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Otra maldita mariposa.

Cuando R. I. P. vio lo que estaba entrando por la puerta de su salón de tatuajes, supo que iba a terminar haciendo otra maldita mariposa. O tal vez dos.

A juzgar por los chillidos y las risitas de las dos rubias altas y bobaliconas que avanzaban hacia la recepcionista, estaba seguro de que no iba a grabarles ninguna calavera con huesos.

La aparición de aquellas Paris Hilton con su entusiasmo de niñas buenas haciendo una travesura le hizo mirar el reloj y desear que aquélla fuese la hora de cierre, y no la una de la mañana.

Joder, las mierdas que tenía que hacer por dinero. Casi siempre podía armarse de paciencia, abstraerse y soportar a los pelmazos que acudían a hacerse tatuajes, pero aquella noche las brillantes ideas de las ridículas princesitas lo irritaban. Era difícil sobrellevar las gilipolleces de las chiquillas, cuando acababa de pasarse tres horas trabajando sobre la piel de un ciclista, haciéndole un retrato en honor de su mejor amigo, que había muerto en la calle. Una cosa era la vida real y otra la fantasía de las preciosas idiotas.

Mar, la recepcionista, se le acercó.

—¿Puedes hacer uno rápido? —preguntó, mientras arqueaba las cejas llenas de piercings y entornaba los ojos—. No creo que te ocupe mucho tiempo.

—Sí, de acuerdo —respondió, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia el sillón de los clientes—. Trae a la primera.

—Quieren estar juntas mientras les haces el tatuaje.

Faltaría más.

—No hay problema. Trae el taburete que está al fondo.

Mientras Mar desaparecía detrás de una cortina y él se preparaba, las dos chicas que estaban junto a la caja registradora se dedicaron a cacarear, excitadísimas, a propósito de los formularios de consentimiento que tenían que firmar. De vez en cuando las dos le lanzaban largas miradas de ojos desorbitados. Se diría que, con todos los tatuajes y todo el metal que llevaba encima, él fuera una especie exótica de tigre que ellas hubiesen ido a ver. Y al parecer, la fiera les gustaba mucho.

Santo Dios. Preferiría cortarse las pelotas antes que echar un polvo con aquellas dos. Ni por todo el oro del mundo.

Mar les hizo pagar por adelantado y luego se las presentó. Se llamaban Keri y Sarah. Esperaba algo peor. Ya estaba resignado a tatuar a una Tiffany y a una Brittney.

—Yo quiero un pez multicolor —dijo Keri, mientras se sentaba en el sillón tratando de hacer un gesto insinuante—. Justo aquí.

Se sacó del pantalón la blusita apretada, se bajó la cremallera de los vaqueros y luego la parte superior del tanga rosa. Mostraba con descaro el ombligo, en el que había un aro del que colgaba una piedrecita, también rosa, en forma de corazón.

—Bien —dijo R. I. P.—. ¿De qué tamaño?

Keri, la seductora, pareció algo decepcionada. Al parecer, creía que el tatuado autor de tatuajes babearía, como los chicos del equipo de fútbol de la universidad, al ver sus encantos.

—Bueno… no demasiado grande. Mis padres me matarían si supieran lo que estoy haciendo… así que no puede asomar por encima del bikini.

Por supuesto.

—¿Cinco centímetros? —R. I. P. levantó su mano llena de tatuajes y con un gesto de los dedos le dio una idea de la posible dimensión.

—Quizás un poco más pequeño.

R. I. P. le hizo un dibujo sobre la piel con un bolígrafo negro y ella le pidió que trabajase un poco por debajo de las líneas que había pintado. Luego se puso unos guantes negros, sacó una aguja nueva y conectó la pistola de tatuaje.

Keri no tardó más de segundo y medio en comenzar a lloriquear y apretar la mano de Sarah. Cualquiera hubiera dicho que estaba dando a luz sin anestesia. Igualito que el ciclista. Había una enorme diferencia entre los duros de verdad y los que pretendían serlo. Las mariposas, los peces y los corazoncitos no eran…

De pronto, la puerta del salón se abrió de par en par y R. I. P. se enderezó un poco en su taburete con ruedas.

Los tres hombres que entraron no llevaban uniforme militar, pero era evidente que no se trataba de meros civiles. Con chaquetas, pantalones y botas de cuero, eran unos tíos inmensos, cuya presencia redujo de inmediato, y de forma drástica, el tamaño de la tienda. Hasta el techo pareció más bajo. Se veían muchas sospechosas protuberancias debajo de las chaquetas. Seguramente cuchillos, e incluso armas de fuego.

Con un movimiento sigiloso, R. I. P. se movió hacia el mostrador, donde estaba el botón de alarma.

