50
—¿Qué demonios hacéis vosotros dos aquí? —susurró Xhex bajando la daga.
Trez puso cara de extrañeza, pues la respuesta le parecía evidente.
—Nos envía Rehv.
Como siempre, iAm se quedó en silencio al lado de su hermano. Se limitó a hacer un gesto de saludo con la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho. Era como un roble que nadie podría mover de allí. Y mientras las Sombras gemelas la miraban, sus cuerpos y su voz sólo eran perceptibles para Xhex.
A la hembra le resultó irritante al principio tanta discreción. Cuando adoptaban la forma de fantasmas era difícil darles el rodillazo que se merecían en la entrepierna.
—¿No nos vas a dar un abrazo siquiera? —murmuró Trez mirándola a la cara—. Ha pasado toda una vida desde la última vez que nos vimos.
Xhex le contestó en una frecuencia sonora que ni los humanos ni los restrictores podían oír.
—No soy muy dada a los abrazos.
Pero al cabo de un instante soltó una maldición y se lanzó a los brazos de los dos hermanos. Las Sombras eran particularmente contenidas a la hora de exteriorizar sus emociones. Eran unos seres mucho más herméticos que los humanos e incluso que los vampiros. Así y todo, Xhex notaba lo mucho que los dos sentían todo lo que le había pasado.
Trez la apretó con fuerza entre sus brazos y se estremeció:
—Estoy… Por Dios, Xhex… creímos que no volveríamos a verte…
La hembra sacudió la cabeza.
—Basta, por favor. Hay momentos adecuados para ponerse sentimentales, pero éste ciertamente no es el mejor. Os quiero mucho a los dos, por supuesto, y estoy bien. Pero ahora tenemos cosas que hacer. Creedme, estoy bien.
Más o menos bien. Sobre todo si no pensaba en John, que estaba atrapado en la mansión y seguramente a punto de volverse loco. Gracias a ella.
Dios, cómo se repetía la historia.
—Tienes razón, tampoco es cosa de dar un espectáculo. —Trez sonrió, mostrando sus brillantes colmillos blancos, que resaltaban contra su piel morena—. En todo caso, nos alegra que te encuentres bien.
—De encontrarme mal no estaría aquí.
—No estoy tan seguro de eso —murmuró Trez casi para sus adentros. Su hermano y él echaron un vistazo por la ventana—. Caramba, parece que han celebrado una fiesta ahí dentro.
Una brisa helada sopló de repente portando bocanadas de aroma a talco para bebés. Esta vez el olor venía de otra dirección, por lo cual los tres volvieron la cabeza casi a la vez.
Por el camino de tierra que llevaba hasta la casa avanzaba un coche muy poco adecuado para marchar entre los campos de maíz de los alrededores. El automóvil parecía salido de la película A todo gas: un Honda Civic tan modificado que, más que por las de los mecánicos, parecía haber pasado por las manos de los cirujanos plásticos de Playboy. Gracias a una cola de ballena y un faldón delantero que dejaba el chasis apenas a unos centímetros del suelo, y a una pintura en la que se mezclaban el gris y el rosa con el amarillo brillante, parecía una chica campesina que hubiese caído en las garras del cine porno.
Y he aquí que el restrictor que iba tras el volante tenía una cara que no cuadraba con la frívola nave que conducía.
—Apuesto lo que sea que ese tío es el nuevo jefe de restrictores —dijo Xhex—. Lash nunca permitiría que su segundo al mando tuviera un automóvil así. Y mucho menos lo llevaría él. Pasé cuatro semanas con ese desgraciado, que se cree un dandi.
—Es decir, que ha habido un cambio en la cúpula de la Sociedad. —Trez asintió con la cabeza—. Eso sucede muy a menudo entre ellos.
—Tienes que seguir a ese coche —dijo Xhex—. Rápido, ve tras él…
—No podemos dejarte sola. Órdenes del jefe.
