11
—¿A dónde vas, John?
En el cuarto trastero, ubicado en la parte trasera de la mansión, John se quedó paralizado, con la mano sobre una de las puertas que llevaba al garaje. Maldición… en una casa tan grande, uno pensaría que podía encontrar caminos de salida discretos. Pero no… había ojos por todas partes. Opiniones… por todas partes.
En ese aspecto, la mansión era como el orfanato.
John se dio la vuelta para mirar de frente a Zsadist. El hermano tenía una servilleta en una mano y un biberón en la otra, lo que quería decir que acababa de levantarse de la mesa del comedor o que acababa de salir del cuarto del bebé. Y encima, quien venía detrás era Qhuinn, que llevaba en una mano una pata de pavo a medio comer. Si no fuera por lo molesto de la situación, se habría echado a reír por el cómico aspecto de ambos.
La llegada de Blay acabó por convertir aquello en algo muy parecido a una asamblea.
Z hizo un gesto con la cabeza hacia la mano que John tenía apoyada en la puerta y, a pesar del biberón, su semblante era torvo, como el de un asesino en serie. Desde luego, ayudaba la cicatriz que le atravesaba la cara, y también el destello negro de sus ojos.
—Te he hecho una pregunta, muchacho.
—Voy a sacar la basura —replicó por señas.
—¿Y dónde está la basura?
Qhuinn terminó la pata de pavo de un solo bocado y se dirigió deliberadamente hacia los cubos de basura, donde se deshizo del hueso.
—Eso, John. ¿Por qué no contestas esa pregunta?
—Voy a salir —indicó con las manos, diciendo la verdad al fin.
Z se inclinó y puso la palma de la mano sobre la puerta, para impedir que la abriera.
—Has estado saliendo cada vez más temprano por las noches, pero has llegado al límite. No te voy a dejar salir tan temprano. Te vas a chamuscar. Y, para tu información, si vuelves a pensar en salir sin tu guardaespaldas, Wrath usará tu cara como saco de boxeo, ¿entendido?
—Por Dios Santo, John. —La voz de Qhuinn resonó con rabia—. Nunca te he puesto pegas a nada. Jamás te he presionado en ningún sentido. ¿Y tú me jodes de esta manera?
John clavó la mirada en algún lugar por encima de la oreja izquierda de Z. Tuvo la tentación de decir que había oído hablar de la época en que el hermano andaba buscando a Bella y de cómo había hecho toda clase de locuras. Pero mencionar el secuestro de la shellan de Zsadist sería como poner un capote rojo ante un toro bravo y John ya estaba corriendo demasiados riesgos.
Z bajó la voz.
—¿Qué sucede, John?
John no dijo nada. Apretó los dientes.
—John. —Z se acercó todavía más—. Te juro que te voy a arrancar una respuesta como sea.
—No sucede nada. Simplemente pensé que era más tarde.
La mentira apestaba, porque, de ser cierto, habría salido por la puerta principal y además no habría tratado de encubrir su escapada con la historia de la basura. Pero no le importaba. Tenía preocupaciones más urgentes que lo que pensaran de él sus amigos.
—No te creo. —Z se enderezó y miró su reloj—. Y no vas a salir de aquí antes de diez minutos.
John cruzó los brazos sobre el pecho para indicar que no pensaba hacer ningún otro comentario. Para no pensar, cantaba mentalmente el tema de un conocido programa de televisión. Sin duda, estaba a punto de estallar.
Y la mirada de Z seguro que no ayudaba.
Pasó el tiempo, y aguantó.
Diez minutos después, el sonido de las persianas que se levantaban en toda la mansión dio por concluido el toque de queda y Z hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.
—Está bien, ya puedes irte ahora si quieres. Al menos, ahora no te vas a chamuscar. —John dio media vuelta—. Y si te vuelvo a atrapar sin tu ahstrux nohtrum, te delataré.
Qhuinn soltó una maldición.
—Sí, claro, y entonces me despedirán, lo cual significa que V me meterá una daga por el culo. Muchas gracias.
John agarró el picaporte de la puerta y salió de la casa como una flecha, incapaz de soportar más tensión. No quería tener problemas con Z porque lo respetaba mucho, pero si seguía allí un segundo más no respondía de sus actos. Estaba tan inquieto, tan angustiado, que era capaz de cualquier cosa.
En el garaje, dobló a la izquierda y se dirigió a la puerta de salida, que estaba en la pared del fondo. Avanzó procurando no mirar los ataúdes que estaban apilados allí. No. Lo último que necesitaba ahora era tener en su cabeza la imagen de una de aquellas cosas. ¿Eran dieciséis? En fin, fueran cuantas fueran, le repugnaban.
