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Thomas Del Vecchio sabía exactamente adónde iba a ir su asesino esa noche.

No tenía dudas al respecto. Aunque el detective De la Cruz estaba en la comisaría, trabajando con los otros agentes y detectives en distintas teorías y pistas, todas las cuales parecían muy verosímiles, Veck sabía exactamente adónde ir. Y a medida que se aproximaba al aparcamiento del motel Monroe, con las luces apagadas y el motor al ralentí, pensó que probablemente sería buena idea llamar a De la Cruz y decirle dónde estaba.

Sin embargo, al final dejó el teléfono en el bolsillo.

Después de detener la moto entre los árboles que había a la derecha del estacionamiento, bajó el soporte con el pie, se apeó y colgó el casco en el manillar. Llevaba el arma en una funda debajo de la axila.

Se prometió usarla solo en caso de extrema necesidad. Y se creyó su propia mentira.

No obstante, la terrible verdad era que se sentía impulsado por algo que había estado dormido durante largo tiempo. De la Cruz tenía razón al albergar algunas dudas sobre él como compañero y cuestionar dónde terminaban los pecados del padre y comenzaban los del hijo.

Porque Veck era un pecador. Y se había hecho policía, precisamente, para tratar de librarse de ese peso.

Más le hubiera valido someterse a un exorcismo. Porque a veces se sentía como si tuviera un demonio dentro.

Sin embargo, que nadie se equivoque, no había ido allí para matar a nadie. Trataba de atrapar a un asesino, antes de que el desgraciado atacara a otra víctima.

De verdad.

Al acercarse al motel, Veck se mantuvo entre las sombras de los árboles y concentró su atención en la habitación donde habían encontrado a la última chica. Todo estaba tal y como lo había dejado la policía: todavía había una cinta rodeando la puerta y el trozo de pasillo que estaba enfrente; también permanecía sobre la puerta el aviso de que se trataba de un área oficialmente precintada. No se veían luces dentro de la habitación, ni fuera.

Nadie alrededor.

Después de instalarse detrás de un seto espeso, se bajó sobre la frente el gorro de lana negra que hacía juego con un suéter de cuello alto y los guantes que llevaba en las manos.

Tenía tal capacidad para quedarse completamente quieto que eso, unido a la ropa oscura, hacía que prácticamente desapareciera de la vista. También era muy capaz de canalizar su energía hacia una calma penetrante que ahorraba recursos al tiempo que lo mantenía más que alerta.

Su presa se iba a presentar. Ese desquiciado asesino había perdido todos sus trofeos: su colección estaba ahora en manos de las autoridades y los de la científica estaban haciendo un esfuerzo gigantesco para relacionarlo con múltiples asesinatos sin resolver cometidos en varias partes del país. Pero el desgraciado no iba a ir allí con la esperanza de recuperar nada. El regreso tendría que ver con la necesidad de revisitar el lugar donde perpetró la última atrocidad. Puro impulso perverso.

¿Un error? Desde luego, pero, claro, ese es el inconveniente de los maníacos. Sin duda, en ese momento el asesino no estaba pensando con claridad. Y Veck tendría que mantener la calma durante las próximas horas, o quizás las próximas noches, hasta que apareciera.

Mientras el tiempo pasaba y pasaba y él esperaba y esperaba, Veck adoptó la actitud paciente de cualquier buen cazador. Un depredador con infinita paciencia para acechar, con frialdad de sobra para acabar con una vida humana.

El crujido de una rama atrajo su atención hacia la derecha, aunque no movió la cabeza. Miró de reojo. No hizo ningún movimiento ni cambió el ritmo de su respiración.

Allí estaba. Un hombre sorprendentemente delgado, que se abría paso con cuidado a través de los arbustos. La expresión de la cara del tipo era casi religiosa al acercarse a la fachada lateral del motel, pero eso no era lo único que lo identificaba como el asesino. Su ropa estaba cubierta de manchas de sangre seca. También los zapatos. Iba cojeando, como si tuviera la pierna herida, y en la cara parecía tener arañazos.

Te tengo, pensó Veck.

Y ahora que observaba al asesino, la mano bajó hasta las caderas y se dirigió a la parte de atrás. Hacia el cuchillo.

Aunque se dijo a sí mismo que debía dejar el cuchillo donde estaba y sacar mejor las esposas, la mano no hizo el menor caso. Siempre se había sentido como dividido, dos personas dentro de la misma piel, y en momentos como este se sentía como si el que se movía fuera el otro, y él un simple espectador privilegiado.

