20

La esperanza era una emoción traicionera.

Pasaron dos noches antes de que Darius entrara finalmente en la casa de la familia de la hembra secuestrada, y cuando la inmensa puerta se abrió para que pasaran Tohrment y él, fueron recibidos por un doggen cuyos ojos reflejaban a la vez sufrimiento y esperanza. En verdad, la expresión del mayordomo manifestaba tanta admiración que era evidente que se sentía como quien acompaña a dos salvadores, no a dos simples mortales.

Sólo el tiempo y los caprichos de la fortuna mostrarían si su esperanza era acertada o no.

Darius y Tohrment fueron conducidos con toda celeridad a un imponente estudio. El caballero que se levantó a saludarlos tuvo que agarrarse a un sillón forrado de seda para no caerse.

Bienvenidos, señores, gracias por venir —dijo Sampsone, al tiempo que alargaba ambas manos para estrechar las de Darius—. Siento no haber podido recibirlos estas dos últimas noches. Mi adorada shellan…

La voz del macho se quebró. Antes de romper el silencio que siguió, Darius se movió hacia un lado.

Permítame presentarle a mi colega, Tohrment, hijo de Hharm.

Al ver cómo Tohrment se inclinaba con la mano apoyada en el pecho, junto al corazón, Darius vio con claridad que el hijo tenía unos magníficos modales. Desde luego, no había salido a su padre.

El dueño de la casa le devolvió la reverencia.

¿Puedo ofrecerles algo de beber o de comer?

Darius negó con la cabeza y se sentó. Tohrment se quedó en su sitio, detrás de él.

No, muchas gracias —dijo Darius—. Si no le parece mal, podemos hablar de lo que ha ocurrido en esta casa.

Sí, sí, claro. ¿Qué quieren saber?

Todo. Cuéntenos… todo lo que pueda.

Mi hija… la luz de mi vida… —El macho sacó un pañuelo—. Ella era una muchacha virtuosa y honrada. Créanme, una hembra cariñosa como ninguna que hayan podido conocer.

Darius, consciente de que si ya habían perdido dos noches, bien podían esperar un poco más, permitió que el padre se dejara llevar un momento por sus recuerdos; pero enseguida trató de conseguir que el atribulado padre fuese al grano.

Y esa noche, señor, esa terrible noche… —terció, en cuanto se presentó una ocasión—. ¿Qué pasó en esta casa?

El macho asintió con pesadumbre y se secó los ojos.

Ella se despertó de su reposo diario sintiéndose un poco indispuesta. Por eso se le recomendó recluirse en sus habitaciones, cuidar de su salud. Le llevaron una comida a medianoche y luego otra antes del amanecer. Ya no fue vista más veces. Su habitación nocturna está en el segundo piso, pero ella también tiene, como el resto de la familia, habitaciones subterráneas. Sin embargo, a menudo prefería no bajar con nosotros durante el día y, como tenemos acceso a su habitación a través de pasillos internos, pensamos que estaría suficientemente segura… —Al macho se le quebró la voz—. Cómo pude ser tan descuidado, tan idiota…

Darius entendía la angustia de aquel padre.

Encontraremos a su hija. De una forma u otra, la encontraremos. ¿Nos permitiría usted ir ahora mismo a su habitación?

Por favor. —El macho le hizo una seña al doggen y el mayordomo se acercó—. Sillas tendrá mucho gusto en acompañarlos. Yo… prefiero esperar aquí.

Desde luego.

Darius se puso de pie, el padre se levantó y le estrechó la mano.

¿Podría hablarle un momento? A solas.

Darius aceptó. Tohrment y el doggen salieron y el señor de la casa volvió a desplomarse en la silla.

En verdad… mi hija era una hembra de honor. Virtuosa. Inmaculada…

Hizo una pausa. Darius creyó intuir cuál era la preocupación del señor de la casa: si no la recuperaban en el mismo estado virginal, el honor de la muchacha, así como el de toda la familia, estaría en peligro.