Abrió la puerta de acero y salió al jardín que se extendía alrededor de la piscina vacía y llegaba hasta el borde de la muralla. Sabía que Qhuinn lo seguía de cerca, porque el olor a reprobación contaminaba el aire como lo hace el de la humedad en un sótano. Y Blay también iba con ellos, a juzgar por el aroma a colonia.
Justo cuando estaba a punto de desmaterializarse, alguien lo agarró del brazo con fuerza. Cuando dio media vuelta, listo para decirle a Qhuinn que se fuera a la mierda, se detuvo en seco.
El que lo tenía agarrado del brazo era Blay y los ojos azules del pelirrojo relampagueaban.
Blay comenzó a decir algo con señas en lugar de hablar, probablemente porque así obligaba a John a prestar atención.
—Quieres hacerte matar, perfecto. A estas alturas, ya me estoy resignando a esa posibilidad. Pero no pongas a otros en peligro. Eso no lo voy a tolerar. No vuelvas a salir sin avisar a Qhuinn.
John miró a Qhuinn por encima del hombro de Blay. Parecía como si quisiera golpear algo, de lo furioso que estaba. Ah, claro, ésa era la razón por la que Blay estaba hablando por señas. No quería que el vampiro con ojos de distintos colores supiera lo que decía.
—¿Está claro? —preguntó Blay con enérgicas señas.
Era muy raro que Blay expresara su opinión sobre cualquier cosa, y eso hizo que John, convencido de que esta vez estaba realmente preocupado, ofreciera una explicación.
—No puedo prometer que algún día no tenga que escaparme. Sencillamente, no puedo hacerlo, y no puedo decirte la razón. Créeme, no puedo.
—John…
John negó con la cabeza y apretó el brazo de Blay.
—Eso es algo que sencillamente no puedo prometerle a nadie, con todo lo que está pasando por mi cabeza. Pero no saldré sin decirle adónde voy y cuándo voy a volver.
Blay apretó los dientes. Era un tipo silencioso, pero no era estúpido. Sabía muy bien que había cosas que no se podían negociar.
—Está bien. Puedo aceptar eso.
—Escuchadme, ¿os molestaría compartir conmigo vuestras declaraciones de amor? —gritó Qhuinn.
John dio un paso atrás.
—Vamos a ir a Xtreme Park, y estaré allí hasta las diez. Luego iremos a la avenida St. Francis. Trez me ha enviado un mensaje.
John se desmaterializó y, luego de viajar hacia el suroeste, tomó forma detrás del cobertizo donde se habían escondido la noche anterior. Cuando sus amigos aparecieron detrás de él, se propuso hacer caso omiso de la tensión que pesaba en el aire.
Miró hacia la zona de suelo de cemento e identificó a los diversos personajes que andaban por allí. Ese jovencito con los bolsillos llenos todavía estaba en todo el centro, recostado contra una de las rampas, encendiendo y apagando un mechero. Había cerca de media docena de muchachos montando en sus patinetes y otros tantos conversando y haciendo girar las ruedas de sus tablas. Siete coches de distintos tipos estaban en el aparcamiento. La policía patrullaba lentamente. John pensó, con rabia, que aquello era una colosal pérdida de tiempo.
Tal vez si se adentraban en los callejones del centro tendrían más posibilidades…
Un Lexus que entró al aparcamiento y no ocupó ninguno de los espacios disponibles, sino que se detuvo en posición perpendicular a los otros siete coches… Del asiento del conductor se bajó alguien que parecía un chico de secundaria, con pantalones anchos y un sombrero de vaquero.
Pero la brisa llevó hasta ellos un inconfundible olor a morgue cerrada, sin sistema central de ventilación.
Y también había un toque de Old Spice o un perfume similar.
John se irguió y su corazón comenzó a latir como loco. Su primer impulso fue el de abalanzarse sobre el desgraciado, pero Qhuinn lo retuvo, agarrándolo con mano de hierro.
—Espera un poco —dijo—. Es mejor averiguar un poco más.
John sabía que su amigo tenía razón, así que le puso freno a su cuerpo y se concentró en memorizar la matrícula del Lexus cromado: LS600H.
Cuando las otras puertas del coche se abrieron, se bajaron tres tipos más. No eran tan pálidos como podían llegar a serlo los restrictores viejos, pero tenían una apariencia bastante macilenta y, claro es, apestaban.