—¿Acaso es una broma? —Xhex miró el Civic, luego el escenario del crimen, y después otra vez la cola de ballena que se alejaba—. ¡Síguelo! Necesitamos tenerlo controlado…
—No. A menos que quieras venir con nosotros. ¿No es así, iAm?
Al ver que la otra Sombra asentía con la cabeza, Xhex sintió deseos de darle un golpe al marco de aluminio en el que estaba apoyada en ese momento.
—Esto es completamente ridículo.
—¡Por favor! Tú estás esperando a que Lash haga su aparición por aquí y yo sé muy bien que tu intención no es tener una civilizada charla con él. Así que no te dejaremos sola de ninguna manera… Y no te molestes en gritarme «no-eres-mi-jefe» o mierdas similares, porque será inútil, tengo una sordera selectiva.
—Es verdad —añadió iAm.
Xhex clavó los ojos en la matrícula del ridículo coche tuneado y maldijo en silencio.
De todas formas, si las dos Sombras no estuviesen ahí, ella tampoco se habría marchado; sólo habría apuntado el número de la matrícula y se habría quedado donde estaba. Siempre se podía buscar el coche después.
—Haz algo útil —dijo ella con brusquedad— y préstame tu móvil.
—¿Vas a pedir una pizza? Buena idea, tengo hambre. —Trez le pasó su BlackBerry—. Me gusta con mucha carne. Mi hermano las prefiere de queso.
Xhex buscó el número de Rehv en los contactos. Lo llamó a él sencillamente porque era un tipo eficiente y en ese momento no tenía ganas de hablar con los hermanos. Saltó el buzón de llamadas, dejó los datos del coche y pidió que Vishous lo rastreara.
Luego colgó y le devolvió el teléfono a Trez.
—¿Entonces no vas a pedir una pizza a Domino’s? —murmuró el dueño del teléfono.
Tragándose el insulto que tenía en la punta de la lengua, Xhex frunció el ceño. De pronto recordó que V le había dado un teléfono. Mierda, no estaba tan alerta como debería en aquella situación.
—Viene un coche, pero me parece que no es de pizzas —dijo iAm.
La hembra clavó los ojos en la carretera, donde un vehículo se detuvo frente a la casa. El detective de homicidios que se bajó del coche era un conocido suyo: José de la Cruz.
Al menos los humanos habían enviado a un buen hombre. Pero, claro, tal vez no era tan buena noticia saber que iban a tener esa clase de competencia. En situaciones como aquélla, cuanto menos se involucrara la otra raza, mejor. De la Cruz tenía el instinto de un sabueso y la disciplina de un sargento prusiano.
Joder. Las cosas no hacían más que complicarse. Se presentaba un día difícil, un día muy largo en verdad.
Veía a los humanos conversar y moverse alrededor de la casa y sentía en la espalda la presencia de sus guardaespaldas. De pronto, con la mano derecha empezó a practicar el lenguaje por señas que John le había enseñado.
«A»… «B»… «C»…
‡ ‡ ‡
Lash se despertó al oír unos gemidos. Menuda mierda. Y además no eran gemidos de los buenos.
Despertarse boca abajo sobre un colchón pelado en una casa de mierda era otro horror.
Y el tercer golpe fue descubrir que, cuando finalmente se incorporó, su cuerpo había dejado una mancha negra sobre la cama.
Como si fuera una sombra que se proyecta sobre el suelo.
Por Dios santo. Se parecía a ese nazi que salía al final de En busca del arca perdida, aquel cuya cara se derretía… un efecto especial que, según los extras del DVD, se había logrado al lanzar aire caliente sobre un montón de gelatina.
Pero ése no era el papel que él quería desempeñar en la vida.
Se dirigió a la cocina con la sensación de que cargaba con una tonelada de piedras. A la chica de plástico no parecía irle mucho mejor, tirada allí en el suelo, junto a la puerta de atrás. Había perdido suficiente sangre como para no poder moverse, pero no la suficiente como para morirse y regresar al seno del Omega.