No puedo decir esto en presencia de mi amada shellan —prosiguió el macho—. Pero nuestra hija… Si ha sido deshonrada… tal vez sería mejor dejarla…

Darius entornó los ojos.

¿Preferiría usted que no la encontráramos?

Aquellos ojos pálidos se llenaron de lágrimas una vez más.

Yo… —De repente, el macho sacudió la cabeza—. No… no. La quiero de vuelta. No importa lo que haya ocurrido, no importa en qué condiciones esté… desde luego, quiero a mi hija.

Darius dejó de sentirse inclinado a su favor; el mero hecho de que se le hubiera pasado por la cabeza negar a su hija de sangre le parecía antinatural, odioso, grotesco.

Me gustaría ir a sus habitaciones ahora —dijo con tono mucho más seco que el usado hasta entonces.

El señor de la casa chasqueó los dedos y el doggen reapareció en el umbral del despacho.

Por aquí, señor —dijo el mayordomo.

Mientras su protegido y él eran conducidos a través de la casa, Darius revisaba las puertas y las ventanas. Todas estaban blindadas. Había acero por todas partes, ya fuera entre los cristales o reforzando los paneles de madera. Entrar sin ser invitado no sería fácil… y Darius pensaba que todas las habitaciones del segundo y el tercer piso estarían equipadas de la misma manera, lo mismo que las habitaciones de los sirvientes.

También iba estudiando cada cuadro y cada alfombra, en realidad todos los objetos preciosos visibles a su paso. Aquella familia ocupaba una destacada posición en la glymera, tenía las arcas repletas y un linaje envidiable. Por tanto, el hecho de que su hija soltera hubiese sido secuestrada tenía consecuencias que no sólo eran sentimentales: la muchacha era una mercancía. Cuando se estaba en esa posición, una hembra en edad de casarse no sólo era un bien hermoso… sino también un objetivo con profundas implicaciones sociales y financieras.

Y no acababa ahí la cosa. Como sucedía con todas las cosas valiosas, si resultaba manchada o deteriorada, bajaba de precio. La deshonra de una hija, ya fuera real o fruto de los rumores, era una mancha que no se borraría en varias generaciones. Sin duda, el señor de aquella mansión amaba a su hija sinceramente, pero no incondicionalmente. Todas las consideraciones apuntadas distorsionaban sus sentimientos.

Darius creía ahora que aquel macho consideraba mejor que su hija regresara en un ataúd, a que lo hiciera viva pero deshonrada. Lo último sería una maldición, y lo primero una gran tragedia que despertaría simpatía y compasión.

Darius odiaba a la glymera. Realmente la odiaba.

Aquí están las habitaciones privadas de la señorita —dijo el doggen abriendo una puerta.

Mientras Tohrment entraba a la habitación iluminada, Darius preguntó:

¿Alguien ha limpiado la habitación? ¿Alguien entró a ordenarla después de que fuera vista por última vez?

Por supuesto.

Déjanos solos, por favor.

El doggen hizo una inclinación de cabeza y desapareció.

Tohrment dio una vuelta por la antesala, observando las cortinas de seda y el precioso tapizado de los muebles. En un rincón había un laúd, y en otro un fino bordado a medio terminar. En las estanterías había libros escritos por humanos y manuscritos en Lengua Antigua.

Lo primero que saltaba a la vista era que no había nada raro, nada fuera de lugar. Pero era difícil saber si eso se debía a la labor de los sirvientes o reflejaba las circunstancias de la desaparición.

Es raro que se la llevaran sin tocar nada, ¿verdad? —le dijo Darius al chico.

Desde luego.

Darius entró en la recámara propiamente dicha. Las cortinas estaban hechas de pesados brocados que la luz del sol no podía traspasar. La cama estaba rodeada por otros paneles de la misma tela, que colgaban del dosel.

Luego, Darius fue hasta el armario y abrió las puertas talladas. Preciosos vestidos de colores, zafiro, rojo, rubí y verde esmeralda colgaban de las perchas, en inusual despliegue de belleza. Y del panel interior de una de las puertas colgaba una percha vacía, como si la muchacha se hubiese engalanado para desaparecer.