Joder, aquella mezcla de olor a muerto y a talco para bebés resultaba realmente desagradable.
Uno de los asesinos se quedó junto al coche, los otros dos se pusieron junto al del sombrero vaquero. Cuando se encaminaron a la plaza pavimentada, todos los ojos del parque se clavaron en ellos.
El chico de la rampa central se irguió y se guardó el mechero en el bolsillo.
—Mierda, cómo me gustaría tener el coche aquí —susurró Qhuinn.
Tenía razón. A menos que hubiese cerca un rascacielos, desde el que pudieran tener una visión privilegiada de los alrededores, no habría manera de seguir la pista al Lexus cuando se marchara.
El traficante, pese a haberse puesto claramente en guardia, no se movió mientras se aproximaban los restrictores. En realidad, tampoco parecía sorprendido por la visita. Lo más probable era que se tratara de una reunión previamente concertada. Tras conversar un poco, los asesinos rodearon al chico y todo el grupo regresó al coche.
Todos los asesinos, menos uno, se subieron al automóvil.
Había llegado el momento decisivo. ¿Qué podían hacer? ¿Robar un coche cualquiera, haciéndole un puente, y salir en persecución de los asesinos? ¿O deberían materializarse sobre el techo del maldito Lexus y atacarlos allí mismo, sin más? El problema era que las dos soluciones implicaban el riesgo de perturbar la paz del lugar y su capacidad de borrar la memoria de los humanos tenía ciertos límites. Allí había demasiada gente.
—Parece que uno de ellos se va a quedar —murmuró Qhuinn.
En efecto, uno de los restrictores se quedó en el aparcamiento, mientras el Lexus maniobraba y abandonaba el lugar.
Dejar escapar a aquel coche fue una de las cosas más difíciles que John había tenido que hacer en la vida. Pero, mirando las cosas con serenidad, la realidad era que aquellos malditos cadáveres vivientes sólo habían recogido al principal traficante de aquel territorio, para lo que fuera. Sin duda regresarían. Y además habían dejado allí a uno de los asesinos. Por tanto, no les habían perdido la pista. John y sus amigos tenían trabajo que hacer.
El vampiro mudo observó al asesino mientras caminaba hacia el parque. A diferencia del tipo al que al parecer estaba reemplazando, le gustaba pasearse arriba y abajo, observando a todos los que tenían los ojos clavados en él. Era evidente que los muchachos de los patinetes se habían puesto nerviosos. Algunos incluso se marcharon. Pero no todo el mundo estaba alerta… o lo suficientemente sobrio como para preocuparse por la presencia de aquel inquietante individuo.
Se oyó un suave golpeteo. John bajó la mirada y vio que su pie se movía con la velocidad de una taladradora. No se había dado cuenta. La ansiedad podía con él.
Procuró dominarse. No podían desperdiciar aquella pequeña oportunidad, así que le ordenó a su pie que se estuviera quieto y esperó… y esperó… y esperó.
Pasó casi una hora hasta que el miserable se acercó, poniéndose por fin a su alcance, y todo aquel esfuerzo de autocontrol dio sus frutos.
Utilizando el poder de su mente, apagó la farola cercana, para que pudieran atacar al fulano en la penumbra. Luego, John salió de detrás del cobertizo.
El restrictor volvió la cabeza y lo vio llegar. Sabía que acababa de comenzar la lucha, pues el hijo de puta sonrió y se llevó la mano a la chaqueta.
John no creyó que fuera a sacar un arma. No era posible. La única regla de los combates entre vampiros y restrictores era que no se podía pelear cerca de los humanos… y allí había muchos.
Pero eso no regía para aquel enemigo, que sacó una automática y comenzó a disparar.
John saltó como un resorte. Se podría decir que voló para ponerse a cubierto. Hubo un gran revuelo en el parque. Se oyeron más disparos, que rebotaron contra el cemento mientras los humanos gritaban y corrían a esconderse.
Detrás del cobertizo, John apoyó la espalda en las tablas y sacó su propia arma. Cuando Qhuinn y Blay se reunieron con él, hubo un segundo de comprobación general para ver si había heridos, que coincidió con una pausa en el tiroteo.
—¿Qué demonios está haciendo ese idiota? —dijo Qhuinn con señas—. ¿Por qué dispara, con todo este público?
Se oyeron unas pisadas y el seco ruido metálico de un cargador que se encajaba en la pistola. John miró hacia la puerta del cobertizo. Vio la cadena con el candado. Cogió éste, lo abrió con el poder de su mente y se quedó con la cadena.
