25
Al cabo del tiempo, Lash acabaría diciéndose que uno nunca sabe para quién trabaja ni lo que le puede deparar el porvenir. Nunca puedes saber hasta qué punto la sencilla decisión de girar a la derecha o a la izquierda en un cruce puede cambiar las cosas. Algunas veces, las decisiones no tienen trascendencia alguna, pero otras, en cambio… te llevan a lugares inesperados.
Pero en ese momento todavía no lo había descubierto y avanzaba en su coche por la zona rural de las afueras de Caldwell, mientras se preguntaba qué hora sería. Miró el reloj. Un poco más de la una.
—¿Todavía falta mucho?
Lash miró de reojo hacia el asiento del copiloto. La prostituta que había recogido en un callejón del centro debió de ser suficientemente atractiva y tenía bastante silicona en el cuerpo como para hacer películas porno, pero la adicción a las drogas la había convertido en una criatura huesuda y nerviosa.
También parecía desesperada. Tan desesperada que Lash sólo había tenido que ofrecerle un billete de cien dólares para que se subiera al Mercedes y lo acompañara a una «fiesta».
—Ya estamos cerca —respondió Lash, mientras volvía a concentrarse en la carretera.
Se sentía muy decepcionado. Tenía que haber sido Xhex quien viajase con él, y además en el asiento de atrás, amarrada y con una mordaza… Ésa hubiera sido una escena mucho más romántica. Pero, en lugar de eso, ahora debía conformarse con aquella desagradable perra. En fin, no podía hacer otra cosa. Las circunstancias le habían puesto en esa situación: necesitaba alimentarse y su padre lo estaba esperando. Encontrar a Xhex requería mucho más tiempo del que tenía.
Una de las peores concesiones que había tenido que hacer era que la perra que iba a su lado fuese humana, es decir, mucho menos útil que una vampira desde todos los puntos de vista. De todas formas esperaba que los ovarios marcaran una diferencia, al menos alimenticia, cuando llegara el momento de chupar su sangre.
En realidad no había podido encontrar una hembra de su misma especie.
—¿Sabes que yo antes era modelo? —dijo la mujer arrastrando las palabras.
—¿De veras?
—En Manhattan. Pero, ¿sabes?, esos malditos desgraciados… no te aprecian por lo que vales. Sólo quieren usarte como un objeto, ¿sabes?
Menuda lata. Lo primero que tendría que hacer en cuanto la tuviera a su servicio era eliminar de su vocabulario aquella muletilla imbécil del ¿sabes? Menuda idiota, ¿pensaba de verdad que le iba mejor de puta en Caldwell que de modelo en Manhattan?
—Me gusta tu coche.
—Gracias —murmuró Lash.
La mujer se agachó y sus pechos sobresalieron por encima de la blusita rosa que llevaba puesta. La prenda tenía manchas de grasa a los lados, como si hiciera un par de días que no la lavaba, y la mujer olía a perfume barato de cereza, sudor y humo de crack.
—¿Sabes? Tú me gustas…
La mujer le puso la mano sobre el muslo y luego bajó la cabeza hasta ponerla sobre las piernas de Lash. Cuando notó que estaba hurgando entre sus pantalones, agarró un mechón de pelo teñido y tiró de él sin el más mínimo cuidado.
Pero ella ni siquiera se quejó.
—No empecemos todavía —dijo Lash—. Ya casi hemos llegado.
La mujer se humedeció los labios.
—De acuerdo. Vale.
Los cerros pelados que se extendían a cada lado de la carretera resplandecían con la luz de la luna, y las casas de madera esparcidas por aquí y por allá sobresalían gracias a su color blanco. Casi todas ellas tenían la luz del porche encendida, pero nada más. Por esa zona, todo el mundo se recogía temprano.
Era una de las razones por las que la Sociedad tenía refugios allí, en la tierra de la tarta de manzana y las banderas de Estados Unidos.
Cinco minutos después, tomaron el desvío a la granja y finalmente aparcaron cerca de la puerta principal.