Veck comenzó a acercarse al hombre, siguiéndolo en silencio, como una sombra, acortando la distancia, hasta que llegó a escasos metros del desgraciado. El cuchillo ya estaba contra la palma de su mano y, aunque realmente no lo quería tener allí, sentía que ya era demasiado tarde para volverlo a guardar. Demasiado tarde para cambiar de rumbo. Demasiado tarde para oír la voz que le decía que eso era un crimen que lo llevaría a la cárcel. La otra parte de él había tomado el control y él estaba perdido, a punto de cometer un delito…

El tercer hombre apareció de la nada.

Un fulano gigantesco, vestido de cuero de pies a cabeza, que saltó delante del asesino y le cortó el paso. Y cuando David Kroner trató de retroceder, se escuchó un siseo que taladró el aire.

Dios, no parecía un sonido humano. Pero, joder, ¿qué estaba viendo? ¿Eso eran… colmillos?

¿Qué demonios ocurría? ¿Alucinaba?

El ataque fue tan brutal que con el primer zarpazo al cuello del asesino en serie, el gigante de los colmillos casi le arrancó la cabeza. La sangre brotaba a borbotones, salpicándolo todo en los alrededores, incluidos los pantalones, el suéter y el gorro de Veck.

Y no parecía haber ningún cuchillo, ningún arma blanca involucrada en el ataque.

Dientes. El misterioso desgraciado estaba destrozando al asesino con los dientes.

Veck trató de retroceder, pero se estrelló contra un árbol y, debido al impacto, rodó por el suelo hasta un lugar donde no debía estar. Y debería haber corrido hasta su moto, o sencillamente salir huyendo, pero estaba completamente paralizado por la fascinante demostración de violencia y el escalofriante convencimiento de que lo que estaba viendo no era de ninguna manera humano.

Cuando todo terminó, el monstruo arrojó al suelo los restos ensangrentados del asesino en serie… y miró a Veck, que soltó una exclamación.

—¡Joder!

La cara era de estructura ósea muy similar a la humana, pero los colmillos no tenían nada que ver con un rostro humano, ni tampoco el tamaño del hombre ni la mirada aterradora. ¡Dios, cómo le escurría la sangre por la barbilla!

El monstruo habló con un acento profundo, pesado.

—Mírame a los ojos.

Se oyó una especie de chapoteo que venía de lo que quedaba del asesino en serie. Pero Veck no desvió la mirada. Estaba paralizado por un asombroso par de ojos… muy azules… que brillaban…

—Mierda. —Un súbito dolor de cabeza interrumpía todo lo que veía u oía. Luego se puso en posición fetal, encogido por el dolor y se quedó allí en el suelo.

Parpadeo.

¿Por qué estaba en el suelo?

Parpadeo.

Notaba olor a sangre. Pero ¿por qué?

Parpadeo. Parpadeo.

Con un gruñido, Veck levantó la cabeza y…

—¡Mierda!

Entonces se puso de pie de un salto y miró el caos que había ante sus ojos.

—¡Santo Dios! —Lo había hecho. Finalmente había matado a alguien…

Solo que luego bajó la vista hacia el cuchillo que tenía en la mano. No estaba manchado de sangre. La hoja estaba limpia. Igual que sus manos. Solo tenía salpicaduras de sangre en la ropa.

Al mirar a su alrededor, Veck no tenía idea de lo que había ocurrido. Recordaba haber viajado hasta el motel… y aparcado la moto… También recordaba haber perseguido sigilosamente al tipo que ahora estaba agonizando en el suelo.

Si era completamente honesto consigo mismo, debía reconocer que había tenido intención de matarlo. Todo el tiempo. Pero, según lo que mostraban las pruebas, no había sido él.

El problema era que lo único que tenía en la cabeza era un agujero negro.

Un gemido del asesino en serie atrajo su atención hacia la derecha. El hombre trataba de arrastrarse hacia él, pidiendo ayuda en silencio, mientras se desangraba en el suelo. ¿Cómo era posible que todavía estuviera vivo?

Con manos temblorosas, Veck sacó el teléfono y marcó el número de emergencias.

—Sí, habla el detective Del Vecchio, del departamento de homicidios. Necesito una ambulancia en el motel Monroe, ya mismo. Es muy urgente.

Después de pedir la ambulancia y hacer el informe reglamentario, el bipolar se quitó la chaqueta, la enrolló y se arrodilló junto al hombre. Hizo presión con la prenda encima de las heridas que tenía en el cuello. Y rezó para que el maldito desgraciado sobreviviera.

Y luego se preguntó si eso sería bueno o malo. Y trató de que se lo aclarase el moribundo.

—Yo no te he matado. ¿O sí?

Dios… ¿qué demonios había ocurrido allí?