Sobre el tocador reposaban varios botes con ungüentos, aceites perfumados y polvos, y un cepillo para el pelo. Todo muy bien colocado.

Darius abrió un cajón… y soltó una exclamación. Estuches de joyas. Había varios joyeros de cuero.

Abrió uno.

Los diamantes resplandecieron con la luz que proyectaba un candelabro cercano.

Darius devolvió el joyero a su lugar y notó que Tohrment se detenía en el umbral y clavaba los ojos en la preciosa alfombra amarilla y roja.

El ligero rubor que cubría el rostro del joven hizo que Darius se sintiera momentáneamente triste.

¿Nunca habías estado en la recámara de una hembra?

Tohrment se puso todavía más rojo.

Pues… no, señor.

Darius le hizo un gesto con la mano.

Bueno, estamos trabajando. Así que lo mejor será que dejes a un lado la timidez.

Tohrment carraspeó.

Sí, claro.

Darius se aproximó a las puertas de vidrio que daban a una terraza, y salió seguido por Tohrment.

Se puede ver a través de los árboles —murmuró el chico, mientras se acercaba al borde.

Era cierto. A través de los brazos raquíticos y sin hojas de los árboles, se podía ver la mansión contigua. La gran casa era similar en tamaño y distinción a la que pisaban en ese momento, con preciosas filigranas de metal en las torrecillas y hermosos jardines… Pero, por lo que Darius sabía, no estaba habitada por vampiros. Se giró y empezó a inspeccionar la terraza: puertas, ventanas, pestillos, cerraduras. Todo lo revisó.

Nadie había forzado nada. Además, con el frío que hacía, no era razonable pensar que la chica hubiese dejado abierto el ventanal.

Todo eso significaba que se había marchado por su propia voluntad o había dejado entrar a quien después se la llevó. Eso, suponiendo que el supuesto intruso hubiese entrado por allí arriba.

Darius miró la habitación a través de los cristales y trató de imaginar qué había ocurrido allí.

Al diablo con la forma en que habían entrado. Lo más importante era saber cómo salieron, o cómo salió ella sola. Era muy poco probable que el secuestrador la hubiese sacado a través de la casa: seguramente la habrían hecho desaparecer durante las horas de oscuridad. De lo contrario, podía haber quedado reducida a cenizas.

Pero siempre había gente alrededor durante la noche.

No, pensó Darius. Tenían que haber salido por esa habitación.

En ese momento, Tohrment interrumpió sus meditaciones.

No se ve nada desordenado, ni dentro ni fuera. No hay rayaduras en el suelo ni marcas en las paredes, lo cual significa…

Que ella pudo dejarlos entrar y que tampoco opuso mucha resistencia.

Darius regresó al interior y agarró el cepillo para el pelo. Entre las cerdas había finos cabellos rubios. Era natural, pues los dos padres eran rubios.

Había que empezar a preguntarse qué podía hacer que una hembra honrada huyera de la casa de su familia antes del amanecer, sin dejar ningún rastro ni llevarse nada.

Una respuesta cruzó por su mente: un macho.

Los padres no siempre conocen toda la vida de sus hijas. ¿O sí?

Darius miró hacia la noche y recorrió con sus ojos los sombríos jardines y los oscuros árboles… y la mansión contigua.

Pistas… allí tenía que haber pistas para resolver el misterio.

La respuesta que estaba buscando debía de estar allí, en alguna parte. Sólo tenía que atar todos los cabos.

¿Y ahora adónde vamos? —preguntó Tohrment.

Hablaremos con los sirvientes. Uno a uno, en privado.

En circunstancias normales, en casas como aquélla a los doggen nunca se les ocurriría hablar de algo indebido. Pero no se encontraban en circunstancias normales y era enteramente posible que la compasión y el aprecio por la pobre muchacha eliminaran las reticencias de los empleados.

Y a veces la parte trasera de las casas sabía cosas que no se conocían en la parte delantera, la zona noble.

