50
Payne no regresó a la mansión; no tenía interés en ver a ninguno de los que vivían allí. No quería ver al rey, que le había dado una libertad que resultó que no necesitaba. Ni a su gemelo, que había abogado por ella. Y ciertamente no quería ver a ninguna de las felices y afortunadas parejas que vivían bajo aquel magnífico techo.
Así que, en lugar de dirigirse hacia el norte, volvió a tomar forma en la orilla del río que corría junto a los edificios altos y llenos de cristales del centro. La brisa era más ligera al nivel del suelo y llevaba con ella el parloteo de las olas que lamían las riberas rocosas del río. En el fondo, el rugido de los vehículos que remontaban los redondeados lomos de los puentes y se perdían al otro lado le hizo sentir con más intensidad la profundidad y la amplitud del paisaje.
Rodeada de humanos, se hallaba totalmente sola.
Sin embargo, no podía quejarse, eso era lo que había buscado. Esta era la libertad que tanto había ansiado y que había perseguido con tenacidad.
En el Santuario, nada había cambiado. Pero nada había salido mal tampoco.
Sin embargo, siempre preferiría esta descarnada realidad al estado de aislamiento imperturbable en que se hallaba antes.
Ay, Manello…
—Hola, cariño.
Payne miró hacia atrás. Un macho humano se le estaba acercando, después de haber salido de atrás de la base del puente cercano. Iba tambaleándose y olía a sudor y mugre fermentados. Muchas, muchas capas de mierda.
Sin dignarse a saludarlo siquiera, Payne se desmaterializó para reaparecer en otro punto, más abajo, de la misma orilla.
No había razón para borrar a aquel tipo el recuerdo de haberla visto. Era poco probable que la recordara. Y sin duda estaba acostumbrado a las alucinaciones causadas por todo tipo de drogas.
Mientras observaba la superficie encrespada del río, no se sentía atraída hacia las oscuras profundidades. No se iba a hacer daño por aquel dolor. No sería lo que Manny querría y, además, ya estaba harta de elegir siempre la salida más cobarde. Así que afirmó los pies sobre el suelo, cruzó los brazos y se quedó allí, simplemente existiendo, mientras el tiempo se colaba sin prisa por el cedazo de la realidad y las estrellas giraban sobre su cabeza, cambiando de posición…
Al principio, el olor penetró en su nariz de manera subrepticia, camuflado en la maraña de olores a tierra, piedra mojada y contaminación urbana. Así que inicialmente no lo identificó.
Sin embargo, en pocos instantes su sistema nervioso empezó a dar la señal de alarma.
Siguiendo un impulso instintivo, su cabeza se volvió, casi antes de recibir la orden mental, como si tuviera voluntad propia, moviéndose sobre la columna vertebral seguida por los hombros y las caderas.
Ese olor a rancio era el del enemigo.
Un restrictor.
Empezó a trotar con pies ligeros, y sintió que hervía en su sangre un impulso agresivo, que no solo estaba unido al dolor y la frustración que le producía pensar en lo que le había deparado el destino. Al acercarse a ese olor, rebrotó en su interior una profunda y atávica herencia de furia e instinto protector.
Experimentó un cosquilleo en las piernas, en la mano con la que empuñaba la daga y en los colmillos. Transformada por su mortal propósito, ya no era macho ni hembra, ni Elegida ni hermana ni hija. Al recorrer y remontar callejones, calles y avenidas, era un soldado.
Cuando dobló por un callejón, encontró al fondo al par de restrictores cuyo olor la había atraído desde el río. Uno junto al otro, reunidos alrededor de lo que ella identificó como un teléfono, se trataba de reclutas nuevos, de pelo negro y cuerpos nerviosos.
Ninguno de los dos levantó la vista cuando ella se detuvo. Lo cual le dio tiempo de agarrar un disco plateado de metal con la palabra Ford grabada en el centro. Era una buena arma, una con la cual se podían asestar golpes y parar las arremetidas enemigas.
Un momento después, el viento se levantó y agitó su túnica, lo cual debió de llamar la atención de los restrictores, porque, ahora sí, alertados, se dieron la vuelta.
Aparecieron cuchillos. Así como un par de sonrisas que hicieron que a Payne le hirviera la sangre.
Estúpidos chiquillos, se dijo la guerrera. Seguramente pensaban que, tratándose de una hembra, podrían dominarla con facilidad.
Los pasos con los que se le aproximaron dejaban claro que no tomaban ninguna precaución defensiva. De hecho, Payne pensó que iba a disfrutar con la sorpresa que se llevarían… y a la que, al final, no podrían sobrevivir.
Habló el más grande de los dos.
—¿Qué estás haciendo por aquí, pequeña, tan solita? Tan solita.
Estoy a punto de cortarte la garganta con lo que tengo detrás de la espalda. Después de lo cual te voy a romper las dos piernas, y no porque tenga que hacerlo, sino porque me encanta el ruido que eso hace. Y luego encontraré algo de acero con lo cual perforar la cavidad vacía de tu corazón, para enviarte con tu creador. O tal vez te deje agonizando en el suelo.
