32

John Matthew se despertó, sintió a Xhex a su lado y el pánico se apoderó de él sin que aparentemente hubiera razón alguna para ello.

Quizá había tenido una pesadilla. ¿Habría sido un sueño?

Se incorporó lentamente. Enseguida notó que el brazo de Xhex se deslizaba por su pecho hasta el abdomen. Lo agarró antes de que llegara a las caderas. Dios, el brazo era suave, tibio, sensual…

—John —ronroneó Xhex, con voz apagada porque tenía la boca sobre la almohada.

El macho enamorado la rodeó con sus brazos y le acarició el pelo. En cuanto lo hizo, ella pareció volver a dormirse.

Gracias a una rápida mirada a su reloj supo que eran las cuatro de la tarde. Habían dormido varias horas y, si el rugido en su estómago era indicio de algo, ella también debía de estar muriéndose de hambre.

Se aseguró de que Xhex estuviera otra vez profundamente dormida, se zafó de sus brazos y se movió sigilosamente, mientras le escribía una nota rápida y se ponía los pantalones de cuero y la camiseta.

Salió al pasillo descalzo. Todo estaba en silencio porque allí ya no se hacía ningún entrenamiento, y eso era una lástima. A esa hora se deberían oír los gritos que salían del gimnasio durante los combates de preparación, el murmullo de las clases que daban en el salón y el golpeteo de las puertas de los vestuarios al abrirse y cerrarse.

Sin embargo, reinaba el silencio.

Aunque resultó que Xhex y él no estaban completamente solos.

Al llegar a la puerta de vidrio de la oficina, John se quedó helado.

Tohr estaba dormido sobre el escritorio. Tenía la cabeza apoyada en el antebrazo y el torso volcado hacia delante.

John estaba tan acostumbrado a que la visión de Tohr le inspirase impotencia y rabia, que se sorprendió cuando esta vez sintió, más bien, una terrible tristeza.

Él acababa de despertarse junto a Xhex, pero Tohr nunca más volvería a vivir algo semejante. Nunca más se daría la vuelta para acariciar el pelo de Wellsie. Nunca más iría a la cocina para llevarle algo de comer. Nunca más iba a abrazarla ni a besarla.

Y también había perdido al bebé.

Abrió la puerta convencido de que el hermano se iba a despertar, pero Tohr no se inmutó. Estaba completamente dormido, y era lógico, pues estaba tratando de volver a ponerse en forma, comiendo y haciendo ejercicio las veinticuatro horas del día. Ese esfuerzo se notaba. Los pantalones ya no le quedaban anchos y las camisas ya no le colgaban. Volvía a tener unos asombrosos músculos. Pero era evidente que el proceso era agotador.

¿Dónde estaría Lassiter?, se preguntó John al pasar junto al escritorio, en dirección al armario. El ángel solía mantenerse cerca del hermano.

Después de atravesar la puerta secreta que había en el armario, el macho enamorado recorrió el túnel que llevaba hasta la casa. A medida que avanzaba, las luces fluorescentes del techo parecían extenderse más y más hacia lo lejos, como si fuera un camino que fuese apareciendo a medida que era recorrido. Pero era una pura ilusión, porque al cabo de unos minutos el pasillo se acabó. Llegó a los escalones, los subió, tecleó un código y subió otro piso. Al salir al vestíbulo, oyó la televisión de la sala de billar y se imaginó que allí estaría el ángel.

Era el único de la casa capaz de ver a Oprah. Nadie, aparte de él, haría tal cosa, a menos que lo estuvieran amenazando con un arma en la cabeza.

La cocina estaba vacía. Los doggen debían de estar comiendo algo en las dependencias del servicio antes de ponerse a preparar la Primera Comida y ocuparse del arreglo de la casa.

Perfecto. En realidad no quería ayuda.

John se movió rápido. Sacó una cesta de la despensa y la llenó de provisiones hasta los topes. Unos bollos, un termo lleno de café, zumo de naranja, fruta en trocitos. Pastel. Pastel. Pastel. Taza. Taza. Vaso.

