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—¿Me lo dices en serio? ¿Crees que soy gilipollas?

Al oír las palabras que rebotaban dentro del Mercedes, Lash apretó las manos sobre el volante y miró por el parabrisas. Tenía una navaja en el bolsillo de su traje Canali y el impulso de sacarla y cortarle el cuello al humano era casi irresistible.

Pero, claro, luego tendría un cadáver del cual ocuparse y toda la tapicería quedaría manchada de sangre.

Lo cual era un coñazo.

Lash miró hacia el asiento del copiloto. El elegido entre centenares de candidatos era el típico traficante de bajo nivel y ojos escurridizos. En la pequeña marca circular que tenía en la cara se podía leer la historia de abusos que debió de sufrir de niño —una cicatriz perfectamente redonda y del tamaño de la punta de un cigarrillo—, y en sus ojos astutos y nerviosos se reflejaba la dura vida que debió de llevar en la calle. La codicia se le notaba en la manera en que miraba a su alrededor dentro del automóvil, como si estuviera tratando de descubrir la forma de quedarse con él. La rapidez con que se había construido una reputación como traficante hablaba a las claras de su inteligencia innata y su carácter hiperactivo.

—Más que un club —dijo Lash en voz baja—. Mucho más. Tú tienes futuro en este negocio y yo te lo estoy ofreciendo en bandeja de plata. Mis hombres te recogerán aquí mañana por la noche.

—¿Y qué pasa si no me presento?

—Es tu decisión. —Desde luego, si eso sucedía, el desgraciado aparecería muerto por la mañana, pero eso sólo era un detalle sin importancia que no merecía la pena comentar.

El chico miró a Lash a los ojos. El humano no tenía cuerpo de luchador, más bien era del tamaño de alguien a quien debían de haberle pegado el culo con cinta en los vestuarios de la escuela. Pero era evidente que la Sociedad Restrictiva necesitaba ahora dos clases de miembros: gente que produjera dinero y soldados. Después de mandar al señor D a inspeccionar Xtreme Park y observar quién movía la mayor cantidad de mercancía, el que había quedado a la cabeza de la lista era este pequeño desgraciado de mirada de reptil.

—¿Eres marica? —preguntó el chico.

Lash no pudo ni quiso evitar que una de sus manos se levantara del volante y se introdujera en la chaqueta.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque hueles a marica. Y también te vistes como un marica.

Lash se movió tan rápido que su presa no tuvo tiempo siquiera de recostarse en el asiento. Con un lance veloz, sacó la navaja y puso la afilada hoja justo sobre la arteria que latía a un lado del cuello blanco.

—Lo único que hago con los hombres es matarlos —dijo Lash—. ¿Quieres terminar muerto? Porque yo estoy listo para complacerte.

El chico abrió desmesuradamente los ojos, y todo el cuerpo comenzó a temblarle debajo de su ropa sucia.

—No… no tengo ningún problema con los maricas.

El muy idiota no había entendido nada, pero tampoco importaba.

—¿Hay trato o no hay trato? —dijo Lash, al tiempo que hacía presión con la punta de la navaja. Cuando ésta penetró en la piel, la sangre brotó formando una burbuja que se quedó inmóvil por una fracción de segundo, como si estuviera tratando de decidir si bajaba por la hoja de metal o por la suave superficie de la piel.

Se decidió por la hoja metálica y comenzó a correr formando un hilillo rojo como un rubí.

—Por favor… no me mates.

—¿Cuál es tu respuesta?

—Sí. Lo haré.

Lash presionó un poco más y vio correr la sangre. Por un momento se sintió cautivado por la realidad de saber que, si enterraba la navaja un poco más, el humano dejaría de existir, como una bocanada de aire que desaparece en la noche helada.

A Lash le gustaba sentirse como un dios.

Pero cuando el chico empezó a lloriquear, Lash retrocedió y se serenó. Con un movimiento rápido limpió la hoja de la navaja y la cerró.

—Te va a gustar lo que te espera. Te lo prometo.

Lash le dio al chico la oportunidad de recuperar el aliento, lo que sabía que no le llevaría mucho rato. Los granujas de su calaña tenían un ego que parecía una pelota inflable. La presión, en particular la que provenía de un cuchillo en la garganta, lo hacía explotar. Pero tan pronto como la presión cedía, los dichosos egos se volvían a inflar.

