23

Te digo que Eliahu está vivo. Eliahu Rathboone… está vivo.

De pie en su habitación de la mansión Rathboone, Gregg Winn estaba observando el panorama por la ventana, un típico paisaje de Carolina del Sur salpicado de musgo. Bajo la luz de la luna, éste parecía, más que musgo, una misteriosa sombra de origen incierto.

—Gregg, ¿has oído lo que te he dicho?

Gregg se restregó los ojos para espabilarse y miró hacia atrás, a su joven presentadora. Holly Fleet estaba de pie, muy cerca del marco de la puerta. Llevaba su larga melena rubia recogida hacia atrás y ya se había quitado el maquillaje, razón por la cual sus ojos no resultaban tan grandes ni cautivadores como se veían con las pestañas postizas y aquel polvillo brillante que usaba frente a la cámara. Pero llevaba, eso sí, una bata de seda rosa que no ocultaba nada de su espectacular cuerpo.

La chica estaba temblorosa.

—¿Eres consciente —preguntó Gregg arrastrando las palabras— de que ese hijo de puta se murió hace más de ciento cincuenta años?

—Entonces, es verdad que su fantasma se encuentra aquí.

—Los fantasmas no existen. —Gregg dio media vuelta—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

—Así es. Pero éste sí existe.

—¿Y me has despertado a la una de la mañana para decirme eso?

No parecía un comportamiento muy inteligente por parte de la chica. Casi no habían dormido la noche anterior. Gregg se había pasado el día entero al teléfono, hablando con Los Ángeles. Se había acostado hacía apenas una hora y, pese al estrés que sufría, el enorme cansancio hizo que se durmiese profundamente enseguida.

Desde luego, el estrés era explicable, porque las cosas no iban bien. El mayordomo no quería dar su brazo a torcer, no daba permiso para hacer el programa. Dos nuevos intentos de Gregg habían fracasado. Durante el desayuno, el mayordomo se negó cortésmente, pero a la hora de la cena la cena, sencillamente, lo ignoró. Nunca le había ocurrido nada semejante.

Habían conseguido, eso sí, unos excelentes planos. Gracias a los muy significativos y evocadores rincones filmados de manera clandestina, su jefe le había dado luz verde para hacer desde allí el programa especial; pero a la vez le presionaba para que consiguiese la autorización cuanto antes. Ya mismo. Deseaba grabar un adelanto, un promocional para que subiese la audiencia.

Y eso era imposible si el mayordomo no se ablandaba.

—¿Me escuchas? —dijo Holly—. ¿Me estás escuchando?

—¿Qué decías?

—Que me quiero ir.

Gregg frunció el ceño. No acababa de asimilar que aquella chica pudiera ser tan estúpida.

—¿Adónde quieres irte?

—Quiero volver a Los Ángeles.

Sí que era idiota, había que reconocerlo.

—¿A Los Ángeles? ¿Estás bromeando? Pues va a ser imposible. Tenemos trabajo que hacer aquí.

Teniendo en cuenta la rígida actitud del mayordomo, ese trabajo incluía una gran cantidad de súplicas, engaños… y lo que hiciera falta. Justamente, la especialidad de Holly. Además, que estuviera asustada podía ser una ventaja, pues así tendría más posibilidades de conmover al puñetero mayordomo. Los hombres solían ablandarse ante el miedo de las chicas guapas, en especial los de talante caballeroso y heroico, cual era el caso.

—En realidad… —Holly se apretó las solapas de la bata… de manera que la parte delantera de la tela, aunque la tapó un poco, marcó con mayor claridad los duros pezones—… me estoy muriendo de miedo.

Caramba. Lo mismo quería llevarlo a su cama, y si era así, tal vez Gregg no estuviera tan cansado.

—Ven aquí.

Gregg abrió los brazos. Ella se acercó y se apretó contra el productor, que sonrió mientras apoyaba la mandíbula en la cabeza de la muchacha. Qué bien olía ahora. Ya no se ponía el raro perfume habitual, sino otro mucho mejor, mucho más agradable y sugerente.

—Nena, cariño, sabes muy bien que tienes que quedarte con nosotros. Necesito tu magia ante la cámara.

Las ramas de los árboles y el musgo se mecían con la brisa. La luz de la luna hacía que los líquenes pareciesen adornos de seda colgados de los árboles, como si estuviesen vestidos de gala.

—Pero aquí pasa algo raro, de verdad —dijo la chica con voz quejumbrosa, abrazada a Gregg.

Abajo, en el jardín, apareció una figura solitaria. Debía de tratarse de Stan, que iba a dar un paseo.

Gregg negó con la cabeza.

—Lo único raro es ese maldito mayordomo. Venga, piénsalo. ¿No quieres hacerte famosa? Si emitimos el especial desde aquí, se te abrirán muchas puertas. Pronto podrías ser la presentadora de Bailando con las estrellas o Gran hermano.

Gregg se dio cuenta de que había atraído su atención porque la chica se relajó. Para tranquilizarla más todavía más, comenzó a acariciarle la espalda.

—Ésta es mi chica. —Gregg observó a Stan mientras se alejaba, con las manos en los bolsillos, en dirección contraria a la casa, la larga melena agitada por el viento. En cuanto avanzara unos metros más, cuando saliera de debajo de los árboles, quedaría totalmente iluminado por la luz de la luna—. Necesito que te quedes aquí, conmigo. Como ya te dije, tú mejor que nadie deberías saber que las historias de fantasmas nunca son más que el resultado de casualidades y habladurías. Y tenemos que fomentarlas. A la gente le gusta creer en misterios. ¡Démosle este fantasma!

En ese momento, alguien empezó a subir las escaleras. Las pisadas eran suaves, pero los chirridos y crujidos de la vieja madera de los escalones las convirtieron casi en estruendosas.

—¿Eso es lo que te da tanto miedo? ¿Unos cuantos ruidos en mitad de la noche? —Gregg la miraba intensamente. Los rellenos labios de la chica le trajeron unos cuantos buenos recuerdos. Le acarició la boca con el pulgar, mientras pensaba que se debía de haber puesto más silicona, porque ahora estaban más provocativos y hermosos.

—No… —susurró la muchacha—. No es eso lo que me asusta.

—Entonces, ¿por qué crees que hay un fantasma?

Gregg, distraído, volvió a mirar por la ventana. Aquella solitaria figura salió en ese momento al claro iluminado por la luna… y se desvaneció en el aire.

—Creo que hay un fantasma porque acabo de tener sexo con él —dijo Holly—. Me acabo de acostar con Eliahu Rathboone.