13

Cuando se apagó el último eco del ruido que hizo la bota del asesino al golpear la lata, Qhuinn, furioso, se sentó en silencio sobre las piernas del desgraciado. Lo había hecho una vez, pero desde luego no iba a tener una segunda oportunidad.

Mientras, los policías rodearon el cobertizo.

—Está cerrado —dijo uno de ellos agitando el candado.

—Aquí hay casquillos.

—Esperad, hay algo dentro… ¡Dios, qué olor tan horrible!

—Sea lo que sea, lleva muerto por lo menos una semana. Qué peste. Es peor que los guisos de atún que hace mi suegra.

Hubo varias exclamaciones y comentarios sobre el dichoso olor.

En medio de la oscuridad, John y Qhuinn se miraron a los ojos y esperaron. Si los policías tumbaban la puerta y entraban, la única solución sería desmaterializarse y dejar allí al restrictor; no había forma de mover la masa del asesino a través del aire. Los policías no tendrían la llave del candado, de modo que si querían abrirlo tendría que ser de un disparo, o haciendo palanca con mucha fuerza.

Quizá pensaran que no valía la pena tanto despliegue y tanto escándalo para entrar en un simple cobertizo donde, como mucho, podrían encontrar un par de ratas muertas.

—Sólo había un tirador, según la llamada que hicieron al número de emergencias. Y no puede estar ahí adentro.

Se oyó una tos y luego una maldición.

—Y si lo estuviera —bromeó una voz—, no viviría mucho, nadie puede aguantar semejante olor.

—Llamad al encargado del parque o lo que sea —dijo una voz ronca—. Alguien tiene que sacar de ahí ese animal muerto. Entretanto, vayamos a peinar todos los alrededores. Venga, en marcha.

Hubo nuevos cruces de palabras y luego ruido de pisadas. Un poco después, se oyó que uno de los coches arrancaba.

—Tenemos que matarlo —susurró Qhuinn por encima del hombro de John—. Saca ese cuchillo, acaba con él y larguémonos de aquí.

John negó con la cabeza. No estaba dispuesto a soltar su trofeo.

—John, no podemos llevárnoslo. Mátalo para que podamos irnos.

Aunque Qhuinn no podía ver sus labios, John replicó:

—A la mierda. Él es mío.

Por nada del mundo permitiría que se le escapara de las manos aquella fuente de información. Si sucedía algo, podrían dar largas a la policía humana con sus poderes mentales… o incluso por la fuerza, si fuese necesario.

En ese momento se oyó el sonido metálico de un cuchillo que alguien sacaba de su funda.

—Lo siento, John, tenemos que irnos.

John quiso gritar, pero, lógicamente, no emitió ningún sonido.

Qhuinn agarró a John del cuello de la chaqueta y tiró de él hacia atrás para tumbarlo, de modo que o bien soltaba al restrictor, o bien le arrancaba la cabeza al asesino. Y como los asesinos sin cabeza no pueden hablar, John prefirió soltarlo y apoyó las manos contra el frío suelo de cemento.

No podía permitir que su amigo le arrebatara la única esperanza de encontrar a su amada. Así que se abalanzó sobre Qhuinn y aquello fue Troya. John y Qhuinn comenzaron a forcejear para hacerse con la daga. Esta vez no sólo se movió una lata, sino que rodaron por el suelo todo tipo de trastos. Los policías empezaron a gritar. El asesino la emprendió a golpes con la puerta para poder salir…

Por encima de aquel estruendo infernal sonó un disparo, seguido de un eco metálico.

La policía acababa de reventar el candado de la cadena.

Desde el suelo, John trató de ver lo que estaba ocurriendo. Qhuinn desenfundó un cuchillo y lo lanzó con mano certera hacia el otro extremo del cobertizo.

La hoja penetró con enorme fuerza en el torso del asesino. Con una llamarada cegadora, como si hubiera caído un rayo, y un estallido atronador y seco, el restrictor regresó a su creador, dejando atrás sólo un tufo apestoso… y un hueco más que considerable en la puerta del cobertizo.

Con tanta adrenalina corriendo por sus venas, ni John ni Qhuinn podían desmaterializarse, así que se tumbaron en el suelo, uno a cada lado del agujero que había dejado el restrictor, y se quedaron quietos, sin respirar siquiera, mientras veían asomar, con infinita prudencia, el cañón de una pistola, luego la pistola entera y el policía que la empuñaba. Después, otro.

Por fortuna, los dos policías decidieron inspeccionar el cobertizo con demasiada cautela.

