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¡El sol! ¡Santo Dios! Rápido, será mejor que…

Manny se despertó del todo cuando ya estaba en el aire; evidentemente había saltado de la cama, llevándose con él las almohadas y el cobertor. Todos aterrizaron a la vez: los pies, el cobertor y las almohadas.

Los rayos del sol entraban por los cristales de las ventanas, invadiendo su habitación con una luz brillante.

Payne estaba allí, eso era lo que su cerebro le decía. Estaba con él.

¿Pero dónde?

Mirando frenéticamente a su alrededor, el cirujano corrió al baño. Nada. Luego registró el resto del ático. Nada de nada.

Volvió a la cama y se pasó la mano por la cabeza, un poco más tranquilo; pero enseguida se dio cuenta de algo inquietante: todavía conservaba todos sus recuerdos. De ella. Del cabrón de la perilla. De la operación, de esa increíble escena erótica del baño, de Glory…

¿Qué demonios había pasado?

Manny se agachó, recogió del suelo una almohada y se la llevó a la nariz. Sí, definitivamente estaba seguro de que Payne había dormido a su lado. Pero ¿por qué había ido allí? Y si lo había hecho, ¿por qué no le había borrado todos sus recuerdos?

Entonces fue hasta el vestíbulo, agarró el móvil y se dispuso a llamarla. Solo que no podía llamarla. ¿Adónde coño la iba a llamar si no tenía ningún número de teléfono suyo?

El humano cuarentón se quedó como una estatua durante un momento. Y luego recordó que había quedado en encontrarse con Goldberg en menos de una hora.

Angustiado, bajo el asalto de una extraña sensación de pánico causada por algo que no podía entender muy bien, pero que era inminente, se puso la ropa de deporte y llamó al ascensor. En el gimnasio, saludó con un gesto de la cabeza a los otros tres tíos que estaban levantando pesas y haciendo abdominales y se dirigió a la cinta andadora que siempre usaba.

Había olvidado bajar su maldito iPod, pero tenía tantas cosas en la cabeza que, la verdad, bastante tenía con haberse acordado de los pantalones. Fue cogiendo ritmo en la máquina, y mientras corría trataba de recordar qué había ocurrido después de salir de la ducha la noche anterior. Pero aquí sí que se estrelló frente a una página en blanco.

Rastros, pues, de la maldita goma de borrar vampírica. Sin embargo, no le dolía la cabeza, lo cual parecía sugerir que ese agujero negro en realidad no era cosa de los chupasangres, sino cortesía del alcohol.

Siguió haciendo ejercicio. Tuvo que subir la velocidad a la máquina un par de veces, pues algún idiota debilucho había mangoneado en ella y la maldita banda se movía con demasiada lentitud.

Cuando el aparato marcaba ocho kilómetros, se dio cuenta de que, sorprendentemente, no tenía resaca. O quizás sí. A lo mejor lo que pasaba era que con tantas preocupaciones no se había fijado en que sufría jaquecas y tenía la boca como un estropajo.

Se palpó el interior de la boca con la lengua. Nada de estropajo, todo en orden.

Cuando se bajó de la cinta andadora, cerca de quince minutos después, necesitaba una toalla y se dirigió a la estantería que estaba junto a la puerta. Uno de los tíos que estaban levantando pesas llegó allí al mismo tiempo que él, pero lo dejó pasar primero con gesto deferente.

—Tú primero, amigo.

—Gracias.

Resoplando, se secó el sudor y se dirigió a la puerta. Se detuvo un momento y se dio cuenta de que nadie se estaba moviendo: todos los que estaban en el gimnasio habían suspendido lo que estuvieran haciendo y lo miraban fijamente. Bajó la mirada, para ver si en su cuerpo había algo extraño.

Nada. Eso también estaba en orden.

En el ascensor, estiró las piernas y los brazos y pensó que se sentía como si pudiera correr otros diez o quince kilómetros con facilidad. En fin, a pesar de todo el alcohol que había ingerido, al parecer había tenido una buena noche de sueño reparador porque se sentía completamente despierto y lleno de energía; pero, claro, eso es lo que hacen las endorfinas. A punto de desmoronarte, la ansiedad te mantiene, es mejor que la cafeína. Con resaca pero ansioso se está incluso en mejor forma que sobrio.