El tío de la izquierda tenía un ojo de un color y otro de otro, abundantes piercings de metal y una mirada asesina. El de la derecha parecía un poco más normalito, con cara de niño bueno y el pelo rojo; pero se comportaba como un veterano de guerra.

El del centro era el más difícil de catalogar. Ligeramente más grande que sus amigos, tenía el pelo castaño oscuro, cortado casi al rape, y una cara atractiva; pero sus ojos azules parecían los de un muerto. No se percibía el más mínimo brillo en ellos.

Un muerto viviente. Alguien que no tenía nada que perder.

—Hola —gritó R. I. P. para saludarlos—. ¿Necesitan un poco de tinta en la piel, señores?

—Él la necesita —dijo el de los piercings señalando con la cabeza a su amigo de ojos azules—. Y tiene su propio diseño, para hacérselo en los hombros.

R. I. P. evaluó rápidamente la situación. Los hombres no habían mirado a Mar de forma grosera. No tenían los ojos fijos en la caja registradora ni habían sacado sus armas. Esperaban con educación, sin nerviosismo. Como si estuvieran seguros de que haría lo que le pedían que hiciera.

R. I. P. se relajó en la silla y pensó que aquellos tíos eran como él.

—Perfecto. Enseguida acabo con esto y les atiendo.

Mar habló desde detrás de la cortina.

—Pero se supone que cerramos en menos de una hora…

—De todas formas lo haré —le dijo R. I. P. al del medio—. No se preocupe por la hora.

—Pues yo también me quedaré —dijo Mar, al tiempo que clavaba la mirada en el de los piercings.

El tío de ojos azules levantó las manos y comenzó a moverlas haciendo unos singulares gestos. Cuando terminó, el de los piercings tradujo:

—Dice que gracias. Ha traído su propia tinta, si no le molesta.

Aquello no encajaba precisamente con sus normas, e iba contra las normas sanitarias, pero R. I. P. siempre se mostraba flexible con los clientes especiales.

—No hay problema.

Volvió a concentrarse en el pez y Keri reanudó su rutina de quejidos y apretones de la mano de su amiga. Cuando terminó, R. I. P. no se sorprendió en absoluto al oír que Sarah, después de haber visto la «agonía» de su amiga, prefería que le devolvieran el dinero, en lugar de tener su propio tatuaje multicolor.

Buena noticia. Eso significaba que podía comenzar a trabajar en el tío de los ojos de muerto.

Mientras se quitaba los guantes negros y limpiaba un poco, R. I. P. se preguntaba qué querría que le tatuase aquel cliente. Y cuánto tiempo tardaría Mar en meterse entre los pantalones del tipo de los piercings.

En cuanto a lo primero, pensó que probablemente sería un buen diseño.

Y en cuanto a lo segundo… R. I. P. calculó unos diez minutos, porque Mar ya había captado la atención del individuo de los ojos disparejos, y desde luego era una chica muy eficiente, no sólo detrás del mostrador.

‡ ‡ ‡

Al otro lado de la ciudad, lejos de los bares y los salones de tatuaje de la calle del Comercio, en un enclave de imponentes mansiones con fachadas de piedra y callejuelas empedradas, Xhex estaba de pie frente a un ventanal y miraba a través de su cristal antiguo.

Estaba desnuda, fría y llena de magulladuras.

Pero no sentía debilidad.

Abajo, una hembra humana se paseaba por la calle con un ruidoso perrito sujeto de una correa y un teléfono móvil en la oreja. En la acera del frente, la gente bebía, comía, leía, hacía su vida en otras mansiones elegantes. Los coches pasaban despacio, quizá por respeto a los poderosos vecinos de la zona, o tal vez por miedo a que el empedrado y los desniveles de la calle dañaran las suspensiones.

Pero aquella muchedumbre de Homo sapiens no podía verla ni oírla. Y no sólo porque las posibilidades sensitivas de esa otra raza fueran muy inferiores a las de los vampiros.

En el caso de Xhex, para ser más precisos, a las de los que son mitad vampiros, mitad symphath.

Aunque encendiera la luz del techo y se pusiera a gritar hasta quedarse sin voz, aunque agitara los brazos hasta que se le desprendieran de las articulaciones, los hombres y mujeres que estaban a su alrededor seguirían con sus ocupaciones, sin darse cuenta de que ella estaba atrapada en aquella habitación, detrás de un grueso vidrio. De nada le servía alzar el escritorio o la mesita de noche y romper el cristal, ni darle patadas a la puerta o tratar de escapar por el conducto de ventilación del baño.

Ya había intentado todo eso.

El instinto asesino que llevaba dentro no dejaba de asombrarse ante la naturaleza tan implacable de aquella celda invisible: realmente no había manera de salir de allí.