Estaba buscando cosas con muchas calorías. Esperaba que a Xhex le gustaran los dulces.

Pensando en eso, preparó un sándwich de pavo, por si acaso no le gustaban.

Y por una razón distinta, preparó también otro de jamón y queso.

Luego atravesó el comedor y se dirigió de nuevo a la puerta que estaba debajo de las escaleras…

—Eso es mucha comida para vosotros dos —dijo Lassiter, con un tono menos agresivo de lo habitual.

John dio media vuelta. El ángel estaba de pie en la puerta de la sala de billar, recostado contra el marco. Tenía una bota sobre la otra y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus piercings dorados brillaban. Daba la impresión de tener ojos por todas partes, ojos que no pasaban nada por alto.

Lassiter esbozó una sonrisa.

—Así que ya estás viendo las cosas con otra perspectiva, ¿no?

Si esa conversación hubiese tenido lugar la noche anterior, John ya lo habría mandado a la mierda, pero ahora se sintió inclinado a transigir, a ser tolerante. En especial cuando pensó en las grietas de la pared de cemento, abiertas a costa de tanto dolor de Tohr.

—Bien —dijo Lassiter—, ya era hora. Has de saber que no estoy con él ahora porque todo el mundo necesita estar solo. Además, tengo que ver mi programa.

El ángel dio media vuelta y su pelo negro y rubio se agitó en el aire.

—Y te aconsejo que no digas nada. Oprah es asombrosa.

John sacudió la cabeza y sonrió, para su propio asombro. Lassiter podía ser un desgraciado metrosexual, pero había traído de regreso a Tohr y eso era algo muy importante. Para él, inolvidable.

Otra vez marchó por el túnel. De nuevo atravesó la puerta del armario. Y enseguida se vio dentro de la oficina, donde Tohr seguía durmiendo.

Al llegar al escritorio, el hermano se despertó con un espasmo corporal y levantó la cabeza de la mesa. Tenía media cara aplastada, como si se la hubiesen planchado

—John… —dijo con voz ronca—. Hola. ¿Necesitas algo?

El interpelado metió la mano en la cesta y sacó el sándwich de jamón y queso. Lo puso sobre el escritorio y lo deslizó hacia Tohr.

Éste parpadeó como si nunca hubiese visto dos panes de centeno con un poco de jamón y queso dentro.

John hizo un gesto con la cabeza y moduló con la boca una palabra:

—Come.

Tohr estiró la mano y la puso sobre el sándwich.

—Gracias.

El enamorado asintió con la cabeza. Sus dedos se demoraron un segundo sobre la superficie del escritorio. La despedida fue un golpecito rápido con los nudillos. Había demasiadas cosas que decir en el poco tiempo que tenía, y su mayor preocupación ahora era que Xhex no se despertara sola.

Cuando salió por la puerta, Tohr le dijo:

—Me alegra mucho que la hayas recuperado. Estoy muy feliz.

Al oír esas palabras, John clavó los ojos en aquellas grietas de la pared. A él le podría haber pasado lo mismo, pensó. Si Wrath y los hermanos hubiesen llamado a su puerta con malas noticias sobre su hembra, él habría reaccionado exactamente de la misma manera que Tohr.

Habría sentido que se hundía en el abismo y desaparecía para siempre.

Vio la cara pálida del macho que había sido su salvador, su mentor… lo más cercano a un padre que había conocido. Tohr había ganado peso pero su cara seguía estando demacrada y quizá eso nunca cambiara, se alimentara cuanto se alimentara.

Cuando sus ojos se cruzaron, John tuvo la sensación de que ellos dos habían pasado muchas cosas juntos, incluso mucho más de lo que reflejaba el ya largo tiempo que hacía que se conocían.

Puso la cesta en el suelo.

—Voy a salir con Xhex esta noche.

—¿De veras?

—Voy a enseñarle el lugar donde crecí.

Thor tragó saliva.

—¿Quieres las llaves de mi casa?

