. ¿Me preguntas si voy a seguir en el negocio de la producción? No sé… —Bajó la vista hacia la cabeza de Holly, y no pudo contener una sonrisa—. Tú eres la única que sabe que tengo canas.
Estaba seguro de que su secreto estaba a salvo con ella.
—A mí no me importa. —Holly le acarició el pecho—. Y a ti tampoco debería importarte.
—¿Cómo es posible que nunca me haya dado cuenta de lo inteligente que eres?
La risa de Holly resonó en su propio pecho.
—Tal vez porque te estabas portando como un estúpido.
Gregg echó la cabeza hacia atrás y aulló.
—Sí, tal vez. —Luego le dio un beso en la sien—. Tal vez no, seguro que era un idiota. Pero eso ya se acabó.
Dios, qué raro era todo aquello. Gregg todavía no sabía qué era lo que había cambiado exactamente. Bueno, en realidad todo, pero la razón era un completo misterio. Se sentía como si alguien le hubiese iluminado de repente, mostrándole el camino correcto. Pero no podía recordar quién lo hizo, ni dónde, ni cuándo.
El converso volvió a fijar sus ojos en el ordenador y pensó en ese fantasma. Por alguna misteriosa razón, tenía en la cabeza la imagen de un salón amplio y vacío, en el tercer piso de esa casa, y de un hombre gigantesco que estaba sentado en una silla, con un haz de luz sobre los pies.
Y luego el hombre se inclinaba, cortando el paso al chorro de luz.
El dolor de cabeza que volvió a sentir le hizo pensar que alguien le había clavado picahielos en las sienes.
—¿Estás bien? —preguntó Holly, incorporándose al ver su gesto de dolor—. ¿Es otra vez la cabeza?
Gregg asintió. El simple gesto de llevarse las manos a las sienes hizo que se le nublara la vista y se le revolviera el estómago.
—Sí. Probablemente tengo que graduarme otra vez la vista. Necesito gafas nuevas. Bifocales, incluso. ¡Joder!
Holly le acarició el pelo. Cuando la miró a los ojos, el dolor se desvaneció y sintió una extraña emoción en su pecho. «¿Será esto la felicidad?», se preguntó.
Sí. Aquello tenía que ser la felicidad. A lo largo de su vida adulta había experimentado una gran variedad de emociones, pero nunca se había sentido como en ese instante. Completo. En paz.
—Holly, tú eres mucho más de lo que pensé. —Acarició la mejilla de la presentadora.
—Y tú has resultado ser todo lo que yo quería que fueras —respondió ella, mirándole a los ojos.
—Bueno, entonces esta película es buena. —Greg la besó lentamente—. Una redonda historia romántica, con buen final.
—¿Cuál?
Gregg acercó su boca al oído de Holly y susurró:
—Te amo.
Era la primera vez que pronunciaba esas palabras. Bueno, la primera vez que las decía en serio, de verdad.
—Yo también te amo.
La besó y siguió besándola… y sintió que le debía aquel maravilloso momento a un fantasma.
Resultaba que su cupido era una sombra enorme con aires de matón, un ente que no existía en el mundo «real».
A veces las personas se unen gracias a los casamenteros más extraños. Pero qué más daba. Lo importante era que las almas gemelas se encontrasen. ¿A quién le importaba que las uniese un cura, el azar o una criatura del más allá?
Además, ahora podría dejar de teñirse el pelo.
Liberación máxima.
Sí, la vida es maravillosa. En especial cuando le bajas las ínfulas a tu ego y logras tener en tu cama a la mujer adecuada, por la razón adecuada.
Esta vez no iba a dejar escapar a Holly.
Y la cuidaría bien, tal como ella merecía, todo el tiempo que durase el amor, o mejor, toda la eternidad.