El chico se arregló su raída chaqueta de cuero.

—A mí me gusta cómo vivo.

Bingo.

—Entonces, ¿por qué estás mirando mi coche como si lo quisieras tener en tu garaje?

—Yo tengo un automóvil mejor que éste.

—Ah, ¿de veras? —Lash miró al desgraciado de pies a cabeza—. Vienes aquí todas las noches en una bicicleta. Tus vaqueros están rotos, y no precisamente adrede, porque sean de marca. ¿Cuántas chaquetas tienes en tu armario? Ah, espera, guardas tus cosas en una caja de cartón debajo del puente. —Lash entornó los ojos al ver la expresión de sorpresa del chico que estaba en el asiento del pasajero—. ¿Crees que no te investigamos? ¿Crees que somos así de estúpidos?

Lash apuntó con el dedo hacia Xtreme Park, donde varios muchachos subían y bajaban por las rampas con sus monopatines.

—Tú vives en ese parque de allá. Perfecto. Felicidades. Pero nosotros queremos llevarte más lejos. Si te unes a nosotros, tendrás una organización detrás de ti… dinero, mercancía, protección. Si te unes a nosotros vas a ser algo más que un gilipollas que se pasa la vida de aquí para allá, gastando suelas sobre el cemento. Nosotros te ofrecemos futuro.

La mirada calculadora del chico se deslizó desde el reducido territorio que ocupaba en Caldwell hacia el horizonte, donde se alzaban los rascacielos. La ambición estaba allí, era evidente, y ésa era la razón por la cual había sido elegido. Lo que necesitaba ese pequeño desgraciado era una manera de ascender, de salir de allí.

Que iba a venderle el alma al diablo para hacerlo era algo que sólo comprendería cuando fuera demasiado tarde. Así eran las cosas con la Sociedad. Por lo que Lash había escuchado de boca de los restrictores que ahora dirigía, nunca se les revelaba totalmente la situación antes de hacerles el encargo, y eso era comprensible. Si alguno de ellos se hubiera imaginado que el demonio lo estaba esperando al otro lado de la puerta a la que llamaba, ¿alguien se habría ofrecido voluntariamente a meterse en eso?

¡Sorpresa, sorpresa, desgraciado!

Aquello no era Disney World y cuando te montabas en la montaña rusa ya no había manera de bajarse.

A Lash, sin embargo, no le preocupaba el engaño.

—Estoy listo para hacer cosas grandes —murmuró el chico.

—Bien. Ahora largo de mi coche. Mi socio te recogerá mañana por la noche a las siete.

—De acuerdo.

Una vez concluido el negocio, Lash siempre estaba impaciente por deshacerse del idiota de turno. El chico olía a demonios y estaba pidiendo una ducha a gritos: necesitaba que lo restregaran con un cepillo de púas de acero.

En cuanto se cerró la puerta, Lash dio marcha atrás en el estacionamiento y se dirigió a la calle que corría paralela al río Hudson. Agarrando con fuerza el volante, puso rumbo a su casa. Esta vez no le impulsaba el deseo de matar.

Las ganas de follar suponían un impulso igual de fuerte para él.

La calle en la que vivía, en la parte vieja de Caldwell, tenía mansiones victorianas a uno y otro lado, con aceras llenas de árboles. Ninguna de las propiedades de la zona bajaba del millón de dólares. Los vecinos recogían lo que deponían sus mascotas, nunca hacían ruido y sólo ponían la basura en los callejones de atrás, y únicamente en los días apropiados. Pasó frente a su mansión, que hacía esquina, y dobló la calle para entrar en el garaje, sintiendo un cosquilleo de felicidad al pensar en que todos aquellos humanos estirados tenían, sin saberlo, un vecino como él: se comportaba y se vestía como ellos, pero su sangre era negra y tenía el alma de una estatua de cera.

Empuñó el mando a distancia de la puerta del garaje, sonrió, y sus colmillos, un regalo genético por parte de madre, se alargaron mientras se preparaba para su rutina, su esperado Hola, ya estoy aquí.

Pero no, nunca era una rutina. Volver a ver a Xhex no tenía nada de rutinario.

Aparcó rápidamente el AMG, se bajó y tuvo que estirar el cuerpo. Ella lo dejaba molido en cada encuentro, eso era cierto, y la verdad era que adoraba esa sensación de rigidez que le quedaba después… no sólo en el miembro viril.