Por un rato, claro, porque indudablemente llegaría el momento del desplome, pero ya se preocuparía de eso cuando sucediera.

Media hora después, entró en el Starbucks de la calle Everett, en el que se había encontrado por primera vez con Goldberg hacía varios años. Hacía mucho tiempo. Tanto, que por aquel entonces el pequeño café todavía no formaba parte de la exitosa cadena. En esa época Goldberg no era médico, sino un alumno de Columbia que quería hacer el internado en el St. Francis y Manny formaba parte del equipo de selección de personal. Goldberg era muy prometedor, una estrella estudiantil, y su propósito era ficharlo, porque Manello quería crear el mejor departamento de cirugía ortopédica del país.

Mientras esperaba su turno para pedir un capuchino, Manny miró a su alrededor. El café estaba repleto, pero Goldberg había conseguido una mesa junto a la ventana. Lo cual no era ninguna sorpresa. Ese cirujano siempre llegaba con antelación a las reuniones; probablemente ya llevaba allí unos buenos quince o veinte minutos. Sin embargo, no parecía estar esperando con impaciencia a Manny. Miraba fijamente su vaso desechable como si estuviera tratando de revolver el café con la mente.

—¡Manello! —El camarero le señalaba un vaso, con gestos muy expresivos.

Manny recogió su café y se abrió paso entre los adictos a la cafeína, las estanterías llenas de tazas y CD y el tablero triangular en que anunciaban las infusiones especiales.

Se sentó frente a Goldberg.

—Hola.

El otro cirujano levantó la mirada. Y pareció sorprenderse.

—Ah… hola.

Manello dio un sorbo a su café y se recostó en el asiento.

—¿Cómo estás?

—Yo… bien. ¡Dios, tú tienes un aspecto fantástico!

Manny se pasó una mano por la barba que cubría su mandíbula. Menuda mentira acababa de soltar la estrella de la cirugía. No se había molestado en afeitarse y apenas se había echado encima una sudadera y unos vaqueros. Lo cual no era como para tener un aspecto deslumbrante.

—Olvídate de las cortesías y vayamos al grano. —Manny le dio otro sorbo a su café—. ¿Qué es lo que tienes que decirme?

Goldberg comenzó a mirar en todas direcciones, hasta que Manny se compadeció de él y habló en su lugar.

—Quieren que me tome una licencia, ¿verdad?

Goldberg resopló.

—La dirección del hospital considera que eso sería lo mejor para… todo el mundo.

—Y te pidieron que te encargaras del departamento, ¿me equivoco?

Goldberg soltó aire de nuevo.

—Pues…

Manny puso su vaso sobre la mesa y no le dejó hablar.

—Está bien. Está muy bien. Me alegra por ti, seguro que lo vas a hacer muy bien.

—Lo lamento de veras. —Goldberg sacudió la cabeza—. Yo… Me siento muy mal. Pero… siempre puedes volver, ya sabes, más adelante. Además, el descanso te ha hecho bien. Quiero decir que tienes una pinta…

—Fantástica —dijo Manny con tono sarcástico—. Ya lo sé, ya, estoy que ni Petronio.

Tampoco era necesario que Goldberg siguiera con las mentiras piadosas.

Los dos siguieron tomando su café en silencio durante un rato. Manny se preguntaba si Goldberg estaría pensando lo mismo que él. Joder, se decía, cómo cambian las cosas. Cuando se habían encontrado en ese lugar por primera vez, Goldberg estaba tan nervioso como Manny ahora, solo que por una razón muy distinta. ¿Y quién se habría imaginado que Manny terminaría medio expulsado? En aquella época estaba en plena escalada hacia la cima. Nada podía detenerlo y nada lo detuvo.

Lo cual hacía que su reacción ante la decisión de la directiva del hospital fuese toda una sorpresa. La verdad es que no estaba indignado. Se sentía, en cierta forma, extrañamente desconectado de aquellas batallitas. Era como si le estuviese ocurriendo a alguien que él había conocido en el pasado pero con quien había perdido el contacto desde hacía mucho. Sí, era un asunto muy grave, pero… en fin, no era su problema. Su problema era Payne, y por ella estaba nervioso, no por carreras, cargos, licencias forzosas y zarandajas por el estilo.