—Eh, tienes la bragueta abierta. —Cuando los policías se dieron la vuelta para ver de dónde venía aquella voz, John desenfundó sus dos pistolas y, con un rápido movimiento cruzado, les dio un golpe certero y seco en la cabeza. Los agentes quedaron en el suelo, sin sentido.

Justo en ese momento llegó Blay con la Hummer.

John saltó por encima de los policías desvanecidos y se arrastró hasta la camioneta, mientras que Qhuinn lo seguía. Las pesadas botas que el maldito vanidoso se empeñaba en usar hacían más ruido del deseado en momentos como aquellos. John se abrió camino hasta la puerta trasera, que Blay acababa de abrir y se precipitó dentro de la furgoneta, mientras que Qhuinn se deslizaba en el asiento trasero.

Blay arrancó, pisando el acelerador hasta el fondo. John resopló, aliviado por haber tenido que lidiar sólo con un par de policías, aunque con seguridad los otros agentes ya estarían buscándoles, si no persiguiéndoles.

Se dirigían hacia el norte, hacia la autopista. John saltó por encima del respaldo para pasarse al asiento trasero… y puso sus manos en el cuello de Qhuinn.

Al ver que se recrudecía la pelea entre ambos, Blay gritó desde su puesto al volante.

—¿Qué diablos os pasa?

Pero no respondieron. John estaba demasiado ocupado estrangulando a Qhuinn, y éste poniéndole un ojo a la funerala al otro.

Iban a una velocidad disparatada, sin duda llamando la atención, por la carretera que bordeaba la ciudad, y era posible que la policía ya tuviese identificada la camioneta, si alguno de los agentes había recuperado la conciencia a tiempo de ver la matrícula antes de que desapareciesen de la vista.

Y, para completar el sombrío panorama, John y Qhuinn combatían denodadamente en el interior del coche.

Como pudo, Blay condujo el vehículo hasta el aparcamiento de Sal’s. Fue directamente a la zona de la parte trasera del restaurante, donde no había luz.

Cuando apagó el motor, John y Qhuinn ya se habían hecho sangre, y seguían enzarzados. La pelea no terminó hasta que Trez, tan furioso como ellos, si no más, sacó a John a rastras por la puerta. Qhuinn fue sacado de forma similar por iAm. Al parecer, el pelirrojo se las había arreglado para dar la voz de alerta antes de que llegaran.

John escupió para limpiarse la boca y los miró con odio a todos.

—Creo que os debéis conformar con el empate, chicos —dijo Trez, más tranquilo, incluso con una sonrisita—. ¿De acuerdo?

John temblaba de rabia. Aquel asqueroso restrictor era el único instrumento con que contaba para encontrar el lugar… la historia… lo que fuera. Y como a Qhuinn se le había metido en la cabeza matar al desgraciado, se habían quedado sin la única pista para llegar hasta su amada.

Cuando se tranquilizó un poco cayó en la cuenta de que el restrictor había muerto con demasiada facilidad. Contra lo que ocurría siempre, esta vez una simple perforación en la caja torácica había bastado para hacerlo reventar. Nunca morían por una puñalada, ni por dos.

Quizá, al fin y al cabo, su compañero no había querido matarlo.

Qhuinn se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Por Dios santo, John. ¿Acaso piensas que yo no quiero encontrarla? ¿Crees, de verdad, que no me importa? ¡Joder, he salido contigo todas las noches a buscar, a patrullar a la caza de alguna pista! —Le apuntó con el dedo con aire feroz—. Así que escucha bien: que tú y yo terminemos en medio de un grupo de humanos con un restrictor muerto no es para que nos sintamos orgullosos. ¿Quieres contarle a Wrath cómo te enfrentaste con ese desgraciado? Yo no. Y si vuelves a apuntarme con un arma alguna vez, te mataré sin pararme a considerar quién eres ni la misión que los superiores me hayan encomendado.

John, que le había leído los labios perfectamente, pues al gritar desaforadamente Qhuinn vocalizaba mucho, prefirió no contestar. Era presa de una gran confusión. Ahora ya no sabía si estaba tomando las mejores decisiones, si estaba escogiendo el camino acertado. Sólo tenía clara una cosa: debía encontrarla, iba a rescatarla. Y pasaría por encima de lo que fuese necesario y de quien fuese preciso para conseguirlo.

—¿Me estás oyendo? —preguntó Qhuinn—. ¿Te ha quedado claro?