John dio un paso atrás. Sólo quería hacer partícipe a Tohr de sus planes, para tratar de suavizar la relación que últimamente había entre ellos.

—Mi intención no era llevarla allí…

—Pues ve. Además, sería bueno que le echaras un vistazo. Los doggen van una o dos veces al mes. —Tohr abrió uno de los cajones del escritorio. Sacó un llavero—. Toma.

John tomó las llaves sintiendo una vergüenza que le comprimía el pecho. Había estado muy ocupado odiando a Tohr últimamente, y sin embargo el hermano le ofrecía las llaves de su casa. Hacía algo que sin duda debía de romperle el corazón.

—Me alegro de que Xhex y tú os hayáis reencontrado. Tiene mucho sentido cósmico, en realidad. Es justicia poética.

John se guardó las llaves en el bolsillo para liberar la mano.

—No somos pareja.

La sonrisa que apareció por un segundo en el rostro de Tohr hizo que John recordase a su mentor de otro tiempo.

—Sí, sí que lo sois. Estáis hechos el uno para el otro.

Por Dios, pensó John, el olor de macho enamorado que despedía su cuerpo debía de ser excesivo. Sin embargo, no había razón para entrar en detalles sobre su especial relación con Xhex.

—Entonces, ¿vas a ir a Nuestra Señora? —Al ver que John asentía, Tohr se agachó y recogió una bolsa de plástico—. Llévate esto. Es dinero del tráfico de drogas que confiscaron en aquella mansión. Blay lo trajo. Supongo que el orfanato sabrá darle buen uso.

Luego Tohr se puso de pie, dejó la bolsa sobre el escritorio, tomó el sándwich, lo desenvolvió y le dio un mordisco.

—Tiene la dosis perfecta de mayonesa —murmuró—. Ni mucha ni poca. Gracias.

Tohr se dirigió al armario.

John silbó suavemente y el hermano se detuvo, pero no dio media vuelta.

—Está bien, John. No tienes que decirme nada. Sólo ten cuidado esta noche, ¿vale?

Tohr salió enseguida de la oficina. Le había dado a John un ejemplo de gentileza y dignidad que él esperaba poder repetir algún día.

Cuando la puerta del armario se cerró, John pensó que quería ser como Tohr.

Salió al corredor, pensando que era como si el mundo volviera a encarrilarse: desde la primera vez que había visto a Tohr había querido ser como él, por su tamaño, por su inteligencia, por la forma en que trataba a su compañera, por su manera de luchar y hasta por el tono profundo de su voz.

Eso estaba bien.

Eso era correcto.

John no se hacía precisamente muchas ilusiones sobre lo que iba a ocurrir por la noche.

Esa casa le traería recuerdos, y a veces era mejor no desenterrar el pasado. En especial el suyo, pues era horrible.

Pero el caso era que así tendría más posibilidades de evitar que Xhex huyera en busca de Lash. Necesitaría otra noche, o tal vez dos, antes de recuperar completamente sus fuerzas. Y debería alimentarse al menos otra vez.

Con el plan de esa noche, John podría mantenerla a su lado, tenerla vigilada para que no hiciera locuras.

Pensara lo que pensara Tohr, John no se llamaba a engaño. Tarde o temprano ella iba a huir y él no podría detenerla.

‡ ‡ ‡

En el Otro Lado, Payne se paseaba por el Santuario y el césped le hacía cosquillas en sus pies descalzos. Respiraba, con gozo, los aromas de la madreselva y los jacintos.

No había dormido ni una hora desde que su madre la había reanimado y aunque al comienzo eso parecía extraño, ya no pensaba en ello. Era así, y punto.

Lo más probable era que su cuerpo ya hubiese tenido suficiente reposo para toda una vida.

Pasó junto al Templo del Gran Padre, pero no entró. Y también pasó de largo frente a la entrada al jardín de su madre; era demasiado temprano para que Wrath llegara y ella sólo iba al jardín para librar sus peleas con el rey.