—Bueno… —El sonido del móvil lo interrumpió. Y una clara señal de lo que realmente le importaba en ese momento fue la manera en que se apresuró a sacar el aparato de la chaqueta.

Sin embargo, no era Payne. Era el veterinario.

Miró a Goldberg.

—Tengo que responder a esta llamada. Dame dos segundos. Sí, doctor, ¿cómo está? —Manny frunció el ceño—. ¿De verdad? Ya, joder. Sí… sí… muy bien… —Una luminosa sonrisa fue dibujándose poco a poco en su cara, hasta era más bien la cara la que se adivinaba detrás de una gigantesca sonrisa—. Sí. Lo sé… es un verdadero milagro.

Cuando colgó, Manny miró a Goldberg, que tenía las cejas muy levantadas, con gesto intrigado.

—Buenas noticias sobre mi yegua.

Al oír eso, las cejas de Goldberg subieron un poco más.

—No sabía que tuvieras una yegua.

—Se llama Glory. Es purasangre.

—Caramba.

—Y está empezando a competir con muy buenos resultados.

—No lo sabía.

—Sí.

Y esa fue toda la conversación personal que mantuvieron. Lo cual le reveló a Manny lo mucho que normalmente hablaban de trabajo. En el hospital, Goldberg y él solían pasar horas hablando y hablando, pero siempre acerca de los pacientes, o sobre temas relacionados con el personal o con la dirección del departamento. Ahora, llegados al terreno personal, no tenían mucho que decirse el uno al otro.

Sin embargo, estaba sentado frente a un hombre muy bueno, un hombre que seguramente se convertiría en el próximo jefe de cirugía del St. Francis. La dirección buscaría candidatos a nivel nacional, claro, pero Goldberg sería el elegido porque los otros cirujanos, que se asustaban fácilmente y buscaban estabilidad, lo conocían y confiaban en él. Y así debía ser. Goldberg era técnicamente brillante en el quirófano, muy hábil en los asuntos administrativos y tenía un temperamento mucho más moderado que el de Manny. Políticamente correcto, que era lo ideal para trepar.

—Vas a hacer una gran labor.

—Bueno, sí, pero solo es temporal, hasta que tú… ya sabes, hasta que regreses.

Goldberg parecía creer genuinamente en sus palabras, lo cual era prueba fehaciente de su generosidad.

—Ya, claro.

Manny se reacomodó en la silla y, cuando volvió a cruzar las piernas, echó un vistazo a su alrededor… y vio a tres chicas que estaban en el otro extremo del café. Debían de tener unos dieciocho años o poco más. En cuanto estableció contacto visual con ellas, las chicas se rieron con nerviosismo y desviaron la mirada, como si quisieran fingir que no lo estaban mirando.

Se sintió como en el gimnasio, cuando todos lo miraron. Volvió a mirarse. Nada. No estaba desnudo ni nada por el estilo. ¿Qué demonios pasaba?

Cuando levantó la vista, una de las chicas se puso de pie y se acercó.

—Hola. Mi amiga piensa que eres muy sexi.

Toma castaña.

—Gracias.

—Aquí tienes el número…

—Bueno, no… no. —Manny tomó el trozo de papel que ella había dejado sobre la mesa y se lo devolvió—. Me siento halagado, pero…

—Ya ha cumplido los dieciocho.

—Y yo tengo cuarenta y cinco.

Al oír eso, la chica abrió la boca.

—No puede ser, no…

—Sí, es verdad. —Manny se pasó la mano por el pelo, mientras se preguntaba cuándo le habían contratado como estrella de Gossip Girl—. Y además de ser un viejo, tengo novia.

—Ah. —La chica sonrió—. Está bien… pero podrías haberlo dicho antes. No tenías que inventarte eso de que eres un viejo.

Y con esas palabras, la chica se marchó y, cuando se sentó de nuevo, se oyó una exclamación de sorpresa colectiva. Luego las otras le hicieron un par de guiños.