Xhex dio la espalda a la ventana y comenzó a dar vueltas alrededor de la enorme cama, con sus sábanas de seda y sus horribles recuerdos… luego se encaminó al baño con paredes de mármol… y siguió hacia la puerta que salía al pasillo. Dada la situación a la que se enfrentaba con su captor, lo de menos era la necesidad de hacer ejercicio: no se trataba de eso, sino de que no podía estarse quieta. Notaba que todo su cuerpo estaba ansioso y lleno de energía.

Ya había pasado por una situación similar y sabía que la mente, al igual que un cuerpo que se está muriendo de hambre, podía devorarse a sí misma después de un tiempo largo si no se le daba algo en que ocuparse.

¿Su distracción favorita? Los cócteles. Después de haber trabajado en bares durante años, conocía millones de cócteles y combinados de todo tipo y los repasaba uno a uno, imaginándose las botellas y las copas, la forma en que se agregaba el hielo y las hierbas frescas.

Esos pensamientos la habían mantenido cuerda.

Hasta ese momento, había fundado sus esperanzas en que alguien cometiera un error, un desliz que le diera la oportunidad de escapar. Pero no se había presentado ninguna ocasión propicia, y esa esperanza estaba comenzando a desvanecerse, dejando al descubierto un inmenso agujero negro que parecía presto a devorarla. Así que Xhex continuaba preparando cócteles en su cabeza… y buscando una salida.

Y en esas circunstancias, su experiencia pasada le ayudaba de una manera extraña. Cualquier cosa que sucediese allí, por mala que fuera, aunque doliese mucho físicamente, no tendría punto de comparación con lo que había pasado anteriormente.

Estaba ante un problema menor.

O… al menos eso era lo que ella se decía. Aunque a veces parecía un problema mayor.

Xhex siguió paseándose, del ventanal al escritorio y luego de nuevo hasta la cama. Entró en el baño. No había cuchillas ni cepillos para el pelo ni peines, sólo algunas toallas que estaban ligeramente húmedas y una o dos pastillas de jabón.

Cuando Lash la secuestró, usando la misma clase de magia que la mantenía atrapada ahora en estas habitaciones, la llevó a su elegante mansión y la primera noche y el primer día que pasaron juntos marcaron la pauta de por dónde marcharían las cosas de ahí en adelante.

En el espejo que había encima del lavabo, Xhex hizo una desapasionada inspección de su cuerpo. Tenía cardenales por todas partes… también cortes y rasguños. Lash era un tipo brutal en todo lo que hacía y ella le hacía frente porque prefería morirse luchando antes que permitir que la matara sin resistencia. Era difícil discernir qué magulladuras le habían sido infligidas por él y cuáles eran consecuencia de lo que ella le hacía al maldito bastardo.

Si pudiera verle el culo y otras partes del cuerpo, Xhex estaba segura de que Lash no tendría mucho mejor aspecto que ella.

Ojo por ojo.

El infortunado corolario del asunto era que a él le gustaba que ella respondiera al fuego con fuego. Y cuanto más luchaban, más excitado se sentía. Xhex notaba que Lash se asombraba ante sus propias reacciones, sus excitaciones, sus emociones. Los dos primeros días, Lash adoptó una actitud castigadora, vengativa, tratando de desquitarse por lo que le había hecho a su última novia; evidentemente, las balas que ella había introducido en el pecho de aquella perra lo habían indignado terriblemente. Pero luego las cosas cambiaron. Él comenzó a hablar menos de su ex y más sobre partes del cuerpo, empezó a desarrollar fantasías sobre un futuro en el que ella daba a luz a su descendencia.

Tales eran las conversaciones íntimas de aquel desgraciado.

Ahora, cuando se acercaba a ella, los ojos de Lash brillaban de distinta manera, y si por casualidad llegaba a dejarla inconsciente en medio del combate, cuando Xhex recuperaba el sentido por lo general lo encontraba abrazado a su cuerpo.

La hembra le dio la espalda al espejo y se quedó paralizada antes de dar otro paso.

Había alguien abajo.

Salió del baño, se dirigió a la puerta que llevaba al pasillo y tomó aire lenta y profundamente. Cuando un asqueroso olor a sudor y descomposición llegó a su nariz, supo sin duda alguna que quien deambulaba por allí abajo era un restrictor. Pero no se trataba de Lash.

No, era su secuaz, el que iba todas las noches antes de que llegara su captor para prepararle algo de comer. Lo cual significaba que Lash debía de estar en camino.