John se paseaba de un lado a otro, con las manos en las caderas y la cabeza gacha. Cuando al fin pudo calmarse un poco, empezó a tener un atisbo de lucidez, y a reconocer que su amigo tenía razón. Y también se dio cuenta de que había perdido los papeles en aquel cobertizo. ¿Realmente había sido capaz de apuntarle a la cabeza con una pistola a su amigo?

Sintió arrepentimiento, vértigo, desesperación, náuseas.

Si no se tranquilizaba un poco, iba a tener problemas aún más graves que el de buscar a la hembra desaparecida. Terminaría muerto, ya fuera por descuido en el combate o porque Wrath lo liquidase de una patada. Una merecida patada, para mayor escarnio.

John miró a Qhuinn. Joder, la expresión de aquel rostro lleno de piercings se había vuelto sumamente amenazadora. Estaba claro que sólo la amistad evitaba que lo matara en aquel mismo instante, y no porque Qhuinn fuera un tipo duro, sino porque él, John, era un imbécil tan grande que nadie podía soportarlo ya.

John, arrepentido, se acercó a su amigo y le tendió la mano, hubo una larga pausa. A nadie le extrañó que el tipo duro cediera al fin y estrechase la mano del vampiro mudo.

—Yo no soy el enemigo, John.

John asintió con la cabeza, reconociendo que tenía toda la razón. Luego se explicó por señas.

—Lo sé. Sólo que… necesito encontrarla. ¿Y si al final resultara que ese asesino era el único camino que teníamos para llegar a ella?

—Tal vez lo fuese, pero la situación se volvió crítica. Para poder rescatarla tenemos que estar vivos, ¿no? No podrás seguir buscándola si estás en un ataúd. Y además, nunca pensé que una cuchillada pudiera matarlo.

John no encontró argumentos para rebatirle.

—Así que escucha, maldito loco, tú y yo estamos juntos en esto —dijo Qhuinn con voz suave, vocalizando todo lo que podía—. Y yo estoy aquí para asegurarme de que no te matan. Estoy dispuesto a seguirte a donde sea, de verdad. Pero tienes que contar conmigo.

—Voy a matar a Lash —dijo John de manera atropellada—. Voy a poner mis manos alrededor de su repulsivo cuello y voy a mirarlo a los ojos mientras muere. No me importa cuánto me cueste… lo voy a destruir. Lo juro por…

¿Por qué podía jurar? No podía jurar por su padre. Ni por su madre.

—… Lo juro por mi propia vida.

Cualquier otro habría tratado de apaciguarlo con un discurso convencional, diciéndole que había que tener fe, que había que confiar y cosas por el estilo. Pero Qhuinn prefirió ponerle una mano sobre el hombro.

—¿Te he dicho últimamente cuánto te quiero?

—Todas las noches que sales conmigo para ayudarme a encontrarla estás diciéndome en silencio que me aprecias.

—Y conste que no lo hago por el maldito trabajo.

Esta vez, cuando John le extendió la mano, su amigo no se la apretó, sino que le dio un abrazo. Luego Qhuinn se apartó y miró su reloj.

—Tenemos que ir a la avenida Saint Francis.

—Todavía quedan diez minutos. —Trez le pasó el brazo a Qhuinn por encima de los hombros y comenzó a caminar con él hacia la puerta de la cocina—. Entrad a asearos un poco y luego podéis dejar la furgoneta en nuestro garaje. Le cambiaré la matrícula mientras estáis fuera.

Qhuinn miró a Trez de arriba abajo.

—Eres muy amable.

—Sí, soy un príncipe, ¿no? Y para probarlo, os voy a contar todo lo que sé sobre Benloise.

John los siguió, pensativo, hasta el interior del restaurante. Su fracaso al no haber obtenido nada de aquel asesino lo hizo concentrarse, lo llenó de valor y fortaleció su decisión.

Lash no se iba a marchar de Caldwell. No podía hacerlo. Mientras estuviera a la cabeza de la Sociedad Restrictiva, tenía que seguir enfrentándose cara a cara con la Hermandad; y los hermanos tampoco se iban a mover de la ciudad, pues la Tumba estaba ubicada allí. Así que, aunque los vampiros civiles hubiesen huido, Caldie seguiría siendo el epicentro de la guerra, porque el enemigo no podría ganar mientras los hermanos siguieran existiendo.

Tarde o temprano, Lash iba a cometer un error y cuando eso ocurriera John estaría allí.

Pero la espera podía enloquecer a cualquiera. Cada maldita noche en la que no encontraban nada y no pasaba nada… era como un infierno eterno.