Nada como una buena oponente para animarse.

Al atravesar el jardín trasero y entrar en la casa por la cocina, sintió el olor del filete y del pan fresco.

Pero en ese momento no tenía ganas de comer. Gracias a la conversación que acababa de tener lugar en el parque, aquel miserable patinador iba a ser su primera inducción, la primera ofrenda que le llevaría a su padre, el Omega. Y eso lo excitaba, se moría por echar un polvo.

—¿Estás listo para comer? —preguntó el señor D desde el fogón, al tiempo que le daba la vuelta al filete. El maldito tejano había resultado bastante útil, además de por su misión inicial de orientarlo a través de la Sociedad Restrictiva: también era un buen asesino y un cocinero más o menos decente.

—No, ahora voy a subir. —Arrojó su teléfono móvil y las llaves sobre la gran mesa de granito—. Deja la comida en la nevera y cierra la puerta al salir.

—Sí, señor.

—Estamos preparados para mañana por la noche. Recogerás a la víctima a las siete. Ya sabes dónde encontrarlo.

—Sí, señor.

Tal era la respuesta favorita del hijo de puta, y era una de las razones por las que seguía vivo y como segundo de a bordo.

Lash pasó junto a la alacena, atravesó el comedor y dobló a la derecha, hacia la escalera de madera tallada. La primera vez que vio la mansión estaba desocupada y sólo quedaban en ella los restos de la elegante vida que había quedado atrás: el papel de colgadura de seda, las cortinas de damasco y un sillón de orejas. Ahora la mansión se había ido llenando de antigüedades, esculturas y alfombras finas. Llegar a donde quería le llevaría más tiempo del que había pensado, pero no se podía levantar una casa de la noche a la mañana.

Al subir las escaleras, sintió que tenía los pies ligeros y su cuerpo comenzó a estremecerse de excitación mientras se desabotonaba el abrigo y luego la chaqueta.

Al acercarse a Xhex, Lash era muy consciente de que lo que había comenzado como un castigo se había convertido en una adicción: lo que lo esperaba al otro lado de la puerta de su habitación era mucho más de lo que él había pensado.

Desde luego, fue muy sencillo al principio: él se la había llevado porque ella le había quitado algo. Cuando Xhex estaba en aquella cueva en la colonia, había apuntado su arma contra el pecho de la hembra de Lash y había apretado el gatillo, llenándola de plomo. Eso no era aceptable. Ella le había quitado su juguete favorito y él era un desgraciado cabrón que vivía según la ley del ojo por ojo, diente por diente.

Luego la había llevado allí y la había encerrado en su habitación, con el propósito de ir destruyéndola poco a poco, amputándole zonas de la mente, robándole emociones y cortándole partes de su cuerpo. En resumen, sometiéndola a todo tipo de abusos y torturas, mierdas que la fueran quebrantando hasta que se rompiera definitivamente.

Y luego, como se hacía con cualquier cosa dañada, la arrojaría a la basura.

Ése era el plan. Sin embargo, se estaba haciendo evidente que no era fácil doblegar a Xhex.

Desde luego. Aquella hembra estaba hecha de titanio. Sus reservas de energía estaban demostrando ser infinitas, y él tenía unos cuantos moretones que lo probaban.

Al llegar a la puerta, Lash se detuvo para quitarse toda la ropa. Había llegado a la conclusión de que, si le gustaban los trapos que llevaba encima, tenía que quitárselos antes de entrar, porque ella lo destrozaba todo en cuanto se le acercaba.

Tras desabrocharse los pantalones, se quitó los gemelos de los puños, los dejó en la mesita del hall y se quitó la camisa de seda.

Tenía marcas por todo el cuerpo. Marcas de los puños de Xhex. De sus uñas. De sus colmillos.

Lash notaba el temblor de la punta de su pene mientras se miraba las distintas heridas y magulladuras. Gracias a la sangre de su padre que corría por sus venas, sanaba rápidamente, pero a veces las lesiones que ella le dejaba duraban varios días, y eso lo emocionaba por alguna extraña razón. Le hacía estremecerse hasta el tuétano de los huesos.