—Aquí no hay nadie —dijo la mujer—. ¿Acaso somos los primeros en llegar a la fiesta?
—Sí. —Lash apagó el motor—. Vamos a…
El sonido metálico que sintió junto al oído lo dejó paralizado.
La voz de la prostituta ya no era acaramelada.
—Sal del coche, hijo de puta.
Lash volvió la cabeza y con ello prácticamente le dio un beso al cañón de una nueve milímetros. Al otro lado del cañón, las manos de la puta parecían bastante firmes y sus ojos brillaban con una especial astucia que Lash no podía desconocer.
Sorpresa, sorpresa, pensó Lash.
—Sal del coche —le espetó la mujer.
Lash sonrió lentamente.
—¿Alguna vez has usado ese aparato?
—Muchas. —La mujer ni siquiera parpadeó—. Y no tengo ningún problema con la sangre. Hasta me gusta.
—Ah, bueno. Me alegro por ti.
—Bájate ya…
—Entonces, ¿cuál es el plan? Me bajo del coche, me disparas en la cabeza y me abandonas y ¿luego te llevas el Mercedes, mi reloj y mi billetera?
—Y lo que llevas en el maletero.
—¿Necesitas una rueda de repuesto? ¿Sabes lo que te digo? Puedes conseguir una en una tienda de Firestone o Goodyear sin meterte en líos. Te lo digo sólo para que lo tengas en cuenta.
—¿Crees que no sé quién eres tú?
Lash estaba plenamente seguro de que no tenía ni idea.
—¿Sabes quién soy? ¿Por qué no me lo dices?
—He visto este coche. Yo te he visto antes. He comprado tus drogas.
—Una clienta. Qué graciosa coincidencia.
—Te he dicho que salgas del coche o te mato.
Al ver que Lash no se movía, la mujer movió la pistola un poco hacia un lado y apretó el gatillo para hacer un disparo de aviso. Al sentir que la bala destrozaba la ventanilla trasera, Lash se enfureció. Una cosa era amenazarle y otra muy distinta causar daños en su propiedad.
Mientras la mujer volvía a apuntar el cañón de la nueve milímetros a sus ojos, Lash se desmaterializó.
Volvió a tomar forma al otro lado del coche. Vio cómo la mujer giraba en el asiento, mirando a todas partes, y su melena se agitaba en el aire.
Preparado para darle un par de lecciones del mayor interés, Lash abrió de par en par la puerta del Mercedes y la sacó a rastras, tirándole de un brazo. Dominarla y quitarle la pistola fue cosa de un segundo. Luego se metió la nueve milímetros en el cinturón, en la espalda y la apretó contra su pecho.
—¿Qué… qué… qué ha pasado?
—Me dijiste que me bajara del coche —le dijo Lash al oído— y eso fue lo que hice.
El cuerpo de la mujer parecía una hoja batida por el viento, un puro temblor envuelto en ropa barata. En comparación con las batallas que solía librar con Xhex, aquello era de risa. ¡Qué aburrimiento!
—Entremos —murmuró Lash, bajando la boca hasta la garganta de la mujer acariciándole la yugular con uno de los colmillos—. El otro invitado a la fiesta ya debe de estar esperándonos.
La mujer se apartó de él y volvió la cabeza para mirarlo, estupefacta. Lash sonrió y le enseñó todo su equipo dental. El grito que lanzó asustó a un búho que estaba en un árbol cercano. Para asegurarse de que se callaba, Lash le tapó la boca con la mano que tenía libre y la obligó a entrar por la puerta.
Adentro, la casa olía a muerte, gracias a la inducción que había tenido lugar la noche anterior y a la sangre que había en los cubos. Lash encendió la luz con el pensamiento, la mujer atisbó lo que había en la estancia, se puso rígida de terror y se desmayó.
Mejor para ella, y para todos. Le fue mucho más sencillo ponerla sobre la mesa y amarrarla bien.