Manny miró a Goldberg.

—Ah, las chicas.

—Sí, claro.

Muy bien, había llegado la hora de terminar con aquella situación tan incómoda. Mientras miraba por la ventana, Manny comenzó a planear la fuga.

Pero luego vio el reflejo de su cara en el cristal. Los mismos pómulos salientes. La misma mandíbula cuadrada. Los mismos labios y la misma nariz. El mismo pelo negro. Sí, era él, sin duda.

Pero había algo diferente.

Al acercarse un poco más, pensó que… los ojos parecían…

—Perdona. Voy un segundo al baño, y luego tendré que marcharme.

—Claro. —Goldberg sonrió con alivio, como si se alegrara de tener una perspectiva de despedida y una tregua mientras tanto—. Tómate tu tiempo.

Manny se levantó y se dirigió al único servicio del establecimiento. Después de llamar discretamente un par de veces, abrió y encendió la luz. Luego cerró la puerta con llave, lo cual activó el ventilador, y se acercó al espejo.

La luz se hallaba directamente encima del lavabo frente al cual se encontraba, así que lo lógico sería que se viera con todo detalle, es decir, como un viejo resacoso en primer plano y bien iluminado, con los ojos hundidos por la fatiga, bolsas debajo de los ojos y la piel del color del humus.

Pero eso no era lo que mostraba el espejo. A pesar de la horrible luz fluorescente que caía sobre él, parecía al menos diez años más joven de lo debido. Rebosaba de salud. Joder, a ver si es que aquel puto espejo tenía incorporada una especie de photoshop, o algo por el estilo.

Dio un paso atrás, estiró los brazos hacia delante y flexionó las rodillas hasta quedar en cuclillas, lo cual normalmente daría a su cadera la oportunidad de protestar sin mucha consideración. También podrían quejarse los muslos, los cuales debían de estar resentidos por el ejercicio que había hecho hacía menos de una hora. Y la espalda, la vieja y querida espalda.

Pero nada. Ni dolor. Ni rigidez. Ni calambres.

Su cuerpo estaba listo para cualquier cosa.

Manny pensó en lo que el veterinario acababa de decirle por teléfono, con un tono que oscilaba entre el desconcierto y el asombro: «El hueso se ha regenerado y el casco se recuperó por sí solo. Es como si nunca se hubiese lesionado».

Ató cabos. ¿Sería posible que la magia de Payne también hubiese hecho efecto en él? Pero ¿cuándo? ¿Mientras estaban acostados juntos? ¿Podría haber pasado sin que ninguno de los dos se diera cuenta? ¿O quizás le había rejuvenecido mientras dormía, quitándole dos o tres lustros de encima?

Instintivamente agarró el crucifijo que llevaba al cuello.

Llamaron a la puerta, tiró de la cadena del inodoro y abrió el grifo y dejó correr un poco de agua para que no pareciera que estaba haciendo algo raro en el baño. Al salir, saludó con un gesto de la cabeza a la mujer gorda que estaba esperando en la puerta y, asombrado, o quizás más bien aturdido, se dirigió hacia donde estaba Goldberg.

Cuando se sentó, tuvo que limpiarse el sudor de las manos en los pantalones.

Miró a su colega con preocupación.

—Tengo que pedirte un favor. Es algo que no le pediría a nadie más…

—Dime de qué se trata. Lo que sea. Después de todo lo que has hecho por mí…

—Quiero que me hagas un reconocimiento minucioso, incluido un tac.

Goldberg asintió de inmediato.

—No me atrevía a decirlo, pero creo que es una buena idea. Los dolores de cabeza, los olvidos. Necesitas saber si hay algo que no esté funcionando bien. —El cirujano no dijo nada más, como si no quisiera preocuparle más de la cuenta ni entrar en terrenos pantanosos—. Aunque, madre mía, te lo digo en serio, precisamente hoy… nunca te había visto tan bien.

Manny agarró su café y se puso de pie, impulsado por una ansiedad que no tenía nada que ver con la cafeína.

—Vamos pues. ¿Tienes tiempo ahora para hacerlo?

Goldberg asintió.

—Para ti, siempre tengo tiempo.