Qué lástima, vivir siempre al borde de la muerte, con todo ese dolor y esa constante sensación de asfixia.
Desde luego, era suficiente como para querer matarse.
Qué lástima.
Pero, claro, no había solución: estaba condenada a seguir indefinidamente en esa condición. Y probablemente lo mejor fuera no contárselo, reservarse esa información… ésa sería su buena acción del día, pensó Lash.
Mientras la desgraciada trataba de emitir otro patético gemido reclamando ayuda, Lash pasó por encima de ella y fue a ver si había comida. Con el fin de conservar el dinero en efectivo que todavía le quedaba, se había tenido que zampar media miserable hamburguesa, a manera de cena, la noche anterior. Una porquería similar a la comida para perros. Menos mal que al menos estaba recién salida de la parrilla.
Y aunque el paso del tiempo no había mejorado la otra mitad, que fue incapaz de tragarse la noche anterior, ahora se la comió. Lo que hace el hambre.
—¿Quieres un poco? —le dijo a la mujer—. ¿Sí? ¿No?
Lo único que podía hacer aquella desdichada criatura era suplicar con aquellos ojos inyectados en sangre y aquella boca que rezumaba una sustancia oleaginosa. O tal vez no estaba suplicando. Observándola con atención, la mujer parecía horrorizada, lo que sugería que, fuera cual fuera su condición, la apariencia de Lash era lo suficientemente aterradora como para sacarla de su agonía por un momento. No pedía cuidados ni alimentos ni nada similar. Quería que aquel monstruo se marchara de allí.
—Te jodes, perra. Tampoco creas que tu aspecto es mucho mejor ni que verte me resulta muy estimulante.
Lash dio media vuelta y miró por la ventana. Ciertamente, empezaba a estar harto.
Joder, no hubiera querido marcharse de la maldita granja, pero llegó un momento en que se sentía tan exhausto que tuvo que replegarse. Era demasiado peligroso quedarse dormido con tantos enemigos a su alrededor. Pura táctica militar: retirarse para reanudar las operaciones con más fuerzas, o sucumbir allí mismo.
Entre tanta desdicha, una buena noticia: el sol todavía estaba alto en el cielo despejado, lo cual le brindaba el margen que necesitaba. La Hermandad no se iba a presentar de ninguna manera antes de que oscureciese. Le daba tiempo a llegar en condiciones. ¿Qué clase de anfitrión sería si no estuviera allí esperándolos?
La fiesta había comenzado por iniciativa del puto juguetito del Omega, pero él, Lash, sería quien la terminara.
Sin embargo, había que ir preparado. Necesitaba más munición, y no precisamente para su pistola.
El monstruo agarró la gabardina y el sombrero, se puso los guantes y pasó por encima de la prostituta. Cuando estaba abriendo la puerta, la asquerosa mano de la mujer llegó hasta su zapato y sus dedos ensangrentados comenzaron a arañar el cuero.
Lash la miró desde arriba. Aunque se había quedado sin habla, estaba claro que se le había pasado el miedo y ahora sólo sentía desesperación. Los ojos enrojecidos y desorbitados de la mujer gritaban: «Ayúdame. Me estoy muriendo. Yo no me puedo matar… hazlo tú por mí».
Aparentemente ya había superado su asco hacia él. Vestido daba menos repelús, al parecer.
En cualquier otro momento Lash la habría dejado donde estaba, pero no se podía quitar de la cabeza el recuerdo de su propia piel cayéndose a pedazos. ¿Y si al final a él le esperaba una pesadilla como la de la puta? ¿Y si acababa pudriéndose para siempre? ¿Qué pasaría si seguía descomponiéndose hasta que ya no pudiera sostener su esqueleto y terminara en situación similar a la de ella… sufriendo asquerosamente para toda la eternidad?