Después de descansar un momento, Lash llevó los cubos a la cocina, los vació y los lavó en el fregadero, limpió los cuchillos y pensó en lo mucho que le gustaría que el señor D todavía estuviera vivo para que se encargara del trabajo sucio.
Echó la llave, y en ese momento cayó en la cuenta de que el recluta que habían convertido la noche anterior no parecía estar por ninguna parte.
Después de llevar los cubos al comedor, los puso debajo de las muñecas y los tobillos de la prostituta y volvió a registrar rápidamente el primer piso. Como vio que allí no había nada ni nadie, subió corriendo al segundo piso.
La puerta del armario que había en la habitación estaba abierta y había una percha sobre la cama, como si alguien hubiese sacado una camisa. Y la ducha todavía estaba mojada.
¿Qué demonios había pasado?
¿Cómo diablos podía haberse marchado ese desgraciado? No había ningún coche disponible, así que la única posibilidad era largarse a pie y buscar a alguien que lo llevara. O hacer un puente al camión de alguno de los vecinos y robarlo.
Lash volvió a bajar y vio que la puta había recuperado el sentido y estaba tratando de quitarse la mordaza, mientras abría mucho los ojos y se sacudía desesperadamente sobre la mesa.
—No tardaremos mucho —le dijo, mientras observaba la raquíticas pantorrillas de la mujer. Tenía tatuajes en las dos piernas, pero eran un caos de dibujos sin ningún tema definido, como manchones hechos al azar. Algunos tatuajes se podían identificar, pero había otros que estaban borrosos, repintados o que habían cicatrizado mal.
Lash comenzó a pasearse por la casa: de la cocina al comedor, de éste al salón. Los ruidos del golpeteo de los tacones contra la mesa y el roce de las cuerdas contra la piel se fueron desvaneciendo mientras se preguntaba dónde diablos estaría el nuevo recluta y por qué su padre se retrasaba.
Media hora después, todavía seguía sin saber nada, así que mandó un rápido mensaje mental al otro lado.
Pero su padre no respondió.
Lash volvió a subir al segundo piso y cerró la puerta, pues pensó que tal vez no se estaba concentrando lo suficiente porque estaba irritado y frustrado. Se sentó en la cama, puso las manos sobre las rodillas y trató de serenarse. Cuando el ritmo de su corazón se regularizó, respiró hondo y volvió a enviar un mensaje. Pero nada.
¿Le habría pasado algo al Omega?
Movido por un ataque de angustia, Lash decidió ir en persona hasta el Dhunhd.
Sus moléculas se dispersaron y comenzaron a viajar, pero cuando trataron de volver a condensarse en el otro plano de la existencia, sintió que estaba bloqueado. No podía entrar. Acceso denegado.
Fue como estrellarse con una pared. Al rebotar, de regreso, contra la cama, su cuerpo absorbió el golpe sin mayores daños, pero sintió náuseas.
¿Qué demonios pasaba?
Sonó el timbre de su teléfono, lo sacó del bolsillo del abrigo y frunció el ceño al ver el número de quien llamaba.
—¿Sí? —dijo.
La risita que se oyó al otro lado de la línea parecía la de un chiquillo.
—Hola, idiota. Habla tu nuevo jefe. ¿Sabes a quién acaban de promover? Por cierto, tu papi dice que no lo molestes más. Mala idea, la de preguntar por las damas… deberías conocer mejor a tu padre. Ah, y ahora se supone que tengo que matarte. Nos vemos.
El nuevo recluta comenzó a reír a carcajadas y el sonido de aquella risa taladró la cabeza de Lash hasta que el teléfono quedó en silencio.
El interlocutor había colgado.
‡ ‡ ‡
No estaba embarazada. Al menos, la doctora Jane no había encontrado nada raro.
Pero, gracias a esa espantosa revisión médica, Xhex casi ni se había enterado del viaje hasta el complejo de la Hermandad. La idea de que hubiese una mínima posibilidad de que…
Después de todo, no tenía puestos los cilicios, que eran el elemento destinado a controlar sus tendencias symphath, incluida la ovulación.