—Fingid que estáis heridos, o marchaos —les dijo John a sus amigos.
—Ni hablar —negó Qhuinn por señas.
John le apuntó con su arma, muy irritado.
Al ver que su amigo retrocedía, John tomó aire, aliviado. Esto se iba a hacer a su manera: él sería quien se enfrentara al asesino. Fin de la discusión.
—Vete a la mierda —moduló Qhuinn con los labios. Luego, Blay y él se desmaterializaron.
De inmediato, soltando un brutal rugido, John se dejó caer de lado y su cuerpo rebotó en el suelo, inerte, como un saco de cemento. Se aseguró de tener su SIG debajo del pecho, sin seguro.
Las pisadas se acercaban. Oyó una especie de risa perversa, como si el asesino celebrara la oportunidad de su vida.
‡ ‡ ‡
Cuando Lash regresó de casa de su padre, tomó forma en la habitación contigua a la que servía de prisión a Xhex. A pesar de lo mucho que quería verla, se mantuvo alejado. Cada vez que regresaba del Dhunhd, se sentía como un guiñapo durante cerca de media hora y no era tan estúpido como para presentarse en inferioridad de condiciones y darle a ella la oportunidad de matarlo.
Porque estaba seguro de que ella, si podía, no dudaría en matarlo. Lo cual le excitaba. Casi le parecía conmovedor.
Mientras yacía sobre la cama, con los ojos cerrados, notaba su cuerpo torpe y frío. Respiraba hondo y se sentía como un pedazo de carne que se estuviera descongelando. Aunque en realidad donde había estado no hacía frío. De hecho, los cuarteles de su padre eran cálidos y bastante cómodos. Agradables incluso, suponiendo que te gustara el estilo Liberace.
Papi casi no tenía muebles, pero tenía suficientes candelabros como para hundir un barco.
Los escalofríos parecían más bien relacionados con el hecho de pasar de una realidad a otra. Cada vez que regresaba a este lado, le resultaba un poco más difícil la recuperación. La buena noticia era que no creía que tuviera que ir allá muchas más veces. Ahora que había estudiado todos sus trucos y ya los dominaba, en realidad no había necesidad de volver. Y a decir verdad, el Omega no era exactamente una compañía muy estimulante.
Y aunque había heredado el gusto por la depravación de un desgraciado canalla, absolutamente perverso y diabólico, que casualmente era su padre, siempre acababa saturado, harto de aquellas visitas.
La vida amorosa de su padre era bastante aterradora, incluso para él.
Lash ni siquiera sabía qué eran aquellas malditas cosas que había en su cama. Bestias negras, sí, pero el sexo de esos seres era tan difícil de discernir como su especie, y el rastro de aceite que dejaban por donde pasaban era horrible. Además, siempre querían follar, aunque hubiese visita.
Y su padre nunca se negaba.
Al oír un pitido, Lash se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil. Era un mensaje del señor D: Estamos en camino. Tenemos al chico.
Lash miró el reloj y se incorporó de inmediato, mientras pensaba que debía de ir mal, que aquélla no podía ser la hora correcta. Había regresado hacía ya dos horas. ¿Cómo había podido perder así la noción del tiempo?
Al ponerse en posición vertical el estómago le dio un vuelco. Incluso llevarse las manos a la cara le costó más trabajo del debido. El peso muerto de su cuerpo, unido a los dolores que aún sufría, lo hicieron recordar la época en que padecía gripes. Era la misma sensación. ¿Sería posible que estuviese enfermando?
Suspirando, dejó caer los brazos sobre el regazo. Luego observó el baño. La ducha parecía estar a kilómetros de distancia y se preguntaba si valdría la pena aquel esfuerzo.
Le costó otros diez minutos sacudirse la pesada sensación de letargo y, cuando se puso de pie, se estiró para activar de nuevo la circulación de su sangre negra. Resultó que el baño estaba a sólo unos cuantos metros y que con cada paso se fue sintiendo mejor. Antes de abrir el agua caliente, Lash se miró en el espejo y revisó su todavía amplia colección de moretones. La mayor parte de los que su amor le produjo la noche anterior ya habían desaparecido, pero sabía que pronto tendría más…
Notó algo. Frunció el ceño y levantó un brazo. La herida que tenía en la parte interna del antebrazo parecía más grande, no más pequeña.
Cuando le hizo presión con el dedo, no le dolió, pero la cosa tenía mala cara: una herida abierta, de color gris en el centro, y rodeada por una línea negra.