Darius dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Ahora, perdámonos.

¿Perdernos?

Salieron los dos juntos y Darius miró a un lado y otro del pasillo.

Sí, perdernos. Ven por aquí.

Decidió ir hacia la izquierda porque, en la dirección contraria, había un par de puertas que llevaban a otra terraza, así que era evidente que la escalera de servicio no estaba por allí. Mientras caminaban a través de múltiples habitaciones primorosamente decoradas, sentía un dolor tan grande en el corazón que le costaba trabajo respirar. Dos décadas después, todavía sufría por lo que tuvo y ya no tenía. La dolorosa pérdida de posición todavía le carcomía el alma, y a veces hasta los huesos. Lo que más echaba de menos era a su madre, ciertamente. Pero también la vida civilizada, llena de comodidad y refinamiento, de aquellos tiempos añorados.

Darius hacía aquello para lo que había sido entrenado por la raza y que era la razón misma de su existencia. Y como lo hacía a conciencia, se permitía ciertos… lujos. Además, se había ganado el respeto de sus compañeros de armas. Pero no había alegría en su existencia. Ni asombro. Ni fascinación.

¿No le afectaban los sentimientos? ¿Es que sólo le importaban las cosas hermosas? ¿Era un frívolo? Si algún día tenía una casa grande y hermosa, con numerosas habitaciones llenas de objetos finos y caros, ¿sería verdaderamente feliz?

Se respondió que no. No sería feliz si estaba solo bajo ese lujoso techo.

Le hubiera gustado que, como en otros tiempos, la gente con los mismos intereses viviera en comunidad. Echaba de menos una sociedad protegida por fuertes murallas, un grupo que fuera una familia por los lazos de sangre y por decisión propia.

La Hermandad no vivía en común porque, en opinión de Wrath el Justo, eso sería peligroso para la raza; si el enemigo llegaba a conocer el domicilio común de la Hermandad, todos estarían en peligro. De un solo golpe podrían liquidar a su ejército entero.

Darius entendía esa forma de pensar, pero no estaba seguro de que fuese una idea acertada. Si los humanos podían vivir en castillos fortificados en medio de sus campos de batalla, los vampiros también podían hacerlo.

Aunque la Sociedad Restrictiva era un enemigo mucho más peligroso que cualquiera de los que tenían los humanos, eso tenía que reconocerlo.

Caminaron por un largo pasillo y finalmente encontraron lo que esperaban hallar: un panel que se abría hacia una escalera interior, sin duda de servicio, totalmente desprovista de adornos.

Siguiendo los escalones de pino, Darius y Tohrment llegaron a una pequeña cocina y su aparición interrumpió la cena que tenía lugar alrededor de una larga mesa de roble. Los doggen allí reunidos dejaron sobre la mesa las jarras de cerveza y los trozos de pan que estaban comiendo y se pusieron de pie.

Por favor, sigan comiendo. —Darius y les hizo un gesto con las manos para que se sentaran—. Quisiéramos hablar con el mayordomo del segundo piso y con la doncella de la muchacha.

Todos volvieron a sentarse en su sitio excepto dos: una hembra de pelo blanco y un joven de cara amable.

Si hubiese algún lugar donde pudiéramos charlar en privado… —le dijo Darius al joven.

Tenemos una salita. —El joven señaló una puerta junto al hogar—. Ahí encontrarán lo que están buscando.

Darius asintió y se dirigió a la doncella, que estaba pálida y temblorosa.

No te asustes. Tú no has hecho nada malo, querida. Ven, no te voy a hacer nada, te lo aseguro.

Era mejor empezar con ella, pues no estaba seguro de que aquella hembra fuese capaz de esperar a que terminaran de hablar con el mayordomo del segundo piso. Podía morirse de miedo.

Tohrment abrió la puerta y los tres entraron en un salón completamente desprovisto de ornamentos.

En aquellas grandes propiedades, las habitaciones nobles estaban decoradas con gran lujo, pero las estancias de la servidumbre sólo tenían propósitos utilitarios.