¿Qué había hecho?
Bueno, era un asunto inquietante, y lo que tenía que hacer ahora era dejar de pensar en eso. Dios sabía que ya tenía suficientes preocupaciones con lo que estaba sucediendo.
Al respirar profundamente, Xhex sintió el aroma de John y se concentró en los fuertes latidos de su corazón. No pasó mucho tiempo antes de que el sueño la dominara y la combinación del cansancio, con la pesadez natural que seguía a la ingestión de sangre y la necesidad de olvidarse por un rato de lo que estaba pasando, la sumió en un estado de sopor profundo. Dormía en la parte trasera de la camioneta.
Se despertó al sentir que la levantaban. Abrió los ojos.
John la llevaba a través de una especie de aparcamiento que, a juzgar por las paredes y el techo abovedado, debía de estar bajo tierra. Vishous, que mostraba una actitud sorprendentemente colaboradora, abrió una inmensa puerta de acero y al otro lado… la pesadilla.
El salón alargado tenía paredes de cemento, suelo de baldosas y un techo bajito con luces fluorescentes incrustadas en el cielo raso.
En ese momento el pasado se apoderó de su cabeza y el recuerdo de experiencias anteriores, de pesadillas de otro tiempo, desplazó la noción del presente. Mientras todavía estaba en brazos de John, su cuerpo pasó de la debilidad a la histeria y comenzó a forcejear como una bestia para liberarse. La conmoción fue instantánea, la gente corría hacia ella y se oía un sonido estridente, como el de una sirena…
Vagamente, notó que le dolía la mandíbula, y al cabo de unos instantes se dio cuenta de que la sirena eran sus propios gritos y el dolor procedía de sus esfuerzos abriendo la boca.
Y de repente lo único que veía la cara de John.
Había logrado darle la vuelta entre sus brazos, Dios sabe cómo, y ahora estaban frente a frente, mientras la sujetaba con fuerza de las caderas. Cuando la visión de ese pasillo infernal, de complejo hospitalario, dio paso a aquellos queridos ojos azules, Xhex pudo romper el embrujo del pasado y se dejó llevar.
John no dijo nada. Sólo se quedó quieto y dejó que ella lo mirara.
Era exactamente lo que ella necesitaba. La hembra herida clavó sus ojos en los del enamorado y se apoyó en ellos para apagar el incendio que la consumía por dentro.
John asintió con la cabeza y ella le respondió de igual manera.
Reemprendieron la marcha. De vez en cuando miraba alrededor, para ver por dónde iban; pero siempre acababa regresando al amparo de la mirada azul.
Se oían voces, muchas voces y un montón de puertas que se abrían y se cerraban. Vio una pared de baldosines verdes: estaba en una sala de reconocimiento, con una poderosa lámpara encima y todo tipo de instrumentos y material médico en armarios de cristal.
Cuando John la puso sobre la mesa, volvió a perder el control. Sus pulmones se negaron a seguir respirando, como si el aire estuviese envenenado. Miraba a todas partes, posándose en toda clase de objetos aterradores, como medicamentos, instrumentos médicos, y esa mesa… ¡la mesa!
—Otra vez la estamos perdiendo —dijo la doctora Jane con un tono implacablemente neutro—. John, ven aquí.
La cara de John volvió a aparecer y Xhex clavó sus ojos en los del guerrero de nuevo.
—Xhex —dijo la doctora Jane desde la izquierda—. Voy a sedarte un poco…
—¡Nada de drogas! —gritó casi sin darse cuenta—. Prefiero estar aterrorizada… a quedarme indefensa…
Tenía la respiración muy agitada, lo cual le resultaba increíblemente doloroso por las lesiones de las costillas. Cada vez que trataba de tomar aire se convencía más de que la vida tiene más de sufrimiento que de felicidad. Había pasado por muchos momentos como aquellos, demasiados momentos de dolor y de terror, demasiadas sombras que no sólo la acechaban, sino que acababan por quitarle toda luz a su existencia.