Al llegar al templo de las Elegidas recluidas, sin embargo, sí abrió la puerta, aunque no tenía claro qué la había impulsado a cruzar ese umbral.

Los recipientes con agua que las Elegidas habían usado tradicionalmente para observar los eventos del mundo exterior estaban alineados en perfecto orden sobre los distintos escritorios, y los rollos de pergamino y las plumas estaban igualmente listos.

Vio un rayo de luz y se dirigió a la fuente del destello. En el agua de uno de los recipientes de cristal se formaban círculos que giraban cada vez más lentamente, como si acabaran de usarlo.

Payne miró a su alrededor.

—Hola. ¿Hay alguien?

No hubo respuesta, pero Payne sintió un dulce olor a limón. N’adie había pasado por allí hacía poco con su trapo, para limpiar, lo cual era una pérdida de tiempo, en realidad. Allí no había polvo, ni hollín, ni tierra, ni suciedad alguna. Pero N’adie cumplía con su papel, formaba parte de la gran tradición de las Elegidas.

No tenían nada que hacer, salvo tareas que no tenían utilidad real.

Al dar media vuelta para salir y pasar junto a todas aquellas sillas vacías, Payne sintió que el fracaso de su madre era tan rotundo como el silencio que reinaba en aquel salón.

Ella detestaba a su madre, ciertamente. Pero había una triste realidad en todos aquellos planes que se habían hecho y habían terminado en nada: diseñar un programa de crianza que excluyera los defectos para que la raza fuese fuerte. Enfrentarse al enemigo en la tierra y ganar. Tener muchos hijos que la sirvieran con amor, obediencia y felicidad.

¿Dónde estaba ahora la Virgen Escribana? Sola. Nadie la veneraba. Nadie la quería.

Seguramente entre las nuevas generaciones tendría cada vez menos seguidores, a la vista del progresivo alejamiento de las tradiciones que se observaba entre los padres jóvenes.

Al salir del salón, Payne entró de nuevo en aquel reino de luz y, abajo, junto al espejo de agua, vio una silueta amarilla que bailaba con suave elegancia, como un tulipán mecido por la brisa.

Se encaminó hacia la figura y, cuando estuvo cerca, pensó que sin duda Layla había perdido la razón.

La Elegida entonaba una canción sin palabras, su cuerpo se movía al compás de un ritmo insonoro y su pelo ondeaba al viento como una bandera.

Era la primera vez que veía a Layla sin el tocado que usaban todas las Elegidas.

—¡Hermana mía! —dijo Layla, sorprendida por la visita, y se quedó quieta—. Perdóname.

Su brillante sonrisa resplandecía más que el amarillo de su túnica y su aroma era más intenso que nunca, impregnando el aire de olor a canela.

Payne se encogió de hombros.

—No hay nada que perdonar. Además, tu canción es muy agradable.

Layla volvió a retomar el elegante movimiento de sus brazos.

—Es un precioso día, ¿verdad?

—Así es. —De repente, Payne sintió una punzada de temor—. Tu estado de ánimo ha mejorado mucho.

—Tienes razón. —La Elegida siguió bailando, haciendo un precioso arco con el pie antes de elevarse por los aires con un salto—. Es verdad, es un precioso día.

—¿Qué es lo que te tiene tan complacida? —preguntó Payne, aunque ya conocía la respuesta. Bien sabía que los cambios de ánimo rara vez eran espontáneos; la mayoría necesitaban un factor desencadenante.

Layla dejó de bailar y sus brazos y su pelo quedaron en reposo. Mientras se llevaba los dedos a la boca, parecía no encontrar las palabras precisas.

Finalmente había logrado completar su servicio, pensó Payne. Su experiencia como ehros ya no era sólo teórica.

—Yo… —Un maravilloso y vibrante rubor cubrió sus mejillas.

—No digas más, pero quiero que sepas que me alegro mucho por ti —murmuró Payne. Decía la verdad, pero en el fondo sentía un curioso asomo de abatimiento.