Payne se quedó en silencio. En lugar de hablar, distribuyó su peso entre los dos pies y se agachó sobre los muslos. Ninguno de los restrictores pareció notar su cambio de posición; estaban demasiado ocupados acercándosele y avanzando como pavos reales. Y tampoco se separaron para atacarla por los lados. O para que uno la atacara por delante mientras el otro llegaba por detrás.
Los dos se quedaron delante de ella, precisamente donde la guerrera podía alcanzarlos con facilidad.
Iba a ser un buen calentamiento, desde luego. Aunque tal vez otros que sí supieran combatir podrían aparecer después para completar su diversión…
‡ ‡ ‡
Xcor notaba el cambio que se estaba operando en sus soldados.
Mientras caminaban en formación por las calles del centro de Caldwell, la energía que sentía detrás de él era como un zumbido cargado de agresividad. Atronador. Refrescante. El más fuerte que le había sido dado percibir en la última década.
De hecho, mudarse allí había sido la mejor decisión que había tomado en la vida. Y no solo porque Throe y él habían tenido una excelente sesión de sexo y bebida la noche anterior. Sus machos parecían dagas recién salidas de la forja, con sus instintos asesinos renovados, resplandecientes bajo la luz artificial de la ciudad. No era ninguna sorpresa que no quedasen restrictores en el Viejo Continente. Todos estaban allí, pues al parecer la Sociedad Restrictiva había concentrado todos sus esfuerzos en…
Xcor volvió la cabeza y aminoró el paso.
El olor que flotaba en el aire hizo que sus colmillos se alargaran y su cuerpo comenzara a palpitar con energía.
No necesitaba anunciar con anticipación el cambio de dirección. Sus soldados lo seguían de cerca, siguiendo el rastro, al igual que él, del empalagoso olor dulzón que venía montado en las alas del viento nocturno.
Al dar la vuelta a una esquina y adentrarse por una calle, Xcor rezó para que fueran muchos. Una docena. Cien. Doscientos. Quería quedar cubierto con la sangre del enemigo, bañado en el asqueroso aceite negro que animaba su carne pútrida.
Al llegar a la boca del callejón, sus pies, más que frenar en seco, se quedaron pegados al suelo.
De un segundo a otro, el pasado regresó, remontando la distancia de los meses y los años y los siglos, para materializarse en el presente.
En el centro del callejón, una hembra envuelta en una túnica blanca que revoloteaba a su alrededor estaba combatiendo contra un par de restrictores. Los mantenía a raya con patadas y puñetazos, girando sobre los talones y saltando con tanta rapidez que a veces tenía que esperar a que ellos volvieran a atacarla.
Gracias a sus magníficas condiciones para el combate, la hembra no hacía más que jugar con los asesinos. Y Xcor tuvo la clara impresión de que los restrictores no se daban cuenta de lo que les estaba reservando para el final.
Letal. No había más que verla. Sin duda era letal y solo esperaba el momento de atacar.
Y Xcor sabía exactamente quién era.
—Ella es… —Xcor sintió que la garganta se le cerraba antes de poder terminar la frase.
Haberla buscado durante siglos y haber sido privado siempre de su objetivo… solo para encontrarlo una noche cualquiera, en una ciudad cualquiera, al otro lado del vasto océano, era una clara manifestación del negro sentido del humor que tenía el destino.
En cualquier caso, quedaba claro que estaban destinados a encontrarse de nuevo.
Allí. Esa noche.
—Ella es la asesina de mi padre. —Xcor sacó la guadaña de la funda—. Ella es la asesina de mi propia sangre…
Alguien le agarró la mano y le detuvo el brazo.
—Aquí no.
El hecho de que no fuera una petición del alma compasiva de Throe fue lo único que lo detuvo. Era Zypher.
—Capturémosla y llevémosla a casa. —El guerrero soltó una carcajada aterradora y el tono erótico de su voz se hizo más profundo—. Tú ya encontraste alivio, pero recuerda que otros necesitamos lo que tú tuviste anoche. ¿Y después de eso? Podrás enseñarle lo que le ocurre a quienes vierten la sangre de tu sangre.
Zypher era el único entre ellos que podía pensar en un plan semejante. Y aunque la idea de matarla directamente era muy atractiva, Xcor había esperado demasiado tiempo como para no saborear un poco más la muerte de esa hembra.
Tantos años.
Demasiados. Tantos, que había perdido la esperanza de encontrarla y los sueños eran lo único que mantenía vivo el recuerdo de aquello que lo había definido y le había dado la posición que tenía en la vida.
Sí, pensó Xcor. Parecía apropiado hacer esto a la manera del Sanguinario. Para que fuera más duro para la hembra.