Joder, qué suerte la suya: la había capturado el único miembro de la Sociedad Restrictiva que comía y follaba. Los demás eran impotentes, como hombres de noventa años, y se mantenían del aire. Pero, ¿qué pasaba con Lash? El desgraciado era totalmente funcional, por así decirlo.

Al regresar junto a la ventana, Xhex acercó la mano al cristal. La barrera invisible que constituía su prisión era un campo de energía que al tacto se sentía como una superficie de intenso calor. No había manera de atravesarla. No había forma de escapar del maldito recinto etéreo.

Parecía haber un pequeña posibilidad… cuando Xhex, soportando el calor, hacía un poco de presión, sentía que cedía algo, pero sólo hasta cierto punto. Luego la barrera recuperaba consistencia y la sensación ardiente se volvía tan aguda que tenía que retirar la mano y soportar unos instantes de dolor.

Mientras esperaba a que Lash regresara, Xhex dejó que su mente se concentrara en el macho en el que trataba de no pensar.

En especial, procuraba no pensar en él si Lash estaba cerca. No sabía hasta qué punto podía penetrar el bastardo en su mente, no quería arriesgarse a que le leyera el pensamiento. Si el maldito intuía que el soldado mudo era su alma gemela, como solía decirse, Xhex estaba segura de que usaría esa información contra ella… y contra John Matthew.

Pese a todo, una imagen de aquel macho pasó por su cabeza. Sus ojos azules vibraban con tanta claridad en esa imagen, que Xhex podía ver los matices de azul que había en ellos. Dios, aquellos hermosos ojos azules la enloquecían.

Todavía recordaba la primera vez que lo había visto, cuando aún era un pretrans. La había mirado con mucho respeto y asombro, como si ella fuera algo extraordinario, una especie de aparición. Desde luego, en ese momento lo único que ella sabía era que aquel macho había introducido en ZeroSum un arma de contrabando y, como jefe de seguridad del club, estaba dispuesta a desarmarlo y sacarlo del club a patadas. Pero luego se enteró de que el Rey Ciego era su whard y eso lo cambió todo.

Tras informarse sobre quién estaba detrás de él, John no sólo era bienvenido con todas las armas que quisiera, sino que se había convertido en un cliente especial, junto con sus dos amigos. Desde entonces, solía visitar el club regularmente y siempre la observaba. Tenía sus maravillosos ojos azules clavados en ella dondequiera que estuviese.

Y luego había pasado por la transición. Dios, se había transformado en un gigante y, abruptamente, a la tierna timidez de su mirada, que se mantenía a veces, se había sumado un cierto ardor que la perturbaba.

No había sido fácil combatir el ansia de cariño, pero, fiel a su naturaleza asesina, Xhex había logrado matar la ternura con que él la miraba.

Con los ojos puestos en la calle, Xhex pensó en aquella ocasión en que habían estado juntos en su apartamento del sótano. Después del increíble rato de sexo, cuando había tratado de besarla, cuando sus ojos azules brillaban con la marca inconfundible de la vulnerabilidad y la compasión que tanto la había cautivado, ella se había alejado. Implacable, lo abandonó.

Sencillamente, no había sido capaz de soportarlo. No pudo aguantar aquellas sensaciones blandas, asociadas a corazones, besos y flores… No pudo asumir la responsabilidad de estar con alguien que sentía algo así por ella, ni asumir la terrible verdad: ella, asesina y todo, tenía la capacidad de amarlo de la misma manera.

El precio pagado por aquella actitud fue muy alto: la muerte de su mirada especial.

El único consuelo que le quedaba era que entre los machos que probablemente tratarían de ir a rescatarla: Rehvenge, iAm y Trez, es decir la Hermandad, no se encontraba John. Si él se unía a la búsqueda, era porque tenía que hacerlo como soldado, pero no porque se sintiera impulsado a hacerlo como una misión suicida de carácter personal.

No, John Matthew no iría a la guerra por lo que sentía por ella.

Y tras haber visto cómo un macho honorable se destruía por tratar de rescatarla, le resultaba consolador pensar que no tendría que pasar otra vez por eso.

Notó que el olor de un filete recién asado invadía la mansión, e inmediatamente apagó sus pensamientos y procuró envolverse en su fuerza de voluntad como si fuera una armadura.

Su «amante» estaría allí en cualquier momento, así que necesitaba clausurar todas sus escotillas mentales y prepararse para la batalla de la noche. Una gigantesca sensación de fatiga la invadió, pero su voluntad de hierro retiró enseguida ese peso muerto. Necesitaba alimentarse, todavía más de lo que necesitaba dormir, pero no podía satisfacer ahora ninguna de esas dos necesidades.

Era cuestión de resistir hasta que alguien diera un paso en falso.

Tenía que eliminar al macho que se había atrevido a retenerla contra su voluntad.