Al parecer, ahora las únicas que seguían sin tener ninguna utilidad eran N’adie y ella.

—Él me besó —dijo Layla, al tiempo que miraba hacia el espejo de agua—. Puso su boca sobre la mía.

Con elegancia, la Elegida se sentó en el borde de estanque de mármol y pasó la mano por encima del agua. Al cabo de unos instantes, Payne se sentó a su lado, porque aunque fuera a costa de sentir algún dolor, era mejor estar en compañía que sola.

—¿Te gustó? ¿Disfrutaste?

Layla miró su propio reflejo en el agua, el pelo rubio que le caía por los hombros y parecía llegar hasta la superficie plateada del estanque.

—Fue como… si se prendiera un fuego dentro de mí. Una gran llamarada… que me consumió.

—Así que ya no eres virgen.

—Se detuvo después del beso. Dijo que quería que yo estuviera segura. —La sonrisa sensual que esbozó Layla era un claro reflejo de su pasión—. Estaba muy segura en ese momento, y sigo estándolo. Y creo que él también. De hecho, su cuerpo de guerrero estaba listo para mí. Me deseaba. Y ser deseada de esa manera fue un regalo indescriptible. Había pensado… que mi objetivo era completar mi educación, pero ahora sé que hay muchas cosas esperándome en el mundo exterior.

—¿Cosas que has de vivir con él —murmuró Payne—, o cosas que te deparará el cumplimiento de tu deber?

La pregunta hizo que Layla frunciera el ceño.

Payne asintió.

—Estoy segura de que estás más interesada en él que en la tarea que tienes encomendada.

Hubo una larga pausa.

—Esa pasión que sentí, esa corriente que era de los dos, mía y suya, seguramente es una señal del destino, ¿no crees?

—Sobre eso no puedo decir nada. —El destino la había llevado a un único y sangriento punto culminante… seguido de una quietud, una inactividad que prometía ser eterna. Carecía de experiencia para opinar sobre la clase de pasión a la cual se refería Layla.

En la cual se regocijaba Layla.

—¿Condenas mi comportamiento? —susurró Layla.

Payne levantó los ojos hacia la Elegida y pensó en lo que estaba ocurriendo, en la marcha de tantas compañeras, en aquel salón vacío, con todos aquellos escritorios igualmente vacíos, y aquellos recipientes visionarios que ya nadie tocaba con manos expertas. La felicidad que Layla sentía en este momento y que tenía sus raíces en sucesos del mundo exterior, alejados de la vida de las Elegidas, parecía preludio de otra deserción inevitable.

Y eso no era malo.

Payne estiró la mano y la puso sobre el hombro de Layla.

—En absoluto. Me alegro mucho por ti.

Layla, radiante, bella, adoptó ahora una expresión de asombro.

—Y a mí me alegra poder compartir esto contigo. Estoy a punto de estallar de dicha y no hay nadie con quien pueda hablar.

—Siempre podrás hablar conmigo. —Después de todo, Layla nunca la había juzgado, ni condenaba jamás sus tendencias masculinas. Payne se sentía muy inclinada a devolverle esa generosa y fraternal actitud—. ¿Regresarás pronto?

Layla asintió.

—Me dijo que podía volver a él en su… ¿Qué fue lo que dijo? Ah, sí, en su próxima noche libre. Y eso es lo que haré.

—Bueno, debes mantenerme informada. Me apetece mucho que me lo cuentes, quiero saber cómo te va.

—Gracias, hermana. —Layla puso su mano sobre la de Payne y se le humedecieron los ojos—. Llevo tanto tiempo sin ser de verdadera utilidad, y esto… esto es lo que siempre he querido. Me siento viva.

—Eso es maravilloso, hermana. Eso es muy bueno para ti.

Payne le dedicó una última sonrisa, se puso de pie y se marchó. Mientras regresaba a su cuarto, involuntariamente, se daba masaje en el pecho, allí donde sentía un nuevo dolor.

Necesitaba que Wrath llegara cuanto antes.