Cuando eres el hijo del mal, hay pocas cosas que no puedas hacer o poseer o matar. Sin embargo, no podía controlar el lado mortal de Xhex. Era un trofeo que siempre se le escapaba, que podía tocar, pero no poner en su estantería.

Y eso la convertía en un ser especial. Eso la volvía un objeto precioso.

Y eso hacía… que la amara.

Mientras se tocaba una magulladura de tono azulado en la parte interna del antebrazo, Lash sonreía. Tenía que ir esa noche a casa de su padre para confirmar la inducción, pero primero pasaría un rato especial con su hembra y sumaría unos cuantos arañazos a su colección. Y antes de partir, le dejaría un poco de comida.

Como todos los animales valiosos, ella necesitaba que la cuidaran.

Al alargar la mano hacia el picaporte, Lash frunció el ceño pensando en el tema de la alimentación. Ella era sólo medio symphath y su lado de vampiro era lo que le preocupaba. Tarde o temprano iba a necesitar algo que no se podía comprar en el supermercado del barrio… y encima no era algo que él pudiera darle.

Los vampiros necesitaban alimentarse de la sangre de un miembro del sexo opuesto. Eso era una ley inmutable. Si tenías esa constitución biológica, te morías si no usabas lo que te habían puesto en la boca, es decir los colmillos, y bebías sangre fresca. Y ella no podía alimentarse de lo que corría por las venas de Lash, pues ahora toda su sangre era negra. Por eso, sus hombres, los pocos que le quedaban, estaban buscando a un vampiro macho de edad adecuada, pero hasta ahora no habían encontrado nada. Caldwell estaba casi deshabitada en lo que tocaba a los vampiros civiles.

Aunque siempre quedaba el recurso a aquel que tenía congelado.

El problema era que él había conocido a ese desgraciado en su vida pasada, y la idea de que Xhex se alimentara de la vena de alguien de quien había sido amigo sencillamente lo irritaba. No podía aceptarla.

Además, el bastardo era hermano de Qhuinn y, a decir verdad, Lash no quería que Xhex se mezclara con esa familia.

En fin. Tarde o temprano sus hombres darían con algo, tenían que hacerlo. Porque su nuevo juguete favorito, la hembra combativa, era de gran valor y debía estar a su disposición mucho tiempo.

Al abrir la puerta, Lash sonrió.

—Hola, querida, ya he llegado.

‡ ‡ ‡

Al otro lado de la ciudad, en el salón de tatuajes, Blay mantuvo la atención principalmente en lo que estaba pasando en la espalda de John. Había algo hipnótico en el trabajo de la aguja sobre las líneas del dibujo. De vez en cuando el artista se detenía para limpiar la piel con una toalla de papel y después el zumbido de la pistola volvía a llenar el silencio.

Por desgracia, a pesar de lo cautivador que era observar el proceso del tatuaje, a Blay todavía le quedaba suficiente conciencia como para percatarse del momento en que Qhuinn decidió follar con la humana: después de que la parejita conversara en voz baja y se acariciara repetidamente los brazos y los hombros, los asombrosos ojos de colores distintos se clavaron en la puerta principal.

Y un momento después, Qhuinn fue hasta ella para asegurarse de que estuviera bien cerrada.

Pero su mirada verde y azul no se cruzó con la de Blay al dirigirse hacia el cuarto donde se hacían los tatuajes.

—¿Estás bien? —le preguntó a John.

John levantó la mirada y asintió, Qhuinn le dijo rápidamente mediante el lenguaje de señas:

—¿Te importa si hago un poco de ejercicio detrás de esa cortina?

«Por favor di que sí te molesta», pensó Blay. «Por favor dile que se quede aquí».

—En absoluto —respondió John, sin embargo—. Da satisfacción a tus necesidades.

—Estaré alerta si me necesitas. Aunque tenga que salir con la polla al aire.

—Sí, pero te agradeceré que, en la medida de lo posible, nos ahorres ese espectáculo.

Qhuinn se rió.

—De acuerdo. —Se quedó quieto un instante, pero luego dio media vuelta sin mirar a Blay.

La mujer entró primero en el cuarto y, teniendo en cuenta la forma en que bamboleaba las caderas, ya estaba tan preparada como Qhuinn para lo que iba a suceder. Luego los grandes hombros de Qhuinn se inclinaron un poco mientras desaparecía de vista y la cortina volvía a su lugar.