Xcor volvió a guardar la guadaña, al tiempo que la asesina se ponía manos a la obra con los restrictores. Sin previo aviso, la guerrera saltó hacia delante y agarró a uno de los asesinos de la cintura, mientras lo empujaba hacia atrás contra el edificio, a pesar de los inútiles manoteos del pobre desgraciado. Todo sucedió tan rápido que el segundo monstruo se quedó demasiado sorprendido para poder salvar a su amigo. Además, obviamente, carecía de entrenamiento.
Pero si el segundo hubiese sido un rival más a la altura de ella, tampoco habría tenido ninguna oportunidad. Porque prácticamente en el mismo momento en que atacó, la hembra sacó una especie de tapa que tenía detrás y golpeó al restrictor justo en el cuello, haciéndole un corte profundo y distrayéndolo de inmediato de la urgencia de detenerla. Cuando un chorro de aceite negro le brotó del cuello y sus rodillas se doblaron, ella despachó al asesino que tenía contra el muro de ladrillo golpeándolo un par de veces en la cara y una más en la nuez. Luego lo alzó como si no pesara nada y lo estrelló contra su rodilla levantada.
El ruido que hizo la columna al quebrarse resonó por todo el callejón.
Y, mientras se desvanecía, la hembra dio media vuelta para enfrentarse a los que la miraban trabajar. Lo cual no era ninguna sorpresa. Una guerrera tan extraordinaria como ella no dejaría de darse cuenta de que había otros detrás.
Ladeó la cabeza. Ahora no parecía alarmada. Claro, ¿por qué habría de estarlo? Los machos permanecían ocultos por las sombras pero estaba muy claro que eran de su propia especie. Hasta que Xcor no hizo su aparición, ella no se dio cuenta del peligro en que se encontraba.
El vengador del Sanguinario habló con tono lúgubre, desde la oscuridad.
—Buenas noches, hembra.
—¿Quién está ahí? —Había alzado la voz, ya más preocupada.
Este es el momento, pensó Xcor, y dio un paso adelante para quedar dentro de un haz de luz.
Pero Throe interrumpió aquel solemne y esperado encuentro con un susurro ronco.
—No estamos solos.
Xcor se detuvo y sus ojos se centraron en los siete asesinos que habían aparecido a la entrada del callejón.
En efecto. No estaban solos.
Y más tarde, Xcor pensaría que la única razón por la que habían logrado capturar a la hembra fue la providencial llegada de esos restrictores. El avance de los asesinos exigía toda la atención de sus ojos… y su energía. Pero antes de que ella pudiera desmaterializarse para ubicarse en otro lugar, Xcor la atrapó.
A pesar de la forma en que le latía el corazón, el deseo de venganza le proporcionó la concentración necesaria para dispersar sus moléculas justo en el instante en que ella se dio la vuelta para enfrentarse al escuadrón de recién llegados. Sus esposas de acero cayeron sobre la muñeca de la hembra en un abrir y cerrar de ojos y, cuando ella giró sobre los talones con una expresión de furia salvaje en el rostro, Xcor recordó la forma en que había incinerado el cuerpo vivo de su padre.
Lo que lo salvó fue el disparo de un restrictor.
No fue un estallido atronador, pero sus consecuencias representaron una ventaja espectacular: justo cuando ella estaba levantando la mano que tenía libre para ponerla sobre él, su pierna se dobló y cayó al suelo, pues obviamente la bala debía de haber alcanzado algún órgano vital. Y fue ese momento de debilidad lo que Xcor aprovechó para dominarla. Solo tenía una oportunidad, si no la aprovechaba, no estaba seguro de sobrevivir a ese momento.
Después de ponerle la otra argolla de acero en la muñeca que tenía libre, le agarró la trenza y se la enrolló alrededor del cuello. Tiró y amagó con estrangularla, al tiempo que sus soldados se acercaban apuntándole con las armas.
Joder, cómo luchó. Tan valiente. Tan poderosa.
No era más que una hembra. Pero, no, ni hablar, era mucho más que eso. Era casi tan fuerte como él y no era su única ventaja. Aunque estaba atrapada y a punto de asfixiarse, sus pálidos ojos permanecieron fijos en los de él, hasta que Xcor temió que pudiera entrar en su mente y apoderarse de sus pensamientos.
Pero el hijo del Sanguinario no se dejó intimidar. Mientras desde el callejón llegaban ruidos de batalla, sostuvo la mirada de diamante de la asesina de su padre, al tiempo que sus enormes brazos apretaban el nudo alrededor del cuello de la hembra.
Luchando por respirar, ella jadeaba y se retorcía, mientras movía frenéticamente los labios.
Xcor inclinó la cabeza, pues deseaba oír lo que ella tenía que decir.
—¿Por… qué… me atacas?
Xcor retrocedió, justo cuando ella dejó de forcejear y sus asombrosos ojos dejaron de mirarlo.
¡Santa Virgen Escribana! Ni siquiera sabía quién era él.