—Deja que me vaya. Déjame morirme… —A John se le dilataron los ojos de terror. Ella había encontrado uno de los cuchillos de John, lo había desenfundado y ahora estaba tratando de ponérselo en la mano—. Por favor, pon fin a esto… No quiero seguir, no puedo más… mátame, por favor.
De pronto se dio cuenta de que todos a su alrededor se quedaban tan aterrorizados como John. El mundo entero parecía haberse detenido y eso la ayudó a recuperar mínimamente la razón. Rhage y Mary estaban allí, en un rincón. También Rehv, Vishous y Zsadist. Pero nadie decía nada ni se movía un ápice.
John reaccionó al fin. Le quitó la daga de la mano y eso desencadenó un llanto incontrolable, desbordado. Xhex sabía que su enamorado no iba a usarla contra ella. Ni en ese momento ni nunca.
Y no tenía fuerzas para matarse ella misma. Desde hacía unos instantes, puede que tampoco tuviera verdadera intención de acabar su vida.
De repente, una tremenda emoción comenzó a hervir en sus entrañas. Volvía la crisis en su manifestación más aguda. Miró frenéticamente a su alrededor. Le pareció que las estanterías comenzaban a temblar y que el ordenador que estaba a la vista empezaba a sacudirse violentamente sobre el escritorio.
John enseguida se hizo cargo de lo que ocurría. Comenzó a hacer señas con ansiedad similar a la que manifestaba ella, y un momento después todo el mundo salió.
Excepto él.
Mientras trataba desesperadamente de controlarse, de no explotar, Xhex bajó la vista hacia sus manos. Temblaban tanto que parecían las alas de un colibrí.
Fue en ese momento cuando tocó fondo.
El grito que salió de su boca resonó con un extraño eco, agudo, metálico, horrendo.
Pero John no se alteró. Ni siquiera se movió. Tampoco lo hizo cuando soltó el segundo grito espeluznante.
John estaba decidido a resistir, a no moverse. Disimulaba su angustia gracias a un supremo esfuerzo de control interior. No parecía perturbado. Simplemente se quedó allí, con ella.
Xhex agarró la sábana en la que estaba envuelta y se la apretó sobre el cuerpo, muy consciente, pese a la locura de la crisis, de que se estaba desmoronando, de que la grieta que daba al abismo se había vuelto a abrir gracias al viaje por aquel pasillo aterrador y que ahora ya no había manera de cerrarla. De hecho, se sentía como si hubiese dos Xhex en aquella estancia: la loca que estaba gritando y llorando lágrimas de sangre; y otra Xhex, calmada y en su sano juicio, que estaba sentada en una esquina, observándose a sí misma y observando a John.
¿Alguna vez llegarían a unirse esas dos caras de la misma moneda? ¿O se quedaría para siempre así, partida en dos?
Su mente prefirió quedarse con la que observaba, y no con la histérica, y así fue como Xhex se recogió en aquel lugar silencioso, desde donde se veía a sí misma sollozando hasta la asfixia. Las lágrimas de sangre que bajaban por sus mejillas inmaculadamente blancas no le fastidiaban y tampoco la forma en que agitaba los brazos y las piernas, con los ojos muy abiertos, como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia.
Xhex sentía compasión por la hembra que había sido llevada a tales extremos. La hembra que durante tanto tiempo se había mantenido tan alejada de toda emoción, la que había nacido con una maldición, la que había perpetrado maldades y también había sido víctima de ellas.
Esa hembra se había endurecido y su mente y sus emociones se habían vuelto de acero.
Pero esa hembra se había equivocado al cerrarse de aquella manera, al aislarse completamente.
No era cuestión de fuerza, como ella siempre se había repetido a sí misma.
Era cuestión de estricta supervivencia… y sencillamente ya no aguantaba más.