La luz que había en el techo del otro cuarto y las anoréxicas fibras de la cortina proporcionaban una perfecta visión de las siluetas, así que Blay pudo ver cómo Qhuinn estiraba los brazos y la agarraba del cuello para acercarla a él.

Blay volvió los ojos hacia el tatuaje de John, pero el esfuerzo no duró mucho. Dos segundos después estaba otra vez hipnotizado por el espectáculo mitad chinesco, mitad pornográfico. No tanto por lo que estaba sucediendo como por los detalles de todo el asunto. En una acción rutinaria típica de Qhuinn, la mujer estaba ahora de rodillas y él tenía sus manos entre el pelo de la hembra. Le movía la cabeza y sacudía las caderas mientras le penetraba la boca.

Los ruidos en sordina eran tan increíbles como las imágenes, y Blay tuvo que reacomodarse en la silla, pues sintió que su cuerpo se ponía rígido. Deseaba estar allí dentro, de rodillas, dejándose llevar por las manos de Qhuinn. Quería tener la boca llena. Quería ser el responsable de los jadeos y los esfuerzos de su amado.

Pero eso nunca sucedería.

Joder, ¿qué demonios pasaba? Qhuinn había follado en clubes, en baños, coches y callejones, y ocasionalmente en camas. Había tenido sexo con miles de desconocidos, hombres y mujeres, machos y hembras por igual… Era un donjuán con colmillos. Y ser rechazado por él era como ser expulsado de un parque público.

Blay intentó desviar la mirada de nuevo, pero el eco de un gemido volvió a atraer sus ojos hacia…

Qhuinn tenía la cabeza vuelta, y vio sus ojos a través de una ranura de la cortina. Y cuando sus miradas se cruzaron, notó un brillo especial… casi como si se hubiese excitado más al ver quién lo estaba observando.

Blay sintió que su corazón se detenía. En especial cuando Qhuinn levantó a la mujer, le dio la vuelta y la inclinó sobre el escritorio. Le bajó los vaqueros de un tirón y se dispuso a…

Por Dios. ¿Sería posible que su mejor amigo estuviera pensando lo mismo que él?

Pero Qhuinn giró ahora el torso de la mujer hacia su pecho y después de susurrarle algo al oído, ella se rió y colocó la cabeza de modo que él pudiera besarla. Lo cual hizo.

«Maldito idiota», dijo Blay para sus adentros. «Maldito hijo de puta».

Qhuinn sabía exactamente con quién estaba follando… y con quién no.

—John, ¿te importa que me fume un cigarrillo afuera? —preguntó mientras sacudía la cabeza.

Cuando John le dijo que no le importaba, Blay se levantó y dejó la ropa sobre el asiento. Luego le dijo al tipo del tatuaje:

—¿Sólo hay que quitar el cerrojo?

—Sí, y puedes dejarla abierta si te vas a quedar al otro lado.

—Gracias, hermano.

—De nada.

Blay se alejó del zumbido de la pistola de tatuar y de la sinfonía de gruñidos que salían de la cortina, salió del salón y se recostó contra la pared, al lado de la entrada. Sacó un paquete de Dunhill, extrajo un cigarrillo, se lo llevó a los labios y lo encendió con su mechero negro.

La primera calada siempre era gloriosa para él. Siempre era mejor que todas las que seguían.

Expulsó el humo despacio, odiándose por su costumbre de observar retorcidamente las cosas, de ver conexiones inexistentes, de malinterpretar actos, miradas y contactos casuales.

Era patético, en verdad.

Qhuinn no había levantado la vista mientras se la mamaban para mirarlo a él. Estaba vigilando a John Matthew. Y le había dado la vuelta a la mujer y la había penetrado por detrás porque así era como le gustaba hacerlo, no porque estuviese imaginando que lo sodomizaba a él.

Deseaba que sus esperanzas no fueran eternas, o acabarían aniquilando su sentido común y afectando a su instinto de conservación.

Mientras fumaba con furia contenida, estaba tan absorto en sus propios pensamientos que no vio la sombra que había en la boca del callejón, al otro lado de la calle. Sin darse cuenta de que lo estaban observando, siguió fumando, mientras la noche helada devoraba las volutas de humo que salían de sus labios.

Llegó a la conclusión de que no podía seguir así por más tiempo, y eso le produjo una sensación de frío que le caló hasta los huesos.