Sacó un cuchillo que llevaba en la espalda y, cuando se acercó a ella con el arma en la mano, la mujer ni siquiera se encogió. En lugar de eso, ofreció el pecho.
Una puñalada fue todo lo que se necesitó para terminar con su tortura: con un estallido de luz, la mujer se desvaneció en el aire, dejando solamente una quemadura en la alfombra.
Lash dio media vuelta para marcharse…
Pero no pudo llegar a la puerta. Su cuerpo fue contenido por una fuerza extraña que lo hizo rebotar y estrellarse contra la pared del fondo. Aturdido, vio miles de lucecitas. Una misteriosa corriente de poder parecía atravesarlo.
Tardó un momento en entender qué diablos sucedía: lo que él le había dado a la prostituta estaba regresando a casa y por eso se habían desencadenado aquellas descargas de energía.
Así era como funcionaba el asunto de las inducciones y la muerte de los inducidos, se dijo. Tomó aire. Ahora estaba menos asustado.
Todo el que fuera apuñalado con una hoja de acero regresaba a su creador, por decirlo de alguna manera.
Bueno, regresaba siempre y cuando el arma secreta de la Hermandad no llegara allí primero. Butch O’Neal era el talón de Aquiles del Omega. Podía evitar el reencuentro al absorber la esencia del maligno, la invisible fuerza que daba vida a los restrictores.
Lash entendió por fin la amenaza que representaba O’Neal. Podía neutralizar su capacidad de fabricar juguetitos. Y si la caja de juguetes se queda vacía… ¿qué sucede? ¿Para qué sirves?
Sí, era importante evitar a ese maldito de Butch. Lo tendría en cuenta.
Lash se dirigió entonces al garaje y salió de la casa tipo rancho en el Mercedes. Pero no se dirigió a las afueras de la ciudad, sino que se encaminó hacia el centro, hacia los edificios.
Como eran apenas las once y media de la mañana, por todas partes había hombres con traje y corbata; un ejército de mocasines que se detenían en los semáforos, esperando la señal para cruzar, y luego recorrían las calles con paso firme, frente a las gigantescas fachadas. Todos esos hombres eran jodidamente arrogantes, todos esos humanos con mandíbulas alzadas y esos ojos que miraban al frente, como si lo único que existiera fuera la reunión, el almuerzo o la gestión inútil que se apresuraban a realizar.
Lash sentía ganas de pisar el acelerador y arrasarlos a todos, como si fueran frágiles bolos; pero ya tenía suficientes cosas de qué preocuparse, y mejores maneras de ocupar su tiempo.
¿Su destino? La calle del Comercio y la zona de los bares y los clubes nocturnos. Un barrio que, a diferencia del distrito financiero, estaría desierto a esa hora del día.
Llegando al río, Lash tuvo la sensación de que las dos partes de la ciudad funcionaban como el yin y el yang. Bajo la luz del sol, los altos edificios en los que tenían su sede las entidades financieras, con sus ventanales y sus estructuras de acero, parecían resplandecer como una bella dama. El reino de los callejones oscuros y los anuncios de neón, en cambio, se asemejaba ahora a una puta vieja y cansada. Todo parecía sucio, sórdido y triste.
El distrito financiero estaba lleno de gente productiva y llena de proyectos y objetivos. En los callejones, por el contrario, tenías suerte si podías ver más de dos almas a esas horas. Y desde luego no eran brillantes ejecutivos.
Y eso era precisamente lo que él esperaba.
Al tomar la calle que llevaba a los puentes gemelos de Caldwell, Lash pasó frente a un solar vallado y cerrado con una cadena. Redujo la velocidad. Por Dios, allí estaba ZeroSum, antes de que el club quedara reducido a un montón de escombros. Había un cartel, de agencia inmobiliaria, anunciando que el solar estaba en venta.