Lo primero que se le ocurrió fue que necesitaba ir a ver a Havers… pero eso era ridículo, un mero atavismo de su antigua vida. Como si pudiera presentarse en la clínica y pedir que le hicieran un chequeo.
Además, no sabía adónde se había trasladado la maldita clínica. Lo cual solía ser un daño colateral del éxito de los ataques. La gente se tomaba tu amenaza tan en serio que se escondía debajo de las piedras.
Se metió bajo el chorro de agua caliente y tuvo cuidado de restregarse la herida con jabón, pensando que si era algún tipo de infección, eso podría ayudar… y luego se puso a pensar en otras cosas.
Tenía ante sí una noche espectacular. La inducción a las ocho. Encuentro con Benloise a las diez.
Y luego, de vuelta para otro encuentro amoroso.
Salió, se secó y revisó la herida. Parecía irritada por el contacto con el jabón, y ahora estaba rezumando un líquido negruzco.
Joder, además esa maldita mancha iba a ser difícil de sacar de sus camisas de seda.
Se puso encima una venda pequeña, del tamaño de una tarjeta, y pensó que tal vez sería mejor que esa noche él y su novia fueran más suaves.
Tendría que atarla.
En unos segundos se puso un precioso traje de Zegna y salió. Al pasar frente a la puerta de la habitación principal, se detuvo y cerró el puño. Después de golpear la madera con suficiente fuerza como para despertar a un muerto, sonrió.
—Volveré pronto y traeré unas cadenas.
Lash esperó alguna respuesta. Al ver que no había ninguna, puso la mano en el picaporte y el oído sobre la puerta. El sonido de la respiración serena de Xhex era tan suave como una corriente de aire. Allí estaba, viva. Y todavía estaría viva cuando él regresara.
Controlándose al máximo, Lash soltó el picaporte. Si abría la puerta, perdería otro par de horas.
Bajó a la cocina y buscó algo de comer, pero no encontró nada. La cafetera estaba programada para encenderse hacía dos horas, de modo que al levantar la tapa vio algo parecido al aceite quemado. Y cuando abrió la nevera tampoco encontró nada que le llamara la atención, aunque se estaba muriendo de hambre.
Terminó desmaterializándose en la cocina, con las manos vacías y el estómago más vacío aún. No era lo más apropiado para su estado de ánimo, pero no quería perderse el espectáculo. Tenía ganas de ver cómo le hacían a otro lo que le habían hecho a él durante su inducción.
La granja estaba situada al noreste de la mansión y, en cuanto tomó forma en el jardín, Lash se dio cuenta de que su padre estaba adentro: un extraño estremecimiento agitaba su sangre cada vez que estaba cerca del Omega. Era como un eco sonando en un espacio cerrado… aunque no estaba seguro de si aquello era bueno o malo. De lo que estaba seguro era de que era inquietante. Muy inquietante para él.
La puerta principal estaba abierta. Subió los escalones que conducían al porche y entró en el salón medio derruido pensando en su inducción.
—Fue cuando pasaste a ser de mi total propiedad.
Lash dio media vuelta. El Omega estaba en el salón y sus vestiduras blancas le cubrían la cara y las manos. Su energía negra penetraba en el suelo y formaba una sombra oscura.
—¿Estás ilusionado, hijo mío?
—Sí. —Lash miró hacia atrás, a la mesa del comedor. El balde y los cuchillos que habían usado con él también estaban allí. Listos y a la espera.
El ruido de la gravilla bajo las ruedas lo hizo mirar hacia la puerta.
—Ya están aquí.
—Hijo mío, me gustaría que me trajeras más candidatos. Siempre tengo hambre de nuevos iniciados.
Lash se dirigió a la entrada.
—No hay problema.
En eso, al menos, estaban en total sintonía. Más iniciados significaban más dinero, más combates.
El Omega se acercó por detrás de Lash, que oyó un suave roce, al tiempo que una mano negra bajaba por su espalda.
—Eres un buen hijo.
Durante una fracción de segundo, Lash sintió una punzada en el fondo de su negro corazón. Eran exactamente las mismas palabras que solía decirle el vampiro que lo había criado.
—Gracias.
El señor D y los otros dos se bajaron del Lexus… y sacaron al humano. El pequeño desgraciado todavía no se había dado cuenta de que estaba a punto de convertirse en un cordero pascual, en la víctima de un horrible sacrificio. Pero en cuanto viera al Omega, seguro que le iba a quedar bien claro.