Así funcionaban las cosas. Igual que la naturaleza, la maldad aborrecía el vacío. Donde estuvo el club de Rehv, pronto habría otra cosa. Quizá un local similar, quién podía saberlo.
Algo parecido le había ocurrido a él en la relación con su padre. Lash había sido reemplazado de la noche a la mañana por alguien muy parecido a él.
Nadie es imprescindible. Nadie.
Llegó a la zona que estaba debajo de los puentes. No necesitó mucho tiempo para hallar lo que estaba buscando, algo que preferiría no necesitar. Su cacería debajo de los puentes atrajo rápidamente la atención de los miserables humanos sin techo que dormían en cajas de cartón o en coches abandonados. Lash pensó fugazmente en lo mucho que esas gentes se parecían a los perros callejeros: siempre con la esperanza de recibir comida, sospechaban de todo debido a las horribles experiencias que habían vivido. Eran presa fácil de todo tipo de enfermedades y de todo tipo de canallas.
Pero en última instancia, Lash no era quisquilloso, y ellos, empujados por la necesidad, tampoco. Así que rápidamente logró tener a una hembra sentada en el asiento del copiloto, una pobre mujer que lanzaba exclamaciones llenas de admiración, no al ver el lujoso coche, sino la bolsita de cocaína que él acababa de entregarle. Mientras la mujer aspiraba ávidamente la droga, el monstruo la llevó a una cavidad oscura formada por los inmensos basamentos de cemento del puente.
No pudo esnifar muchas veces.
Lash se abalanzó sobre ella enseguida y, ya fuera gracias a la urgencia de él o a la debilidad física de ella, logró dominarla totalmente, sin el más mínimo problema, mientras se alimentaba.
La sangre de la mujer sabía a agua sucia.
Cuando terminó, Lash se bajó del coche y la sacó del Mercedes de un tirón. La mujer, pálida de por sí, tenía ahora el color del cemento.
Si no estaba muerta aún, pronto lo estaría.
Lash se detuvo un momento y se fijó en la cara de la mendiga. Estudió las arrugas que le cruzaban la piel, los capilares escleróticos que le daban un enfermizo color amarillento.
¡Y pensar que alguna vez había sido una encantadora y saludable recién nacida!
El tiempo y la experiencia ciertamente la habían golpeado. Ahora moriría como un animal, sola y tirada en el suelo.
Lash alargó la mano para cerrarle los párpados, y al verse la extremidad no tuvo más remedio que estremecerse.
Dios.
Podía ver el río a través de su mano.
Ya no era un pedazo de carne putrefacta, sino que se había convertido en una sombra negra, ciertamente parecida al miembro con que solía escribir, golpear y conducir, entre otras cosas.
Se subió la manga de la gabardina. La muñeca todavía tenía una apariencia corporal.
Inesperadamente, sintió que le llegaban renovadas fuerzas gracias a la drogadicta. La transformación de su anatomía dejó de tener importancia. Quizá incluso fuese una bendición, una señal de que se estaba convirtiendo en una criatura aún más poderosa.
Él no iba a terminar como la puta a la que había apuñalado por piedad hacía un rato, pensó Lash. Con su metamorfosis, más bien parecía estar acercándose a la naturaleza del Omega. No se pudría, mutaba.
Se echó a reír. Las carcajadas de pura satisfacción le atravesaban el pecho y estallaban en la garganta y la boca. Al cabo de un rato se dejó caer sobre las rodillas, al lado de la mujer muerta.
Súbitamente se dobló y vomitó la sangre putrefacta que acababa de ingerir. Cuando pudo tomarse un respiro, se limpió la boca con la mano y contempló el color rojo brillante que cubría la silueta oscura de lo que alguna vez había sido carne.
Pero no tuvo tiempo de seguir admirando su nueva forma.
Un violento vómito lo sacudió con tanta fuerza que lo dejó ciego. Infinitas estrellas parecían estallar frente a sus ojos.